Pero en fin, los urgidos prematuros
que se marcharon ya, no necesitan
de nosotros. Con lenta y paulatina
remisión, va perdiéndose
la arraigada costumbre a lo terreno, como
se pierde el apego que nos une
al seno de una madre.
Pero nosotros, que necesitamos
de tan grandes misterios;
nosotros, para quien de la misma tristeza
brota un aumento de felicidad,
¿podríamos vivir sin ellos?
 —Rainer Maria Rilke, Elegías de Duino —

Y siguen siendo cuerpos,
y una vez más, su llaga.
—Jean-Luc Nancy

Inventario: Territorio de osarios, fosas, morgues y rastros. ¿Qué hacer con lo que nos queda? ¿Qué hacemos con lo que de la muerte que ejercemos, que producimos y que somos, queda? De muerte en muerte y de cuerpo en cuerpo nos buscamos en su exceso, como espejo incapaz de reflejar, sin bordes. ¿Exceso de qué?, ¿de qué está hecho ese excedente? Los muertos son incontables y su inconmensurabilidad no se debe sólo por los que no han sido encontrados, sino porque de los ya encontrados se hallan sólo pedazos o incluso sólo cenizas. ¿Cómo pensar a un sujeto a partir de un hueso, una cabeza o una bolsa de polvo? ¿Eso son los muertos?, ¿el despedazamiento de los sujetos?, ¿su reducción a pedazos-cosas? De los hallados, unos son adorno, otros escritura y mensaje, unos oxímoron y conminaciones y otros basura. Y todos son, a la vez, representación del horror y la destructividad propias del hombre —su crueldad, eso, quizás, que lo hace hombre—, y caída de todo sentido, de la posibilidad del sentido. Nos buscamos ahí, buscamos una pista, una huella, algo que nos compruebe que no somos eso, que eso no nos pertenece. Nos resistimos a encontrarnos en(tre) los muertos. En esos sujetos-(des)hechos-despojos, muerte arrebatada, hombres-en-pedazos, que son el más allá del límite que nos significa la muerte, ellos nos hablan de la pérdida del límite. Ya no queda límite por transgredir cuando la muerte ha dejado de ser el fin; porque lo que se hace, entonces, con esos muertos, a esos muertos, nos da cuenta de que la muerte ya no es suficiente. ¿Qué nos queda cuando hablamos de esta guerra y de sus cuerpos? “El sin límite no lleva al crimen sino a la crueldad, o a lo más a una forma de voyeurismo constreñido por la indiferencia,”[i] un sin límite que arrebata hasta la tumba.

Los muertos no nos faltan. Nos rebasan.

Huesos, carne, gases, fluidos. Fragmentos y sangre. Pedazos.
Eso es todo lo que queda. No nos queda nada. Todo y nada.

De todo:

Los cuerpos que ya no ven. Que ya no oyen. Que ya no hablan. Que ya no huelen. Que ya no sienten. Que ya no son.

Los cuerpos que no se van. No del todo. Se desvanecen. Se disipan. Se des-componen. Se pudren.
Pero se pueden ver. Se pueden oler. Se pueden escuchar. Se pueden sentir.

Se pueden usar, a(r)mar, odiar, temer, respetar, sepultar, exhibir, maniobrar, cuidar.

Despedazados, el armado y desarmado con las piezas de un rompecabezas insoluble. Como ese juego en el que se deslizan las piezas para formar una figura y al que siempre, siempre, le faltará una pieza, siendo ese espacio, ese vacío, el que posibilita el deslizamiento mismo, condición del juego. Una forma que sólo se forma por lo informe de ese hueco, de esa falta.

Desterrados, el enigma de sus orígenes, de sus nombres, de sus rostros. Fuera de lugar. En la obscenidad, off-scene, de un fuera de escena. Arrojados a una tierra a la que, sin embargo, no pueden entrar del todo. El perpetuo exilio.

Desplazados, el tránsito sin fin de cuerpos en pena.

De nada:

El espanto del encuentro y el contacto con uno de ellos. Malos augurios. Angustia. Lo que tendría que estar bajo tierra pero deambula sin descanso. Fuera de la tierra, fuera de toda significación, de todo duelo. Un asedio sin propósito más que, tal vez, el de atrapar la mirada, una mirada que trascienda la vista, que abarque todos los sentidos, que arranque una palabra, o cuando menos un grito, pero que parece sólo dejar el silencio.

