Resumen: en este artículo se aborda al cuerpo desaparecido como acontecimiento histórico que interroga la estética discursiva y convencional en las sociedades actuales. Desde estas coordenadas, se considera la tradición filosófica para cuestionar la experiencia estética en escenarios organizados por las desapariciones forzadas.
El problema histórico de la desaparición de personas no sólo se reduce a la criminalidad social y a su manejo político, también atraviesa los distintos pliegues discursivos con los cuales organizamos la mirada que somos. En este sentido, la desaparición del cuerpo con fines políticos y económicos interroga los horizontes de sentido y la función de la corporalidad en Occidente. Más aún, cuando el sufrimiento y la ineficiencia de una justicia legal, intensifican el desvarío y recrudecen la tragedia de la desaparición de personas. Desde ahí, las promesas de una sociedad democrática, orientada por la aparición y visibilidad, contrastan con el escándalo de la desaparición sistemática de personas, éstas confrontan las aspiraciones cívicas contemporáneas con una realidad que busca ser desaparecida. La relación interna entre las aspiraciones democráticas de las instituciones y la catástrofe de la desaparición de personas, interrogan el sentido y el modo de la corporalidad y del régimen de visibilidad en el cual se fundan las prácticas y discursos políticos de occidente.
Desde una política de la visibilidad se han formado los espacios de desaparición; ámbitos donde la aniquilación y la tortura forman parte de una historia donde lo invisible se ha tornado visible para siempre. Los rasgos de un estado canalla son develados en las desapariciones, en sus inspiraciones legales[i], donde la desaparición forzada acontece como agresión que a todos lesiona, violencia contra todos. La desaparición forzada hace del mundo una realidad que se ofrece a nuestra mirada desde la ausencia; la captura en la manera de narrar, de producir saberes y de afectarnos por ella. Los desaparecidos de la historia no se llevan esto o lo otro, se llevan el mundo; su partida, cada vez única e irrevocable, no lo es del mundo completo, sino de aquel donde la vida es vivible; su ausencia y desaparición se hunde en un abismo del que ninguna memoria puede salvarnos.
Quienes no padecen la experiencia, solo guardan juicios y prejuicios; pero quienes la sufrieron no dicen nada, o casi nada que sea completo. Desde estas consideraciones, acercarse a una estética ante las desapariciones reposiciona los discursos sobre lo imposible. Pensar ante los acontecimientos para orientar la posición histórica en un plexo donde los actos y las prácticas desplazan la vitalidad en la esterilidad maquínica, cuya obsolescencia y normalización produce paisajes de crueldad y, con esto, el otro se vuelve lejano, extraño, sin huella, borrado de todo aprecio que pesa hasta aperturar una zona de pasividad o receptividad en cuanto exposición herida, acusada y perseguida. La experiencia estética condensada en imágenes, representaciones, tensiones figurativas, ausencias, han de ofrecer el recuerdo involuntario de la humanidad desaparecida[ii]. Una sensibilidad, cada vez única, singular, receptora de la inmediatez de lo aparecido en el/la desaparecida, no sólo para ubicar aparte toda mediación epistémica, sino para subrayar lo desaparecido como la infinita justicia de la ausencia de lo que ya no se puede hablar, de quien han desaparecido. Esta sensibilidad, resto de un cuerpo abandonado, se aventura en un enfrentamiento radical con las violencias destructivas y mortíferas desde su cuerpo apresado por el duelo. Sensibilidad ante la diferencia que cae fuera del ser, fuera de la razón y sus coordenadas incondicionales, para ubicarse en lo otro del ser, en aquello que se encuentra privado de mundo y de toda palabra, con la fuerza del dolor como don mismo de la hospitalidad sin condiciones o, tal vez, condicionada por la cruenta acción del estado canalla.
Sin el cuerpo, sine corpus, abre una estética ante el horror de las desapariciones forzadas que marca la perturbación velada por el orden sistémico de las representaciones estandarizadas y zanja la excepción de lo extraordinario, la puesta fuera de la experiencia desde una sensibilidad que percibe la inmediatez de los desaparecidos. Lo desaparecido no está ausente, está desaparecido. Por ello, ¿Qué de la relación entre imagen y narración establece las condiciones de reiteración de los actos crueles? Ante la sobreexposición de las imágenes de violencia y crueldad ¿Qué lógica estandariza la imagen para cosificar el desastre? ¿Qué del vaciamiento de la imagen apertura una política del olvido? ¿Qué imagológica genera una imagomaquia para que disolver las exigencias de justicia y anular el dolor de la desaparición?
Si bien, las representaciones acompañan y las narraciones interpretan, en los desaparecidos se desplaza la experiencia estética y se condensa la pregunta que interroga el sentido del mundo ¿Dónde están? El desaparecido es un factum negativum, a decir de Jean-Luc Nancy[iii], pero su negatividad no embarga al pensamiento ni a la justica. Lo reta, lo confronta. La coartada de la racionalidad organizada en las identidades claras y distintas reproducen el dictum de Videla al considerar al desaparecido como un misterio, como enigma absoluto que establece la univocidad de lo imposible, lo irrepresentable y lo indecible[iv]. La imagen ausente, como instancia inaccesible es una coartada de la impunidad para cancelar el arduo trabajo de hacer aparecer al desaparecido, de recuperar su historia; convocatoria al señalamiento de los vehículos y soportes de la desaparición, para revitalizar los procedimientos anquilosados por la burocracia; a indagar sobre los responsables y resistir ante el impacto de las experiencias de violencia política extrema. Resistir en la sedimentación de las memorias compartidas ante la masificación amnésica; socializar los procesos de trasmisión de las historias canceladas ante la conformación de espacios atravesados por lógicas bélicas y conservadoras.
