Listo para iniciar el reportaje solicitado por el jefe de la redacción, el periodista sacó su libreta de notas y, con un golpecito, vació las palabras en un pequeño recipiente, acercó a la computadora su confiable báscula de precisión y, con unas prácticas pinzas de disección, se dispuso a extraer cada una de las palabras para pesarlas. Con cuidado —removiendo entre verbos, adverbios y sustantivos— seleccionó las conjunciones básicas para un texto coherente y, al colocarlas sobre la báscula, se percató de algo inaudito: el instrumento de medición marcaba clara e indiscutiblemente 0.0 gramos. “¡Imposible!”, pensó el periodista, mientras buscaba en el recipiente otra palabra para sopesar la situación. “¡Ajá!”, exclamó al extraer un adjetivo: violentamente. Colocó la palabra en la báscula, pero ésta se mantuvo inalterable. Confundido y con una ligera sensación de angustia formándose en sus entrañas, el periodista buscó una de sus palabras favoritas: sueños. “Ésta tiene que funcionar”, se dijo a sí mismo para intentar permanecer en calma. Con una mano temblorosa la colocó junto con las otras, el resultado permaneció inerte. Incapaz de reprimir un chillido de sorpresa, con la respiración acelerada y la frente sudorosa, removió con los dedos las palabras del recipiente hasta encontrar la definitiva. El periodista sujetó la palabra con fuerza e, intentando controlar el pánico, la observó detenidamente un par de segundos antes de colocarla en la báscula: muerte. Nada.
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La palabra del hombre es el material más duradero. Cuando un poeta traduce su más fugitiva impresión en palabras que le son exactamente apropiadas, esa impresión vive durante largos siglos, y se reanima sin cesar en el lector que es accesible a ella. (Schopenhauer, 2021: 23).
La cuestión sobre la palabra ha sido planteada a lo largo de la historia por grandes mentes y desde diversos saberes. La lingüística, la filosofía, la psicología, la sociología, la literatura y la comunicación son algunos de los principales saberes que se han preguntado sobre esta materia. No obstante, usada como moneda cotidiana en las transacciones del día a día, solemos olvidar su valía y pasamos de largo sus alcances.
Para la profesión periodística, como para varias otras, la palabra no es sólo un instrumento necesario para su desempeño, sino que se trata del núcleo mismo de su desarrollo. Sin embargo, el uso indiscriminado, excesivo y superficial de las palabras en el periodismo ha mermado profundamente el significado de las mismas. Usadas sin consideración en textos redactados al vuelo y con el único objetivo de sobresalir del resto, ha derivado en el deterioro no sólo de la labor periodística, sino del lenguaje en general y, por ende, de la capacidad de raciocinio. En el momento en el que la transmisión de información deja de ser concomitante con el pensamiento, la pregunta por el valor de la palabra se torna esencial. Esta problemática ha sido abordada por reconocidos escritores y periodistas, entre ellos, ya desde 1943, Alfonso Reyes nos advertía:
“Ya el llamar “escritor” a alguien implica una responsabilidad crítica. Mucho más llamarle “gran escritor”, que es contraer ante la opinión un serio compromiso. Pero nadie paga por usar las palabras, patrimonio común de que disponemos como del aire que se respira. Y pasa con las palabras como con el aire, que pierden valor en el trato diario, por lo mismo que se nos dan gratis. Que nos tapen la respiración un instante, y sabremos lo que vale el aire”. (Reyes, 2012: 125).
La palabra, de acuerdo con Gorgias, “es un poderoso soberano que con un cuerpo pequeñísimo lleva a término las obras más divinas. Pues es capaz de hacer cesar el miedo y mitigar el dolor, producir alegría y aumentar la compasión” (Gorgias, 2021: 65). Teniendo esto en mente debería ser labor de todos, pero principalmente de aquellos que ofician con la palabra, el sopesar meticulosamente el empleo de una u otra. El mal uso de la palabra y el lenguaje en periodismo ha sido estudiado desde diversas perspectivas y revelado, como consecuencia, problemas que van desde el sensacionalismo y la superficialidad hasta la falta de veracidad y manipulación de la información. Sin embargo, la raíz del problema se mantiene en la falta de entendimiento, tanto por parte del periodista como del lector, del peso de la palabra y la necesidad del cuidado de la misma.
