El dios de Delfos no habla ni cuenta
sino que hace señales.
Heráclito
Hasta ahora he enfocado siempre este
comentario de Freud en función de la pregunta
¿qué hacemos cuando hacemos análisis?
Lacan
¿Cómo pensar el proceso de subjetivación desde una postura que se apertura a la multiplicidad? Supongamos, por un momento, que las posibilidades de subjetivación son cuasi infinitas. ¿Qué implicaciones tendría esto a nivel subjetivo? ¿Qué tipo de subjetivación se abre y qué puede operarse a partir de dicha apertura?[1] Si bien no tenemos aún una respuesta, en la misma pregunta encontramos una clave: subjetividad que se abre; posibilidades que se aperturan y que permiten una suerte de mutación, de metamorfosis. Metamorfosis subjetiva que aterrizaremos al dispositivo clínico: si la subjetividad está abierta a múltiples posibilidades, el analista ha de estar dispuesto a la sorpresa, dispuesto a colocarse en el lugar del desconocimiento para que algo del orden de la novedad y de la diferencia, a nivel subjetivo, pueda acontecer ─pueda pasar al acto en un tiempo y en un espacio determinados─. Partiendo de esta postura, somos invitados a pensar al sujeto como un sistema abierto, en tensión, y no como una unidad clara y distinta. “Del hecho de que “yo pienso” puede seguirse que «yo soy», pero no que «yo soy uno».”[2] Ser y multiplicidad no parecen ser opuestos: el devenir es, más bien, una de las dimensiones del ser y, como tal, éste tiene la capacidad de desfasarse de sí mismo, de producirse en el desfase. El ser va siendo en el devenir; devenir en el que va adquiriendo determinaciones que, aunque están inscritas en la multiplicidad, son necesarias en tanto proceso de subjetivación ─necesarias como apropiaciones subjetivas─.
Ahora bien, ¿cómo pensar el papel del analista si nos posicionamos desde aquí: desde la radicalidad del devenir subjetivo como proceso incesante? Como analistas, me parece, hemos de rechazar cualquier idea de fatalidad calcada. Esta tarea implicará un esfuerzo por el movimiento continuo, un desasirse constante, un redimensionar y una sustracción: un ejercicio de incesante negatividad. Una suerte de compromiso ético-estético con la sustracción. Compromiso clínico por evitar la reducción subjetiva a lo idéntico, a referencias o puntos fijos: a esencias o sustancias ─coágulos de tiempo─; compromiso con la ruptura en innumerables direcciones ─ruptura rizomática que permita la multiplicación; compromiso con la variación y el flujo de líneas de fuga en n direcciones: con “singularidades de tipo diferencial.” [3]
Una suerte de compromiso ético-estético con la sustracción. ¿Por qué ético? Porque el deber del ser, pese a estar inscrito en el devenir ─o precisamente por ello─, es ser. El analista ha de hacer cortes, intervenciones que no escapan a la violencia simbólica pero que, precisamente por ello, permiten cierta actualización; irrupciones que hacen posible cierta movilización que descoloca y así, desde esta caída de sentido, puede darse cierta apropiación subjetiva. Cortes que permitan que la pura metonimia del deseo encuentre un punto de capitón donde la subjetividad pueda reconocerse: vivir un deseo como propio y, más aún, desearlo como tal. Cortes metafóricos dentro del devenir metonímico de las pulsiones; fractura que permita fijar algo del deseo, que permita que el sujeto se produzca. Estos cortes, pues, ralentizan el flujo deseante y permiten que el sujeto se apropie, se identifique, con una de sus creaciones y deje por un momento de ser nómada. Identificaciones que, en tanto agenciamientos pulsionales, permiten que el sujeto asuma algo del deseo como propio; porque “(…) fuera de los signos y de los actos que emanan del yo y me identifican como quien soy, no hay nada que sea mío ni propio de mí.”[4]
Sin embargo, el sujeto no es eso… produjo eso, pero tiene la potencia de producir otra(s) cosa(s): multiplicidad que se pone en juego en el proceso de subjetivación. La subjetividad no se ha agotado en una significación: no tenemos una realidad completa, la relación de fuerzas sigue en tensión. La producción sigue siendo posible; se ha actualizado una de las posibilidades del devenir subjetivo, pero ésta no ha agotado el entramado pulsional. El deseo sigue pulsando y ─pese a que se trazan determinaciones y pese a que con cada actualización quedan inscritas determinadas líneas diferenciales, condiciones definidas─ las posibilidades se multiplican. En otras palabras, cada proceso de subjetivación es un acto parcial “que se manifiesta en un sistema que contiene potenciales y encierra una cierta incompatibilidad en relación consigo mismo, incompatibilidad compuesta por fuerzas en tensión tanto como por la imposibilidad de una interacción entre términos extremos de las dimensiones.”[5]