Los procesos de democratización actuales se encuentran caracterizados por generar sentidos con base en los derechos humanos, la violencia política es tan sutil como expresiva; si bien, los denunciantes de la segunda mitad del siglo XX se confrontaban de formas explícitas con miembros del estado, su testimonio se confrontaba también con políticas del silencio y negación ejercida por el estado, de forma contundente y clara. En las sociedades con aspiraciones democráticas, neocapitalistas y securitarias, la violencia política es tan sutil como intensa; la opacidad operativa de las desapariciones forzadas intensifica las retóricas de la denegación para que las formas de vida no fluctúen ante las nuevas violencias de “la hubris industrial y la violencia económica y simbólica que las redes sociales de comunicación de masas ejercen sobre las audiencias cautivas” [v]. La reproducción maquínica de las imágenes, la efectividad del utopismo de la tecnología, se manifiesta en la expresión culmen de ejercicio de una libertad banal, cuya carga moral reproduce los sentidos prosaicos, maduros y conscientes, de una racionalidad que “tiene en cuenta todos los elementos de la situación, calcula y decide, el hombre de acción y de éxito”[vi]. Pero la libertad no se encuentra en la identificación simplista con la acción, sino que ésta se desplaza, no pertenece al régimen discursivo de una economía de la propiedad, ni a una metafísica de la presencia, ni tampoco a las ascéticas identitarias. La libre sensibilidad implica una conmoción que sólo puede marcarse como una dislocación del tiempo y del espacio, para responder ante la violencia de la desaparición y crueldad de la ausencia y buscar, buscar hasta encontrarlos.
En la época de la reproductibilidad técnica, se reproducen técnicamente las desapariciones forzadas. Se desaparecen los cuerpos, al tiempo que se esconden las violencias tecnológicas ilimitadas; se encubre la desaparición absurda y progresiva de prácticas sociales en una civilización edificada sobre el poder y desde las coartadas civilizatorias. Sin nostalgias ni remordimientos, sin culpas ni vergüenzas, la carne del desaparecido se disuelve en el espacio, se impregna en la tierra, en los árboles, en la ropa, sin repudio lo esencial de su existencia, aparece en la propia vida impregnando los espacios públicos. La conservación política de occidente se funda en asimilación de los desaparecidos de su historia. La desaparición acaece por su silencio y espanta ante su acontecimiento. Aporía efectiva de la espacialidad pública
Las estrategias restaurativas diluyen las desapariciones, facilitan el olvido por el silencio. Cancelan el asedio de los desaparecidos para tranquilizar, suavizar el ambiente en el mundo. Desaparecer al desaparecido haciendo olvidar su acontecimiento. Criminalizar la desaparición, primero; escandalizar las desapariciones, segundo; banalizar las desapariciones, tercero. Ese no-querer-saber y no-querer-que-se-sepa de los desaparecidos inserta una racionalidad de la muerte de los otros. Hace falta saber, debemos saber que la desaparición forzada de personas y la destrucción violenta intensifican las políticas securitarias y coordinan refugios contundentes de preservación, para quienes la desaparición se ha transformado en la protección contra la angustia de la propia inmanencia.
Cuando los ‘otros’ no significan ya más que la expresión vaga de la desaparición, tal expresión vendría a dar pruebas, en la cultura, de su renunciamiento, así como de una negación del lenguaje en el interior de un discurso que aleja a los otros convirtiéndolos en el otro. Tal discurso no es por cierto una perífrasis de la muerte, sino que, por el contrario, habla de ella, al parecer hasta directamente.”[vii]
Sí hay embargo del otro. Cuerpo embargado en la desaparición, ahogado por el silencio que suprime el poder para desaparecer y matar de manera impune, “porque lo propio de la voz humana es, en efecto, poder continuar y reflejarse en un discurso, mientras que el lenguaje estaría callado y el otro se habría así alejado en una conciencia filosófica de la muerte perdida”[viii]. La proliferación de discursos, semánticas, interpretaciones, versiones sobre la desaparición forzada establece la estrategia para acallar al lenguaje sobre la muerte misma. Clausura discursiva que desvitaliza al lenguaje para cancelarlo, desaparecerlo. Totaletrarismo[ix]. Ahogo del lenguaje por la saturación de las violencias mortíferas que asfixian la muerte en un no-querer-saber y, así, se participe sin saberlo de la neutralización del otro y de su inscripción en las palabras, de imágenes y representaciones simbólicas singulares, que configuran el otro en un extraño, para que la hostilidad potencial se actualice en la muerte y en la desaparición del cuerpo.
El esfuerzo de desalojo que realiza la subjetividad de su propia muerte, tiene un correlato efectivo en la creencia de conservación y preservación como actitud de huida de la condición mortal e inmanente. Siendo el otro quien atenta, de forma particular, a la preservación y a la acumulación que garantizan la continuidad material de la vida, se instala de forma ajena, hostil, inamistosa. La íntima omnipotencia de conservar la vida y acallar la desaparición del otro participa de una actitud hostil que le acompaña. Si habla sobrevive para garantizar el progreso de la cultura y continuar la preservación de la vida. La vida suspende el homicidio y mantiene al cuerpo retirado de la muerte que siempre acaece en los otros. No puede olvidar que la desaparición del otro mantiene vigente su lugar en el mundo. El duelo establece la posibilidad de permanecer en la vida, de forma permanente. Pero ¿Cómo responder a un desaparecido sin retóricas ni autocomplacencias? ¿Qué del lenguaje y la acción se despliegan en un espacio sin lugar y con una justicia inexistente?
El trabajo del duelo se instala como imperativo establecido por el poder: reconciliar la historia, disolver la política, consumir lo ya desaparecido[x]. La búsqueda de los desaparecidos subvierte las estrategias del poder, la pérdida se mantiene como un acto de justicia y la indignación ha de ser conservada ante la violencia. La digna resistencia tiene la función de desinstalar de manera subjetiva los signos del poder. Más aún, el trabajo de búsqueda de los desaparecidos no solo consiste en una labor investigativa, plausible y necesaria, sino también en la construcción del compromiso político que hace una justicia otra, cuando la legal no llega. El trabajo con los desparecidos atraviesa las nociones generalizadas del tiempo y del espacio desdoblándolos desde la experiencia, así se configura un estilo, una posición, una postura, un gesto que actúe en el tiempo y en el espacio y sobre la historia compartida. Pensar ante los desaparecidos, desde una instancia sinlugar, agrieta la historia para considerar sus encadenamientos, gritar ante ello y astillar imposibilidades.
El cuerpo de los desaparecidos asedia el presente; resto inmaterial que asedia al ser en cada desaparecido. El recuerdo recupera la imagen en la legibilidad del tiempo dislocado, en esa inquietud que genera una mirada de la historia. Las pertinentes reflexiones de Didi-Huberman orientan la comprensión para reconstruir los mecanismos de visibilidad en la historia, si bien sus reflexiones se centran en las imágenes cinematográficas, la apertura de los campos de concentración y en el montaje como discursos del horror[xi], son eventos que astillan los discursos. El cuerpo desaparecido inaugura nuevos espacios al cerrar los ojos, emergen las historias, las imposibilidades e interroga las narrativas en torno a ello. El reverso de la imagen no se encuentra en la desaparición de la imagen-cuerpo, sino en la memoria donde se genera una imagen-recuerdo respecto de la narrativa de la historia y de la articulación como imagen ausente concreta e inmanente[xii].