El terror de un séquito de ellos por las calles. Pululan de la tierra. Invaden la urbanidad. Reinan en el desierto y el campo abierto. ¿Quién puede estar a salvo? ¿Cómo huir de lo más propio: del cadáver, que se esconde y a la vez se deja entrever en los agujeros del cuerpo y de la tierra?

¿Los aparecidos son nuestros desaparecidos? ¿Alguien les ha preguntado? ¿Alguien quiere saberlo?

Ahí la nada. La no-respuesta ante la no-pregunta. La no-mirada ante lo que ya no puede no verse. Una sordera ante el grito que ya no puede no escucharse. Ante el cadáver.

Cadáveres o ni eso. Pedazos. Piezas. Trozos. Fragmentos. Cachitos. Trizas. Polvo.

            De cuerpos y cadáveres. De ellos tratan estas líneas y sus espacios, de lo que separa irremediablemente al cadáver del cuerpo, o de lo que los une, en la fragmentación, se quiera o no. Si partimos de la supuesta separación inapelable entre ambos y un cadáver ya no tiene cuerpo, si ya no es cuerpo, ¿qué es el cadáver, entonces, si no despojo? Restos del rastro en que se ha convertido este país, si no es que siempre lo ha sido. Los rastros, huellas, de sangre, carne y hueso nos llevan al rastro, slaughterhouse, matadero, desolladero, ese sitio, que ha perdido su delimitación espacial y territorial, donde no se matan reses, se matan hombres, mujeres y niños, se borran nombres, se erradican subjetividades, porvenires y presentes. Ni la historia queda. En el rastro no hay escritura posible. Los sujetos dejan de serlo, se transforman en objetos, o ni eso: abyectos, “arrojados al lado de lo posible y de lo tolerable, de lo pensable”[ii]. Su destierro de lo asimilable, y de lo escriturable, les imposibilita incluso ser muertos. Sin nombre, sin sepultura y con el cuerpo triturado, el rastro produce cadáveres de limbo. Y el rastro es México y en el rastro estamos todos, objetos inermes de un Narco-Estado bárbaro y opresor, sujetos, que la pasividad no exime, que por cerrar los ojos, taparse los oídos y callar no dejamos de estar ahí, no dejamos de estar aquí. Pero —¿como defensa?, ¿como pretexto?, ¿en un intento desesperado y fallido de poner algo de distancia de por medio?— hacemos de los muertos cadáveres y a los cadáveres los despojamos hasta del cuerpo y quedan así, como desecho, como una nada. Como si reafirmásemos el cuerpo, vivo, a través de la objetivación y expulsión del cadáver.

            En la insistencia de expulsar lo cadavérico del cuerpo, quedan suspendidos los interrogantes que trascienden la biología, la anatomía[iii] o la medicina. Se “limita” el cuerpo al bios. ¿Qué es el cuerpo, entonces?
¿El cuerpo es vida? ¿Un tejido de órganos, funciones biológicas y palpitaciones? ¿Un intercambio entre dolor y placer, —donde reina el dolor, sin duda—? ¿Masa, volumen, densidad, temperatura? ¿Estatura, peso, sexo, color de piel, color de ojos?
¿Qué hace al cuerpo?
¿Movimiento, mirada, olfato, audición, tacto, saboreo? ¿El contacto con otro cuerpo? ¿El aire, su inhalación y exhalación, la desesperación cuando falta, el goce cuando es puro? ¿Ese órgano extendido, la piel,que protege, que vela, que esconde, que posibilita? ¿Deseo? ¿Dolor? ¿El brillo en la mirada de un otro?
¿Qué tiene cuerpo?
¿Aquello que aún respira? ¿Aquello con forma y figura? ¿Aquello que se puede sentir a sí mismo y sentir a través de él? ¿Aquello que puede expresarse, a través de vibraciones, gestos, palabras? ¿O es que el cuerpo no se tiene, sino que nos -tiene? Sostiene, detiene, retiene. Como a su presa, nos apresa, nos aprisiona; nos contiene y también nos expulsa.

Mi cuerpo no es mío, yo soy de él. Y en la muerte, que él me da, yo ceso y él persiste.