Por eso, es también un compromiso estético: porque planteamos el psicoanálisis como una suerte de poi(é)tica y, como producción, ha de estar suscrito en una incesante sustracción ─sustracción que permite seguir aperturando posibilidades; que impide la coagulación subjetiva y evita el estancamiento en un discurso alienante y alienado. Sustracción que no implica un nihilismo, pero que sí remite a una suerte de compromiso con el No: no soy eso, ni eso, ni eso…─. Estética de la sustracción, entonces, creación inagotable: deber del siendo, de una subjetividad no coagulada, de un ser no establecido, sino múltiple; diferencial.[6] Subjetividad que, en la medida en que está siendo, difiere de sí misma; que se desfasa de sus propias apropiaciones o producciones. Desde la ética, pues, el sujeto ha de arrancarse del devenir metonímico del deseo y ha de apropiarse de cierta potencia en aras de la diferenciación; desde la estética, ha de sustraerse para echar a andar la po(i)ética de la vida: creación constante. Hay que demoler con martillos para poder construir algo nuevo, para abrir espacios; quemar las barcas para explorar regiones desconocidas. No se trata de una dialéctica en la que la subjetividad opera una suerte de síntesis entre devenir y ser ─tentación de la unidad─, sino que ésta es un proceso incesante: en sus determinaciones se despliega y en el despliegue se determina. “Devenir del ser en tanto ser que se desdobla y se desfasa al individuarse.”[7]
Rechacemos cualquier idea de fatalidad calcada: no hay subjetividad previa a los procesos de subjetivación; y la subjetividad no se da de una vez y para siempre. La subjetividad no se produce a partir de una operación única, limitada en un tiempo y en un espacio; la subjetividad posee la potencia del devenir, la potencia po(i)ética de la producción diferencial. La actualización, pues, de una potencialidad no se irá desgastando con el tiempo ni ha de quedar coagulada ─como ocurre con los objetos, con la materia que no ha sido cargada con la energía pulsional que permite el devenir subjetivo─; sino que el proceso de subjetivación es una actividad permanente en la que cada actualización podrá ser germen de otras producciones, de algo nuevo; es decir, podrá fungir como principio de subjetivación: potencia productora.
Si sostenemos que no hay destino calcado, escrito de antemano, entonces se sigue que la afirmación del deseo y de la vida no tienen que ver con soportar o asumir; afirmar no es equivalente a aceptar pasivamente el “destino” ─o el síntoma como fatalidad─.[8] El deber y la responsabilidad vital no implican una aceptación irremediable del acontecer como fatalidad; no se trata de tomar en serio, ni de cargar con pesos o de arrastrar el pasado como destino. Imagen de un tipo de existencia que nos recuerda al asno de Zaratustra. Hemos de ser escépticos ante las arqueologías y profecías, por lo que habrá que cuestionar nociones como revelación, progreso, develamiento, teleología o realización. No hay origen ni finalidad, lo que hay es la tiranía del ahora; de un presente en tensión que reclama un actuar y un posicionamiento; un presente que exige arrojarse al campo de batalla de las pulsiones ─al campo de la transferencia, si lo pensamos desde el dispositivo clínico─.[9] Posicionarse ante el propio deseo no tiene que ver con un asumir pasivo, con la aceptación de una fatalidad ya desde siempre escriturada. Asumir el deseo es, más bien, un apropiarse; producir algo a partir de lo indiferenciado y posicionarse frente a ello como algo propio: agenciamiento del deseo. Posición subjetiva que nos invita a pensar la noción de superhombre nietzscheano: “(…) non pas le vrai, ni le réel, mais l´évaluation; non pas l´affirmation comme assomption, mais comme création; non pas l´homme, mais le surhomme comme nouvelle forme de vie.”[10]
El superhombre, me parece, podría ser planteado como la culminación del devenir energético de la subjetividad: transformación y creación constante. La culminación energética de la subjetividad. ¿Qué implica esto? Hablamos de subjetividad y de procesos de subjetivación; pero ¿qué condiciones efectivas, vitales, implica este concepto: subjetividad? La pregunta no es planteada del lado del principio filosófico de identidad, pues partiremos de la premisa ─cuya argumentación no se elaborará en este escrito─ de que la identidad es una ilusión: el yo no es idéntico a nada; mucho menos “a sí mismo”, pues sí mismo no existe. El modelo de sustancia no es el que guía las líneas de esta investigación; un individuo, como ser consistente, consciente e indivisible, como unidad clara y distinta, no puede sostenerse desde la postulación de la subjetividad como proceso de agenciamiento de potencias en devenir. El modelo de esencia no nos permite la multiplicidad de posibilidades, de potencias que se despliegan en el juego pulsional de fuerzas indiferenciadas. “Sin duda hay que aceptar ir contra el hábito que nos lleva a conceder el más alto grado de ser a la sustancia concebida como realidad absoluta, es decir sin relación.”[11] Si la sustancia deja de ser pensada como modelo de la subjetividad, entonces podemos concebir la no-identidad del individuo consigo mismo; el sujeto podrá entonces ser pensado como proceso, más allá de la unidad o identidad.[12]
La esencia no precede el proceso de la existencia como vida. Lo que intentamos pensar aquí no es al individuo como un yo claro y distinto que se posee, domina y reconoce a sí mismo; sino al sujeto psicoanalítico que se desconoce, que está inmerso en una batalla en la que, en ocasiones, logra apropiarse de algo de esa pulsión que lo habita.[13] Sujeto que, subjetivándose, está deviniendo multiplicidades a partir de una desterritorialización, a partir de un descolocarse de las representaciones y significaciones Únicas. La noción de individuo implica la resolución de la tensión pulsional, una suerte de equilibrio o grado cero ─principio de inercia freudiano─; mientras que el proceso de subjetivación, inserto en la vida, implica el devenir y la constante lucha de fuerzas.