Así, las preguntas a realizar para hacer frente al problema de la palabra en periodismo, son: ¿qué es la palabra? ¿cómo la usa el periodismo? ¿qué peso tiene actualmente? De acuerdo con Schopenhauer: “las palabras designan aquella clase peculiar de representaciones cuyo correlato subjetivo es la razón” (Schopenhauer, 2013: 107), es decir, los conceptos. Y añade: “todos los conceptos —y solo conceptos son lo que las palabras designan— existen únicamente para la razón y nacen de ella” (Schopenhauer, 2013: 129). Para el filósofo alemán, la capacidad de representación abstracta a partir de conceptos, es una capacidad exclusiva del hombre, y es el instrumento necesario de su razón. Es a partir de los conceptos que el lenguaje y el obrar reflexivo tienen lugar y que el hombre comunica o bien encubre sus pensamientos. Por ende, es a través de las palabras como conceptos que el hombre se representa, entiende al mundo y transmite sus pensamientos.
Sin embargo, la misma capacidad para conceptualizar, que nos permite desarrollar y comunicar pensamientos, debe ser usada con cautela y detenimiento ya que el propio proceso de abstracción y conceptualización puede generar dificultades en el proceso de comunicación. De acuerdo con Nietzsche:
Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes. (Nietzsche, 2012: 27).
Así, retomando un ejemplo del propio Nietzsche (2012: 27), al atribuirle a alguien la característica de “honesto”, dicha cualidad puede significar para alguien que la persona cumple con sus deberes sociales y, para alguien más, puede significar que el susodicho es incapaz de decir una mentira. Ambas creencias caerían en lo que podría considerarse como “honesto” y, sin embargo, son pensamientos completamente diferentes. “La omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto” (Idem). Pero, ¿cómo omitir lo individual, la diferencia, en las experiencias singulares de las que da cuenta una nota periodística? y ¿qué consecuencias derivan de esta omisión?
Además, por su mismo carácter polisémico y abstractivo, las palabras son incapaces de acercarnos a la verdad, la cosa en sí permanece totalmente inalcanzable. Las verdades, como lo señala Nietzsche, son tan solo ilusiones de las que se ha olvidado que lo son. Las verdades creadas y aceptadas por los humanos —en definitiva lejanas a la verdad en sí— permanecen como verdades limitadas, antropomorfizadas y posibilitadas por el olvido de la ilusión en la palabra.
Sin embargo, dado que la capacidad de abstracción y conceptualización, es decir, la capacidad de apalabrar es aquello que eleva al hombre por encima del animal y lo que le permite establecer relación con el otro (pequeño), con el Otro (grande) y con el mundo, no nos queda más que aceptar la (in)comunicabilidad de las palabras para hacer con ellas nuestra realidad.
Es ante este panorama lingüístico que el periodista debe ejercer su profesión. Palabras que dicen y no dicen, que revelan y que ocultan. No es, sin duda, tarea sencilla el elegir las palabras precisas para transmitir situaciones y acontecimientos que, además, en muchas ocasiones, no fueron presenciados por el periodista. Sin embargo, en tanto más difícil, mayor cuidado se debe tener con la selección de palabras. Palabras tecleadas al instante y al por mayor son tan riesgosas como una bala tirada al aire. En el contexto de una guerra, de un desastre natural, de una querella política: ¿qué palabras usar?, ¿cuándo usarlas? , ¿es necesario usarlas?
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“Ante todo, un periodista debe ser honesto”. Con esas palabras, seguidas de una atronadora ronda de aplausos, había culminado su conferencia el señor H, renombrado periodista, columnista, ensayista, comentarista y demás “istas” que le dan a una persona el estatus que hace que los demás escuchen y tomen en cuenta sus palabras. “Honesto” dijo, y en el momento mismo en que las sílabas emanaron de su boca, sentí un escalofrío que casi me hace levantarme de la silla. ¿Qué quiso decir con eso? Ho-nes-to, cada sílaba parecía aumentar el peso de la palabra. ¿Honesto? ¿Como el hombre al que buscaba Diógenes con su linterna? ¿Honesto como el hombre escogido entre diez mil de Hamlet? U “Honesto” como aquel definido por la Real Academia Española con los que parecen un sinfín de adjetivos igualmente pesados: decente, decoroso, recatado, pudoroso, razonable, justo, probo, recto, honrado. ¿Cuál de todos los honestos debía ser el periodista? ¿Debía ser justo? No estaba en su labor impartir justicia. Decente ¿en qué medida? ¿Pudoroso? No buscaba ser beatificado. Honestamente, no tenía ni idea. Los titulares del día siguiente no hicieron más que empeorar mi situación:
“Ante todo, un periodista debe ser honesto”. El señor H impulsa la sinceridad en el periodismo. — Periódico La Razón.
