Sobre la fatalidad del azar

Ana Lucía Rodríguez Fernández

Tal vez esta palabra existe: el azar.

                                                    Clement Rosset

Carlo Ginzburg, en su escrito Morelli, Freud y Sherlock Holmes, habla de cómo los cazadores tenían una suerte de técnica de interpretación de huellas. Ésta les permitía leer los rastros ─huellas─ de un animal y saber qué clase de animal era, cuándo estuvo ahí, e incluso imitar sus movimientos con fines de preservación. Lectura que opera metonímicamente: la parte por el todo, los efectos por la causa. “La misma conexión es sugerida en una tradición china que explica los orígenes de la escritura, y según la cual ésta fue inventada por un alto funcionario que había observado las huellas de un ave en la orilla arenosa de un río.”[1] Rastreo de huellas que apunta hacia un pasado: ¿cómo representar el andar de un pájaro sobre la arena? ¿Cómo signar? ¿Cómo escriturar el proceso, inscrito en un devenir espaciotemporal, de la singularidad? Huellas, puntos de una constelación que, en la escritura, se unen para ficcionar el objeto perdido. La escritura no es eso, sino su ausencia; en el momento en que se escritura se hace memoria y, de manera performativa, se hace el andar del pájaro, o su vuelo… o el devenir de un sujeto.[2] He ahí el trabajo de subjetivación, he ahí la herencia freudiana, la deuda imperativa que nos acomete tras haber sido testigos del despliegue de significantes que estructuran el inconciente. Hemos de signar, aunque siempre y sólo parcialmente, el caos pulsional.

Cuenta la leyenda que el Emperador Amarillo, tras unificar China, estaba terriblemente descontento con el método de registro de la información a través de los nudos en cuerdas, por lo que encargó a Cangjie la creación de un nuevo sistema de escritura. Para esa tarea, Cangjie se desplazó a la orilla de un río y tras muchas horas de esfuerzo y devoción no consiguió solucionar el problema. Días después, Cangjie vio de repente un ave Fénix sobrevolando el cielo, que dejó caer un objeto justo en frente suyo y que impactó contra el suelo, dejando impresa una curiosa huella. Un cazador de la zona le dijo que esta era la huella de un Pixiu, una criatura mitológica parecida a un león alado, y que esta era completamente diferente a cualquier otra huella. Este hecho inspiró a Cangjie, que pensó que si podía representar con un dibujo las características concretas que definen nuestro mundo, ésta sería sin duda la forma perfecta para la escritura. A partir de ese día Cangjie comenzó a crear caracteres según las características concretas que fue encontrando, recopilando una larga lista de caracteres para la escritura.[3]

“Me siento hecha pedacitos”, se alcanza a escuchar desde la cabecera de un diván. La fuerza sonora de dichas palabras nos abre la posibilidad de pensar espacialmente los pedacitos como puntos de una constelación psíquica que se pone en juego. He aquí la imagen que, como actualización misma de la relación intensiva entre significantes, nos permitirá pensar la escrituración a partir de huellas. Imagen que nos revela, espacialmente, una temporalidad sin tiempo, un inmemorial: los significantes inscritos en el cuerpo-psique de quien enuncia comienzan a adquirir una vaga consistencia: escriturar es hacer memoria. Cada uno de los significantes remite a otro(s) y, en cada choque, hace crispar múltiples puntos en la constelación de esa estructura inconciente.

Si partimos de la idea de que el continuo es una ilusión de la razón, una ilusión que se forma a partir de una acción, de un acto, entonces podemos pensar la escritura como un decir performativo que, en tanto iterable, tendrá que seguir aconteciendo. Ficción ilusoria que une, que traza un camino de manera performativa: es una suerte de acto realizativo. Ficción que teje singularidades y, en el momento en que lo hace, anuda la contingencia ─la absoluta singularidad─ con la necesidad: siempre pudo haberse combinado de otra manera… pero en el momento en que la ficción es, lo aleatorio deja de serlo y se vuelve necesario. Engendramiento del ser. El azar, sostendremos, es lo que conduce la generación del ser-sujeto; provoca el choque de los átomos y su puesta en relación. Esto, una vez relacionado, es lo que llamamos necesidad. Constantes acoplamientos de “los pedacitos” subjetivos. Escribir, pues, es dar nombre y dar ser.[4]