            Él persiste, hasta su disolución —¿absoluta?—. El cuerpo es también, y quizá sobretodo, carne podrida, sangre derramada y coagulada, herida, fetidez, oscuridad, desprendimiento, muerte. Lividez. Rigidez. Sufrimiento hecho carne. Si el cuerpo es una producción desde el dolor —de la separación—, ¿puede el cuerpo muerto ser la culminación de esa producción enmarcada por el dolor de la perdida y la descomposición? Somos la herida. Así como se pensaba Baudelaire, somos cuchillo y somos herida. Fuego y ceniza. El cuerpo arde, quema, (se) consume y se disipa. Destrucción hecha carne.

            Nos resistimos a pensarnos como de lo que en el cadáver se nos refleja. Eso, no que devendremos, sino que habita ya en nosotros, que lleva en sí nuestro cuerpo, en sus agujeros, en sus aberturas y su revés. El cuerpo como corrupción de la carne, como trabaja Pereña[iv]. Sin unidad, sin permanencia, sin totalidad. El cuerpo es, ya siempre, en pedazos. El cuerpo, siempre en falta. El cuerpo está siempre extraviado, en su constante descomposición, en su incesante ruido que no podemos, o no sabemos, escuchar, en su inalterable silencio con el que nos responde. Con la muerte encarnada. Con los fantasmas a cuestas y el dolor atravesado. El cuerpo (se) nos extravía, es la corrupción que somos. “El cuerpo es singular en tanto corrupto”[v], dice Pereña refiriéndose a la carne del deseo, al cuerpo del sujeto, al cuerpo que hace al sujeto a partir de su corrupción misma, pero, ¿podríamos pensar una singularidad cadavérica? “Otra cosa, arrojado, yecto, no «sub-yecto», pero tan duro, tan intenso, tan inevitable, tan singular como un sujeto”[vi]. El cadáver, en su corrupción absoluta, como singular frente a la indiferencia arrasadora de la muerte. La cruel corrupción y las particularidades del cadáver asesinado, la singularidad de su muerte y de su descubrimiento, ¿podrían transformar ese cuerpo-objeto, su abyección, en la acogida de un sujeto muerto? O quizás ni objeto ni sujeto, más bien algo otro, un entre, en medio, zigzagueante, una singularidad sujetada aún al mundo, al llamado de un otro, a la posibilidad del nombre, a la humanidad, sujetado aún por la pérdida y la corrupción, la absoluta otredad, la oscuridad. Una singularidad que permita a ese cadáver perdido ser un muerto. Esa singularidad cadavérica contra la indiferencia de la muerte que ejercemos, muerte doble o infinita, la muerte de la apatía, del homicidio, de la desaparición, de la sordera y la ceguera, del olvido. “¿Por qué ese deseo de vaciar de humanidad los despojos de un enemigo, ahora mera carcasa vacía? […] Al reducir el cuerpo a una masa informe que se confunde con la tierra en la que yace expuesto, no solamente se borra la figura concreta del difunto, sino que se suprime la diferencia que separa la materia inanimada de la criatura viva, condenando al cadáver a no ser más que el mero aspecto visible del individuo.”[vii] ¿Qué se juega, y se pierde, en esa confusión, en esa diferencia suprimida? Cuando del cuerpo quedan pedacitos de hueso triturados y esparcidos por un campo terroso, cuando la destrucción es tal que no queda “ninguna alusión que personalice u otorgue a la escena un signo distintivo: los genitales, algún tatuaje, un objeto afectivo, […] el cuerpo cede su intimidad al desposeerse de sí en lo cadavérico”[viii]. ¿Puede ser el cadáver algo más que carcasa animal en un rastro?, ¿algo más que basura?, ¿algo más que carnicería expuesta? Eso que se despedaza, que se desarticula, que evidencia su informidad, ¿no nos habla de su singularidad? Porque el cuerpo es también lo informe, lo deforme, la deformación. Nunca dejamos de ser, no del todo, ese pedazo de carne. “Los gestos, de repente, han perdido su representatividad […]; en resumen, aquel cuerpo ya no se parece a sí mismo, o no se parece, ya sólo es una máscara atronadora, paroxística, una máscara en el sentido en el que Bataille lo entendía: un ‘caos hecho carne’.”[ix] No sólo el dolor y la enfermedad deforman el cuerpo, el placer, el goce, el sueño, el éxtasis, la embriaguez y la locura borran la traza de límite que hay entre un cuerpo y otro, entre el afuera y el adentro, en el cuerpo mismo. Eso que contiene, se desborda momentáneamente o irreversiblemente. Ese des-bordamiento, como el aplastamiento de una araña o un gusano, nos hacen ver lo informe, eso que carece de forma precisa y por lo tanto es innominable. Lo informe vendría a deshacer, a transgredir los bordes de las categorías, de las formas establecidas. A hacer de la materia caos, entropía necesaria para que la vida sea posible. Lo informe sería la perturbación, la violencia del “reverso de las cosas” como movimiento y potencia. Lo informe no tendría porque reducirse a la falta o pérdida de forma, a ser su contrario, inferior, una deformación desgraciada. La inversión de esta oposición —que Fédida, retomando a Bataille, trabaja de manera puntual— hace de lo informe una tarea, una puesta en movimiento frente a la parálisis de la indiferenciación.[x] Entonces, ¿es válido pensarlo así, al caos cadavérico que son los muertos como necesario para la vida?, ¿informidad que movilizaría los sentidos, rompiendo los marcos establecidos de la univocidad que ha hecho, entre muchas otras cosas, del muerto basura? “Esos desechos caen para que yo viva, hasta que de pérdida en pérdida, ya nada me quede, y mi cuerpo caiga entero más allá del límite, cadere-cadáver.”[xi] Mortibus vivimus, vivimos de los muertos, según Pascal Quignard. Como si fuésemos capaces de respirar por el último aliento que dejaron los muertos.

