Nothing is ever the same as they said it was.
It’s what I’ve never seen before that I recognize
Diane Arbus
La huella es, en efecto, el origen
absoluto del sentido en general.
Lo cual equivale a decir, una vez más, que no hay
origen absoluto del sentido en general
Jacques Derrida
Lo humano, o lo que se supone debería ser lo humano, siempre queda expuesto a la mirada. Un simple atisbo sostiene, desgarra, engrandece o humilla al otro en la fracción de un segundo. En ese intersticio de pupilas, córneas, iris se suceden el pudor, el prestigio o la vergüenza; para Sartre el reconocimiento de que efectivamente somos un objeto que otro mira y juzga[1]. No sólo eso, la mirada también crea la apariencia de reducir la distancia que hay con los demás; es el efecto de ser invadidos en nuestro espacio. Al captar la mirada ajena nace la conciencia de que somos mirados. Entonces, esa relación entre las miradas se convierte en sostén, amenaza, rechazo o reconocimiento. Tal vez de allí el incremento en televisión de los programas de reality show y el éxito de las redes sociales como Facebook; donde todos somos convertidos en mirones mirados que exhiben vidas aparentemente idílicas, una impostada superioridad moral o intelectual y éxito ya sea profesional, social, económico, amoroso o sexual. Todo con el único deseo de recibir admiración o ser envidiados. Envidiar o querer sentirse envidiados es la segunda regla de Schopenhauer para la infelicidad[2]. Y en este envidiar siempre se deja de lado a la singularidad.’
La mirada[3], ese instante abierto a la singularidad, inclusive la propia, también puede relacionarnos más allá del discurso cimentado con el juego elemental de la oposición: hombre-mujer, bien-mal, heterosexual-homosexual, ateo-creyente, belleza-fealdad, moral-inmoral, etcétera. La centralidad —esas nociones socioculturales que se imponen en lo textual como fundamento y que suscita a la oposición—, siempre huye de los bordes, a saber, de la singularidad. Sin embargo, el acontecimiento irrepetible de cada sujeto, singular e incomparable al de cualquier otro, se distingue sin referencias y se oculta detrás de los ojos, de esos «ojos que lloran con llanto de pena, unos hacia adentro y otros hacia fuera», como versa Unamuno. Estar bien atentos a la mirada —a sus matices, puesto que según desde donde se avizore refleja o refracta— es ir más allá del simple atisbo, contemplar con ojo de nigromante: Lejos de dogmas, prejuicios y justificaciones; atento a los destellos iridiscentes de la memoria; a las huellas; al fuego blanco persecutor de la letra. Ya estamos al tanto de que todos novelamos aunque no siempre en papel.
Sabemos que cruzar miradas es inevitable y en éstas se atraviesan pasado y presente. Cada una proyecta los instantes de tiempo sin conjugación, nuestros tiempos verbales entreverados: lo que fui, lo que soy, lo que hubiera sido, lo que aún podría ser, porque ya saben, «soy un fue y un será […] como escribió Quevedo. Hay una historia detrás de toda mirada, historia que no busca las palabras suspendidas en el tracto umbrío de la garganta para ser enunciada. Y, si bien las palabras pueden surgir, no siempre son necesarias: la mirada habla una vida. Bien atentos a las miradas desnudaremos las diferencias internas, distraídos solo seguiremos asistiendo a la puesta en escena de la oposición como único constituyente de lo humano.
«Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos», reza un verso de Miguel Hernández. Más allá del amor romántico inscrito en el soneto, este endecasílabo nos recuerda la importancia de la mirada como sostén propio y del otro[4]. No imagino a Diane Arbus, la fotógrafa estadunidense, sin el amparo de las miradas de sus modelos, sin sostenerse a sí misma del entramado visual de sus retratos. Siempre atenta a la profundidad de los ojos: el pozo de las dichas y las tristezas. Alerta a los pliegues de los rostros para conjurar, intencionalmente o no, el centro hegemónico que erosiona cualquier borde. Dian, como le llamaban sus amigos, seleccionaba a sus modelos con base en su singularidad, digamos, visible; es decir, la diferencia reflejada en el cuerpo, intencionalmente o no, y que no puede ocultarse. Solía tratarse de personas que a su paso le despertaban una inquietud irremediable porque sabía que allí, detrás de esa puerta que es la mirada —detrás de esos cuerpos particulares intervenidos por el azar genético o por el capricho propio— había una historia que merecía enunciarse y ser capturada en papel fotográfico. Así perseguiría a sus futuros modelos hasta, en ocasiones, convertirlos en sus amigos.
Los retratos de Arbus son memorables no sólo por el trabajo técnico, el cual ella fingía soslayar, sino también por el desfile de personajes singulares. El tipo de sujetos que no siempre nos atreveríamos a mirar con descaro —como suelen hacer los niños sin avergonzarse de su contemplación invasiva—, atraídos por lo otro: el otro y su circunstancia, el otro y su diferencia, el otro en tanto completamente otro. Las fotografías de Arbus invitan a conocer a nuestro prójimo más allá del prejuicio que pudiera originar su singularidad y a reconocer la propia singularidad que hay en nosotros[5]. Frente a sus retratos se desadormece el sí mismo cerrado a otras presencias, tan lleno de Yo que impide columbrar el acontecimiento de otras vidas. Si el sueño de la razón produce monstruos —como enuncia el grabado de Goya—, el despertar de la estética debería conjurarlos.
Paso tiempo largo y continúo observando, con la insistencia que no lo haría frente a las personas, los retratos de Arbus. ¿Espero una señal o algún leve parpadeo? Tan vivos allí de cuerpo ausente que hasta acostumbro esbozarles una sonrisa. Percibo en los gestos del Gigante judío, el enano mexicano, las trillizas o el hombre desnudo siendo mujer[6] algo de imperiosa expresión que, con la misma magia de la amistad o el enamoramiento, me atrae o me distancia. Cada fotografía parece decirme: ven, conóceme, escúchame. Cada retrato es una invitación abierta a la alteridad[7]. Pero existe un retrato todavía más peculiar que me provoca ideas, léxicos e imágenes que danzan en mi cabeza, entretejiendo semejanzas allí donde está la diferencia: The Backwards Man in his hotel room, NYC, 1961[8]. La fotografía de un hombre parado de perfil ignorando nuestra mirada, no obstante, obligándonos a asistir al acto ineludible de la nostalgia y la singularidad. Una imagen evocativa de la persecución del origen y la imposibilidad de conocerlo, porque al buscarlo sólo hallaremos vacío[9].
Joe Allen, El hombre hacia atrás, está parado sobre un pequeño tapete en su cuarto de hotel, una habitación estrecha que, a simple vista, parece contener el mundo de este sujeto particular. Está de perfil, firme e inhiesto, frente a un foco desnudo y colgante que deslumbra desde el techo. Viste traje oscuro de corte formal y, sobre éste, un impermeable transparente.
The Backwards Man in his hotel room, NYC, 1961, es de los pocos retratos de Diane Arbus en el que el modelo no mira a la cámara, como lo hacen otros tantos para lucir orgullosamente su singularidad, su inocultable diferencia; como una forma de retarnos a devolverles la mirada, a reconocerlos y reconocernos. Dicho de otro modo: «La singularidad del otro queda expuesta ante mí, pero la mía también se expone ante él. Esto no significa que seamos lo mismo; solo quiere decir que estamos unidos uno a otro por lo que nos diferencia, a saber: nuestra singularidad[10]». Desde luego, El hombre hacia atrás posa de perfil por la peculiaridad de sus pies, en sentido inverso a lo dictado por la anatomía; apreciable con mayor facilidad si está posando de lado. Él, aunque caminara hombro a hombro con nosotros, siempre parecería dirigirse en dirección contraria; lo que lo convierte en la imagen propia de la singularidad y de la búsqueda inútil de un origen.