He ahí el quehacer del psicoanalista: leer las huellas en la arena del desierto inconciente; escriturar los puntos de la constelación con la consigna de no olvidar que no se sabe, y que eso que se escribe es sólo un constructo. Ésta es la deuda ética e imperativa que nos acomete tras haber sido escuchas de lo más propio, lo más íntimo, de un sujeto: escriturar, dar nombre, a aquellas subjetividades de cuyo despliegue hemos sido cómplices y testigos. Sin embargo, este dar nombre es siempre dar un otro nombre… El nombre “real” está ya desde siempre perdido. ¿Cómo, pues, tejer?, ¿desde qué punto de partida y hacia qué punto de llegada, si sostenemos que no hay genealogía sino rizoma? ¿Desde qué lugar dar sentido a aquello que se ha hecho presente como huellas? El problema se inscribe en la pregunta por la totalidad: cómo escriturar algo que es un proceso en devenir. Cómo escriturar el no todo. La respuesta está en la escritura como acto realizativo: desde el lugar del testigo-escriba no se pone en juego el valor de constatación, no es el propósito informar; no hemos de movernos en términos de veracidad.

La verdad del testigo no forma parte de los enunciados constatativos; sus enunciados no tienen un valor cognoscitivo. Eso no es lo esencial. En el testimonio se obra o se hace la verdad. Lo propio del testimonio no está en la verdad expuesta, cuya exposición al posible error o equivocación no se puede excluir de antemano; no está en lo que se dice, en el contenido objetivo, viciado de subjetividad, sino en lo que se hace al decir, esto es, en el compromiso que adquiere el testigo.”[5]

La escritura que buscamos emprender consiste, pues, en el compromiso subjetivo que implica el hilvanar una secuencia de huellas en sí mismas silenciosas que aparecen de manera metonímica. Puntos de una constelación que, por operación de un tiempo y de un espacio concretos, se van presentando como destellos.[6] Entre ellos no hay continuidad ni leyes de causa y efecto; operan, más bien, como saltos cuánticos: discontinuidades de un inconciente sin contenidos, pero mapeado por huellas. Cada pensamiento pertenece a una constelación subjetiva que, en términos lacanianos podríamos llamar batería de significantes ─y estos están inscritos desde la inclusión significante del sujeto en el lenguaje; en ese sentido, esta batería constituye cierta necesidad subjetiva “previa”. Son las cartas, las letras inscritas cuya combinatoria inscribe las posibilidades de juego simbólico del sujeto─. Cada pensamiento es una suerte de tirada: es una carta de la baraja, una singularidad; el fragmento de una única constelación ─de la batería de significantes─, de un punto aleatorio que carece de otra regla además de la ramificación. Aquí radica la posibilidad de un comienzo absoluto: un hacerse presente que no cesa, un tiempo limitado en donde se muestra lo ilimitado como infinitamente divisible. Es en la singularidad, en lo particular de cada acontecimiento presente, donde coinciden el pasado y el futuro en un eterno retorno presente.[7] Cada vez, y de forma concretamente distinta, el azar pone en juego la necesidad; la pone a operar. “He comprendido la fatalidad del azar, dice Lispector, y no existe en ello contradicción.”[8]

La multiplicidad de pensamientos –categoría cuantitativa– son instantes, tiempo infinitamente pequeño que responde a un tiempo infinitamente grande –categoría cualitativa–, a lo ontológicamente uno: el inconciente. Cada pensamiento insuflado por el azar es un vaso comunicante que hace resonancia ─de manera oblicua─ en todos los demás, un destello que se desplaza en un devenir vertiginoso de instantes sin regla. Así, el flujo de palabras y de pensamientos, constituye la aparente paradoja del sentido y de la identidad. Escriturar es, inevitablemente, instaurar sentido y dar unidad: continuo ilusorio que el propio lenguaje exige y erige. Escriturar es hilvanar aquello que acontece como estallidos singulares de un psiquismo pulsional en devenir. Sin embargo, ese sentido y esa identidad son deconstruibles; divisibles en tanto la singularidad es potencialmente múltiple. Cada pensamiento, en tanto irrupción del devenir, instaura el presente al tiempo que constituye una identidad que, no obstante, es un constructo divisible; identidad en la que se concentra el pasado y el futuro del caos unitario en el que devienen. Es decir, los pensamientos son por un lado relámpagos, significantes como fractura singular que resquebraja el tiempo instaurando el presente y, al mismo tiempo, estrellas interconectadas en una constelación atemporal en la que pasado y futuro se funden en la artificiosa identidad subjetiva.