Las imágenes-recuerdo forman el cuerpo del desaparecido al cerrar los ojos. Al abrirlos interrumpen las narrativas visuales que se instalan como manuales de sentido, cuyos discursos pretenden obturar y cancelar la memoria de quien ha sido desaparecido. Esa imagen-recuerdo conjuga un tiempo histórico y subjetivo, radicalmente existencial, posicionado en una relación espacial al tiempo que exponen un régimen político e histórico. La elaboración de una mirada que opera, que actúa, que interviene como dispositivo que atraviesa el tiempo y el espacio a través de los desaparecidos, genera una modulación para de la exposición en el espacio público como ámbito de desaparición. En este sentido, si los distintos regímenes al movilizar las desapariciones forzadas “abrieron en el horror un espacio y un tiempo para la dignidad de los muertos”[xiii] y organizaron una “falsa conciencia” en la construcción imaginaria de las desapariciones forzadas a modo de una lección de la que habría que aprender para no repetir; entonces el trabajo de búsqueda es una insistencia ante lo insoportable, ante aquellos que nos siguen haciendo falta[xiv]. En este sentido, el avasallamiento estratégico y persuasivo, social e institucional, se confunde ante la búsqueda de los desaparecidos como un trabajo con fantasmas. La movilización existencial que se realiza en la búsqueda, más allá de solidaridades románticas, implica un proceso de desmantelamiento de las dinámicas de vida para establecer criterios otros de relación y orientación en el mundo. En el trabajo con fantasmas aparecen momentos de legibilidad y memoria que despliega un talante crítico para desenmascarar las coartadas de la historia.
Una mirada que fija su atención en el resto, en la huella ilegible, en lo perdido, instala una ética de la mirada que no implica una actitud moral ni moralizante, sino que persigue un espectro como evidencia de la cultura; su posición considera al testimonio y su memoria ante el horror padecido para interrumpir el flujo histórico de los sucesos. El trabajo con fantasmas requiere de seguir las huellas, fragmentos, restos y esfuerzos de borramientos, de curadurías y palimpsestos de la cultura a través de imágenes, relaciones, espaciamientos y contradicciones que abren los campos y las ciudades, para ubicar el desastre en los cimientos de la civilización, para intervenir la historia a través del pensamiento y de una mirada ética ante la violencia que reinstala obsesivamente la destrucción y la hostilidad. El trabajo con fantasmas despliega una construcción crítica desde los acontecimientos, en instancias y situaciones que se encuentran fuera de los órdenes discursivos y que advienen para ser considerados y desmontados. La mirada se abre a la imagen en fuga del desaparecido como una verdadera crítica a la violencia institucional; mirada que observa los dispositivos retóricos y persuasivos de los discursos y desmonta las técnicas para abrir los ojos de quienes no quieren ver. ¿Cómo mostrar lo que se escapa a la mirada? ¿Cómo mostrar las desapariciones forzadas? ¿Cómo visibilizar el dolor causado por las desapariciones? La suspicacia moral por abrir los ojos a la violencia, se presenta como coartada para cerrar los ojos ante su destructividad. Al respecto de los daños de la guerra, Harum Farocki señala:
Si les mostramos los daños causados por el napalm cerrarán los ojos. Primero cerrarán los ojos a las fotos; luego cerrarán los ojos a la memoria; luego cerrarán los ojos a los hechos; luego cerrarán los ojos a las relaciones que hay entre ellos. Si les mostramos una persona con quemaduras de napalm, heriremos sus sentimientos. Si herimos sus sentimientos, se sentirán como si hubiésemos probado el napalm sobre ustedes, a su costo. Solo podemos darles una débil demostración de cómo funciona el napalm.[xv]
El desplazamiento que hacemos de Farocki se intensifica con las desapariciones forzadas, puesto que no existen imágenes de la desaparición forzada. La aporía se agudiza; mostrar lo desaparecido requiere de un doble esfuerzo tanto del presentador como del espectador. Movilizar la mirada de espectador, requiere una disposición subjetiva del espectador mismo para ver aquello que se resiste a percibir; pero ¿Cómo respetar la mirada? ¿Será la sugestión la que oriente la percepción clausurada o la intervención estética y simbólica la que acontezca para ver aquello que no se quiere/puede ver? El problema político del saber/poder, señalado por Foucault, se instala desde la dispersión de una ignorancia que no se encuentra en orden a la apropiación del conocimiento, sino de rechazo a la realidad, no-se-quiere-saber para cancelar la responsabilidad y asumir una posición al respecto. El mismo Farocki continúa: “si los espectadores no quieren tener responsabilidad alguna frente a los efectos del napalm ¿Qué responsabilidad podrían asumir respecto de las explicaciones sobre su uso?”. La responsabilidad autorreferencial se establece como coartada de la racionalidad de la preservación y la acumulación difundida por la maquinaria del discurso del capital. En este sentido ¿Por qué es más accesible considerar la desaparición forzada como estrategia de gobierno y tecnología represiva que la búsqueda de los desaparecidos? ¿Qué de la desaparición forzada ofusca al entendimiento y cancela la acción? Más aún ¿Cómo abrir los ojos ante aquello que no se puede ver? ¿Cómo desactivar las defensas, desmantelar los prejuicios, movilizar la voluntad, las políticas negacionistas de las desapariciones y las estrategias antipolíticas del trabajo del duelo? Al salir al campo, al abrir la tierra y buscar en lugares imposibles, al considerar el despojo, la huella y el resto, el espectro y el fantasma, con sus espacios y tiempos dislocados, acontecen en la yuxtaposición, en el desplazamiento y condensación de experiencias. Así, la violencia política adquiere representaciones y agentes, la guerra y la subjetivación a través de instituciones disciplinarias y vigilantes se desmontan y desactivan. Lo insoportable es aprehendido a través del trabajo con los fantasmas, un esfuerzo de desclasificación y desmontaje. Ver la imagen que nos falta, ver el cuerpo ausente, la ominosa ausencia devela la humillación misma de los dispositivos políticos y económicos que se instalan como férreas condiciones del mundo. La impotencia del ojo no se mide por lo que ve, sino por aquello que no ve y no puede dejar de ver. Imposibilidad que se desplaza hacia un lugar desaparecido para articular una posición en la historia, desde la experiencia singular, que organiza la concepción del espacio y el tiempo de manera dislocada. El trabajo con fantasmas elabora una mirada que se configura a partir de la consideración de cosas pequeñas, restos, ropa manchada y ultrajada, que por efectos de refracción espectral muestran el reverso del sentido establecido para que, desde la trivialidad, banalidad e insignificancia, una luz negra acontezca una forma reconocible desde una instancia que nos convoca a todas y a todos. Como lo considera Didi-huberman al analizar la obra de Boltanski, el público “no debería sentirse individualmente reconocido, concernido, mirado. No es el espectador que paga su entrada al Gran Palais el que debe ‘reconocer’ la obra, sino la obra misma la que debe ‘reconocer’ a cada uno que la mira[xvi]. En este sentido, no es sólo por la persuasión política que los desaparecidos han de ser visibilizados, sino por las mismas desapariciones forzadas que reconocen a cada uno, y nos ven y consideran, en la propia singularidad y circunstancia, como un sujeto desaparecido de la historia.