            ¿Es el cadáver lo informe manifiesto del cuerpo? “Hay allí un horrible descubrimiento, el de la carne que nunca se ve, el fondo de las cosas, el reverso de la cara, del rostro, las secreciones por excelencia, la carne en todo su maleficio, en lo más profundo del misterio, la carne en su condición de informe, cuya forma es, por sí misma, algo que provoca angustia.”[xii] La carne sangra, pulsa, se abre, se pudre, se corta, se perfora, se aplasta. La carne duele, pesa, huele, angustia. El cuerpo es lo informe y el cadáver es cuerpo. Hoc est corpus, “¡esto es para ustedes, genios del mal, hártense de este bello espectáculo!”[xiii]. Aunque de ese ofrecimiento siempre quede algo indigerible; bien hace Goethe decir a sus ángeles: “Quédanos un residuo terrestre penoso de llevar, y aunque fuera él de asbesto, no es puro.”[xiv] Y si el cadáver desmembrado, ese cuerpo trozado, esos pedazos de cuerpo, sin lugar, sin sentido, sin principio ni fin, nos habla del cadáver como una apuesta corporal perdida de antemano —una (ex)puesta corporal por la violencia de la muerte—, lo informe del cuerpo, vivo o muerto, nos habla de un más allá del sentido, de un exceso. La informidad producida por la descomposición o la caída rompe todo límite del lenguaje y del pensamiento, su excedente sería eso incapaz de ser digerido, asimilado, residuo terrestre que, por terrestre, nos pertenece, nos toca. Órganos en busca del cuerpo perdido, de una imagen y rostro que no dejan de escaparse[xv]. La mise en morceaux[xvi] como proceso en marcha de lo informe, la movilización del sentido, la movilización de la falta de sentido también: un corpus de restos. Para Kristeva, lo abyecto es lo que perturba el orden; ¿han podido los miles de muertos y de desaparecidos perturbar el orden soberano y asesino que se disfraza de desorden e incapacidad para perpetuar su barbarie?

            Parecería que en el cadáver se juegan las vertientes del ser manifestándose el sujeto para siempre perdido y el objeto en el que se ha transformado hasta su disolución (casi) absoluta. Empero, esas vertientes, ese juego cadavérico por tanto, son atravesados por la pérdida, la otredad, el agujero. El resto (es) tumba, dice Derrida, y la tumba es hueco y monumento, vacío y representación, la conjugación de la caída de la muerte y la posibilidad de simbolización, una otredad que no sucumbe ante la violencia de la caída, siempre queda un resto. ¿Podremos dar cuenta del resto que queda de la objetivación de los cuerpos-cadáver para, entonces, ser capaces de hablar de su singularidad y construir otros sentidos?

