Un intento por recuperar el cuerpo arrebatado, mi cuerpo arrebatado ese del que ni siquiera puedo decir que fue prohibido, proscrito, negado o insultado, golpeado o saqueado. No, porque ese cuerpo del que quiero hablarte ni siquiera existe, y si no existe no desea, no mira ni es mirado, no puede ser pedido ni repudiado. No respira. Tampoco puede morir. Este cuerpo del que hablo. Del que te hablo, desde el que hablo, siempre en silencio, sin decir nada. El cuerpo que nunca existió. Soy el cuerpo del delito. El del deseo inanimado.
Camino buscando ocultar que el cuerpo me habita. Me oculto en primera persona del singular, hoy intento escribir para recuperar algo que no sé si se pueda. Lo debo ocultar, lo siento, en el cuerpo. Después de negar el cuerpo, hubo que decidir rápidamente cosas, una postura frente a todo, aunque desde muy niño sabía que hacerlo era incompleto, tuve que decir cuál color el favorito, qué fruta preferida, qué equipo y cuál coche, a qué hora y qué comida, qué amigo.
Algo se me escapaba, algo se alcanzaba a ver, o al menos eso creí siempre.
Aquella vez trajeron al salón de clases los uniformes de futbol para el grupo.
Y había que probarse los shorts para que tomaran la medida. A cada fila nos pasaban una serie de pantalones cortos, la mía era le del centro y mi asiento el último, ¿o el penúltimo?. No estoy seguro y no lo podría afirmar asegurando que digo la verdad (asunto ese, el de decir la verdad, al que renuncio por imposible, porque no se puede y menos reconstruyendo un recuerdo que en buena parte invento. No necesito decir la verdad para mostrarme, para decirte lo que me pasa por dentro, para que sepas quién soy. No necesito la verdad. Esa fue, ella la verdad, la que me arrebató el cuerpo) pero sospecho que era el último de la fila, todavía puedo sentir mi cuerpo pegado a los ladrillos al final del salón, cafés, eran cafés con ese barniz brilloso que me cansaba,
provocaba eso una suerte de aburrimiento aturdido. Fila por fila nos pedían que nos paráramos y nos quitáramos los pantalones para probarnos una talla. Y yo me quité los pantalones porque siempre obedecía lo que decían los profes y las mises. Cuando me di cuenta me había anticipado por hacerlo en cuanto nos lo pidieron, pero ya ni modo de deshacer lo que había hecho: los que estaban delante de mi simplemente se desabrocharon el cinturón y esperaban su turno. Yo en cambio había hecho caso sin reparar en el pudor. Aunque lo tenía y mucho. De pronto me sentí desnudo en el salón, en el centro, era como si un triángulo, afilado por en medio, me apuntara. Y entonces sucedió: a mi derecha alguien me vió, me señaló y algo dijo, nunca supe qué, pero se rieron y lo comentaron con otros y así pasó del otro lado, había risas, no sabía yo si era de las piernas desnudas, o de los ladrillos en mis nalgas o del calzón que era verde agua, o de mis calcetines que tocaban el piso, se trataba de mi cuerpo. No fue mucho tiempo. No supe qué hacer. No sé bien a bien qué pasó. Seguro que no fue así pero sentí que todo el salón veía por primera vez ese cuerpo inexistente. Para mí no era el cuerpo de
un niño de ocho años, de hecho si viajo ahí no siento ser un niño, siento otra vez todo mi ser.
“¿Tu número de lista?”, preguntó el muchacho que llegó hasta mí, “treinta y dos” dije casi en silencio mientras me volví a vestir. Había mostrado el cuerpo improbable por primera vez. Un cuerpo para el que no había y no hay sitio a menos que confiese algo que no está en mí: confesar que soy algo, que no soy esa cosa, porque para que tenga un cuerpo es imprescindible que defina algo. ¿Y sabes qué pasa aún hoy? no puedo confesar nada de eso, y entonces mi cuerpo (ese del que te hablo) no existe. Pero lo que sí es, lo que sí se puede nombrar, es que soy hombre. Y ahí no hay espacio para esa sensualidad, no hay espacio para ser eso, tendría que cambiar, elegir “otra identidad”, pero no quiero porque sería como sacarme los ojos o arrancarme las uñas, morderme las orejas. No puedo hacerlo aunque quiera. O no me atrevo o no se puede o las dos cosas. Me excluyo, de algún modo quedo fuera.
Ese día pasó un golpe, aconteció algo que hizo de mi cuerpo un territorio conquistado, rendido. Perdido. Ha habido otros golpes en mi vida, más fuertes, golpes en el cuerpo, dolores y alegrías, momentos “más importantes”; la aventura de la fila parece algo casi trivial. Sí, he vivido pérdidas y muertes, pero ese día pareció que el mundo se se hundió para siempre, en el centro de un salón pegado a una pared, fui visto, y con ello, hecho invisible.
Hoy voy a volver a intentar, aunque no encuentre lo que se perdió, puedo no rendirme. Si me veo algo emerge, se vuelve emergencia no urgente. Una emergencia incontenible, imposible y tardía, que convoca a romper, romper, romperse. En este cuerpo del que hablo hay una emergencia.