El señor H, baluarte de la ética periodística: “Ante todo, un periodista debe ser honesto” — Diario La Tribuna.
Señor H pide a periodistas no caer en la corrupción: “Ante todo un periodista debe ser honesto”— El Heraldo Digital.
Incapaz de permanecer con semejante confusión, entré en contacto con el Señor H y al preguntarle qué fue lo que quiso decir, su respuesta fue breve:
Ahora, no lo sé.
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De acuerdo con los periodistas Bill Kovach y Tom Rosenstiel (2003), pese a los cambios que han experimentado la prensa, y los medios de comunicación en general, el objetivo del periodismo ha permanecido inalterable desde hace trescientos años: “El propósito principal del periodismo es proporcionar a los ciudadanos la información que necesitan para ser libres y capaces de gobernarse a sí mismos”. (Kovach & Rosenstiel, 2003: 24). Como si no fuera ésta una intención de por sí ambiciosa —por decir lo menos— al cuestionar a diversos miembros del gremio sobre la misión y los rasgos distintivos del periodismo, Kovach y Rosenstiel destacan ideas en torno a “servir al bienestar general informando al ciudadano”, “definir la comunidad y elaborar un lenguaje y un conocimiento compartidos basados en la realidad” y cumplir su “función democrática”. ¿Son alcanzables estos propósitos?
Aunado a esto, una búsqueda en manuales de periodismo, manuales de estilo y guías de calidad y estándares editoriales de medios, agencias e instituciones periodísticas, revela también la extrema relación del periodismo con el tema de la verdad. En el “Libro de estilo” del diario El Mundo (2007: 63-64), en su sección dedicada a las normas de práctica y ética, señalan que: “El servicio a la sociedad mediante la búsqueda constante de la verdad […] son efectivamente deberes del periodista”. En su Carta deontológica la Agence France-Presse (AFP, 2016) indica que “El deber de AFP es buscar objetivamente la verdad de los hechos y difundir informaciones comprobadas en texto, fotografía, video, infografía o cualquier otro formato. Y en su misión el Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo establece que están “comprometidos con la eterna aspiración periodística de buscar la verdad y reportarla”. Libertad, bienestar, conocimiento, democracia, verdad. Es ante semejantes aspiraciones que resuenan las preguntas: ¿cómo establecer y mantener el valor de las palabras? y ¿bastan las palabras para alcanzar dichas aspiraciones?
El tsunami informativo cotidiano parece que quiere alcanzar los objetivos planteados a partir de la cantidad de palabras y sensacionalismo adherido a ellas, como si la ecuación pudiera pensarse en los siguientes términos: (encabezado + emoción)x = libertad + verdad + democracia”. Además, si bien el problema nos parece más evidente hoy en día, debido a las posibilidades de comunicación inmediata abiertas con el desarrollo tecnológico, las críticas hacia la práctica periodística se remontan a los siglos pasados. Uno de los acérrimos críticos de la prensa de inicios del siglo XX, el periodista austriaco Karl Kraus, se refería a ella de la siguiente manera:
El aparato periodístico requiere, al igual que una fábrica, trabajo y mercados. En determinados momentos del día –dos o tres veces en el caso de los grandes periódicos– es imprescindible proporcionar una determinada cantidad de trabajo a las máquinas. Y no con un material cualquiera: todo aquello que haya sucedido entre tanto en algún ámbito de la vida, de la política, de la economía, del arte…, tiene que haber sido periodísticamente elaborado. (Cit. en W. Benjamin, 2007: 343-344).
El uso del lenguaje por parte de los periodistas, en su afán de “darle al ciudadano la información necesaria para ejercer su soberanía y libertad”, ha drenado a las palabras de significado. Plagados de frases hechas, de adjetivos desproporcionados y de frases descontextualizadas, los noticiarios se han convertido en un depósito de palabras vacías. ¿Cuántas veces podemos considerar un hecho como “histórico” o a un accidente como “trágico” antes de quitarle a dichas palabras el significado y peso que les corresponde?
Las palabras vacías, ausentes de significado, no solo dificultan la posibilidad de representación del mundo —uno de los objetivos primordiales del periodista— sino que, en consecuencia, entorpecen la transmisión de ideas y pensamientos.