DE TUMBAS RODANTES Y POLÍTICAS DE TERROR

              “Los cuerpos son evidentes — de ahí que toda justeza y toda justicia comiencen y terminen con ellos. Lo injusto es confundir, quebrantar, triturar, asfixiar cuerpos, volverlos indistintos (reunidos sobre un centro oscuro, apiñados hasta destruir el espacio entre ellos — hasta asesinar incluso el espacio de su justa muerte).”[xvii]

            El cuerpo muerto, el cadáver, se abre ante nosotros y, como espejo, nos abre también a nosotros mismos. Ese reverso del cuerpo ex-puesto, exhibido, la sombra sin sombra, se hace ver. Unheimlich. Lo más familiarmente extraño. Lo más extrañamente familiar. Como espejo, refleja lo que el cuerpo vivo alberga, lo que aguarda, de donde viene y a donde va. El cadáver, en su prisa corruptora, es un cuerpo que ha dejado de velar(se) para mostrar(se). Es el cuerpo saliendo de sí mismo, buscando el afuera. Dice Jean-Luc Nancy que el cuerpo es nuestra angustia puesta al desnudo; el cadáver, como el reverso de ese cuerpo, como el cuerpo puesto al desnudo de su velo de vida, latido y pulsión, ese cuerpo arrebatado de vida, sería pura angustia, al menos para quien llega a su encuentro, para quien lo mira y lo siente[xviii]. Uno no puede más que huirle, temerle, venerarle, esconderle o destruirle. La interioridad exteriorizada no puede, no debe, permanecer. Ahí, ante él, la mirada no tiene ya nada que hacer, no hay nada que observar, nada que develar. El cadáver es la revelación en sí misma, la revelación, sin embargo, de lo que no se sabrá jamás, para lo que no hay palabra. El sin sentido coagulado y fugitivo a la vez. Y, en nuestro macabro e hiperrealista México, el sin sentido es también ambulante.

            ¿Qué hacer con tanto muerto? ¿Qué se hace cuando ya no queda espacio para ellos o cuando el espaciamiento de esos cuerpos es tal que no queda espacio ni para el vacío? Si el SEMEFO se desborda, ¿a dónde llevarlos?, ¿dónde sí pueden ser resguardados, para qué y por cuánto tiempo? Los muertos siempre son más, su ejército es más numeroso que el de los vivos. Curiosamente, son los vivos los que engrosan al ejército enemigo, ya sea cambiando de bando y uniéndose a sus filas, ya sea dando de baja a sus compañeros. El conflicto es perpetuo, incluso en la guerra civil entre vivos, la enemistad con los muertos no ha cesado. Los muertos han invadido todo territorio, no queda nada ya que los muertos no hayan tocado. La amenaza es mayúscula y tiene nombre: riesgo sanitario. De estrategias fallidas donde faltan manos y fuerza para mantener cerradas las puertas que ocultan la barbarie, surgieron las morgues de 18 ruedas, contenedores de muerte, hacinamiento y desprecio. Otras dos puertas, móviles, que ahora había que mantener no sólo cerradas, sino lejos. El exceso llevaba en sí la justificación: los fluidos de los cadáveres, los desechos de los desechos, “hicieron tronar las tuberías” del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses[xix]. Dos cajas de trailer refrigerantes fueron legalmente adquiridas y puestas en operación entre 2016 y 2018, conteniendo y transportando 322 cuerpos, la muestra de que la idea no era dar lugar, dar nombre y rostro, a los despojos cadavéricos bajo su “cuidado”, sino de velar lo develado, esconder y apartar aquello que se impone, que obliga mirar. Revestir lo atroz con atrocidad. Los trailers circulaban por carreteras, caminos y terrenos, en un viaje sin rumbo, pero con propósito: el de mantener lejos a esos cuerpos con los que no había más que hacer. Lejos, sí, del instituto forense, pero rondando poblaciones, circulando entre colonias y fraccionamientos, instalándose en el paisaje, como patrullas que, en su transitar, transmiten el no-tan-sutil mensaje de la vigilancia y la amenaza de castigo.