Las cortinas de su cuarto de hotel apenas si pueden apreciarse. Al lado hay una cómoda con espejo que no permite ver lo que hay detrás de éstas: ¿una ventana a la calle, una ventana al cubo del edificio del hotel o simplemente nada? Allen, a pesar de estar parado frente al foco, no parece deslumbrado por el brillo; y encara la dualidad de la luz que ciega e ilumina a la vez. Allen simula aventurarse hacia la luminosidad como lo hacen las palomillas, sin importarles su destino. Pero no, El hombre hacia atrás en realidad se aleja de la luz hacia donde sus pies lo encaminan, al lado opuesto de la habitación.
En la fotografía también se aprecia parte de la cama y dos sillas; una de éstas tapa la puerta del armario del cual cuelgan ganchos vacíos, tal como ocurre con las sillas. La composición del retrato remite a una soledad insondable, aquella que no puede colmarse con compañía, pues se trata de la falta que nunca será verbalizada. En la habitación de El hombre hacia atrás todo parece añorar algo: Las sillas a las personas que alguna vez se sentaron en ellas mientras conversaban con el anfitrión; los ganchos abandonados por cierta ropa de gala que Allen lució en eventos sociales; la cama a la compañía de algún amante; El hombre hacia atrás a aquello que se aproxima pero nunca llega, porque mientras lo mira de frente sus pies lo alejan inevitablemente en dirección inversa. Tal si fuera una maldición por atreverse a mirar al lugar donde estuvo, es decir, al pasado. Corriendo el mismo riesgo que la mujer de Lot, quien terminó convertida en piedra por desobedecer la prohibición de Dios: voltear hacia atrás cuando huía de Sodoma con su familia[11].
Aunque sabemos que Arbus está en la habitación, Allen parece estar completamente solo, perdido en la fracción infinita de los sueños. La escena es onírica: no sabemos si soñamos a El hombre hacia atrás o si es él quien se sueña a sí mismo. Verlo así, ausente, atrapado en el solipsismo de sus pensamientos, puedo imaginar que se cuestiona, sin ambages, el fin fundamental de la vida, de su vida. O la importancia de su singularidad, su diferencia. Allen es el Segismundo contemporáneo devorado por el instante de la nada, la conciencia de sí mismo y de su finitud.
Calderón de la Barca encarnó en Segismundo, personaje principal de La vida es sueño, al hombre pensante, al hombre del cogito, capaz de reflexionar sobre sí mismo, sus actos y su lugar en el universo. Segismundo, hijo del rey Basilio y heredero del reinado de Polonia, fue encerrado en una torre por su padre para evitar el cumplimiento de una profecía, que lo destinaba a erigirse en un monarca tirano. El príncipe vive enclaustrado sin comprender su aislamiento y abandono. La primera vez que es liberado se afirma como el dictador déspota del augurio, capaz de asesinar a un súbdito por no acatar sus órdenes. Pese a ello, cuando el príncipe es soltado por segunda vez —en esta ocasión para derrocar a su padre, el rey—, utiliza la libertad y su lugar de monarca para el bien común. Hay un nuevo origen que no solo desafía el vaticinio, sino que lo conjura.
De la misma forma, El hombre hacia atrás en su cuarto-torre de hotel cavila sobre sí y enfrenta a su hado mirando al vacío. Si bien en la escena fotográfica mira, o no, a algún objeto específico, al prolongar su mirada ésta se fuga más allá del marco, el cual atraviesa el perímetro que limita la fotografía desafiando el centro, escudriñando la llanura lejana de los bordes. Y ese más allá inenarrable para Allen —pues su mirada jamás podrá alcanzar lo que hay fuera de la fotografía: una alegoría de nuestra propia imposibilidad de saber qué hay más allá del mundo de lo humano— hace eco de Segismundo, príncipe de Polonia: «¿Qué es la vida? Un frenesí. […] una sombra, una ficción […][12]».