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¿Hamás decapitó bebés en la comunidad israelí de Kfar Aza? Esto sabemos – El Financiero.
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¿Hamás?
¿?
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De acuerdo con Lacan—retomando por su puesto a Freud— el sujeto ligado al orden de lo simbólico, no es amo de su propia casa. “Hay algo en lo cual él se integra y que ya reina por medio de sus combinaciones” (Lacan, 1983: 454). Ese orden en el que se integra el sujeto, en donde encontramos los antecedentes históricos, las normas culturales y antropológicas se constituye, desarrolla y transforma con y a través de la palabra y el lenguaje. Dentro del complejo entramado que sostiene al orden simbólico, el periodismo, como espacio de comunicación y representación de la realidad, forma parte de esa estructura en la que el sujeto no sólo se inserta sino que también lo determina. Para Lacan, “el inconsciente es la suma de los efectos de la palabra sobre un sujeto, en el nivel en que el sujeto se constituye por los efectos del significante” (Lacan, 1978, p.132). En otras palabras: “El inconsciente es el discurso del Otro” (Lacan, 1987: 137). Así, el periodismo como parte de ese gran Otro, forma parte de la constitución psíquica del sujeto. Y, es en ese orden de ideas que cabe preguntarse, ¿cómo afecta el actual vacío en las palabras en esa formación subjetiva?, ¿qué se pone en juego con el uso indiscriminado de palabras gastadas?
De acuerdo con Gilies Lipovetsky y Sébastien Charles (2006: 44), en la sociedad hipermoderna caracterizada por el movimiento, la fluidez y la flexibilidad desligada de los grandes principios estructuradores de la modernidad, “los medios de información se han visto obligados a adoptar la lógica de la moda, a inscribirse en el registro de lo espectacular y lo superficial, y a valorar la seducción y la gracia de sus mensajes” (Ibidem). Esta superficialidad y espectacularidad propias del orden simbólico hipermoderno no solo se construyen a través de palabras vacías sino que, a la vez, son productoras de palabras y discursos igualmente socavados. Como señala Lipovetsky en su libro Metamorfosis de la cultura liberal, en esta época: “No es la pasión por el pensamiento lo que triunfa, sino la demanda de saberes y de informaciones inmediatamente operacionales” (Lipovetsky, 2002: 110). O como bien lo apunta el periodista argentino, Hernán López Echagüe, en su artículo “El periodismo en la era de la vociferación”: “Lo que anda a la deriva no es la libertad sino, a mi juicio, la capacidad de discernimiento. La era del pensamiento débil, del acomodamiento al pensamiento de un Otro más poderoso; del pensamiento fácil, de la ausencia de contradicciones. Todo es plano. Vivimos en un páramo de ideas”. (2012).
Por otro lado, para Silvia Ons (2010) “la declinación de los discursos va de la mano con que la palabra tome el sentido de una injuria y de un agravio que llega al corazón del ser”. Para ella, el ocaso del discurso se debe pensar en torno a la palabra aprisionada en su instantaneidad, sobreentendida inmediatamente “al ser confinada al grupo partidario de donde supuestamente proviene, a los intereses que la gobiernan, a los propósitos implícitos que la empujan” (Idem). Como consecuencia de esta decadencia, el sujeto pierde la creencia en otra cosa que no sea su yo y no admite ningún orden como tal. No hay orden que lo traspase. Y esta “incredulidad posmoderna”, puede llevar al fundamentalismo más extremo.
Es a causa de esta misma falta de orden —derivada de la decadencia de la palabra y los discursos— que los sujetos se encuentran mermados de función simbólica, de límites y de ley, imposibilitados así de la generación de lazos sociales y empujados a un torbellino de violencia. Convertidos en hombres huecos, como los descritos por T.S. Eliot:
Los hombres rellenos de aserrín
Que se apoyan unos contra otros
Con cabezas embutidas de paja. ¡Sea!