El cuerpo sin más establece una exposición a la agresividad de los discursos. Puntúa coordenadas para la flexibilización absoluta donde, la discrecionalidad soberana se despliega ante la exposición del cuerpo sin más. Así comenzó el terror; la venganza de un régimen transicional desacreditaba a todo lo que se le atravesaba en el camino; luego, los adversarios eran eliminados, para después, desatar el exceso de lo imaginable en una arbitrariedad déspota e impune que genera violencia y crueldad en la desaparición sistemática de los cuerpos.
Los testimonios han convocado a una justicia institucional tartamuda, su balbuceo no quiere decir la verdad de lo acontecido. Los documentos y declaraciones testimoniales han puesto de manifiesto una indulgencia notable, así como la vergüenza de fiscales y tribunales que se resisten a establecer precedentes de verdad. Prefieren el legado del horror a la justicia ante los cuerpos desaparecidos. Los medios de comunicación social negacionistas se esfuerzan por transmitir una conciencia histórica donde la muerte y las desapariciones forzadas dejen una lección y una enseñanza paradigmática. La historia se encarga de su olvido y sólo ciertos periodistas y, algunas organizaciones no gubernamentales, se encargan de investigar procesos, establecer relaciones y documentar casos de algunas historias: reunir declaraciones testimoniales, sacar indicios de innumerables espacios de violencia y crueldad asesina. Ésta deambula por la espacialidad civilizada de nuestras ciudades y pueblos; pero, en tanto se conocen algunos hechos, la violencia y la crueldad se disemina, se dispersa como el fantasma que recorre nuestros espacios y merodea por los territorios.
Ante ello, ante la radicalidad del cuerpo desaparecido, el concepto moderno y universal de la humanidad, del estado, de la ley, se pone en tela de juicio, debido principalmente a las representaciones e imágenes de la destrucción y la orientación de una política de las imágenes, surgida ante ellas, para apoyar, juzgar o sospechar de los motivos de la desaparición, de las violencias y de las intensidades destructivas que toman como objeto a un cuerpo expuesto de forma cruel o simplemente, desaparecido. Así, interrogarse ante las representaciones, imágenes o figuras, implica volver a ellas, revivirlas; cada desaparecido, cada desaparecida, “no deja ya de aparecer en cuanto tal, en cuanto ese que desaparece perpetuamente y cuya imagen retorna tanto más insistente y presente cuanto que no porta más signo que su ausencia y que cada uno de sus trazos vuelve a (des)dibujarla”[xvii].
El debate sobre el valor de las representaciones y de las imágenes protagonizado por el discurso religioso, se desplaza e intensifica ante las violencias desmedidas experimentadas en la segunda mitad del s. XX y en las expresiones políticas de las primeras décadas del XXI. En este sentido, Didi-Huberman considera que “para saber hay que imaginarse. Debemos tratar de imaginar lo que fue el infierno de Auschwitz en el verano de 1944. No invoquemos lo inimaginable. No nos protejamos diciendo que imaginar eso, de todos modos –puesto que es verdad-, no podemos hacerlo, que no podremos hacerlo hasta el final. Pero ese imaginable tan turo, se lo debemos”[xviii]. La aceptación, más o menos generalizada, de la imposibilidad de experiencia estética, de las representaciones y de las imágenes, después de los totalitarismos, no implica una refutación práctica contra el arte o las narraciones que buscaban mantener la memoria del desastre, sino “el desprecio generalizado en ellas y una sospecha respecto a la potencial reducción del acontecer trágico de la destrucción a la ‘lógica’ de la imagen”[xix]; considerar la imposibilidad radical de comprender, en algo, un acontecimiento tan desmesurado, desarticula la discusión sobre la relación del resto que queda como huella de la catástrofe. Imposibilidad absoluta que termina por cerrar y deshistorizar la barbarie por el thauma de la conciencia, una racionalidad pasmada por el horror, no es incapaz de confrontar la catástrofe ocurrida de manera íntegra y de forma inmediata, ni tampoco se paraliza totalmente, opera desde coordenadas distintas para acentuar la historia, “de iluminarla –fugitiva y fragmentariamente- mediante instantes de riesgo, de decisiones con trasfondo de indecisión”[xx].
Se entiende, ante las experiencias totalitarias el acto estético se organice por un no rotundo: el dictum adorniano. La imposibilidad de hacer poesía se presenta como una prohibición por la ruptura simbólica radical, para respetar la memoria de una marca que se instala en el silencio sepulcral del orden sagrado y de la santa violencia[xxi]. Busca reservar el horror de la representación, pues las imágenes tergiversan la barbarie ocurrida; el artificio de la imagen es considerado como un simulacro que se distancia de un desgarramiento histórico contundente e irreversible; su metáfora abre una distancia de lo ocurrido, un espacio insondable que devora todo lo humano. Claude Lanzmann, seguido por Gérard Wajcman insinuaban la certeza al expresar el respeto por los muertos a través de la ausencia de la imagen[xxii]. No hay imagen para un crimen sin imagen: ausencia, sólo con la palabra vacía del testigo, en un campo desierto. No está ahí y, lo que estuvo, ha sido borrado. Nadie sabrá lo que tuvo lugar. La producción de un olvido premeditado, estratégico, criminal, un rechazo anticipado de la memoria donde la imagen miente, engaña, posiciona en el enigma, casi en la misma fórmula de los desaparecidos: ni vivos, ni muertos[xxiii].