Subjetividad como singularidad diferencial. Es decir, la subjetividad no como un ente hipostasiado, no como un sustantivo; más bien, la pregunta apunta hacia los procesos de subjetivación. La subjetivación como verbo en gerundio, como un haciéndose: proceso, acción que acaece en la multiplicidad. Es decir, la subjetividad no está de antemano dada, no está calcada como un porvenir ya escrito ─o inscrito─; es, más bien, un entramado de fuerzas activas puestas en relación con otras fuerzas; procesos de producción que no cesan. No han de cesar. Y no han de hacerlo, precisamente, para que la subjetividad no devenga sinónimo de la identidad. Recordemos nuestro compromiso con la multiplicidad. Subjetividad no es sustantivo en la medida en que no es una presencia plena, completa e incorruptible; no es sustancia o esencia, sino temporalidad en devenir. Subjetividad, pues, como potencia acaeciendo en múltiples aconteceres; potencia que no se agota en las posibles determinaciones que el sujeto logra agenciarse.[14] La subjetivación, pues, se conserva en las múltiples determinaciones del devenir. Cada acontecer subjetivo es una operación que se da en el seno de una realidad más amplia e inconmensurable que excede al yo y a la razón; realidad que no consiguen aprehender o agotar.
Desde este plano, la subjetividad deja de ser concebida como una realidad esencial o espiritual inmóvil. La subjetividad, como verbo, tendrá que con-jugarse y, con ello, que producirse en distintos tiempos, territorializarse en distintos predicados y desterritorializarse en el flujo de otras conjugaciones. Sólo si radicalizamos la multiplicidad en el campo de la subjetividad, podremos pensarla como proceso; sólo entonces podremos potencializar sus determinaciones, dimensiones, texturas o estratos. Sólo así podremos pensar la subjetividad topológicamente: las fuerzas o potencias como elementos que permiten la operación de leyes combinatorias que, con-jugándose, multiplican potencialmente los procesos de subjetivación.
De nuevo se vuelve oportuna la pregunta por la transferencia como método y por el papel o la posición del analista: si la transferencia, siguiendo a Freud, es el campo de batalla de las pulsiones, ¿cuál es, entonces, el papel del analista en el despliegue de esta lucha subjetiva? ¿Cómo ha de intervenir y en aras de qué dirección? ¿Cómo conservar el teatro de la subjetivación desde el dispositivo analítico? ¿Cómo mantener la tensión en el campo de batalla sin que el sujeto colapse ante el flujo incesante de las pulsiones? ¿Cómo permitir el devenir subjetivo que, al mismo tiempo que se agencie de las pulsiones puestas en juego, se desfase de los discursos que lo alienan y se descoagule de los síntomas que lo poseen? Me parece, en principio, que podríamos pensar en intervenciones que apunten hacia la producción, hacia una po(i)ética subjetiva que pugne por evadirse, sustraerse, del bucle de la repetición. Intervenciones que, desde el desconocimiento, apuntalen al agenciamiento de algo de esas pulsiones indiferenciadas para, precisamente, operar una diferencia.
Rechacemos la idea de un sujeto acabado, que recibe pasivamente las significaciones en las que se agota; cristalización de un yo-soy que aprisiona. Hemos de apostar por un proceso incesante, por un papel activo: por una estructura abierta a la transmutación. Apuntar hacia un devenir dinámico ─que las fuerzas activas, de vez en vez, ganen la batalla a las fuerzas reactivas─; y que, sea cual sea la producción, se posibilite que las fuerzas devengan creación… apropiación subjetiva. Freudianamente, podemos enunciarlo de este modo: que el principio de inercia, o pulsión de muerte, no gane la batalla; que la tensión no decremente hasta un nivel cero. Así, parece que el proceso de subjetivación ha de vérselas con una suerte de fuerza reactiva que ha de estallar como fuerza activa, productora. Pero, entonces, ¿diremos que el psicoanálisis apuesta por la vida? En cierto punto, me parece, sostener esto tiene un dejo moralista: sostener esto sería tanto como desear el bien, o la felicidad, o la cura del analizante. Hay que ser cautelosos en este terreno; hemos de ser escépticos y cuestionarnos, una y otra vez, la “dirección de la cura”. ¿Qué hace un analista ante el deseo, indiferenciado y aún sin contenidos, de otro? ¿Desde dónde colocarse para que éste pueda ser metaforizado, territorializado, sin introducir contenidos desde el yo? ¿Cómo sostener la transferencia sin ser sugestivos?