Escriturar, entonces, implica producir una verdad subjetiva sin perseguir un saber; no se trata de colocarse en el lugar de un amo que sabe, que conoce la causalidad y que es capaz de interpretar un inconciente como si se tratase de un objeto de estudio predecible.[9] En este sentido, no se trata de inscribir/escribir un saber que obture, sino de estar abierto a la singularidad, cuyas múltiples posibilidades desbordan a la razón. Estar abierto a la sorpresa y sostener la falta: escribir es sólo crear una ficción, un artificio, que va significando de manera activa. Escribir, dice Michel de Certeau, es un trabajo de diferencias en el que se hace memoria: nada posee, ni nada da su contenido, sólo representa a través de construcciones, sustitutos y ficciones siempre desmontables. “Una desposesión y una pertenencia crean en la identidad la falla a partir de la cual se produce la escritura.”[10]

Así, se inscribe la problemática sobre el azar y la necesidad en la escritura: ¿hay necesidad previa a su elaboración? No. Igual que, según Lacan, los números de Cantor no existen a priori de que él los invente. ¿En qué dimensiones, pues, podemos hablar de azar y de necesidad? El esfuerzo constante es pensar las dimensiones, desde la cifra subjetiva, en las que estas dos categorías pueden ser compatibles; los estratos en los que están imbricados. ¿Cómo pensar los procesos de subjetivación como un no-dualismo entre azar y necesidad? Hemos de evitar caer en el pensamiento dicotómico que los establece de antemano como inconmensurables e incompatibles. “Uno deviene dos: siempre que encontramos esta fórmula, (…) estamos ante el pensamiento más clásico y más razonable, más caduco, más manoseado. La naturaleza no actúa de ese modo: en ella hasta las raíces son pivotantes, con abundante ramificación lateral y circular, no dicotómica.”[11]

Dicotomías y dualidades como procesos necesarios pero desechables del pensamiento. “Problema de la escritura: siempre se necesitan expresiones inexactas para designar algo exactamente. (…) siempre se necesitan correctores cerebrales para deshacer los dualismos que no hemos querido hacer, pero por los que necesariamente pasamos.”[12] Para ello, para emprender nuestros correctores cerebrales, habremos primero de deslindarnos del sentido cotidiano de la necesidad. Ésta no ha de pensarse en términos de racionalidad: no se trata de una categoría epistemológica para entender causas y efectos; no tiene que ver con un camino teleológico ni con la libertad. No se trata, tampoco, de sostener aquí un existencialismo que nos condena a ser libres, ni un fatalismo en el que la “tragedia” de la vida consiste en que todo está predeterminado. Desde aquí, podremos pensar la necesidad sin su hedor fatalista ─esfuerzo que nos permitirá rumiar la cifra subjetiva, y la clínica, desde un otro lugar que implicará un compromiso con la producción/escrituración─.

Habrá que movernos, pues, en estratos; hacer una suerte de geología de estos dos conceptos. El primero de ellos, responderá al inconciente como batería de significantes, como elementos combinatorios: las cartas del juego. A esta dimensión la llamaremos ontológica y estará relacionada con la letra inscrita. La segunda cifra de la necesidad responde al momento de subjetivación, a la territorialización a través de la escritura: ésta es la dimensión que por ahora nos interesa. Necesidad como ser que se produce en la escrituración.

