El genocidio en México: su aporía y los discursos

Patricia Lucila González Rodríguez

Introducción

La definición jurídica de genocidio, desde su nacimiento en la Convención de las Naciones Unidas para la prevención y la sanción del genocidio[i], provocó una reacción orientada a la elaboración de una variedad importante de estudios sobre el tema. Darle coherencia al conjunto de discursos dispersos y alcanzar el orden que gobierna este complejo itinerario intelectual, nos lleva a dar cuenta de que esta empresa se sitúa en primer término, a nivel internacional y, en segundo, a nivel nacional. Así, la figura del genocidio en los últimos doce años en México implica una revisión a los discursos oficiales, a las manifestaciones de la subjetividad de los actores principales y, a su posición de poder desde la cual impulsaron y toleraron prácticas genocidas.

El problema que representa el genocidio, en esta ocasión, concierne al derecho, dada la regulación que a nivel internacional y nacional definen determinados hechos como integradores de ese crimen internacional. Por tanto, se aborda desde el ámbito jurídico, pero con la perspectiva que plantea acerca del derecho Walter Benjamin[ii] cuando expresa “creación de derecho es creación de poder, y en tal medida un acto de inmediata manifestación de violencia”. Esta expresión se traduce en la creación de la norma penal internacional y nacional que configura el delito de genocidio.

La norma penal se convierte en una contención a los abusos o desvíos del poder punitivo, dada la lesión o peligro que afecta a los bienes jurídicos. Aquí surge el carácter aporético de la norma jurídica y la naturaleza eminentemente política de la configuración del delito de genocidio consagrado en la citada Convención y en la legislación mexicana. Debido a que, tanto en su elaboración como en la interpretación posterior de los preceptos que regulan el genocidio, ahora en el caso mexicano, quedan de relieve omisiones deliberadas e intencionales del poder estatal en la aplicación de la ley penal, con el propósito de evitar juzgar a los perpetradores de practicas genocidas. El argumento de justificación ha sido la atipicidad o inadecuación de los hechos a la descripción legal. Esto, sin duda ha provocado una escalada en la violencia contra grupos de la población, que son objeto de aniquilación mediante masacres o matanzas.

Sin embargo, en el caso mexicano, tolerar e impulsar desde el poder estatal algunas prácticas genocidas entre grupos de la población dedicados a las actividades del narcotráfico, muestra graves contradicciones entre los fines de la norma penal y las acciones estatales realizadas, que de acuerdo con los discursos son desplegadas bajo el amparo de la ley, no obstante, a la vez violan las normas penales que erigen la protección a la vida.

Esa respuesta merece una profunda reflexión: ¿Existe voluntad de interpretar adecuadamente y aplicar la ley en tratándose de prácticas genocidas? O bien, ¿la aporía que refleja la norma penal que describe el genocidio impide evitar las prácticas genocidas?, ¿Debe buscarse otra salida para la protección de la vida de grupos en riesgo de la población mexicana que pueden ser objeto de masacres?  Entonces, ¿de-constuir la estructura del concepto legal de genocidio, dará la posibilidad de impulsar otros mecanismos para la construcción de sociedades estables y pacíficas?

El poder analizado como lo enunciable y lo visible en las normas de derecho penal internacional y nacional, comprende un entrelazamiento complejo de ordenes de enunciación en un régimen en el que los discursos aseguran, que el poder estatal mediante la aplicación de la ley tiene como finalidad proteger los derechos fundamentales. No obstante, en el afuera de los discursos oficiales; esto es, en la dimensión empírica de los hechos se revelan las contradicciones que muestran masacres o matanzas en el territorio mexicano contra grupos de la población dedicados (o no) a las actividades relacionadas con el fenómeno del narcotráfico. El resultado se ejemplifica con lo ocurrido en ciudad Juárez: la historia criminal registra miles de seres humanos masacrados en nombre de la seguridad pública y la subjetividad fundante de los perpetradores estuvo unida al discurso político justificante.

La argumentación que sostiene este relato deriva en principio del leguaje empleado por el poder estatal, que utilizó los términos “guerra” contra el narcotráfico; esto es, contra “el enemigo” o “enemigos”, que en el caso mexicano ese discurso oficial configurado desde el año 2008, se dirige contra grupos de la población dedicados a algunas actividades del narcotráfico. Es a partir de aquí, con el uso de ese lenguaje, que se construye la noción de enemigo que comenzó a operar como un imaginario muy potente en la construcción del aniquilamiento de personas por grupos no estatales impulsados o tolerados por las fuerzas de seguridad del Estado Mexicano.

Los datos aportados en los discursos oficiales justificaron los actos de gobierno ejecutados con el propósito de generar un impulso o tolerar las practicas genocidas entre los grupos no estatales dedicados a las actividades ilícitas citadas. Esta comprende la hipótesis de trabajo que enseguida guía el itinerario consistente en el análisis de algunos aspectos sobre la dimensión histórica de un genocidio tolerado e impulsado desde el poder estatal en el año 2008, en un lugar específico: ciudad Juárez.

I. El genocidio en la Convención de las Naciones Unidas

La Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio (CPSDG), es el primer tratado de derechos humanos que adoptó la Asamblea General de las Naciones Unidas y representó el compromiso de la comunidad internacional de garantizar que las atrocidades que se cometieron en la Segunda Guerra Mundial no se repitieran. El tratado constituyó un avance decisivo en el desarrollo de los derechos humanos y en el derecho penal internacional; en particular para la protección a la vida y a la dignidad humana. Este instrumento ha sido adoptado tanto a nivel internacional como a nivel nacional y su definición sobre genocidio se ha incluido de forma íntegra en el estatuto de varios tribunales internacionales e híbridos, como es el caso de los respectivos estatutos de los Tribunales Penales Internacionales de la antigua Yugoslavia y Ruanda y de las Salas Especiales de los tribunales de Camboya.

Uno de los primeros problemas a resolver en la definición legal del genocidio, radica en la exclusión de grupos de personas como víctimas del ominoso acto, limitando el alcance jurídico del concepto. Las falencias conceptuales del tipo penal del delito de genocidio denotan la vacuidad con la que abordan estos asuntos quienes son garantes del orden jurídico internacional y sobre todo la presencia de una aporía.

El artículo II de la CPSDG describe expresamente el fenómeno nacional e internacional nombrado como genocidio:

“Se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal:

  1. Matanza de miembros del grupo;
  2. Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo;
  3. Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física total o parcial;
  4. Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
  5. Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo.”

Una de las cuestiones de mayor relevancia de la descripción anterior es que los elementos legales configurativos del genocidio tienen graves falencias conceptuales de acuerdo con Daniel Feierstein[iii], en especial, las referentes a la exclusión de determinados grupos en la definición, lo que ha provocado una imposible y ahistórica despolitización de los procesos de persecución. Esa desigual descripción del tipo penal del delito de genocidio abre la puerta de la impunidad a los perpetradores de las practicas genocidas a continuar impulsando la eliminación de grupos nacionales. Lo anterior pues la legislación internacional comúnmente es interpretada de manera restrictiva por las autoridades encargadas de la aplicación de esta norma y, por ende, disminuye la posibilidad de sanción sobre los casos que no están gramaticalmente consignados en la norma penal comentada.  México, es un ejemplo de esa impunidad respaldada en las “supuestas” falencias conceptuales que, de la estructura normativa, han advertido algunos investigadores del tema.