Las imágenes, las representaciones, en su exposición bastarda, en el “sarcasmo de la insensatez es (quizá) lo que mejor [se] representa”[xxiv]. El desacuerdo de las imágenes, con el pesar de todo el horror, intensifica una determinación positiva de la dominación, tiende hacia una ontologización de la negatividad de la historia, al tiempo que se busca impedir una relativización de la realidad opaca y aplanada[xxv]. Es decir, las situaciones inhumanas, en su sentido anestésico, ontologizan la imposibilidad, al modo de una determinación metafísica de la historia; así, la experiencia estética en momentos de barbarie, ante la catástrofe, encuentra la imposibilidad de hacer justicia ante lo inefable, en considerar lo inexpresable como instancia donde el arte se funda, en aquella dimensión sensible, propia de la experiencia estética y, por eso:
El arte se funda en la dimensión no conceptual propia de la experiencia estética y, por eso, está necesitado, para ser ‘comprendido’, de la mediación conceptual, que si bien no es capaz de recuperar lo inefable de modo acabado en el concepto, sí que puede arrancarlo de lo meramente vivencial, de modo que no sólo está referido a los estético del concepto, como también por cierto lo está el concepto a lo experimentado estéticamente, sino que la reciprocidad cooperativa de ambos polos es lo que confiere al arte una función cognoscitiva especialmente relevante[xxvi]
La prioridad del entendimiento se mantiene en tanto que pueda ser arrancado de lo meramente vivencial, en esa no toda referencialidad formal, se deslinda de la acentuación sensible para que las ausencias callen y las imágenes sean comprendidas; la comprensibilidad de la imagen, tendería a confundir la especificidad del horror, y lo vulgariza en el acontecer cotidiano de las sociedades. La raíz mística teológica exalta la catástrofe y la instala en una monumentalidad trascendental y trascendente, como el único archivo que interactúa con aquello que no tiene imagen. Se funda en el rechazo de toda interpretación vulgar que profana el sufrimiento religiosamente excepcional, con imágenes. La retórica religiosa que se presenta ante la sagrada violencia para cerrar los ojos y clausurar el cuerpo para que no vea, para que no experimente. Así, la imagen clausura la errancia de la pregunta y cierra el tiempo[xxvii].
Desde ahí, volver la mirada hacia el cuerpo desaparecido, como el residuo trunco de la historia, por medio de las representaciones tiene su precio. A pesar de lo perturbador, desgarrador y conmocionante de la experiencia, la respuesta interrumpe el discurso estético, no sólo produce una reacción catártica que pueda desarrollar una forma psíquica concreta de reconciliación, sino que rompe con los elementos que producen y reproducen la subjetividad y vuelve la mirada desde un otro lugar completamente nuevo; estremecimiento ante lo terrible de todas las desapariciones, para abrir los ojos a la realidad ausente, aquello que libera de la ceguera e impone la marcha histórica, a los que quieren ir a otro paso,y acentúa una búsqueda por los espacios desprendido de la escuela del odio y de la capacidad de sacrificios. “El dicho de ‘ningún honor al vencedor, ninguna compasión para el vencido’ resulta tan impactante porque pone el acento de la solidaridad en los hermanos muertos y no en los que nacerán después”[xxviii].
La experiencia de la barbarie le sigue la prohibición de las imágenes, bajo una retórica seductora; sin embargo, tal retórica pierde credibilidad cuando, en tiempos de crisis, se manifiesta toda la violencia en la desaparición multiplicada por la cancelación de las representaciones. En la experiencia de la negatividad radical, en la cancelación de la imagen algo se vuelve a desaparecer en una reiteración incesante; pues su propia ausencia se levanta como denuncia, también radical, en un mundo donde persiste la opresión en el seno de su propia imagen. Aunque la representación es limitada y no todo pueda ser explicado, la teoría moderna del conocimiento tiene como referente a la experiencia científica con el que el modelo de verdad es el que proporciona la conciencia empírica, la cual se encuentra como un sujeto frente al objeto.
Más aún, esta consideración del conocer y lo conocido, en su fundamentación metafísica, se encuentra una determinación, que está siempre dada de antemano: ser es ‘poder ser conocido’. En esta determinación se contienen a su vez otras dos: la unidad primitiva de ser y conocer y una esencial indeterminación de lo que el ser significa. Sólo se puede entender la posibilidad de la relación fundamental entre ser y conocer, si no se le monta como una relación adventicia y posterior al ser y a la facultad cognoscitiva, en tanto relación, sólo consecuente que sería accidental de ambos, pero sobre todo al ser. Ser y conocer se encuentran, por tanto, en una radical unidad. El conocer no se topa por casualidad con su objeto, sino que ser y conocer con lo mismo: idem intellectus et intellectum et intelligere. Conocer es la percepción que se tiene del ser y ésta es el ser del ente. Por esta razón, la riqueza del ser se determina por la reditio super seipsum[xxix]. Por tanto, para una consideración moderna del conocer todo pareciera posibilitarse en su condición de representación.
Lo anterior se plenifica en Kant para quien la Ilustración es “la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad”. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro”[xxx]. El “entendimiento sin la guía de otro” es el entendimiento guiado por la razón. De tal manera, el entendimiento, en virtud de su propia coherencia reúne y combina en un sistema todas las representaciones particulares, pues “el verdadero objeto de la razón no es más que el entendimiento y su adecuada aplicación a los objetos”[xxxi], la misma razón pone “una cierta unidad colectiva como fin de los actos del entendimiento”[xxxii] y esta unidad es el sistema que orienta normas a modo de directrices que determinan la construcción jerárquica de los conceptos. Esta sistematización del conocimiento se realiza por la “interconexión a partir de un solo principio”[xxxiii]. Tener la capacidad de representar es, para la Modernidad, producir un orden científico unitario y deducir el conocimiento de los hechos de principios, entendidos sea como axiomas determinados arbitrariamente, como ideas innatas o como abstracciones supremas. Esta forma de considerar la razón, y por consiguiente el entendimiento, es pura mitología, pues no escapa al mito del hombrecillo que está dentro del hombre y elabora lo que viene de afuera[xxxiv]. En este sentido, la identificación del conocimiento y de sus representaciones con un solo principio por el cual se conoce y se da cuenta de todo, implica presupuestos donde el mismo pensamiento se legitima a sí mismo y la experiencia estética los hace estallar.