Ahora bien, ¿qué papel tiene el azar en este mecanismo? Por principio, habrá que pensarlo como aquello que insufla la batería de significantes, el desplazamiento metonímico sin regla que permite el momento de la escritura como metáfora, como corte que da lugar a la inscripción de un nombre. El azar es la condición de posibilidad de poner en acto el choque de significantes; ponerlos en relación y, con ello, desplegar la combinatoria de posibilidades y el proceso de subjetivación. La necesidad es la territorialización de las pulsiones, su escrituración. Escribir es signar la pulsión, el deseo. Habrá que cuestionarnos, entonces, por el papel de la pulsión como voluntad: ¿es la pulsión necesidad, como pensaba Freud, o responde más bien a las leyes del azar? Desde ahora diremos que la pulsión, como fuerza ciega e indiferenciada, responde más bien a las leyes del azar: es deseo que pone en juego, que insufla la batería de significantes en tanto potencia. Fuerza que produce choques, que recorre las huellas ya inscritas y en su despliegue produce trazos que permiten la escrituración. Es, pues, el deseo el que acciona el devenir. Es el deseo, la pulsión, lo que activa la multiplicidad y posibilita la producción de ser-sujeto. Es el deseo lo que se territorializa: es al deseo a lo que se le da nombre y ser; firma.

Sobre las leyes de combinación

¿Qué habrá, por otra parte, más convincente que el gesto de volver las cartas sobre la mesa? Lo es hasta el punto de que nos persuade un momento de que el prestidigitador ha demostrado efectivamente, como lo anunció, el procedimiento de su truco, cuando sólo lo ha renovado bajo una forma más pura: y ese momento nos hace medir la supremacía del significante en el sujeto.  Jacques Lacan

 La problemática sobre el azar y la necesidad se puede pensar, al menos, en dos dimensiones. La primera, y más evidente, se instala en el terreno de la “realidad”. Esta cifra apuntaría a planteamientos ontológicos sobre el orden del mundo y del cosmos. Territorio desde el que se plantea la pregunta en torno al determinismo natural y que lleva al cuestionamiento sobre la libertad; tema que no tiene cabida en lo que nos interesa abordar en este momento. La segunda dimensión, de la cual nos encargamos en este escrito, es lo singular. Cifra que implica el azar y la necesidad en el terreno de la subjetividad. Aquí se abren preguntas en relación con lo pulsional y el inconciente como lenguaje. Así, suscribimos nuestra tesis de que la escritura engendra ser a la cifra de la subjetividad y al proceso de territorialización de las pulsiones; azar y necesidad en relación con el devenir del deseo y el compromiso con “darle nombre”.

Hay que decirlo nuevamente: aquí no tiene cabida la idea de libertad; no se trata de una voluntad racional que quiere y entonces decide. Hemos de hacer el esfuerzo, pues, por pensar lo necesario de una manera distinta a su sentido ordinario; es decir, no en términos de racionalidad: no se trata de una categoría epistemológica para entender causas y efectos; no tiene que ver con el camino teleológico ni con la libertad. El mecanismo que opera imbricando azar y necesidad tiene que ver con lo pulsional y, por tanto, con una fuerza ciega e indiferenciada que poco tiene que ver con los apetitos y voluntades de un yo que se cree dueño de sí. Se trata más bien de un posicionamiento subjetivo ante aquello que desborda; de un asumir el deseo como voluntad: subjetivación o territorialización del caos pulsional. Evitemos clichés del tipo “querer es poder”.

El deseo es entonces una suerte de pulsión azarosa; fuerza metonímica que cabalga entre los puntos de la constelación inconciente. Por su parte, la necesidad es el nombre propio que, con la escrituración, se le da a dicho deseo; metáfora significante que implica un corte subjetivo que detiene y que, al nombrar, se compromete con ese decir que engendra (aun cuando sea sólo una ficción y un artificio; aun cuando no sea eso).[13] La batería de significantes es necesaria en tanto condición de posibilidad, en un cuerpo, de que el azar pueda desplegarse; pero no hay contenidos inconscientes previos a su elaboración significante. Lo que sí tenemos es una batería de significantes “dada”. Es decir, el caos no es absoluto: está de algún modo determinado porque hay un cuerpo investido con energía. Hay frontera. Sin embargo, la combinatoria y las posibilidades de producción de relaciones es cuasi infinita.