Así, la tarea del analista consiste en hacer que el analizado renuncie progresivamente a la repetición. Pero esto no significa que pida al analizado que renuncie en bloque a la repetición. Eso sería pedirle que renunciase a vivir: pues la vida está hecha de repeticiones, de exigir sin cesar el retorno de los diversos apetitos. (…) de ahí la diferencia entre dos formas de repetición y la idea de que es necesario pasar de una repetición muerta (sin diferencia) a una repetición viva (con diferencia).[15]
La vida misma es repetición en tanto que las fuerzas pulsan incesantemente mientras no se llegue al punto cero del equilibrio: hay una exigencia pulsional punzante que reclama ser agenciada; de ahí la diferencia entre dos formas de repetición y la idea de que es necesario pasar de una repetición muerta (sin diferencia) a una repetición viva (con diferencia). Es decir, sólo en una de sus cifras la repetición es diferencial y permite la multiplicidad: hay una suerte de repetición que está inscrita en el bucle de lo mismo; de la coagulación subjetiva. Repetición detenida. Sin embargo, pensada como potencialidad, las pulsiones retornan una y otra vez, produciendo diferencia: retoños distintos, contenidos múltiples. Repetición de lo indiferenciado y, entonces, poiesis subjetiva; deseo borboteante que constituye la vida misma. Recordemos: la tensión no ha de encontrar su propio equilibrio, la tensión no ha de llegar a un punto cero; conflicto constante. La repetición a la que hemos de apuntar desde el dispositivo clínico, entonces, no es la reproducción de lo idéntico ─repetición del síntoma como vía de goce─. Por lo que ha de apostar, más bien, es por la aparición de la diferencia desde la estructura de la repetición. Lo que repite la repetición remite, inevitablemente, a la voluntad como fuerzas indiferenciadas; imposibles de aprehender racionalmente. Remite a la necesidad. Sin embargo, lo que se agencia y lo que se produce en la repetición es el material mismo de la escucha y del proceso de producción subjetiva. Todo agenciamiento es producción de diferencia.
El entramado pulsional nos obliga a concebir las fuerzas como una voluntad ejercida no únicamente sobre la materia, sino sobre otra(s) fuerza(s): energías que se ponen en juego en el campo de batalla, energías que operan series diferenciales, múltiples posibilidades que dan lugar a los procesos de subjetivación como vida: fuerzas que ordenan y fuerzas que se resisten. Vida como relación energética; más aún, como lucha de fuerzas a las que ─acotadas en el campo de la subjetivación─ podríamos denominar ‘voluntad’. “La voluntad de potencia es el elemento diferencial de la fuerza.”[16] Ésta, pensada como el Ello freudiano, es ciega e indiferenciada y, por lo mismo, produce diferencia en la repetición. Es el elemento diferencial de la fuerza. Es decir, esta energía ciega e indiferenciada, este deseo sin contenido, pugna por singularizarse, por producirse en cada acontecer particular: la repetición es, en un sentido, principio de multiplicidad. Es preciso, pues, que la actividad de las fuerzas no se disipe, que éstas no se compensen mediante estrategias de equilibrio o identificación; coartadas que excluyen el devenir.[17] La subjetivación, como proceso, es devenir desde el conflicto y, en la medida en que el éste no cesa, es posible la continua realización energética. Proceso de afectación constante ─la subjetividad puede ser afectada en mayor medida y de múltiples formas─; capacidad que expresa la potencia misma de la subjetivación.[18]
“El ser se dice de muchas maneras”, asevera Aristóteles. Pero ¿cómo pensamos eso que se dice; esas muchas maneras que pueden decirse; con-jugarse? La unidad de sentido es posterior a la multiplicidad, es una vuelta sobre ésta; no obstante, dicha unidad es necesaria en tanto proceso de territorialización, de subjetivación ─apropiación vital─. No podemos obviar la unidad de la subjetividad, y mucho menos negarla; hemos de repensarla y problematizarla. Ya dijimos que no se trata de identidad: la noción de individuo, indivisible e idéntico a sí, no opera el acontecer de lo múltiple. El esfuerzo, pues, radica en pensar los procesos de subjetivación en términos materiales y energéticos; es decir: desde el cuerpo del sujeto viviente. La subjetividad es, pues, un proceso que se perpetúa a través de un campo energético que abre posibilidades de devenir que, sin embargo, corresponden a ciertas condiciones definidas.