Asimismo, detrás de la interpretación restrictiva del tipo penal de genocidio descrito en la norma internacional, existe una tendencia de los intérpretes de la norma a introducir algunos “tecnicismos” y dar justificaciones que impiden la tipificación del genocidio en algunas conductas estatales oprobiosas.  Al respecto, es conveniente apelar y comprender la expresión de Derrida cuando indica[iv] “… lo que no hay que olvidar cuando se quiere la justicia, cuando se quiere ser justo, es la rectitud de la dirección. No hay que carecer de dirección, pero sobre todo no hay que equivocarse de dirección. Ahora bien, la dirección resulta siempre singular…. Y la justicia como derecho, parece suponer siempre la generalidad de una regla, de una norma o de un imperativo universal”.

Bajo ese contexto, es posible afirmar que en México se ha equivocado de dirección la política de seguridad debido a que continúan una serie de acciones estatales y no estatales, tendentes a la eliminación o aniquilamiento de grupos nacionales dedicados a las actividades del narcotráfico. Las masacres entre grupos no estatales aparecen de manera recurrente en los medios de comunicación y desvelan que se llevan a cabo por motivos políticos que justifican la violencia genocida. Una vasta información permea a esta afirmación cuando se examinan la aplicación de planes o programas nacionales tendentes a erradicar la violencia producto de los conflictos entre grupos nacionales dedicados (o no) a las actividades del narcotráfico.

Incluso, la evidencia disponible está en los programas sexenales de los gobiernos provenientes de partidos políticos diferentes y antagónicos ideológicamente. Desde el año 2006 a la fecha, se han diseñado programas en los que el ejército mexicano tiene una importante participación en tareas de seguridad pública. Así, la política de algunos titulares del Poder Ejecutivo en México se traduce en un discurso particularmente aporético, fundado principalmente en la decisión de preservar el orden en torno a la seguridad ciudadana, militarizando y dando un carácter estrictamente policial a las acciones de gobierno que tienen como propósito erradicar actividades provenientes del narcotráfico. A lo anterior, se añade una actitud omisa en el desarrollo de algunas políticas económicas y sociales que pudieran instalarse quizá para proteger a determinados grupos de la población vulnerables de los efectos perniciosos del narcotráfico.

El escenario que mantiene esa política de seguridad errática, por un lado, es la reiterada ejecución de las “masacres” contra los integrantes (o no) de los grupos de la población que se aniquilan entre ellos mismos. Por otro lado, es la tolerancia o impulso a ese aniquilamiento que en ocasiones realiza el Estado mexicano, a través de algunos de los integrantes de las instituciones de seguridad pública responsables de la política de seguridad ciudadana.

Ahora bien, la aporía surge de la estructura lógica objetiva descrita en el artículo II de la Convención que establece el genocidio como delito. El lenguaje jurídico empleado en la aludida tipificación del genocidio constituye un sistema de representación. Para deconstruir esa estructura que representa el tipo penal, es conveniente analizar en términos discursivos la norma legal que contiene un encadenamiento del lenguaje aporético expresado en esa relación entre fuerza (instauración de violencia) y ley.  Al mismo tiempo, la aporía de la regulación jurídica del genocidio en la legislación internacional y nacional contiene una paradoja o dificultad lógica insuperable. Si esto es así, la pregunta toral y crítica que se formula es la siguiente: ¿Cuáles serían los efectos de esa deconstrucción de la norma penal?

Deconstruir el significado de genocidio para establecer un significado mediante la interpretación que se ajuste a la dimensión empírica de los hechos ocurridos y, a la vez, exponer la aporía que se presenta entre lo que pretende la norma jurídico penal (internacional y nacional) mediante la protección de bienes jurídicos o derechos fundamentales frente a lo que daña o destruye utilizando la fuerza de ley a nivel discursivo aparentemente para desde el poder estatal eliminar o neutralizar acciones que lesionan esos bienes, siendo que, sus determinaciones solo dan cuenta del impulso y tolerancia hacia la violencia instaurada por grupos no estatales que llevan a cabo masacres o matanzas contra ellos mismos o contra grupos de la población.

Contiene importancia explicitar que el derecho penal tiene como función reducir y contener el poder punitivo estatal. Para ello, creo estructuras lógico-objetivas que describen y sancionan hechos denominados delitos -entre los que se encuentra el genocidio- . No obstante, en la realidad no hay ningún tipo de contención a ese tipo de conductas lesivas a bienes jurídicos. Al contrario, algunos titulares del poder Ejecutivo Estatal, invocando el derecho mediante la aplicación de la ley, promueven e impulsan la violencia que quebranta el derecho a la vida y, así utilizan discursos desde el poder, que justifican las violaciones sistemáticas a ese derecho y, añaden como argumento a su discurso político que se trata de “otros grupos no estatales” que actúan (probablemente) al margen de la ley. En esta aporía manifiesta, cobra vigencia la idea de Benjamin cuando señala que:

“La función de la violencia en la creación jurídica, es, en efecto, doble en el sentido de que la creación jurídica, si bien persigue lo que es instaurado como derecho, como fin, con la violencia como medio, sin embargo —en el acto de fundar como derecho el fin perseguido— no depone en modo alguno la violencia, sino que sólo ahora hace de ella en sentido estricto, es decir, inmediatamente, violencia creadora de derecho, en cuanto instaura como derecho, con el nombre de poder, no ya un fin inmune e independiente de la violencia, sino íntima y necesariamente ligado a ésta.”[v]

Es demostrable pues, que esa aporía entre lo que conserva el derecho y lo que crea como violencia en la instauración de la norma jurídico penal reguladora del genocidio, también mantiene condiciones de posibilidad crítica para el desarrollo y avance en el conocimiento sobre el concepto legal de genocidio, el cual desde su creación en la norma internacional ha sido cuestionado. Incluso, alcanzar la meta implica dotar de contenido su análisis en un contexto social, económico, político y jurídico, acercando así el citado concepto jurídico a los acontecimientos que se presentaron en un determinado territorio mexicano durante la denominada “guerra contra el narcotráfico” que enarboló el gobierno federal a partir del año 2008.  

II. ¿Qué es y qué no es el genocidio?

La pregunta en cuestión, en la línea de pensamiento de Parménides, sería delimitar cuidadosamente ¿qué es y qué no es el genocidio? Parménides menciona como premisa fundamental “lo que es, el ser, puede ser pensado, lo que no es, el no-ser, no se puede pensar”. En consecuencia, en términos parmenidianos, lo que puede ser pensado del concepto jurídico de genocidio es precisamente lo que es en su dimensión empírica: el aniquilamiento o destrucción de algún grupo de la población mediante masacres o matanzas. Por ende, el genocidio es un término moderno que debe ser pensado en el afuera. Se instituye a mediados del siglo XX, como una secuela de la segunda posguerra y de la experiencia del nacismo. La figura legal del genocidio apareció por primera vez en los juicios de Nuremberg. Este neologismo fue creado por el jurista judeo-polaco Raphael Lemki quien, dentro de su concepto, contempla entre otros puntos la destrucción de un grupo con el objetivo último de destruir la identidad de los oprimidos para lograr imponerles la identidad del opresor.[vi]

Las consideraciones anteriores delimitan lo que puede ser pensado. En este caso, no solo la estructura lingüística del genocidio a partir de la construcción legal descrita en la Convención y en el Código Penal Federal en México; sino que, además su adaptación a los hechos en su dimensión empírica que ocurren en una época determinada y que reflejan la destrucción o aniquilación de un grupo de la población. Desde luego, la respuesta para determinar en nuestros días una adecuada interpretación del concepto legal de genocidio en una interpretación extensiva comprendería la destrucción y aniquilación de un grupo nacional.