“Pues ahora el conocimiento del Todo tiene como supuesto suyo… nada. Antes del conocimiento único y universal del Todo sólo hay la nada una y universal. Si la filosofía no quisiera taparse los oídos ante el grito de la humanidad angustiada, tendría que partir –y que partir con conciencia- […] Y en vez de la nada una y universal que mete la cabeza en la arena ante el grito de la angustia de muerte, y que es lo único que quiere la filosofía que preceda al conocimiento uno y universal, tendría que tener el valor de escuchar aquel grito y no cerrar los ojos ante la atroz realidad. La nada no es nada: es algo. En el fondo oscuro del mundo, como inagotable presupuesto suyo, hay mil muertes; en vez de la nada única –que realmente sería nada-, mil nadas, que, justamente porque son múltiples, son algo. La pluralidad de la nada que presupone la filosofía, la realidad de la muerte que no admite ser desterrada del mundo y se anuncia en el grito –imposible de acallar- de sus víctimas, convierten en mentira incluso antes de que sea pensado al pensamiento fundamental de la filosofía: al pensamiento del conocimiento uno y universal del Todo”[xxxv].
La representación de la nada, que es algo, se encuentra amenazada por la trampa que despliega el placer normalizado. Pues, la conmoción supuestamente perturbadora se encuentra enmarcada en esquemas que producen una satisfacción catártica, por muy oculta que se encuentre y estructura una forma psíquica de comprensión; esto es lo que denomino vouyeurismo estético, como una forma estandarizada de experiencia humana. Incluso se puede considerar el placer del estremecimiento, que se produce donde se presenta lo terrible, sin peligro para el observador, como arriba se ha señalado.
La ambivalencia inherente a la relación entre injusticia radical y representación casi nunca es mantenida por los receptores, que más bien la resuelven suprimiéndola. Este problema se incrementa cuando la percepción o representación estética pierde su dimensión de ser crítica, frente a la realidad dominante, para someterse a una subordinación ajena; es decir, cuando se establecen representaciones de la realidad estandarizadas, socialmente admitidas y normalizadas por los procesos de asimilación cultural. Es necesario considerar lo anterior, especialmente en el contexto de nuestra cultura que, de manera sutil, establece un progresivo despliegue de conformismo ante la injusticia radical, caracterizado por el sentimentalismo, un sistema de tabúes y un mundo lingüístico ceremonial correspondiente con todo ello. En última instancia son productos de injusticia radical, para consumidores de la misma injusticia establecida y normalizada. Pareciera que la radicalidad de la injusticia buscara establecer las mejores condiciones para permanecer incomprensible por siempre[xxxvi].
Con el cuerpo desaparecido, los proyectos no se realizan y se mantiene abierta la causa de su desaparición. No es posible elaborar una metafísica de las situaciones límite, pues las reflexiones que pretenden dar sentido a tales experiencias inhumanas, permanecen impotentes frente a su inconmensurabilidad. Ciertamente, con ayuda de la economía política es posible explicar y fundamentar las condiciones y situaciones de marginación e injusticia radical; inclusive, con ayuda del psicoanálisis, flanqueado con una buena dosis de teoría crítica de la sociedad, se puede explicar la capacidad de adaptación y sumisión de las masas, la frialdad e indiferencia frente al destino de las víctimas y su apatía frente a un sistema que actúa contra ellas. Sin embargo, la lenta degradación humana de quienes padecen injusticia, llevada a cabo de manera industrial, no puede ser explicada, de manera funcional, a partir de las racionalidades económicas, políticas, sociales o administrativas, pues tal pretensión explicativa conduce a reconocer su complicidad. Inclusive en la hermenéutica, que afirma la dependencia inevitable entre precomprensión y comprensión, para establecer el valor del círculohermenéutico, por medio del cual se amplía y precisa el horizonte mismo de comprensión, este proceso no debe ser considerado primariamente como una acción de la subjetividad, sino del introducirse en el acontecer de la tradición.
Pese a la profunda aportación filosófica de la hermenéutica, cabe preguntar hasta qué punto puede realizarse la posibilidad de la comprensión y de la fusión de horizontes en situaciones de catástrofes. Comprender algo significa referir ese algo al sujeto, de tal manera que él encuentre en ello una respuesta a sus preguntas e inquietudes. La mayoría de las veces se actúa en momentos de desastre, pero se oculta el abismo que separa una representación en situaciones de riesgo radical. “En efecto, una comprensión de la historia que quiera ser racional, que por tanto no pueda aceptar el exterminio de los seres humanos como su finalidad inminente sin negarse a sí misma en cuanto racional, se ve obligada a entender la aniquilación de vidas humanas como medio para conseguir un objetivo económico, político, bélico o de otra clase, por muy cruel que éste sea”[xxxvii].
La función de las imágenes, de las representaciones no están en lugar de las injusticias sustraídas de los sufrimientos y proyectos no realizados, sino frente a los valores ideales, la imagen se aprecia ante el peligro, al considerar el resto artificioso de un sujeto amenazado por la destrucción, de disolución y la desaparición; la percepción de la imagen tiene una significación constitutiva, de cara a la catástrofe y la violencia, no se despliega desde el poder, sino desde una realidad inhumanizante que le viene impuesta sin que se sustraiga de su dinámica, amenazando la integridad física, política y afectiva. La cercanía con las imágenes no supone un lugar fuera de la coacción social, sino una ambivalencia que no es eliminable por medio de una reflexión sistemática y distanciada. Por una parte, sólo en el ámbito de regulación del peligro es posible posicionarse sobre dicha situación, así como de sus raíces
Esta cercanía que no presupone ilusoriamente un lugar fuera de la coacción social y la considera como elemento constitutivo de la facultad cognoscitiva, posee una ambivalencia que no es eliminable por medio de una reflexión sistemática y distanciada. Pues de una parte, sólo en el ámbito de regulación del peligro es posible aclararse verdaderamente sobre dicha situación así como de sus raíces[xxxviii].