El cuerpo, en tanto agenciamiento de las fuerzas, cumple su deber y segmenta el caos; de alguna manera, la materia se arranca de éste y se establece cierta estructura.[19] No todo es posible, ni el devenir absoluto de fuerzas puede ser soportado. Cuerpo como posibilidad, pero también como una suerte de represión precaria del flujo energético.[20] Desde el momento en el que un cúmulo de potencias queda ligado, contenido en un cuerpo, hemos de pensar cierta unidad. La infinidad caótica de posibilidades queda reducida, la violencia de la fuerza se ralentiza: ya no hay posibilidad absoluta.[21] El caos deleuziano ha sido contenido; el ser mismo implica ciertas determinaciones o límites ─aun cuando la combinatoria de posibilidades sea cuasi infinita, aun cuando estas determinaciones sean sólo en potencia y aun cuando lo pulsional, como textura del caos en el cuerpo, siga operando─. En este sentido, no podemos pensar una subjetividad sin cuerpo; no podemos pensar la pura energía sin materia: la subjetividad, como multiplicidad de potencias corporeizadas, desencadena su propio proceso de territorialización y desterritorialización ─su propio proceso de ser siendo─, pero, al mismo tiempo, se ha establecido una estructura: y ésta es ya necesaria por el hecho de que ya es.[22]
¿Cómo pensar esta estructura? Por principio, diremos lo siguiente: como energía en relación con una materia y, en tanto tal, como caos territorializado, signado. La energética ha quedado contenida en el territorio del cuerpo; ahí se despliega como pulsiones y, ralentizada, constituye una batería de significantes que signan el mapa o plano de consistencias: se ordena una suerte de sistema aleatorio de probabilidades; las leyes de combinatoria se ponen en operación por vía de esta constelación significante. “Siempre que una multiplicidad está incluida en una estructura, su crecimiento queda compensado por una reducción de las leyes de la combinación.”[23] Así, todo acto de subjetivación, en tanto verbo, es una actualización de leyes combinatorias: una suerte de de-escisión o selección; de aislamiento de ciertos datos que permiten la unidad ─aunque ésta sea sólo temporal─. Selección o de-ecisión que no hemos de pensar, en absoluto, como una operación consciente; no hemos de caer en la trampa de considerarla como una operación del yo pienso que (se) elige y se afirma como sí mismo. Esta de-escisión está en otro plano: en la región inconciente donde las fuerzas pulsionales se juegan en esta combinatoria de posibilidades, que se entraman y conjugan a partir de la batería de significantes que ha quedado horadada, trazada como constelación en el psiquismo corpóreo de esa subjetividad en devenir. Es decir, por más que el yo quiera fijarse en un punto y decir: yo soy eso, seguirán vibrando las potencias, en tanto intensidades energéticas sin contenido, y desmintiendo la identidad fija. Recordemos a Lacan: soy ahí donde no pienso, pienso ahí donde no soy… voluntad de potencia que implica un juego entre azar y necesidad que escapa a toda racionalidad.
¿Cómo combinar, en nuestro pensamiento dualista que no soporta las contradicciones, la vida como no aceptación con la idea una voluntad inconciente? ¿Cómo combinar la idea de devenir azaroso con la idea de estructura necesaria? ¿Qué es azar y qué es necesidad? Por ahora diremos que las actualizaciones ─las predicaciones del verbo─ tienen que ver con lo aleatorio, pero la batería de significantes ─el inconciente como un lenguaje─, o el plano de consistencias, las constelaciones subjetivas, constituyen una estructura: la posibilidad combinatoria no es infinita sino que ha quedado reducida a leyes de combinación; el caos subjetivo ─o, en otros términos, el entramado pulsional─ no es absoluto, éste se ha ralentizado en la estructura subjetiva; no todo es posible… pero, precisamente por ello, hay algos que sí pueden serlo. La subjetivación, hablando aristotélicamente, sería el devenir acto de (alguna de) las múltiples potencias ─ actualizaciones que no son, sin embargo, reflejo de una esencia o de la identidad─. Ahora bien, deleuzianamente, estas actualizaciones devienen tal por vía de agenciamiento; porque una fuerza de este plano de consistencia que se ha trazado en el territorio de lo corporal, de este sistema aleatorio de posibilidades, ha dominado a otra fuerza. Es decir, una fuerza ha devenido activa en la medida en que ha permitido la apropiación de aquello que se le resiste; ha ganado una batalla. Pero la guerra pulsional no ha de cesar.