En este caso, el delito de genocidio abarcaría la siguiente descripción: el grupo de individuos que establecidos en el territorio nacional están dedicados (o se presume lo estén) a las actividades ilícitas derivadas del narcotráfico. Utilizando las ideas de Raphael Lemkin acerca del genocidio, se traduciría en la aniquilación y destruir la identidad de los “oprimidos” en esta hipótesis de quienes se dedican a las citadas actividades, debido a la ausencia de oportunidades para la subsistencia, con el propósito de imponerles el “opresor”, en este supuesto, el Estado represor una ideología en la que prevalezca la fuerza de ley y la violencia contra el “enemigo” que produzca su aniquilamiento.

El genocidio consiste en perpetrar actos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Esos actos fueron esencialmente los utilizados en la denominada “guerra contra el narcotráfico” con el despliegue de acciones del gobierno federal de distinta índole, con el propósito de alcanzar de impulsar o tolerar una meta predeterminada entre los integrantes de los diversos grupos de la “matanza de miembros del grupo” en el caso particular, de los grupos que representan las organizaciones criminales dedicadas a realizar actividades derivadas del narcotráfico.

Así,las matanzas de integrantes de esos grupos pertenecientes (o no) a las organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico, se convirtió en algo cotidiano en el territorio mexicano desde el año 2008, con motivo de los enfrenamientos entre esos mismos grupos antagónicos dedicados a las actividades de narcotráfico y a la vez, con militares o policías.Es conveniente aclarar, que la aniquilación de integrantes de los citados grupos antagónicos, en el caso mexicano ha sido alentada y tolerada por algunas acciones del gobierno y en esta hipótesis se ubica a los grupos no estatales que constituyen los sujetos activos de las masacres o matanzas que son tolerados e impulsados por el gobierno federal.Efectivamente, el genocidio puede ser perpetrado materialmente por grupos no estatales, como bien lo destaca el doctor Manuel Ollé Sesé, cuando explica que:

“…aunque intervengan en su comisión miembros de un aparato oficial, también pueden ser cometidos -y lo son, junto a aquellos o exclusivamente- por personas que pertenecen a organizaciones o grupos no estatales, como movimientos guerrilleros o paramilitares u otros agentes que, de alguna forma intervienen bajo diferentes grados de autoría y participación en la ejecución de esos crímenes.”[vii]

En otro orden de ideas, la investigación y enjuiciamiento de estos crímenes debiera instaurarse tanto por los tribunales internacionales, como por los nacionales. Abarcando a los sujetos activos del genocidio que materializan la conducta como a los funcionarios públicos responsables de las instancias de seguridad públicas que están obligados a evitar por medios racionales las masacres o matanzas de esta índole. La historia está plagada de casos emblemáticos en donde cuando se inicia una guerra que se justifica para detener una agresión, ayudar a las víctimas o terminar con la brutalidad; lo cierto es que, termina por generar más víctimas y atrocidades contra la población en general.

Como línea argumental tenemos que los Estados importan del Derecho Internacional las definiciones y los elementos de estos crímenes a sus legislaciones domésticas, y así estarán en condiciones de posibilidad de proceder a la persecución de los perpetradores.  

De tal manera que, nuestro Código Penal Federal hizo una reproducción similar a la de la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio de Naciones Unidas, cuando traslado la estructura de los elementos del genocidio al capítulo que titula “delitos contra la humanidad”, específicamente en el Artículo 149 BIS, donde establece lo siguiente:

“Comete el delito de genocidio el que, con el propósito de destruir, total o parcialmente a uno o más grupos nacionales o de carácter étnico, racial o religioso, perpetrase por cualquier medio, delitos contra la vida de miembros de aquellos, o impusiese la esterilización masiva con el fin de impedir la reproducción del grupo.

Por tal delito se impondrán de veinte a cuarenta años de prisión y multa de quince mil a veinte mil pesos.

En caso de que los responsables de dichos delitos fueran gobernantes, funcionarios o empleados públicos y las cometieren en ejercicio de sus funciones o con motivo de ellas, además de las sanciones establecidas en este artículo se les aplicarán las penas señaladas en el artículo 15 de la Ley de Responsabilidades de los funcionarios y empleados de la Federación.”

En este punto queda planteado que jurídicamente el delito de genocidio tanto en la legislación internacional como en la de nuestro derecho nacional, comparten los mismos elementos para su integración o conformación. Por lo tanto, el aniquilamiento y la destrucción de grupos nacionales dedicados a las actividades derivadas del narcotráfico constituye en sí misma una practica genocida auspiciada por el Estado mexicano, ante la incompetencia institucional y, en algunos casos, quizás, además sumada a la probable complicidad con las organizaciones criminales ya citadas. 

Ahora bien, la naturaleza de la denominación “guerra contra el narcotráfico” impide que las masacres de un grupo determinado de la población se consideren producto de una “guerra”; en atención a que, siguiendo la lógica de Derrida:

“La muerte del hombre, implicada así en este concepto de enemigo, es decir, en toda guerra, exterior o civil, no es ni una muerte natural, puesto que el enemigo tiene que ser matado, ni un asesinato, pues matar en la guerra no se considera un crimen. El crimen de guerra es otra cosa, consistiría en trasgredir esta ley para regresar al salvajismo de una violencia que no respeta ya las leyes de la guerra y el derecho de gentes.”[viii]

Otro aspecto importante se localiza en el debate internacional en el cual se contemplan dos posturas diversas. De acuerdo con Daniel Feierstein, la primera, es la que enarbolan quienes afirman el carácter único de este fenómeno delictivo centrado en el aniquilamiento de la población judía a manos del nazismo.[ix] La segunda, es la posición que aporta una definición genérica del genocidio es la que plantea el psicólogo social Israel Charny. Esta última incluye casos como el ecocidio (la destrucción del medio ambiente).

En nuestro concepto, abarcaría, además, cualquier forma de aniquilamiento y destrucción de un grupo nacional con el objetivo último que menciona Raphael Lemkin, lograr imponer la identidad del opresor que en el caso mexicano sería instalar la ideología jurídica del gobernante en turno a los integrantes de la sociedad mexicana respecto a las supuestas bondades de la política de seguridad y la política de drogas impuesta y desplegada mediante la violencia que crea y conserva el derecho.

La promoción de esa ideología jurídica en el discurso del titular del Poder Ejecutivo comprende un ejercicio de poder empleado para gobernar y coincide con la expresión de Pierre Legendré cuando afirma, que el derecho fue configurado desde el inicio como un ejercicio de poder sobre el lenguaje. El poder estatal en México divide las palabras y las cosas, lo que también le permite distorsionar el significado de esas palabras para justificar prácticas genocidas. Por lo tanto, excluyen grupos de protección que abarca la norma penal internacional y nacional, realizando una interpretación extensiva y no restrictiva.

Cuando en el fenómeno del genocidio son toleradas o incluso se impulsan desde el poder estatal algunas prácticas genocidas dirigidas a determinados grupos de la población. Una de las expresiones lingüísticas reveladoras de esta realidad está en algunos términos empleados como “combate” o “guerra” que son utilizadas por los gobernantes para dirigir un mensaje político a la población que reclama seguridad y protección. Pero, además se emplean con el propósito de amedrentar a los grupos de las organizaciones criminales que desarrollan actividades relacionadas con el narcotráfico y, aparentemente causan daño a la población en general. 

Una vez realizado este recorrido conceptual ¿qué es el genocidio y qué no es el genocidio? deviene en una respuesta compleja. Haciendo una interpretación extensiva de la legislación internacional y la nacional y siguiendo la línea de pensamiento de Israel Charny, el genocidio se concibe como cualquier situación donde se presente una matanza en la que pueda identificarse un número importante de bajas humanas, directas o indirectas y este concepto deberá asimilarse a lo que también se ha calificado como “masacre”.[x] En cambio, el genocidio no puede darse en el contexto de una guerra; debido a que, excluye cualquier motivo relacionado con el abuso de poder estatal legítima o legítimamente instaurado.  