            En los paisajes-escenas del crimen fotografiados por Fernando Brito[xx], donde la naturaleza parecería rebosar en su belleza y quietud, resalta algo que no cuadra, que parecería, como algo extranjero, haber sido violentamente introducido en la imagen, alterando esa quietud y esa belleza. ¿Es la bolsa de plástico?, ¿el cordón amarillo precautorio?, ¿la cinta adhesiva plateada?, ¿la ropa multicolor? ¿O son los cuerpos asesinados y abandonados a merced del horizonte? “Placidez de ruinas hallada entre el follaje”[xxi]… El cadáver arrojado, insepulto, caído. San Isidoro de Sevilla, en su libro sobre las etimologías[xxii], hace una distinción entre funus y cadaver: viniendo funus de funibus, la ceremonia en la que se quemaban las sogas de los feretrum utilizadas para transportar a los muertos, que nombra a los muertos inhumados, mientras que cadaver designa al muerto que no ha sido sepultado, originándose de cado-is-cadere-cecidi-casum, el verbo caer en latín. El cadáver es el cuerpo caído, es la caída de la idea de totalidad, de continuidad y de permanencia[xxiii]; el cadáver supliciado y suplicante, expuesto y expositor —como describe Nancy al corpus—, ya no puede pensarse desde la verticalidad de la vida y la actividad ni la horizontalidad del sueño, de la enfermedad o de la muerte, habría que pensar en el no-lugar de ese cadáver, la no-posición, in-posición, o la posición-otra, la in-postura, del desmembramiento, la decapitación, la exposición del cadáver mutilado y torturado. Ni horizontal ni vertical, desperdigado. En estos paisajes, hay algo más, algo discrepanteque da cuenta de la presencia impuesta de esos cuerpos, impidiéndoles la armonía con la tierra, con el agua, con el paisaje mismo. Indicios de muerte: el plástico, la tela, y el metal. El metal, como varilla sumergida en la tierra en el suplicio de la búsqueda, que resurge con el hedor de la vida o de la muerte. El metal, como alambre enredado alrededor de manos y pies, que marca la condena. El metal, en su forma punzocortante o como proyectil, que abre más agujeros en un cuerpo ya de por sí herido. El metal, de láminas tridimensionales, el vehículo de 322 cuerpos, en un viaje sin destino.

            “Arquitectura institucional que acoge lo funesto, lo cadavérico, los desechos. Una construcción ominosa, suerte de ramal del drenaje profundo que, en lo simbólico, amenaza a toda la sociedad y quiere instalarse en la permanencia más anestésica con su mandato inaceptable: no te metas en lo que no te corresponde.”[xxiv] En el juego macabro de la política del terror, ¿qué se gana y qué se pierde? ¿Qué se pone sobre la mesa en las necro-apuestas de nuestro Narco-Estado? La improductividad, evidente o aparente, de los cuerpos muertos arrojados a la esfera de lo público se transforma en la revelación de lo real del castigo: la anulación de los cuerpos, su destrucción “trozo a trozo por el infinito poder soberano”, la exhibición de “su teatro magnífico, el elogio ritual de su fuerza”[xxv]. Porque en ocasiones, para el Estado, conviene exponer las entrañas. ¿Para qué perder espacio, tiempo y recursos en la identificación de los muertos, la prevención del delito y la resolución de los casos, cuando se pueden apilar cadáveres, llenar cada espacio con pedazos de cuerpos y economizar? ¿Para qué abrir fosas cuando se puede trasladar —como un circo de muerte— a los cadáveres marginados en su poder? Dice Pilar Calveiro que “aquello que un dispositivo de poder marca sobre los cuerpos que atormenta es lo mismo que intenta marcar, de otras maneras, sobre el cuerpo social en su conjunto”[xxvi], como si esa misma expulsión y anulación de los muertos pretendiera ejercerse sobre la población en sí. Y de hecho se ejerce. Hacer público lo cadavérico se transforma en espectáculo: el teatro ha levantado el telón. “¿Qué nuevos dioses determinan el juicio y la producción de un mundo de restos, de carnalidades sin cuerpo, de amnesias y de inercias?”[xxvii] La decisión de contratar y habilitar morgues rodantes que, sin embargo, no tenían otro lugar más que las carreteras, fue revelada con el abandono de una de ellas a espaldas de un fraccionamiento en Tlajomulco de Zúñiga, Jalisco, cuando el hedor inconfundible de la muerte y la putrefacción llevó a los habitantes a descubrirlo y reportarlo. ¿Qué decir de esta decisión? ¿Es el exceso y la incapacidad justificación suficiente para hacer de los cuerpos desecho? “No son basura”, reclamaban madres que buscan a sus hijos desaparecidos. ¿Qué se busca con este despliegue de crueldad, aparente incompetencia y manejo de la muerte? “No te metas en lo que no te corresponde, de la muerte me hago cargo yo, hoc est enim corpus meum y me complazco de ello.”