Arbus advirtió en El hombre hacia atrás una evocación del Angelus Novus de Paul Klee —a propósito del texto de Walter Benjamin[13]— con el rostro vuelto al pasado, sin dejar de percibir catástrofes amontonadas ruina sobre ruina. Ella convirtió a Allen en su propio Ángel de la historia. «Joe Allen es una metáfora del destino humano caminando ciegamente hacia el futuro mirando al pasado. El hombre hacia atrás: el hombre que puede mirar hacia donde estaba… nostalgia…[14]». Pero la nostalgia, el anhelo por lo perdido, no siempre sabe lo que ha perdido. Y esa es la historia jamás nombrada, la de la imposibilidad de un origen. Porque lo que creemos verdad en realidad lo inventamos; lo que pensamos descubrir ciertamente lo construimos; lo que jurábamos tener es claro que jamás lo tuvimos; lo que creímos ser, jamás fuimos. Seres divinos hechos a la imagen de un Dios, colmados de luz y amor, fallando únicamente ante la tentación. Mas no, sólo hombres y mujeres intentando revestir con lenguaje la falla, la huella, nuestra perpetua añoranza.
[1] Sartre, J.P. (1972). El ser y la nada. Editorial Losada.
[2] «No hay nada más implacable y cruel que la envidia: y, sin embargo, ¡nos esforzamos incesante y principalmente en suscitar envidia». Schopenhauer, A. (2000). El arte de ser feliz. Herder.
[3] La mirada es una forma del fenómeno del reconocimiento, otra es la voz. En el caso de los ciegos, ese sostén o rechazo pende de la palabra y las entonaciones de quien habla. Tan importante la voz y la palabra, como el ojo y la mirada.
[5]«Compruebo que mi formación misma implica al otro en mí, que mi propia extranjeridad para mí misma es, paradójicamente, el origen de mi conexión ética con otros» (Butler, 2009, p. 188).
[6]Retratos: A Jewish giant at home with his parents in the Bronx, N.Y. 1970, Triplets in their bedroom, N.J. 1963, Mexican dwarf in his hotel room in NYC 1970, A naked man being a woman, 1968, NYC.
[7] […] este yo no es un «yo individual», sino que solo llega a serlo en contraste con el «tú» y el «él». ¿Qué quiere decir esta individualidad? Ante todo, solo que él es «él mismo» y ningún otro. Esta «mismidad» está vivenciada y es fundamento de todo aquello que es «mío». Naturalmente, se produce relieve frente a otro solo cuando otro está dado. Por lo pronto, este otro no se distingue cualitativamente de él —puesto que ambos son carentes de cualidad— sino solo por el hecho de que él es «otro» (Stein, 2004, p. 56)
[8].El hombre hacia atrás en su cuarto de hotel, NYC, 1961, se tomó de la revista Photograph. Requiere permiso para cualquier publicación impresa (Photographmag, 2015).
[9] de Certeau , Michel de, La debilidad de creer, Katz editores, 2006.
[10] Butler, Judith (2009). Dar cuenta de sí mismo. Amorrortu editores.
[11] Génesis 19:24-26.
[12] Calderón de la Barca, Pedro. (1982). La vida es sueño. Savalt editores.
[13] «Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso», BENJAMIN, Walter, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, edición y traducción de Bolívar Echeverría.
[14] Bosworth, P. (2006). Diane Arbus. Lumen.
Escritora. Maestra en Saberes sobre subjetividad y violencia. Ha publicado novelas, cuento y ensayo. En 2007 recibió el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares de novela. En 2011 y 2017 fue distinguida con el Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz en el rubro de ensayo por La luz detrás de la puerta y Las 7 virtudes contemporáneas. Es miembro del SNCA.