En este orden de ideas, uno de los aspectos esenciales se centra en las fallas conceptuales localizadas en el tipo penal de genocidio, aparece la exclusión hecha a la definición de determinados grupos vulnerables afectados en diversas latitudes del mundo. Lo que conduce a una imposible y a-histórica despolitización de los procesos de persecución, según lo indica Daniel Feierstein[xi] y, por lo tanto, ante esa situación, en el caso de México, tanto la violencia genocida y sus crímenes, como en otros tantos países de Latinoamérica se mantienen en la impunidad.

Por otra parte, la Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio, instaura una nueva era (1948) sancionatoria al determinar que la identificación de responsabilidades de un genocidio no solo se encontraba bajo la jurisdicción del Estado en cuyo territorio se hubiese cometido el acto, sino también de una «corte penal internacional que sea competente respecto a aquellas de las Partes contratantes que hayan reconocido su jurisdicción (Artículo VI). Esta misma definición se incluyó también en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI) de 1998, lo que convirtió al genocidio en uno de los delitos internacionales sobre el que dicha corte tiene jurisdicción. La CPI, en repetidas ocasiones ha declarado que la Convención engloba principios que forman parte del derecho consuetudinario general internacional, entre los que está la prohibición del genocidio y la obligación de prevenir y castigar este acto. Como parte del derecho consuetudinario internacional, dichas obligaciones son vinculantes para todos los Estados, hayan o no ratificado la Convención. 

Al determinar la citada Convención, la obligación de prevenir el genocidio, estipula en el Artículo I, que tanto la prevención y la sanción del citado delito tiene un alcance extraterritorial. Los Estados que tengan la capacidad de influenciar al resto tienen la obligación de emplear todos los medios razonablemente disponibles para prevenir el genocidio, incluso en relación con los actos perpetrados fuera de sus propias fronteras.  Esta cuestión aparece claramente confirmada en el pensamiento de Manuel Ollé Sesé[xii], cuando afirma que el genocidio es un crimen internacional de primer grado y que, cada vez que se comete un genocidio, por ejemplo, todos los Estados y todas las personas de la comunidad internacional sufren la eliminación total o parcial del grupo protegido. 

En consecuencia, los Estados soberanos están comprometidos a la persecución de los perpetradores de genocidio, dado que, son garantes en la salvaguarda de los seres humanos que forman parte del orden social internacional.  En términos generales, es en este aspecto en el que los Estados permanecen en falta; a nivel global se conocen un buen número de genocidios de distinta naturaleza y, en su mayoría están sin investigar e imputar a los perpetradores los hechos que lo configuran.

Aunque, la mayor omisión en nuestro país radica precisamente, en la exclusión de los grupos de personas -probablemente dedicadas a las actividades del narcotráfico. En el mundo contemporáneo es absurdo excluirlos de la lista de los grupos protegidos y llevarlas al aniquilamiento mediante masacres o matanzas provocadas por una equivocada política de seguridad y otra errática política de drogas del Estado mexicano. Sobre todo, cuando sabemos que, en este último supuesto, hay varios países de América que están legalizando una buena parte de esa actividad.

Esta última afirmación es útil para impulsar la investigación de carácter científico en torno a las masacres ocurridas en el territorio de ciudad Juárez, apelando al conocimiento del fenómeno mismo, dado en una determinada temporalidad. Incluso, así lo sugiere Nishitani Keiji, cuando explica que: “…sobre todo en la modernidad, la ciencia investiga las causas de las cosas temporales estrictamente en ellas mismas, mientras que la ética y la cultura se dedican a buscar los objetivos de la vida secular exclusivamente en su interior”[xiii]. Por consiguiente, esa investigación científica sobre las causas de las prácticas genocidas ocurridas en una temporalidad y territorio determinado contribuye a rechazar el recurrente discurso político en México, que ha justificado por más de una década el uso de la violencia genocida mediante la fuerza del Estado, apelando a la fuerza de ley, contra grupos de la población relacionados -o no- con una actividad calificada como ilícita por la ley.

III. Ciudad Juárez: un genocidio en nombre de la seguridad ciudadana

Los antecedentes históricos denotan en México, que la violencia contra grupos de la población se ha impulsado desde el poder estatal. Después de la independencia, el país vivió un período de inestabilidad y caos. Líderes políticos luchaban por mantenerse en el poder mediante la fuerza militar. Ese estado de cosas continua durante la intervención francesa, en el Porfiriato, presentarse la invasión y ocupación estadounidense, alcanzando incluso los tiempos de la Revolución.  

En los años posteriores, se desplegaron acciones para la inmediata desmilitarización, con el propósito de terminar la inestabilidad y los conflictos políticos. La idea de construir un país con unidad nacional se concretó a partir de la promulgación de la Constitución de 1917, que determinó establecer restricciones al Ejército para intervenir en tareas de seguridad ciudadana en tiempos de paz. Desde esa época, la sociedad mexicana ha vivido una profunda transformación política y democrática.

Los avances de esta época trajeron como resultado la asunción de compromisos internacionales. Entre ellos, destaca en el marco de las Naciones Unidas el nuevo concepto de la “responsabilidad de proteger” (Resolución 1973 en 2011), aprobada en la Cumbre Mundial del 2005, que el Estado mexicano asumió y refrendó para su debido cumplimiento.

Con base en dicha normativa, la comunidad internacional por conducto de las Naciones Unidas debió adoptar todos los medios disponibles para proteger a los civiles —mexicanos y mexicanas— de las graves y sistemáticas violaciones a sus derechos fundamentales que se presentaron a partir del año 2008, contra determinados grupos de la población en Ciudad Juárez, cuando el gobierno federal decidió tolerar e impulsar enfrentamientos entre las organizaciones criminales y hacer desde el discurso político una “guerra contra el narcotráfico” apelando a la preservación de la seguridad. En este sentido, tiene trascendencia mencionar la línea de pensamiento de Raúl Eugenio Zaffaroni, cuando sostiene que:

“Todo genocidio se produce siempre con la desaparición o el extremo debilitamiento del poder jurídico de contención, lo que no se traduce en un caos en que el poder punitivo se dispara en cualquier sentido, sino que el vacío jurídico, automáticamente da paso libre a las pulsiones de los grupos de poder que hasta ese momento estaban contenidos, y que se desarrollan criminalmente en forma sistemática y conforme a patrones.”[xiv]

Ciudad Juárez fue uno de los territorios en el que se experimentaron esas pulsiones de los grupos de poder y desplegaron acciones violentas entre los mismos grupos nacionales dedicados (o no) a las acciones ilícitas relacionadas con el narcotráfico. Los actos violentos que constituyeron masacres o matanzas, en algunos casos se impulsaron y, en otros, se toleraron por el Estado mexicano. El argumento reprobable y carente de una ética pública del titular del Poder Ejecutivo se centró en justificar, que para mantener el orden y resolver problemas de criminalidad derivados de las actividades del narcotráfico, era necesario incorporar fuerzas militares y policiales del orden federal, contra esos grupos de la población cuyos integrantes calificaba de “criminales”.  