Hemos de ser precavidos y no caer en la adjetivación de estas actualizaciones como banales o como absolutamente desechables. Son apariencias, pero no en el sentido platónico ─no hay esencias verdaderas que estén siendo duplicadas por las sombras─; son apariencias en el sentido del artista nietzscheano; es decir, no son negación de lo real ─como si fuera de estas territorializaciones existiese un ser intrínsecamente auténtico─, sino que es el proceso de producción de estas apariencias lo que constituye la subjetividad misma: son verdades producidas po(i)éticamente.[24] No pretendemos, sin embargo, hacer una equivalencia entre el proceso creativo del artista y el proceso de subjetivación; la tarea de creación “es grande hasta para el león. Lo que sí es viable para la potencia del león es prepararse, habilitarse, hacerse libre para creaciones nuevas.”[25] La subjetivación no es un decidir-se consciente; no es un acto en el que el sí mismo decida qué quiere que sea su yo. “De forma general, la elaboración del deseo en el hombre no responde a las órdenes de una única instancia, derivada precisamente de una supuesta identidad personal, sino que resulta de una maquinaria muy compleja, compuesta por tendencias múltiples, diversas y a menudo opuestas (…).”[26] La voluntad no es voluntaria; el deseo inconciente excede al yo pienso, “es demasiado heterogéneo para dejarse caracterizar en función de las disposiciones particulares de un individuo”[27] ─y esto implica algo de lo trágico de la existencia subjetiva─. El proceso de subjetivación, en la medida en que se arranca de este entramado pulsional indiferenciado, excede toda racionalidad, todo intento de aprehensión de las fuerzas; más bien apela a un dejarse afectar por la multiplicidad del ser, un sustraerse y estar abierto al juego del devenir; no coagularse en un punto fijo ─no establecerse como una singularidad parasitaria─, sino permitir la diferencia a partir de las múltiples conjugaciones subjetivas.
Te voy a contar un secreto: la vida es mortal. Voy a tener que interrumpirlo todo para decirte lo siguiente: la muerte es lo imposible y lo intangible. (…) Es como si la vida dijese lo siguiente: y simplemente no hubiese lo siguiente. Sólo dos puntos esperando.[28]
Sólo dos puntos esperando… esperando la siguiente conjugación. No hay algo que la vida diga ─o que se pueda decir de la vida─; lo que pueda decirse será sólo un predicado aleatorio, una actualización o apropiación de la potencia; la lucha ganada de una fuerza sobre otra: una combinatoria posible. Pero, pese a las múltiples actualizaciones de la energía, algo subsiste: una cierta cantidad energética queda aún sin ser definida, signada. Queda un resto imposible. El proceso subjetivo, pues, parte de un desconocimiento que lo excede; el sujeto no puede dar cuenta de sí mismo en la medida en que no es todo lo que puede ser. No hay unidad. Como sujetos, y como analistas, hemos de dejarnos caer por el agujero del sinsentido; hemos de permitirnos una suerte de olvido de la identidad y hemos de soltar la voluntariosa potestad del yo pienso. Desconocimiento. Ese resto imposible inscribe el devenir mismo y, en tanto textura del caos, operará una sustracción mientras la vida dure. Resto que, desde su imposibilidad, hace posible la apertura de los dos puntos… dos puntos a la espera. Tiranía del ahora en la que la relación de los tiempos queda suspendida; pendiendo de un hilo… expectante.[29]
Así, es éste sólo otro punto en el mapa, otro vector que intenta producir diferencia a partir de lo múltiple inaprehensible; este texto no busca resolver la pregunta por la subjetividad o agotar el cómo se dan los procesos de subjetivación. El dios de Delfos no habla ni cuenta, sino que da señales. Es, desde el pensamiento, un esfuerzo por trazar una línea de fuga; es el lanzamiento de una flecha en llamas… y quedamos a la espera, expectantes, para ver si algo en su trayectoria se ilumina.
Déjate caer sin parar tu caída sin miedo al fondo de la sombra
Sin miedo al enigma de ti mismo
Acaso encuentres una luz sin noche
Perdida en las grietas de los precipicios[30]
Bibliografía
DELEUZE, Gilles. Nietzsche et la Philosophie. París: Presses Universitaires de France, 6ª edición, 1983.
HUIDOBRO, Vicente. Altazor. México: Fontamara, 2007.
LISPECTOR, Clarice. Agua Viva. Tr. Elena Losada. Siruela: Madrid, 2004.
MARTÍNEZ QUINTANAR, Miguel Ángel. La filosofía de Deleuze: del empirismo trascendental al constructivismo pragmático. Galicia: Universidade de Santiago de Compostela, 2006.
ROSSET, Clément. Lejos de mí. Estudio sobre la identidad. Barcelona: Marbot, 2017.
______________. Lógica de lo peor: Elementos para una filosofía trágica. Buenos Aires: Cuenco de Plata, 2013.
SIMONDON, Gilbert. La individuación a la luz de las nociones de forma y de individuación. Buenos Aires: Cactus, 2015.