            A esos muertos se les expulsa de la muerte, de su propia muerte. Ese destierro sin fin “no supone solamente negarle su funeral y con ello el estatuto de difunto, sino disolverlo en la confusión, reenviarlo al caos, a la inhumanidad más absoluta.”[xxviii] Estas morgues móviles remiten a otras que tienen más tiempo y que han atravesado otras fronteras con la muerte a cuestas: aquellos migrantes que en su tortuoso viaje mueren asfixiados dentro de cajas de camiones o trailers. “El recipiente significa el medio que multiplica lo siniestro mientras lo contiene”[xxix], ¿las cajas de trailers que contienen (a) la muerte, el hacinamiento, lo humano demasiado humano de la crueldad, significan el medio a través del cual se traslada, el medio que comunica el hallazgo, el medio que permite y posibilita su acontecer o sólo multiplica lo siniestro de su cotidianidad? Esos sarcófagos rodantes, contenedores —y devoradores— de cadáveres, dan cuenta, de una forma macabra, de la excripción del cuerpo de la que escribe Nancy[xxx], ese deambular como el trazado de una escritura cadavérica por todo el territorio recorrido. El aroma vivo de la putrefacción, el correr de los fluidos, el trayecto mismo como la tinta de una excripción-por-leer.

            Ante el encuentro con un cuerpo asesinado, maniatado, torturado y abandonado, ¿es posible sostener la mirada? ¿Quedaría algo por decir ante él, por decirle a él? Como si los cuerpos salieran al encuentro de… ¿de qué o de quién? De alguien que responda quizás, que responda a la ausencia, a la violencia. ¿Puede haber, entonces, en esta barbarie la posibilidad de la responsabilidad? ¿Será la exhibición, disposición o colocación de los cuerpos asesinados un llamado, un clamor? Pero entonces, ¿de quién? ¿Del muerto o de aquel que lo coloca ahí? Quizá sea momento de pensar en esta guerra, no como guerra contra el narco, sino como guerra contra el cuerpo. “¿Por qué? Vivimos bajo la ley de la guerra. ¿Y en qué consiste la guerra? Consiste en masacrar al mayor número de hombres que se pueda en el menor tiempo posible. Para hacerla más mortífera y expeditiva, se trata de hallar máquinas de destrucción cada vez más formidables… Es una cuestión de humanidad, y se trata también del progreso moderno.”[xxxi] Y si de progreso se trata, ya no es suficiente masacrar, el asesinato ya no basta. Ahora hay que destrozar, mutilar, despedazar lo que queda de esos muertos. Hallar máquinas y técnicas de desmembramiento y disolución cada vez más formidables, eficientes e innovadoras. Para hacerlos trizas, desaparecerlos si es necesario, pero exponerlos, mostrar los trozos, cuanto más sea posible. Si la pregunta planteada al principio era si es posible pensar al sujeto a partir de una cabeza cortada, un torso abandonado, una bolsa de basura llena de miembros, huesos y cenizas esparcidas por la tierra, tal vez podemos pensar aquí que quienes se subjetivan a partir de los fragmentos, quienes se sujetan de la crueldad, de la destrucción, de la abyección somos nosotros. ¿Qué seríamos sin esos cadáveres? Como se pregunta Rilke, ¿podríamos vivir sin ellos?


[i] Dufourmantelle, A. Elogio del riesgo, México, Paradiso Editores, 2015, p. 281.

[ii] Kristeva, J. Los poderes de la perversion, México, Siglo XXI, 1989, p. 7.

[iii] Cabe, quizás, abrir la posibilidad de una tanatomía que se arriesgue a pensar los cortes y despedazamientos singulares hechos al cuerpo muerto asesinado.

[iv] Pereña, F. Cuerpo y agresividad, México, Siglo XXI, 2011, p. 14.

[v] Pereña, F. “La corrupción de la carne”, en Átopos: Salud mental, comunidad y cultura, Madrid, 2009, p. 20.