Este discurso oficial incomprensible dada la posición de poder del gobernante que esta obligado a respetar las normas jurídicas, impulsa y respalda semejantes agresiones que finalmente se dieron contra la población en general ante el enfrentamiento de los grupos rivales dedicados al narcotráfico.  Como dato adicional sobre la actitud del citado gobernante, basta con revisar lo que ya expresaba Freud, en su ensayo “De guerra y muerte”, cuando explica la desilusión provocada por la guerra, en relación con quienes por su elevada cultura no creemos capaces de realizar determinados actos. Afirmaba con claridad que:

“Dos cosas en esta guerra han provocado nuestra desilusión: la ínfima eticidad demostrada hacia el exterior por los Estados que hacia el interior se habían presentado como los guardianes de las normas éticas, y la brutalidad en la conducta de los individuos a quienes, por su condición de partícipes en la más elevada cultura humana, no se los había creído capaces de algo semejante.”[xv]

  Los actores principales del gobierno federal simplemente justificaron las acciones que provocaron y encubrieron las prácticas genocidas ejecutadas entre los mismos integrantes de esos grupos nacionales específicos de la población. El discurso estatal daba un impulso a la violencia genocida apelando a la fuerza de ley e indicando que eran grupos de la población provenientes de organizaciones dedicadas al narcotráfico y por lo tanto, se les clasificaba o calificaba sin juicio previo como “criminales”.  

Un punto interesante aquí sería saber, como lo plantea Foucault[xvi], si no se puede estudiar la estrategia del discurso —en este caso el discurso oficial— en un contexto más real o en el interior de las prácticas; es decir, en las masacres o matanzas de las víctimas. Lo que comprende precisamente el análisis de los datos empíricos y de la evidencia disponible se observó un discurso político que buscaba la aceptación de la población en el sentido de “combatir” a determinados grupos de la misma población dedicados a las actividades del narcotráfico. Sin embargo, si el problema de la criminalidad anunciada en el discurso oficial tenía la gravedad diagnosticada por el gobierno de la República entonces, ¿porqué no optar en la aplicación del estado de excepción?. Aunque ante esta omisión de la autoridad federal, como lo plantea Benjamin[xvii], el objetivo es el de asegurar la posibilidad de una violencia absolutamente “fuera” y “más allá” del derecho, qué como tal, podría romper con la dialéctica entre la violencia que funda el derecho y la violencia que lo conserva. Cuestión que, ciertamente se vio materializada en el genocidio de ciudad Juárez perpetrado por el gobierno federal durante cuatro años a partir del 2008.

En estos sucesos en el territorio citado, no hubo suspensión de las libertades personales ni de las garantías de los habitantes, sin embargo, ocurrió algo similar porque se invadieron las calles con las fuerzas federales de seguridad y militares por instrucciones del gabinete de seguridad del gobierno federal. En este caso, inició la denominada “guerra” contra el narcotráfico en ese territorio y se prefirió ignorar la posibilidad de promulgar leyes para hacer frente temporalmente a circunstancias excepcionales de necesidad hasta neutralizar las amenazas que en el discurso político señalaba estaban presentes contra los habitantes de ciudad Juárez y la sociedad mexicana en general.  Así que la alternativa lo que provocó fue un estado de excepción permanente – aunque eventualmente no declarado en sentido estricto- como lo afirma Agamben[xviii], que incluso ha pasado a ser una de las prácticas esenciales de los Estados contemporáneos, incluidos los denominados democráticos.

En ese contexto, las acciones del gobierno se vieron respaldadas por distintos funcionarios federales asignados a las tareas de “combatir” la criminalidad en la fronteriza ciudad Juárez. Sus decisiones igual estuvieron ligadas al poder, que se expresa en un conjunto de micropoderes como lo describe Deleuze[xix] o bien, el poder desde la perspectiva de Foucault cuando sostiene “… las relaciones de poder son mucho más complejas … creo que los mecanismos de poder son mucho más amplios que el mero aparato jurídico, legal y que el poder se ejerce mediante procedimientos de dominación que son muy numerosos.”[xx]  De donde resulta que ese constituye el marco general para analizar las palabras que fueron empleadas desde el poder estatal en la justificación de las prácticas genocidas desarrolladas entre los grupos no estatales dedicados a las actividades del narcotráfico en ciudad Juárez, con la tolerancia e impulso que en algunos casos aportó el discurso oficial, lo que también provocó una separación de los hechos en su dimensión empírica con las palabras al ser nombrados esos hechos. 

Así, se provocó la distorsión en el lenguaje y se creo una ficción jurídica en términos de seguridad ciudadana, debido a que, como lo sostiene Agamben, la suspensión de la norma no significa su abolición y la zona de anomia que instaura no está (o, por lo menos, pretende no estar) exenta de relación con el orden jurídico. En el caso de ciudad Juárez, llego a tal grado la anomia que dio paso a la aniquilación entre los mismos grupos integrados por individuos q clasificados como “criminales” cuyas masacres y matanzas fueron toleradas o impulsadas desde la posición de algunos integrantes del gobierno federal de la época. La justificación del poder estatal se centró nuevamente en señalar que esos individuos se dedicaban a las actividades del narcotráfico, en consecuencia, el aniquilamiento de integrantes de esos grupos se convirtió en una ofrenda a diversos intereses. Se trató pues, de una agresión impulsada y tolerada desde las instituciones de seguridad pública federal, contra grupos de la población dedicados (o no) al narcotráfico.

En esa decisión el gobierno mexicano, a partir del año 2008, justificó como “daños colaterales” las violencias contra integrantes de la población en general, con la supuesta finalidad de proteger la vida y otros bienes de los habitantes de esa frontera norte del país.  La agenda política estaba dirigida a “simular” actos de valentía y de compromiso con la población desprotegida ante los eventos de criminalidad que suelen aparecer con motivo de las actividades provenientes del narcotráfico. Sin embargo, los perpetradores de esas practicas genocidas toleradas e impulsadas, tenían claro que semejantes acciones del gobierno federal, beneficiaría los intereses de otro país, los propios y los de ciertas organizaciones criminales. De ahí las expresiones de grupos que de acuerdo con Howard Zinn[xxi], aprueban “la violencia y la guerra bajo ciertas circunstancias” como lo son las religiones de Occidente y Oriente Próximo – el judaísmo, el cristianismo y el islam-.

En el caso mexicano ocurrido en la frontera norte, el poder estatal consideró que esa “guerra contra el narcotráfico” era bajo ciertas circunstancias beneficiosa para la población. Una premisa que se vinculó a determinados prejuicios que sirvieron para llevar a cabo una clasificación de los seres humanos: “los buenos” y “los malos”, estos debían conforme a los discursos políticos ser eliminados dada una diferencia con el resto de la población en cuanto a sus formas de vida. En esa época consideraban que los “malos”, eran un peligro latente para la población en general. Estos discursos sirvieron para convencer a los ciudadanos de las atrocidades cometidas posteriormente, dado que, las pulsiones del poder político sin contención alguna se radicalizaron y en nombre de la seguridad pública, el gobierno federal impulso y provocó una aversión contra los grupos dedicados a las actividades de narcotráfico que finalmente desencadenó en masacres o matanzas.

Hasta el momento, nuestro país, no tiene una política de Estado tendente a investigar, procesar y sancionar las acciones u omisiones constitutivas del genocidio, como una de las atrocidades de mayor envergadura que se cometieron contra grupos de la población en ciudad Juárez. Los resultados han sido infructuosos ante la inadecuada interpretación realizada —por quienes ejercen el poder— en torno a los hechos en su dimensión empírica, que al buscar trasladarlos al mundo jurídico usando medios de prueba, son declarados atípicos. Esto es, que no reúnen los elementos del delito de genocidio previsto en la norma penal internacional y nacional.

IV. Los daños a los cuerpos de las víctimas del genocidio en ciudad Juárez

El genocidio constituye un crimen nacional e internacional que tiene como característica esencial la despersonalización de la víctima. De esta forma se manifestó en los hechos ocurridos a partir del año 2008, mediante prácticas genocidas toleradas e impulsadas por el gobierno mexicano en el territorio de Ciudad Juárez, entre grupos no estatales pertenecientes (o no) a las organizaciones criminales dedicadas a actividades relacionadas con el narcotráfico.