El azar pone en relación las cartas, los pensamientos como singularidades absolutas; pone en juego esta combinatoria de posibilidades que responde a las leyes del rizoma: se ramifica, se multiplica, y genera diferencia a través de las posibles conexiones. Fuerza en tensión que, a partir del azar, produce apertura y desterritorialización. Sustracción constante: no identidad cerrada sino líneas de fuga que se sustraen en su referencialidad oblicua con otros puntos de la constelación y generan la condición de lo múltiple. La pulsión, esa suerte de principio energético ciego e indiferenciado, no suprime el azar, sino que lo implica; más aún: es él mismo. Sin la pulsión ─sin el deseo─ no habría plasticidad, multiplicidad o movimiento. No habría ruptura ni apertura a la posibilidad. El azar pone en relación los puntos de la constelación significante ─que, en tanto ya desde siempre inscritos, pensamos como necesidad─. El principio azaroso, que permite la posterior determinación, es el deseo mismo. Pese a ello, o precisamente por ello, hay que pasar al acto de la jugada: hay que dar nombre, metaforizar el deseo, para que surja el ser como territorialización: para producir verdad subjetiva ─aunque siempre desde su estructura de ficción─. “Es esta verdad, observémoslo, la que hace posible la existencia misma de la ficción. (…) Con la salvedad de esta reserva, tiene incluso la ventaja de manifestar la necesidad simbólica de manera tanto más pura que cuanto que podríamos creerla gobernada por lo arbitrario.”[14]

Deleuze, en sus clases sobre el concepto del diagrama, apunta que ha de operar una suerte de corte vertical para que el caos no lo tome todo; es decir, para que haya producción: ser.  El peligro es que los pedacitos no logren unirse, que la batería de significantes colapse al interior de sí misma: que no existan cortes verticales, metafóricos. Esto hace resonancia con la idea lacaniana de la metáfora como corte vertical: el puro estallido de los significantes no es ni produce ser. Es necesario el corte: que algo quede en alguna medida fijado, agenciado a partir de la metáfora. Es preciso que algo se produzca como diferencia subjetiva: dar nombre es dar ser.[15] La constelación es, digámoslo así, pura condición de posibilidad; mientras que una combinación determinada, actualiza el ser-sujeto.[16] Cada combinación estratifica, territorializa y organiza; es un corte en el devenir pulsional que se instaura como un significado, como un atributo o predicado del ser.[17] Recordemos la tarea del cazador: unir huellas para producir un sentido.

(…) el lugar de lo necesario no reside en la serie de determinaciones que conducen fatalmente a la crisis y a la muerte, sino, al contrario, en el carácter globalmente no necesario de esa misma red. No-necesidad global de una cadena de necesidades fatales, así es como se puede definir lo que los trágicos griegos entendían por dicha noción de necesidad (Ἀνάγκη). Ésta se distingue de la necesidad en el sentido ordinario por cuanto designa hechos más que efectos.[18]

Lo necesario sólo es tal en el momento en que es, en que deviene acto: y no antes. El único deber del ser, es ser… pero en la tiranía del ahora, no como predestinación o necesidad a priori. La necesidad es presentista: “es el estar aquí, no el estar aquí a causa de: el destino no designa sino el carácter irrefutablemente presente de lo que existe.”[19]  El pasado, la infancia, no es destino: el camino no está de antemano trazado. Lo único que tenemos son coordenadas en un mapa cuya temporalidad espacial ─topología lacaniana─ se sustrae a toda posibilidad de aprehensión, cuyas constelaciones no pueden ser concebidas en su totalidad por ningún esfuerzo de la razón. Las cartas, la batería de significantes, están dadas: contenidas por una materia que no soportaría el caos absoluto; la combinatoria de las jugadas está azarosamente determinada. La necesidad “no significa el desarrollo ineluctable de un proceso a partir de lo cual un desarrollo es posible a la vez que necesario, por lo demás, ya inscrito en el detalle de lo dado inicialmente.”[20] Es un anhelo interpretativo, un deseo del yo pienso, el querer leer la necesidad como una causa determinante, como un sistema en el que, pasado, presente y futuro, están tejidos en una trama indisociable, cuyo principio, causalidades y final están decretados ya desde siempre. La necesidad se produce a través de la escritura y para ello se sirve, de manera artificiosa, del azar como potencia deseante.