[1] ¿Qué implica esta posibilidad cuasi infinita? Aquí se abre la pregunta por el papel del azar y la necesidad en el terreno de la subjetivación. Quisiera comenzar a plantear las condiciones de posibilidad para pensar, no la libertad absoluta y no un determinismo radical, sino la conjugación de azar y necesidad en los procesos de subjetivación. Por principio, podemos decir que el campo de lo pulsional está de telón de fondo: energía indiferenciada, ciega, sin contenido. Energía que, sin embargo, está contenida en el territorio de un cuerpo, de una materialidad que ralentiza dichas fuerzas. Ya no todo es posible: ya hay cierta delimitación y ciertas determinaciones materiales. Por otro lado, lacanianamente, estas potencias pulsionales también están delimitadas por una batería de significantes: el Ello freudiano está contenido en una corporeidad inscrita en un lenguaje, en un tiempo y en un espacio determinados. Es decir, en tanto que la energía ya no es libre y está contenida en un cuerpo espaciotemporal, la subjetividad ya comenzó a trazarse y ya no podemos pensar en un real puro; tenemos un imbricado con lo simbólico e imaginario.
[2] Rosset, Clément. Lejos de mí. Estudio sobre la identidad. Barcelona: Marbot, 2017. p. 88.
[3] Rosset, Clément. Lógica de lo peor: Elementos para una filosofía trágica. Buenos Aires: Cuenco de Plata, 2013. p. 95.
[4] Rosset. Lejos de mí. Estudio sobre la identidad. p. 27.
[5] Simondon, Gilbert. La individuación a la luz de las nociones de forma y de individuación. Buenos Aires: Cactus, 2015. p. 10.
[6] Desde aquí podríamos pensar al superhombre nietzscheano: transformación y creación constante.
[7] Ibídem. p. 11.
[8] El problema que aquí surge es que incontables veces el sujeto se identifica con su síntoma, y deshacerse de éste implicaría también deshacerse de una parte de sí… de una parte que, además, le brinda cierta ganancia secundaria. Sobre esto, podemos encontrar referencias interesantes en el caso Dora de Freud. Ahí plantea que la enfermedad brinda cierta ganancia psíquica al paciente: a través de ella, se opera cierta economía de la energía psíquica que encuentra cómo servirse del síntoma y, por tanto, éste queda anclado en la vida anímica. “El enfermarse ahorra, ante todo, una operación psíquica; se presenta como la solución económicamente más cómoda en caso de conflicto psíquico (refugio en la enfermedad) (…).” El síntoma se ha vuelto parte de la vida anímica del paciente y, como parte de su vida, no lo abandonará fácilmente… menos aun porque le brinda cierta ganancia. El síntoma tiene un propósito casi vital. Freud llega a decir que en ocasiones la enfermedad se convierte en “la única arma que le queda [al paciente] para afirmarse en la vida (…).” ¿Cuál es, pues, nuestro quehacer como analistas frente a este aferrarse subjetivo?
[9] Desde la postura de analistas, ¿cómo ha de operarse desde la transferencia ─desde este “método” poco metodológico─ sin obturar y sin dar respuestas? ¿Cómo ha de posicionarse el analista para abrir preguntas y detonar posibilidades en tanto que se sustrae? El sujeto no es eso, ni eso, ni eso… pero ha de identificarse, en ciertos momentos, con eso o eso. Es decir, la carga psíquica ─como energía indiferenciada─ pugna por emerger y, en sus actualizaciones, produce múltiples retoños. La fuerza del inconciente deviene en un sinnúmero de formas que no están de antemano determinadas. En palabras de Nietzsche: “el principio de la persistencia de la energía exige el Eterno Retorno.” Mientras persista, pues, el principio energético habrá retorno y producción pulsional.
[10] Deleuze, Gilles. Nietzsche et la Philosophie. París: Presses Universitaires de France, 6ª edición, 1983. p. 213.
[11] Simondon. La individuación a la luz de las nociones de forma y de individuación. p. 69.
[12] Precisamente, el proceso de diferenciación, la tensión de fuerzas y el conflicto, quedan anulados con la idea de unidad del individuo.
[13] Proceso que, como vida, no ha de resolverse con un equilibrio ─anulación de la tensión que implicaría una singularidad parasitaria─.
[14] La subjetivación, como agenciamiento pulsional, no es una suerte de síntesis, de culminación de unidad; sino múltiples y constantes desfases que se dan a partir de la lucha entre las fuerzas, de la lucha pulsional. Desfase que deviene múltiples aconteceres subjetivos, sin que por ello se agote la potencia, el caos pulsional indiferenciado.
[15] Rosset. Lógica de lo peor: Elementos para una filosofía trágica. p. 91.
[16] Martínez Quintanar, Miguel Ángel. La filosofía de Deleuze: del empirismo trascendental al constructivismo pragmático. Galicia: Universidade de Santiago de Compostela, 2006. p. 25.
[17] El equilibrio corresponde al más bajo nivel de energía potencial, y la identificación implicaría que se han agotado, o apaciguado, todas las posibilidades de producción diferencial. Ambas implican una anulación de las fuerzas: la potencia queda abolida y la subjetividad coagulada.