Justificaron el actuar violento contra los integrantes de los grupos de las citadas organizaciones criminales, debido a que, según el discurso político atentaban contra la vida comunitaria, la paz y la tranquilidad de toda la comunidad mexicana. Esta experiencia de violencias genocidas fue conocida como “guerra contra el narcotráfico” tanto por los perpetradores que institucionalizaron este ominoso fenómeno como por los mismos familiares de las víctimas y la sociedad en general.

Indudablemente esos hechos ominosos permanecen en la memoria de los habitantes de la citada ciudad fronteriza. Numerosas, claras y contundentes pruebas que muestran las víctimas como documentos, testimonios, diversos estudios, no dejan lugar a duda de que hubo un plan sistemático de destrucción o aniquilamiento contra grupos específicos de la población que algunos integrantes del gobierno federal consideraron ponían en peligro al resto de la misma población mexicana. Ahora, las víctimas indirectas saben que esa “guerra contra el narcotráfico” fue un plan alentado y apoyado por el gobierno de los Estados Unidos mediante el programa “Rápido y Furioso”; debido a que, ante el conocimiento y tolerancia del gobierno de México, se llevó a cabo la introducción de armas de fuego de alta potencia que fueron adquiridas por los grupos no estatales perpetradores del genocidio en ciudad Juárez.

El enfoque del análisis respecto de las víctimas directas e indirectas debe alejarse de las perspectivas que entienden lo sucedido en el marco de una “guerra contra el narcotráfico”, dado que, la calificación de los procesos genocidas se estructura a partir del perpetrador de las prácticas (en este caso los grupos no estatales impulsados y tolerados por el gobierno mexicano) y no a partir de sus víctimas que en su momento se les calificó en esa “guerra contra el narcotráfico” como “daños colaterales”.  Semejante denominación tiende a invisibilizar a las víctimas en general que sufrieron masacres, persecuciones, desplazamientos involuntarios y matanzas.

Como punto de partida se sabe que la defensa de los derechos humanos es un esfuerzo donde la política y las instituciones trabajan sobre un doble discurso oficial. El primero, difunde que la igualdad entre las personas deriva de la dignidad humana que impone la necesidad de poseer una vida libre de violencia; y, el segundo, la instalación de instituciones, procesos y personas que desde el poder estatal ataca esa dignidad y provoca una violencia diferenciada mediante la cual se manifiesta la desigualdad que generalmente la sufren los “oprimidos” o los “diferentes”.

De ese panorama emerge una pregunta indeclinable: ¿Como se inscribe la violencia provocada por grupos no estatales? La violencia ni siquiera es contar lo que sucedió, pues no hay palabras que describan los horrores que marcaron o mutilaron a los cuerpos masacrados de ciudad Juárez. Quizás una de las problemáticas que hay que pensar cuando se habla de crueldad en esas masacres es en las cuestiones narcisistas de los perpetradores del genocidio mexicano.  Si el objeto por la razón que sea pone en entredicho la estructura del yo, entra en una tensión narcisista y, aquí comenzará la crueldad.

A partir del ejercicio de la crueldad, el “yo” se re-arma. Es una forma de satisfacción narcisista. La crueldad en si misma no es un destino pulsional. El sujeto somete a un objeto para re-armarse, lo usa como un objeto sustituto, en una especie de suplencia narcisista. El asesinato expresado en masacres no es un síntoma es también una forma de satisfacción pulsional, entre otras cosas. 

Las cifras de la violencia en Ciudad Juárez, contra las víctimas de las masacres, fueron cifras de impunidad, silenciosas y vergonzantes para la raza humana. Aun cuando son mucho más graves, los datos simbólicos que dejan algunas marcas indescriptibles en la destrucción o desmembramiento de los cuerpos, mediante los cuales se envían mensajes a los adversarios y a la población en general, para mantener el control y la subordinación, provocando un profundo e intenso dolor a los familiares. Aquí, los procesos de duelo son generalmente interminables.

Los códigos de esa violencia provocada a las víctimas de ciudad Juárez, no han variado. Son idénticos los mecanismos que marcan y destruyen los cuerpos en las masacres actuales. Considero relevante plantear para la reflexión si ¿son mecanismos del inconsciente? o ¿mecanismos culturales de los perpetradores? O quizás ambos, los que dan origen a la marca lesiva y destructora de los cuerpos. Este probablemente es motivo suficiente para plantearnos y esbozar como lo menciona Pierre Legendre[xxii] “una base sobre la cual sea concebible problematizar la relación entre los campos del psicoanálisis y del derecho”, dejando a un lado prejuicios intelectuales, para abonar al descubrimiento de nuevos campos del conocimiento.

Con ese propósito es oportuno mencionar el concepto de pulsión de muerte desarrollado por Freud. Este concepto, de acuerdo con la descripción de Recalcati plantea el problema de lo qué une la conservación y la destrucción; como dice el autor citado “la auto-conservación o la auto-destrucción”[xxiii].  Explica que Freud, llega a la pulsión de muerte a través del narcisismo extremo, en esa defensa encarnizada de la identidad, que conduce a la destrucción de la vida. Sin embargo, sostiene que si, por el contrario, la vida cede a su protección, sale de sí misma, si no se defiende su identidad de forma narcisista, existe una posibilidad de lazo con el “Otro”.

Ante el descrito panorama surge la pregunta en el sentido siguiente: ¿Que cosa conocemos sobre la violencia en los cuerpos que los marca y los asesina a partir de determinadas “masacres” ligadas a grupos no estatales que están integrados a las organizaciones criminales?, ¿cuánto conocemos sobre el origen de esa violencia que marca el cuerpo y que en ocasiones causa desmembramiento?, ¿por qué surge incertidumbre en la aplicación de la ley, en torno a estas matanzas descritas como práctica genocida? ¿cualquier marca en un cuerpo masacrado representa una violencia aprehendida o cultural? O quizás, ¿se trata de un conocimiento pre-fabricado o pre-concebido?  Desentrañar y aproximarnos a respuestas en este itinerario intelectual obliga a revisar desde donde se produce esa violencia genocida, con el propósito de obtener una información que aporte de manera consistente la subjetividad o individuación del cuerpo humano.

No obstante, se pueda afirmar hipotéticamente que los cuerpos marcados y desmembrados en la violencia genocida comentada, reflejan un pasado salvaje, una barbarie que muestra las huellas del inconsciente que se expresa en los perpetradores del genocidio.  Pierre Fédida[xxiv] explica que “…si el concepto de persona, según ciertas modalidades, correspondiera a la inhibición de acciones homicidas hasta aquí provocadas por el otro-hostil indicio de muerte, el paranoico podría ser ese vestigio psicopatológico que testimonia todavía que la persona es un producto de la violencia y no olvida nada de la hostilidad originaria ni tampoco de la amenaza que representa la presencia del otro, por el solo hecho de su existencia. La interiorización de la agresividad nos dice Freud, no entraña su eliminación…”

Por otro lado, las marcas y el desmembramiento que dejan los agresores en los cuerpos, en varios casos, reflejan cómo esos perpetradores se asumen “diferentes” a la persona contra quien ejercen la violencia con un enorme desprecio por la vida humana. En ocasiones, el o los agresores usan y utilizan un poder sin límites contra cuerpos inertes, vulnerables e indefensos, en los que el resultado de las marcas lesivas, son semejantes a las provocadas por el hombre en un acto de sobrevivencia que replica una conducta primitiva; es decir, cuando actúa el instinto de conservación. Así es cómo el o los agresores reflejan la violencia inusitada que altera, destroza o realiza desmembramiento de cuerpos en distintos territorios del país.