[vi] Nancy, J. L. Corpus, Madrid, Arena Libros, 2000, p 14.

[vii] Vernant, Jean-Pierre. El individuo, la muerte, el amor en la antigua Grecia, España, Editorial Paidós, 2001, pp. 71-74.

[viii] González Rodriguez, S. El hombre sin cabeza, Barcelona, Anagrama, 2009, p. 153.

[ix] Didi-Huberman, Georges. Gestos de aire y de piedra: Sobre la materia de las imágenes, Ciudad de México, Canta Mares, 2017, p. 328.

[x] Análisis del concepto de informe de George Bataille trabajado por Fédida, P. ¿Por dónde empieza el cuerpo humano? Retorno a la regresión, México, Siglo XXI, 2006, pp. 18-29.

[xi] Kristeva, op.cit., p. 10.

[xii] Jacques Lacan, “El yo en la teoria de Freud y en la técnica del psicoanálisis”, Seminario 2, citado en Fedida, op.cit., p. 39.

[xiii] En su República, cuenta Platón que Leoncio, al presenciar, y no queriendo querer mirar, unos cadáveres, le recrimina a sus ojos, esos “genios del mal”, su deseo y los autoriza a seguir mirándolos. En Clair, J. De immundo, Madrid, Arena Libros, 2006, p. 14.

[xiv] Goethe, Johann Wolfgang. Fausto, Madrid, EdicionesCátedra, 2005, p. 432.

[xv] Dice Didi-Huberman que hablamos porque tenemos un rostro, “en cada palabra, en cierto modo, es el rostro lo que se pronuncia. Pero también imaginamos. Quizás imaginamos porque nuestro rostro tiene un reverso que se nos escapa, y porque este reverso del rostro aparece en sí como la impronta, por dentro, de los rostros que nos hicieron nacer y que hemos perdido: los rostros de nuestros muertos.” Esos rostros arrancados de sus cuerpos nos hablan también de la palabra y la imagen arrancadas. ¿Cómo entrar en el juego de la imaginación cuando ese reverso parecería haber sido, también, arrancado?, ¿sigue siendo posible el lenguaje en tiempos de desollamiento?, op. cit., p. 62.

[xvi] Mise en morceaux, puesta en pedazos, apunta a un juego entre el acomodo o el arreglo de piezas y el despedazamiento en sí. Mise significa puesta y también apuesta. En Diéguez, I. Cuerpos sin duelo, México, UANL, 2016, p. 244.

[xvii] Nancy, op.cit., p. 39.

[xviii] Nancy, op.cit., p. 10.

[xix] Darwin Franco, revisado en: https://www.zonadocs.mx/2020/11/07/adquiere-gobierno-de-jalisco-dos-nuevos-contenedores-frigorificos-para-afrontar-crisis-forense/

[xx] Fernando Brito, Tus pasos se perdieron con el paisaje. Revisado en: http://v2.zonezero.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1235&catid=2&Itemid=7&lang=es#

[xxi] González Rodríguez, op.cit., p. 31.

[xxii] San Isidoro de Sevilla, Etymologiarum Libri XX. Revisado en: http://www.intratext.com/IXT/LAT0706/_P7L.HTM#U0

[xxiii] Pereña, Cuerpo y agresividad, op.cit., p. 14.

[xxiv] González Rodríguez, op.cit., p. 162.

[xxv] Foucault, M. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, Siglo XXI, 2009, p. 61.

[xxvi] Calveiro, P. “El tratamiento de los cuerpos”, Violencias de Estado, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012, p. 141.

[xxvii] Diéguez, op.cit., p. 246.

[xxviii] Vernant, op.cit., p. 76.

[xxix] González Rodríguez, op.cit., p. 116.

[xxx] Nancy, op.cit., p. 13.

[xxxi] Mirbeau, O. El jardín de los suplicios, Madrid, Impedimenta, 2010, p. 91.

Frida Marcela Heras Villarreal

Es licenciada en psicología por la UIA, certificada en tanatología por la Universidad de Maryland, así como maestra y doctorante en saberes sobre subjetividad y violencia por el Colegio de Saberes. Especialista en práctica psicoanalítica, se dedica a la consulta privada. Temas de interés y pasión: psicoanálisis, violencias, narcotráfico, frontera, muerte y cuerpo.