Infancia no es destino, pero escriturar es engendrar necesidad. La escritura, pues, constituye otro plano de la necesidad: es la lectura de esas huellas; la invención de caracteres que permite decir-se y hacer-se. Necesidad simbólica: trazo que une a partir del choque, que nombra y que, por lo tanto, permite apalabrar; “(…) es el orden simbólico el que es, para el sujeto, constituyente, demostrándoles en una historia la determinación principal que el sujeto recibe del recorrido de un significante.”[21] Producción necesaria de la diferencia; aun cuando ésta sea sólo un sustituto, una ficción. Hay que repetirlo: la necesidad ontológica no tiene contenido, no es un destino preescrito que se revela paulatinamente y que podemos interpretar e incluso predecir. Nunca tendremos los elementos suficientes para predecir la subjetividad. La singularidad siempre desborda y sorprende ─pese a las coagulaciones de las que podamos ser presas─. Así, el devenir de la palabra es juego, un juego que en ocasiones tiene como resultado una especie de obra subjetiva y el trastocamiento del mundo; un juego que reserva victorias para aquellos “que han sabido jugar, es decir, afirmar y ramificar el azar, en lugar de dividirlo para dominarlo, para apostar, para ganar.”[22]

Se abre entonces la pregunta clínica por la compulsión a la repetición; pregunta por la aparente contradicción entre el automatismo del significante y su desplazamiento. Según la teoría deleuziana, hay una suerte de primacía ontológica de la afirmación como retorno. Como si no hubiese una posible vuelta de lo negativo; ¿realmente sólo retorna lo que se afirma? Quizá. Pero entonces habremos de detenernos en plantear qué hemos de entender por afirmación subjetiva. Y, entonces, aparece la compulsión a la repetición y el síntoma como concepto.[23]

En otra resonancia

Busquemos pues la pista de su huella allí donde nos despista. Jacques Lacan

“Me siento hecha pedacitos”. En este punto es inevitable cuestionarnos si realmente la producción está a la orden del día. Las palabras de Deleuze “quienes han sabido ganar” adquieren un peso de plomo. ¿Quién ha sabido ganar? En ocasiones se fracasa en ambos lados del diván: el azar no se ramifica, la multiplicidad muchas veces no ha logrado descoagular afectos y representaciones. Así, a pesar de la fascinación nietzscheana por una existencia como posibilidad de afirmar la vida, cabe preguntarnos si no todo indica que “las fuerzas de la pesadez, la asunción y la conservación siguen triunfando sobre las de la ligereza, la afirmación y la renovación. ¿No será que el hombre es esencialmente reactivo, que el tipo ´hombre´ es el producto más aquilatado del devenir-reactivo?”[24] Nos asalta el compromiso con la multiplicidad: ¿cómo unir esos pedacitos de una forma otra? ¿Cómo tejer lo mismo como diferencia? ¿Cómo hacer una constelación en devenir desde todos esos pedacitos que han estallado y quedado suspendidos en una especie de tiempo detenido?

Lo que nos interesa hoy es la manera en que los sujetos se revelan en su desplazamiento en el transcurso de la repetición (…).

Veremos que su desplazamiento está determinado por el lugar que viene a ocupar el puro significante que es la carta robada. Y es esto lo que para nosotros lo confirmará como automatismo de repetición.[25]

Carta, letra robada. Letra inscrita pero desde siempre ausente y, cuya falta,

[1] Ginzburg, Carlo, Morelli, Freud y Sherlock Holmes. Indicios y método científico. En Eco, Humberto; Thomas A. Sebeok (Eds.), El signo de los tres. Editorial Lumen: Barcelona, 1989. p. 126.

[2] Recordemos que “escriturar” no se reduce al hecho literal de escribir, sino que se toma aquí en un sentido más amplio: tiene que ver con la subjetivación, con una apropiación; con un comprometerse en el decir. Escribir es hacer memoria; escriturar es devenir sujeto.