En este orden de ideas, reflexionar e intentar aproximarnos a respuestas resulta también obligado preguntarse: ¿Qué permanece oculto en el inconsciente que elimina cualquier proceso de socialización con una actividad violenta que marca los cuerpos? ¿cómo explicar el uso de la violencia inusitada que deja huellas de destrucción del cuerpo humano? ¿qué da origen a esa violencia destructiva que marca y en ocasiones provoca desmembramiento de los cuerpos?

Ese paso de la necesidad o del instinto a la pulsión, lo trabaja Freud. Hay que meter al “otro”, que le llama “otro pre-histórico” e insistir en plantearnos: ¿En qué momento el agresor transita hacia la respuesta del hombre primitivo, cuando asesina utilizando las marcas o desmembramiento de los cuerpos? El tema es dilucidar de qué hablamos cuando el hombre marca o desmiembra el cuerpo de otros durante el asesinato. Los animales cuando cazan a su presa, ¿hacen algo similar?

La pulsión de muerte es secreta y silenciosa, pero se sabe de ella por sus retoños que son: el odio, el sadismo, masoquismo, entre otras manifestaciones. Entonces, eso que está perdido en las masacres genocidas ¿en realidad son crímenes de odio? Sabemos que el síntoma nunca es eso que parece, siempre es otra cosa. Quizás en las marcas o el desmembramiento de los cuerpos subyace el síntoma, eso que parece y no es.  Una cuestión relevante sería explorar si ¿causa goce al agresor el provocar las múltiples marcas a un cuerpo producto de una masacre genocida? y ¿qué es lo que produce el deseo en el agresor que marca, mutila o hace desmembramiento de un cuerpo?

En esta clase de violencias ejercidas contra las víctimas, quizás estuvo presente el síntoma como el efecto de una defensa primaria. Explicar este hecho no sería cualquier cosa, si seguimos la lógica de una descarga de energía acompañada de un aparato psíquico que proyecta un discurso de odio y lo dirige hacia los “otros” y que se materializa en nuevas formas homicidas y repercute en las nuevas concepciones que el sujeto desarrolla quizás en otra clase de procesos de individuación de violencia. Lo que contradice esa idea relativamente simple que menciona Pierre Fedida[xxv], según la cual la persona procede en su origen de una doble operación iniciada por el renunciamiento a la violencia y al homicidio, al homicidio en la medida que es la violencia absoluta.

Consecuentemente, hay que volver a escudriñar que está ocurriendo en los sujetos que se asumen “diferentes” y causan asesinatos mediante la marca, mutilación o desmembramiento de los cuerpos. Pero, sobre todo, debemos replantear los fenómenos genocidas recurrentes y buscar nuevas explicaciones acerca de esta clase de violencia que crea Derecho y lo preserva en nuestro país. Obsérvese que las masacres y matanzas continúan entre los grupos no estatales mientras que la autoridad federal permanece tolerante ante semejantes atrocidades.

Desde la mirada del psicoanálisis, ¿cuáles serían las condiciones que en conjunto favorecen que los cuerpos reciban esos ultrajes físicos pos y ante mortem? Sabemos que la violencia ha estado desde tiempos remotos con el trato despiadado e inhumano a las víctimas, con el empleo de torturas. Basta con que rememoremos la violencia inquisitorial como una muerte espasmódica de la verdad a través de los cuerpos. La tortura utilizada que debía anotar las lágrimas, los suspiros, donde el cuerpo se vuelve un lugar profético.

Afirmaba el doctor Martín Morales en uno de sus seminarios “la violencia es una enorme reducción de complejidad”[xxvi]. Cuando el sistema social sufra una presión de tal complejidad. La violencia es una reducción magnífica. La religión y las ideologías son otra forma para la reducción de lo complejo”. Desde luego, habrá que desentrañar esa reducción de complejidad en las masacres de orden genocida contra los cuerpos que además fueron marcados, mutilados o desmembrados en ciudad Juárez, en un período en el que algunos integrantes del gobierno federal, en esa época, consideró que se trataba de librar una “guerra contra el narcotráfico” y que las víctimas serían los “daños colaterales”.

Aunque, la hipótesis planteada funciona como un saber, ya sabido, así como, la conclusión termina: sabiendo lo que ya se sabe y principalmente indagar sobre el objeto de estudio del psicoanálisis, que es aquello que se resiste a ser pensado: el inconsciente del hombre que es arrojado al mundo y, que está condicionado por la cultura.  En este caso, una cultura inquisitorial que no protege lo que dice proteger, esto es, los derechos fundamentales

Desde el psicoanálisis preguntarse ¿que es lo que hace síntoma en el asesinato que marca, mutila y desmiembra el cuerpo de otra persona? El inconsciente produce, y una de las cosas que produce es el aniquilamiento de la vida de otro ser humano. ¿Cuál es el síntoma en esta pulsión de muerte? ¿necesitamos una actualización del estado actual de animal-humano? ¿el psicoanálisis puede hacerse cargo de la crueldad y destructividad humana contra los cuerpos? Asimismo, una vez dadas las preguntas aquí planteadas, conviene explorar entre el olvido y la memoria de los hechos ominosos sucedidos en ciudad Juárez, en esa época declarada por el gobierno federal como “la guerra contra el narcotráfico” y cuáles son las rememoraciones actuales de los familiares de las víctimas y de la población en general.

V. Reflexiones finales

En México, los discursos jurídicos y políticos planteados desde el ejercicio del poder punitivo justifican el ejercicio abusivo del poder en aras de una equivocada política de seguridad ciudadana. El Estado tiene la responsabilidad de garantizar y proteger la seguridad de todas y todos los que se encuentran en el territorio nacional.  La autoridad federal justifico la imposición de la fuerza de ley, con el argumento de que ejercía el poder punitivo para sancionar conductas relacionadas con la actividad del narcotráfico y, así evitar ataques contra los bienes jurídicos de las personas en general.

Una de las contradicciones surge, entonces, entre la protección de los derechos humanos de las personas y la misma aplicación de la ley contra “otras” personas.  Como lo sostiene el filósofo italiano Esposito[xxvii], el “dispositivo persona” crea una escisión no solo al interior del ser humano, sino también al interior de su especie, lo que trae como consecuencia no solo la exclusión y discriminación de algunos seres humanos sino que también ha fomentado un estilo de vida que implica negar la misma vida, es decir, el ser humano ha estado imbuido por mucho tiempo en estos discurso dualistas que suponen que hay una parte animal de lo humano, la cual debe ser subyugada o subordinada por la parte “racional” de lo humano.

Por consiguiente,  al ser el derecho de lo personal, al tener un papel inmunizador, es una contradicción hablar de “derechos humanos” pues, como bien lo muestra Esposito, los derechos no pueden ser otorgados a todos (en esos discursos dualistas) solo a los “privilegiados”. Hanah Arendt considera también, que hay una aporía interna en la expresión “derechos humanos”; hay una separación entre derecho y condición humana, pues, los derechos no protegen el ser humano en cuanto tal, sino, única y exclusivamente, en tanto este ser viviente se encuentre cobijado bajo alguna categoría jurídica que lo integre en una comunidad política

El actuar estatal en nombre de la ley que lo obliga a garantizar la seguridad, frente a la contención de los grupos no estatales en practicas genocidas, hace que el contenido y los fines que persigue la aplicación de la norma penal internacional y nacional hagan manifiesta la aporía contenida en la ley que destruye y conserva el derecho.  De manera que, ambas disposiciones legales deberían aplicarse realizando una interpretación extensiva de su respectivo contenido, con el propósito de prevenir y sancionar un número importante de masacres que se presentan en nuestro país como prácticas genocidas recurrentes en atención a la tolerancia del gobierno federal hacia los grupos no estatales que las cometen.