Ásperas nuestras voces, cuando
Susurramos juntos
Quedas, sin sentido
Como viento sobre hierba seca
Para Silvia Ons (2009: 41-42 ), los sujetos modernos, desamarrados de tradición y deshabitados de marcas históricas, vacíos, “pueden ser los más crueles, ya que ese mismo vacío libera la pulsión”. Desde el vacío que los caracteriza no puede haber domeñamiento de la pulsión “sino más bien libre cauce del impulso y desconocimiento.” Y como ejemplo de que el mal se encarna en las existencias caracterizadas por la banalidad, Ons nos muestra el caso expuesto por Hannah Arendt en su obra Eichmann en Jerusalén:
Consciente de su dificultad en expresarse debido a una afasia moderada, Eichmann confiesa en su juicio: “Mi único lenguaje es el burocrático”. Arendt destaca que se trataba de alguien que era verdaderamente incapaz de enunciar una frase que no fuese un clisé; la vacuidad de sus palabras y la imposibilidad de ponerse en el lugar de su interlocutor iban de la mano con su incapacidad para pensar. Nunca dejó de afirmar que él cumplía con su deber, que no solo obedecía órdenes sino que también obedecía la ley. (2009: 40).
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Hermes se revolvió desesperado en su silla una vez más. Su habilidad para incrementar el número de seguidores e interacciones lo había convertido en la estrella de las redes sociales del periódico.
—¡Pfff! Esto no va a funcionar. ¡Iris!…¡Iris! ¿Qué rayos es esto?
—¿De qué me hablas?—contestó casi en un susurro desde un rincón de la redacción una menudita reportera que tecleaba velozmente en su computadora.
—¡Tu texto sobre el Papa!—vociferó Hermes. —“Papa Francisco pide tener en mente a quienes sufren por la guerra”.
—Eso dijo.
—¡Le falta chispa! ¿Tú crees que la gente le va a dar like a esto?
—Eso fue lo que dijo. No voy a inventar para darte tus ansiados likes.
Hermés se levantó de su silla y ágilmente se sentó al lado de Iris.
—No se trata de inventar, Iris. Somos periodistas. Se trata de atraer a las audiencias. ¿Qué más dijo el Papa?
—Pidió no confundir la fiesta con el consumismo.
—¡Eso! Eso funciona. Polémico pero no tanto, implica a todo el mundo, incita a comentar.
—¿La guerra no te parece más importante?
—La guerra es compleja, tema difícil, pesado. No nos conviene como titular. Tengo la entrada perfecta: “¡NO TODO ES CELEBRACIÓN! El Papa Francisco pide no confundir la Navidad con el consumismo”.
—Con un emoji—sugirió el becario sentado en la mesa de al lado.
—¡Un emoji! Tienes razón: “¡NO TODO ES CELEBRACIÓN! 😖 [emoji de consternación, con ojos y boca arrugados]”. Perfecto.
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En conclusión, el vacío en las palabras no sólo impide los objetivos básicos del periodismo —dotar al hombre de la verdad en pos del bienestar general, la libertad, la comunidad y la democracia— sino que en su uso indiscriminado de palabras afecta el orden simbólico y dificulta y altera la formación psíquica del sujeto provocando daños subjetivos y problemas sociales.
Los medios de comunicación actuales regidos por la lógica de la moda, lo espectacular y lo superficial, se construyen a través de palabras vacías y perpetúan discursos que, lejos de incitar a un pensamiento profundo, inundan a los sujetos con información descontextualizada e intrascendente.
Así, el sujeto se constituye a través de un entramado simbólico menoscabado que afecta la manera en que se relaciona con los otros y se convierte en un sujeto hueco, vacío, estéril de pensamiento. Para los sujetos constituidos de esta manera no hay orden que los traspase e, incapaces de domeñar sus pulsiones, son capaces de caer en los fundamentalismos más extremos.
Es por esto que, sin dejar de lado el carácter necesariamente cambiante, polisémico y arbitrario del lenguaje ni buscar caer en un hermetismo del significado de la palabra, es necesario que las instituciones, medios y personas dedicadas a la profesión periodística sean conscientes del papel que el lenguaje y la transmisión de discursos cumple en el orden simbólico y por ende en la constitución del sujeto y de la sociedad.
Un ejercicio ético del periodismo debe buscar maneras no sólo de evitar caer en una decadencia, en un vaciamiento de las palabras, sino de rebasar los impedimentos propios del lenguaje para propiciar un entendimiento certero y permitir la creación de lazos sociales sólidos. Para esto tal vez sea necesario cuestionar el formato periodístico desde la raíz y recuperar la fortaleza perdida de las palabras a través de aquello que ha permitido a la humanidad crear y comunicar: el arte.
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Periodista mexicana, egresada de la maestría en Edición, producción y nuevas tecnologías periodísticas de la Universidad CEU San Pablo en Madrid y licenciada en Periodismo por la Escuela Carlos Septién García. Actualmente estudia el doctorado en Saberes sobre Subjetividad y Violencia en el Colegio de Saberes.