“Sólo en el origen mismo de la catástrofe puede identificarse la fuerza que ella desencadena y sólo ahí puede surgir la esperanza en una fuerza contraria. La cercanía no buscada al peligro desengaña sobre las posibles ilusiones respecto a su rápida superación por una dinámica inherente a la historia, permite percibir la propia debilidad y por ello las verdaderas dimensiones de dicho peligro. Supone por tanto una posibilidad de un mejor acceso a la verdad histórica. Pero, por otra parte, esta cercanía al peligro puede llevar también a la pérdida de la distancia y por tanto a una sumisión e identificación con el estado negativo que cierra todas las posibles salidas y alternativas. Incluso puede suceder que esta cercanía se volcara en una identificación positiva con lo ineludible…”[xxxix].
En este sentido, las representaciones de quienes han sido desaparecidos, las imágenes, fotografías, documentales y archivos, de quienes llevan las marcas de la situación de la que no pueden escapar, no son meras proyecciones e ilusiones de la situación de barbarie. El desastre está hecho, ha ocurrido, y el peso de la sospecha sobre las representaciones y las imágenes, de que podrían ser falsas y, por ello, doblemente peligrosas por su carácter ilusorio y porque sólo quienes han sido desaparecidos pueden dar noticia auténtica. Por estas consideraciones, las imágenes ante el peligro, imágenes con todo el pesar, se mueven en una tensión que denuncia abiertamente la injusticia radical por la cual ha emergido, pero tampoco la puede impedir, aunque fungen como barricadas, escudos ante el desastre del aparato de estado; imágenes-escudo, imágenes-espejo, forman el complejo de resistir y vivir en tiempos de la desaparición forzada de los cuerpos.
Las imágenes-escudo, las fotografías de los desaparecidos, las narraciones de la desaparición, los cuerpos expuestos, las figuras dibujadas en el pavimento, se disponen ante una política del olvido en función de un principio estético que busca denegar la existencia que lo genera. Las fotografías, las lágrimas acompañadas de palabras desgarradas por la desaparición, los rostros cansados y las manos encallecidas por las búsquedas, son un derecho de expresión, lo cual implica una mediación estética y una representación específica, cuya posibilidad no los sustrae del peligro, los implica e impregna con la autoridad de testigo y de la resistencia pese a todo, para continuar en la búsqueda, en el esfuerzo del pensamiento para articular tácticas y estrategias para hacer frente a la constante barbarie, a la injusticia radical y a las prácticas canallas que establecn condiciones de factibilidad de la maquínica producción de cuerpos desaparecidos.
La obligación de representar la catástrofe, la afirmación de la barbarie del desastre del cuerpo desaparecido, expresa el sufrimiento radical acompañado por un estrecho sendero que no se puede recurrir sin asumir el precio del fracaso. Buscar sin orientaciones, buscar sin barandillas, sin referencia y expuestos al peligro, redundan las amenazas con la multiplicación del desastre. Sin embargo, la imagen recuerdo busca encontrar el espacio, el lugar que no se puede ver, pero al que pueda conducir y señalar otras posibilidades. Si no se encuentra a quien se busca, se encuentra a quien no se busca, pero que también estaba desaparecido. Las expresiones que pretenden banalizar y criminalizar las desapariciones forzadas, transforman el sufrimiento desde un binarismo estético e intensifican el descrédito. ¿Cómo resistir a los momentos de peligro? ¿Con qué herramientas enfrentarse ante la barbarie? ¿Cómo protegerse del avasallamiento de los estados canallas? Si el poder es majestuoso ¿Cómo no ceder ante lo inevitable? Son preguntas que se mantienen vigentes hasta que no aparezcan los cuerpos desaparecidos.
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Notas a pie de Página
[i] William Blum, Rogue state, Common Courage Press, 2001; Noam Chomsky, Estados canallas: el imperio de la fuerza en los asuntos mundiales, Paidós, Argentina, 2002; Jacques Derrida, Canallas: dos ensayos sobre la razón, Trotta, Barcelona, 2005.
[ii] Maurice Blanchot, La escritura del desastre, Trotta, Madrid, 2015, pp. 26-27.
[iii] Jean-Luc Nancy, A título de más de uno. Jacques Derrida: sobre un retrato de Valerio Adami, Trotta, Madrid, 2015, p. 7.
[iv] “Les diré que frente al desaparecido en tanto que esté como tal, es una incógnita, mientras sea desaparecido, no puede tener tratamiento especial, porque no tiene entidad. No está muerto ni vivo… está desaparecido”. Estas palabras fueron pronunciadas en una conferencia de prensa cuando Jorge Rafael Videla respondió al periodista José Ignacio López al ser cuestionado sobre los comentarios del recién nombrado Papa Juan Pablo II respecto de los desaparecidos y detenidos sin proceso. Cfr https://youtu.be/CgDFSQUjgP0 sitio visitado el 9 de agosto de 2019.
[v] De Soussa Santos, Boaventura, Crítica de la razón indolente: contra el desperdicio de la experiencia. Vol. 1, para un nuevo sentido común: la ciencia, el derecho y la política en la transición paradigmática, Descleé de Brouwer, España, 2003, p. 63.
[vi] Maurice Blanchot, Maurice Blanchot, La escritura del desastre, op. cit., p. 28.
[vii] Fedida, Pierre, El sitio del ajeno: la situación psicoanalítica, Siglo XXI, México, 2006, p. 96.
[viii] Ídem.
[ix] Neologismo con el que hago referencia a un régimen discursivo que ejerce poder en la producción de corporalidades y subjetividades, desplegándose en la organización los espacios y de las relaciones.
[x] Parece que la democracia no cesa en su costumbre de celebrarse a sí misma en el culto a los muertos. Ahora, el culto se desplaza en los monumentos, insignias de la bella imagen de la totalidad que, con el pesar de las violencias, la exaltación nacionalista organiza las tensiones y las facciones. Cfr. Laraux, Nicole, La invención de Atenas: historia de la oración fúnebre en la “ciudad clásica”, Katz, Madrid, 2012, 360 pp.
[xi] Didi-Huberman, Remontajes al tiempo padecido. El ojo de la historia 2, Biblos,Buenos Aires, 2015, p. 55.
[xii] Desde esas coordenadas fueron realizadas algunas otras consideraciones sobre las fotografías como escudo y barricadas, estrategia para realizar la denuncia de la desaparición forzada. Cfr. Miguel Angel Martínez Martínez, “La estética ante el horror: una mirada ante las desapariciones forzadas”, Inédito.