          Adicionalmente, es importante destacar que el principio de complementariedad adquiere relevancia en el caso mexicano. Ello pues otorga eficacia a la norma internacional, en la hipótesis en la que el Estado mexicano, no pueda o no quiera investigar y llevar a juicio a los perpetradores del genocidio tolerado y provocado por la equivocada política estatal de seguridad y la política de drogas que impulso el gobierno federal en ciudad Juárez, en el año 2008.

El debate tendrá que continuar respecto a la subjetividad de los actores principales que han impulsado o tolerado prácticas genocidas en México, contra grupos de la población. En atención a que, probablemente estén vinculadas a motivaciones de orden político y a los procesos de individuación narcisista de quienes ostentaron el poder estatal. Lo anterior pues en sus discursos evadían la materialidad de lo textual y utilizaban las convencionales formas discursivas con el propósito de esquivar ese ámbito material que reflejó la crueldad humana contra los cuerpos de las víctimas. Por ese motivo, es momento oportuno preguntase, ¿acaso en la subjetividad de los funcionarios que ejercieron el poder estatal estaba normalizada la violencia genocida?  La subjetividad de los actores principales de la “guerra contra el narcotráfico” en Ciudad Juárez, ¿se produjo por tolerancia o impulso a grupos no estatales, una de las más cruentas masacres constitutivas de un genocidio?  

Transcurrió una década y el Estado mexicano guarda silencio sobre las masacres y matanzas ocurridos en ciudad Juárez, a pesar de que han continuado otras igualmente ominosas. Las víctimas indirectas de las practicas genocidas continúan clamando justicia y toda elaboración de lo sucedido será atravesado por esa disputa en torno a la representación del pasado, con una mirada diferente, porque es una representación de imágenes, de duelos colectivos. Esta aparentemente perpetua experiencia nacional tiene claramente delimitado un común denominador: que el poder estatal actúo a sabiendas (por omisión o acción dolosa) y provocó una violencia institucional, en desmedro del discurso oficial de respeto a los derechos humanos.  

Bibliografía consultada

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[i] Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio. Asamblea General de las Naciones

[ii] Benjamin, Walter. Para una crítica de la violencia. Edición electrónica consultable en www.philosophia.cl ; Escuela de Filosofía Universidad Arcis.

[iii] Feierstein, Daniel. Introducción a los Estudios sobre Genocidio. 1ª ed., Fondo de Cultura Económica y Eduntref. México 2016, p. 20.

[iv] Jacques, Derrida. Fuerza de Ley. El fundamento místico de la autoridad. 2ª edición, Reimpresión. Editorial Tecnos. España, 2010,  p.40.

[v] Op. Cit. p.14

[vi] Lemkin, Raphael. El dominio del Eje en la Europa ocupada. Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2009, pp. 153-154.

[vii] Ollé, Sesé Manuel. Crimen Internacional y Jurisdicción Penal Nacional: de la justicia universal a la jurisdicción penal interestatal. 1ª ed., Editorial Thomson Reuters. España, 2019, p. 155.

[viii] Derrida, Jacques. Políticas de la amistad. Editorial Trotta, S.A. España, 1998, pp. 142 y 143.

[ix]  Feierstein, Daniel. Introducción a los Estudios sobre Genocidio. 1ª ed., Fondo de Cultura Económica y Eduntref. México 2016, pp. 21

[x] Ibidem, p. 22.

[xi] Ibidem, p. 23.

[xii] Ollé, Sesé Manuel. Crimen Internacional y Jurisdicción Penal Nacional: de la justicia universal a la jurisdicción penal interestatal. 1ª ed., Editorial Thomson Reuters. España, 2019, p.154

[xiii] Keiji, Nishitani. La Religión y la Nada. Traducción Raquel Bouso García. 1ª ed. Ediciones Siruela, S.A. (edición revisada) y Chisokudó Publications, 2017. Nagoya, Japón.

[xiv] Zaffaroni, Raul Eugenio. Derecho penal humano y poder en el Siglo XXI. Instituto de Estudios de Investigación Jurídica, Servicios Gráficos. Nicaragua, 2016, p. 28.

[xv] Freud, Sigmund. Obras completas. Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico. Trabajos sobre metapsicología y otras obras (1914-1916). Amorrortu editores. Buenos Aires, Argentina, 1998, p. 282.

[xvi] Foucault, Michael. La verdad y las formas jurídicas. 2ª ed. Corregida. Gedisa Editorial. Barcelona, España, 2003, p. 163.

[xvii] Agamben, Giorgio. Estado de Excepción. Homo sacer II.  1ª ed., Editorial Pre-textos. Traducción Antonio Gimeno Cuspinera. España, 2010, p.80.

[xviii] Ídem, p. 11

[xix] Deleuze, Gilles. El Poder. Curso sobre Foucault. Tomo II. 1ª ed. Editorial Cactus, Serie Clases. Buenos Aires, Argentina, 2014, p. 190.

[xx] Foucault, Michael. El Poder, Una Bestia Magnífica. Siglo XXI, Editores, S.A. Argentina, 2012, p. 41.

[xxi] Zinn, Howard. Sobre la guerra. La paz como imperativo moral. 1ª ed., Editorial Debate, México, 2007, p. 272

[xxii] Legendre, Pierre. La otra dimensión del derecho. Revista de la Facultad de Derecho. No. 77, 2016, pp. 63-84. https://doi.org/10.18800/derechopucp.201602.004  Derecho PUCP.

[xxiii] Aleman, Jorge (ed) Erminia Macda, Isabel Platthaus y Massimo Recalcati. Lo Real de Freud. Círculo de Bellas Artes, Madrid, España 2007, p. 88.

[xxiv] Fédida, Pierre. El sitio del ajeno. 1ª ed. en español. Siglo XXI editores. México, 2006, pp. 22-23.

[xxv] Ibídem, p. 21

[xxvi] Seminario impartido por el doctor Martín Morales en el Colegio de Saberes, Clase del 4 de Agosto del 2017.

[xxvii] Cardona, Tamayo Laura Mireya. El cuerpo y la carne en la biopolítica de Roberto Esposito. Inciso, 19 (1). Colombia 2017, pp. 89-94.

Patricia Lucila González Rodríguez

Doctora en Derecho, académica e investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México y de varios centros de investigación y docencia en el país. Investigadora Nacional Nivel I, del Sistema Nacional de Investigadores, CONACYT y Coordinadora del Seminario Universitario Interinstitucional sobre Seguridad Ciudadana de la UNAM. Con trayectoria en el servicio público profesional en puestos directivos vinculados a la procuración y administración de justicia a nivel nacional: ex jueza penal y Procuradora General de Justicia en el Estado de Chihuahua. Especialista en temas de género y violencias contra mujeres, corrupción política y administrativa, derecho penal y derecho procesal penal. Cuenta con amplia experiencia como abogada en litigio estructural bajo el procedimiento penal acusatorio en México. Ha publicado diversas obras jurídicas entre las que destacan “La Policía investigadora en el sistema acusatorio mexicano”, “Las víctimas del delito en el sistema penal acusatorio”, “Manual de Derecho Procesal Penal. Principios, Derechos y Reglas”, “Los desafíos del sistema penal acusatorio”, “Visiones interdisciplinarias de la justicia terapéutica en México” y desarrollado proyectos de investigación jurídica.