[18] Esta potencia, por un lado, no es una simple posibilidad lógica, sino que efectivamente acontece tanto a nivel del cuerpo, como en sus relaciones con otros cuerpos. Por otro lado, esta capacidad para ser afectado no ocurre de manera pasiva; la vida no es aceptación, sino lucha de fuerzas: afectación constante. Si la vida es una relación de fuerzas, voluntad de potencia, entonces tenemos una suerte de juego de dominación; en tanto poiesis, unas fuerzas se imponen sobre otras, devienen acto en la medida en que triunfan sobre otras. Así, debemos entender la vida como una combinatoria que acaece en una lucha de dominación. No podemos pretender la igualdad, proporcionalidad o equilibrio, pues esto implicaría la anulación del movimiento: la anulación de la vida en lo imperturbable y estático. Implicaría el fin de la vida: la muerte… principio de constancia freudiano. La vida es, pues, la catástrofe de la diferencia.
[19] La primera unidad, pese a estar constituida por diversas relaciones de fuerza, es el cuerpo mismo en tanto materia que ralentiza las potencias, las contiene: la materia, aun cuando implique un régimen de fuerzas en tensión, también implica límite; “la materia primera es capacidad de devenir, los gestos contenidos en la forma encuentran el devenir de la materia y lo modulan.” (Simondon. La individuación a la luz de las nociones de forma y de individuación. p. 32). No todo es posible, ni el devenir absoluto de fuerzas puede ser soportado. Cuerpo como posibilidad, pero también como una suerte de represión precaria del flujo energético.
[20] Pensemos aquí en la represión primaria de la que habla Freud en Proyecto para neurólogos.
[21] Esta posibilidad absoluta es pensada desde el caos deleuziano: caos como absoluta indiferenciación, donde las posibilidades de actualización son infinitas. Caos como estrato ontológico e irrepresentable. La energía en su cifra absolutamente libre, es decir, planteada desde un plano aún no material –que podríamos llamar el plano ontológico–, es lo impensable mismo en tanto irrepresentable: es caos absoluto donde no opera la diferenciación y, por lo tanto, la posibilidad es infinita o absoluta –en la medida en que no se opone a nada, no es relativo, ni lo contrario al orden–.
[22] Es interesante pensar esta relación a partir de lo que Lacan plantea en el Seminario 1: el síntoma como estructura del yo. ¿Es, entonces, el síntoma necesario? Podríamos decir que su necesidad no es previa a la sintomatización: antes del síntoma lo que hay son trazos… pudo haber sido otra cosa, o nada. Sin embargo, en el momento en que el síntoma liga algo de lo real inconciente a lo imaginario-simbólico o al cuerpo como somatización, la formación de compromiso ya es necesaria. Ya no es de otra manera.
[23] Deleuze, Gilles; Félix Guattari. Rizoma. Introducción. Madrid: Pre-Textos, 1977. p. 15.
[24] Así, “que el sujeto reviva, rememore, en el sentido intuitivo de la palabra, los acontecimientos formadores de su existencia, no es en sí tan importante. Lo que cuenta es lo que reconstruye de ellos.” Lacan, Jaques. El seminario. Libro 1. Los escritos técnicos de Freud. Paidós: Argentina, 1981. p. 28.
[25] Martínez Quintanar. Óp. cit. La filosofía de Deleuze: del empirismo trascendental al constructivismo pragmático. p. 58.
[26] Rosset. Lejos de mí. Estudio sobre la identidad. p. 87.
[27] Ibídem. p. 88.
[28] Lispector, Clarice. Agua Viva. Tr. Elena Losada. Siruela: Madrid, 2004. p. 98.
[29] Real como resto que pulsa incansablemente: a eso debe estar abierto el analista; por eso, su postura ha de ser la del no-saber. Por eso, uno ha de estar a merced de lo sorpresivo: porque lo real no está determinado, ni puede significarse de antemano ─antes del acto, del agenciamiento como producción─. El inconciente necesita tiempo cronológico para desplegarse, para desplegar sus caudales de tiempo y sus entramados.
[30] Huidobro, Vicente. Altazor. México: Fontamara, 2007. p. 18.
Ana Lucía Rodríguez Fernández: licenciada en Filosofía por la Universidad Iberoamericana, y maestra en “Saberes sobre Subjetividad y Violencia” por el Colegio de Saberes. Actualmente, cursa la especialidad en “Práctica psicoanalítica: posicionamiento ético ante el dolor”, y el doctorado en “Saberes Sobre Subjetividad y Violencia” ─ambos en el Colegio de Saberes─. Cuenta con estudios en el Círculo Psicoanalítico Mexicano, así como en el Nuevo Centro de Estudios de Psicoanálisis (NUCEP), Madrid. Es autora de varios artículos relacionados con la filosofía y con el psicoanálisis.