[3] Cultural China Blog. Asociación Cultural Chino Argentina. [En línea]. http://chinoargentina.org.ar/blog/la-leyenda-de-cangjie/

[4] El nombre propio, según la teoría lacaniana, es un artificio: dar nombre es construir una ficción que sustituye y que, como metáfora, permite nombrar aquello cuya representación desborda y escapa. Nombre propio como simbolización; introducción al campo del significante. Tarea de simbolización y, por ende, de subjetivación.,

[5] Aragón González, Luis. “El testimonio y sus aporías”. Universidad Complutense de Madrid. pp. 302-303. [En línea]. https://revistas.ucm.es/index.php/ESIM/article/viewFile/37740/36522

[6] Nos suscribimos al espacio y al tiempo concreto que implica una sesión de análisis. Condición espaciotemporal que permite la producción subjetiva (aunque no sea ésta, evidentemente, la única condición de posibilidad subjetiva); espacio y tiempo cuya vacuidad acogen el devenir metonímico de significantes. Análisis y su encuadre como condición de posibilidad para que lo cuasi ilimitado de la pulsión emerja como límites; condición para que algunos de los significantes que estructuran la constelación acontezca de pronto: entonces su sonoridad retumba y rebota contra las paredes, y los ecos ─como vasos comunicantes─ producen choques entre significantes y su puesta en relación.

[7] Transmutación del pensamiento de la que, como analistas, somos testigos, cómplices e incluso incitadores.

[8] Lispector, Clarice. Agua viva. España: Siruela, 2014. p. 80. [Cursivas mías].

[9] En primer lugar, porque no hay causalidad en tanto que la singularidad es irrupción; en segundo lugar, porque el inconciente no tiene contenidos previos a su elaboración, a su escritura.

[10] de Certeau, Michel. Escritura de la historia. Universidad Iberoamericana: México, 1999. pp. 301-302.

[11] Gilles, Deleuze; Félix Guattari. Rizoma (Introducción). Valencia: Pre-Textos, 1997. p. 13.

[12] ibídem. p. 47.

[13] Compromiso ético estético que, deleuzianamente, remite al ser y a su único deber: ser. Compromiso que, nietzscheanamente, implica un decir sí a la vida… pese a que sea sólo una ilusión.

[14] Lacan, Jacques. “El seminario sobre ‘La carta robada’”, en Escritos 1. México: Siglo Veintiuno, 1987. p. 6.

[15] Hemos de ser fieles a la multiplicidad y buscar desasir los sentidos fijados de un discurso, las representaciones amalgamadas de un sujeto. Sin embargo, también se nos exige escriturar en aras de generar una apropiación subjetiva; territorialización y engendramiento del ser. Hemos de servirnos del azar para producir,  artificiosamente, la necesidad.

[16] Cuando decimos “pura potencialidad”, evidentemente no estamos pensando en una potencia absoluta. No hemos dejado de lado el planteamiento aristotélico sobre la potencia: la batería de significantes determina las posibles combinatorias; es la necesidad ontológica que determina las leyes de combinación.

[17] Toda metáfora será sólo un predicado aleatorio, es un decir. Sin embargo, el ser es únicamente sus predicados; no hay esencia sino decires. Atributos aleatorios y deconstruibles.

[18] Rosset. Lógica de lo peor: elementos para una filosofía trágica. p. 80.

[19] Ídem.

[20] Ídem.

[21] Lacan. Óp. cit. p. 6.

[22] Deleuze. Lógica del sentido. Tr. Miguel Morey. Paidós: Barcelona, 1989. p. 80.

[23] Sobre esto se trabajó el síntoma y la escritura del caso Dora de Freud.

[24] Martínez Quintanar, Miguel Ángel. La filosofía de Giles Deleuze: del empirismo trascendental al constructivismo pragmático. Galicia: Universidade de Santiago de Compostela, 2006.

[25] Lacan. Óp. cit. p. 10.

Ana Lucía Rodríguez Fernández

Ana Lucía Rodríguez Fernández: licenciada en Filosofía por la Universidad Iberoamericana, y maestra en “Saberes sobre Subjetividad y Violencia” por el Colegio de Saberes. Actualmente, cursa la especialidad en “Práctica psicoanalítica: posicionamiento ético ante el dolor”, y el doctorado en “Saberes Sobre Subjetividad y Violencia” ─ambos en el Colegio de Saberes─. Cuenta con estudios en el Círculo Psicoanalítico Mexicano, así como en el Nuevo Centro de Estudios de Psicoanálisis (NUCEP), Madrid. Es autora de varios artículos relacionados con la filosofía y con el psicoanálisis.