[xiii] Didi-Huberman, Remontajes al tiempo padecido. El ojo de la historia 2, op. cit., p. 55. Cursivas en el original.
[xiv] Hago relación al texto de Quignard, La imagen que nos falta, para orientar la mirada política del cuerpo como instancia desaparecida en lo que Jean-Luc Nancy trabaja en Corpus. “Hoc est enim corpus meum: provenimos de una cultura en la cual esta frase ritual habrá sido pronunciada incansablemente por millones de oficiantes de millones de cultos. En esta cultura, todos, sean o no cristianos, la (re)conocen. Entre los cristianos, unos le dan valor de consagración real –el cuerpo de Dios está ahí-, otros de símbolo, donde comulgan aquellos que forman el cuerpo en Dios. Es entre nosotros la repetición más visible de un paganismo obstinado o sublimado: pan y vino, otros cuerpos de otros dioses, misterios de la certidumbre sensible. Quizás, en el espacio de nuestras frases, ella sea la repetición por antonomasia, hasta la obsesión y hasta hacer que «éste es mi cuerpo» se preste al mismo tiempo para una multitud de chanzas”. Cfr. Nancy, Jean-Luc, Corpus, Arena Libros, Madrid, 2003, p. 7. Quignard, Pascal, La imagen que nos falta, Ediciones VE, Col. Puerto de Luz, México, 2014.
[xv] Farocki, Harum, El fuego inextinguible, Alemania, 1969.
[xvi] Didi-Huberman, Remontajes al tiempo padecido. El ojo de la historia 2, op. cit, p. 209.
[xvii] Jean-Luc Nancy, A título de más de uno. Jacques Derrida: sobre un retrato de Valerio Adami, op. cit.,, p. 7.
[xviii] George Didi-Huberman, Imágenes pese a todo: memoria visual del holocausto, Paidós, Barcelona, 2004, p. 17.
[xix] Sergio Villalobos-Ruminott, Heterografías de la violencia. Historia. Nihilismo. Destrucción, La Cebra, Buenos Aires, 2016, p. 184.
[xx] George Didi-Huberman, Gestos de aire y de piedra: sobre la materia de las imágenes, Canta Mares, México, 2017, p. 9.
[xxi] Patxi Lanceros, Orden sagrado, santa violencia: teo-tecnologías del poder, Abada Editores, Madrid, 2014, 217 pp.
[xxii] Gérard Wajcman, El objeto del siglo, Amorrortu, Buenos Aires, 2001, 240 pp.; Claude Lanzmann, Shoa, Arena Libros, Buenos Aires, 2003, 212 pp.; Ibid., Alguien vivo pasa: Auschwitz, 1843. Theresienstad, 1944, Arena Libros, Buenos Aires, 2005, 78 pp.
[xxiii] Federico Mastrogiovanni, Ni vivos ni muertos: la desaparición forzada en México como estrategia de terror, Penguin Random House, México, 2016, 285 pp.
[xxiv] Maurice Blanchot, Maurice Blanchot, La escritura del desastre, op. cit., p. 77.
[xxv] Hegel, G. W. F., Vorlesungen über Ästhetik I, enJosé Antonio Zamora, Th. W. Adorno: pensar contra la barbarie, Trotta, Madrid, 2004, p. 57.
[xxvi] Cfr. Zamora, José Antonio, “Estética del horror. Negatividad y representación después de Auschwitz” en Manuel Reyes Mate (Ed.), La filosofía después del holocausto, Rio Piedras, Barcelona, 2008, p. 280. Las cursivas son mías.
[xxvii] Sergio Villalobos-Ruminott, Heterografías de la violencia. Historia. Nihilismo. Destrucción, op. cit., p. 186.
[xxviii] Walter Benjamin, “Problema de la tradición II”, Benjamin-Archiv, Ms 466r, citado en Manuel Reyes Mate, Medianoche en la historia: comentarios a las tesis de Walter Benjamin «Sobre el concepto de la historia», Trotta, Madrid, 2006, p. 312.
[xxix] Rahner, Karl, Espíritu en el mundo: metafísica del conocimiento finito según santo Tomás de Aquino, Herder, Barcelona, 1963, p. 85.
[xxx] Kant, I., “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?”, en Varios, ¿Qué es la Ilustración?, Tecnos Madrid, 1998, p. 17.
[xxxi] Ibid., Crítica de la razón pura, B. 672, Trad. Pedro Ribas, Alfaguara, Madrid, 1988, p. 531.
[xxxii] Idem.
[xxxiii] Ibid., B, 674, pp. 532 y ss.
[xxxiv] “No se puede dudar de que en el concepto kantiano de conocimiento el papel más importante lo desempeña la concepción, por sublimada que esté, de un yo espiritual-corporal, que por medio de los sentidos recibe las sensaciones sobre las que construye sus representaciones. Pero esta concepción mitológica y, en lo que atañe a su contenido de verdad, vale lo mismo que cualquier otra mitología del conocimiento”. BENJAMIN, Walter, Gesammelte schriften, II, op cit., p. 161. Citado en Reyes Mate, Manuel, Memoria de Auschwitz: actualidad moral y política, op. cit., p. 168.
[xxxv] Rosenzweig, Franz, La estrella de la redención, Trad. Miguel García Baró, Sígueme, Salamanca, 1997, p. 45.
[xxxvi] Agamben, Giorgio, Lo que queda de Auschwitz: el archivo y el testigo. Homo Sacer III, Trad. Antonio Gimeno Cuspinera, Pre-Textos, Valencia, 2002, p. 8.
[xxxvii] Zamora, José Antonio, Th. W. Adorno: pensar contra la barbarie, op. cit., p. 40.
[xxxviii] Ibid., p. 56.
[xxxix] Cfr. John, O., “… und dieser feind hat zu siegen nicht aufgehört.” Die Bedeutung Walter Benjamin fúr eine Theologie nach Auschwitz, Tesis Doctoral, Múnster 1982, pp. 47 y ss., citado en Zamora, José Antonio, Th. W. Adorno: pensar contra la barbarie, op. cit., pp. 56-57.
Miguel Ángel Martínez es profesor, investigador y psicoanalista. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Profesor del ITESM, Campus Ciudad de México y en Monterrey. Realiza colaboraciones con el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez y forma parte de la Cátedra UNESCO Ética y Estudios de Paz del Tec Ciudad de México.