El presente escrito menciona algunos de los pasajes de las obras Las Confesiones y La Ciudad de Dios, de San Agustín de Hipona, para poder pensar el tema de la perversión y su engarce con la culpa y el pecado; sin embargo, también se recurrirá a algunos textos freudianos para tal fin; porque a pesar del tiempo tan radical que separa a San Agustín de Sigmund Freud, el abordaje que se le dio a la perversión aún en la época de Freud, no está exenta de este territorio agustiniano.
En la obra Tres Ensayos de Teoría sexual, Freud hace referencia a la conceptualización que el gremio médico de su época, le dio a la perversión: “Provoca gran sorpresa enterarse de que hay hombres cuyo objeto sexual no es la mujer, sino el hombre, y mujeres que no tienen por tal objeto al hombre, sino a la mujer. A esas personas se les llama de sexo contrario o, mejor, invertidas; y al hecho mismo, inversión.” (Freud, 1905:124).
Así entonces, el gremio médico introdujo la idea de que toda elección de objeto sexual distinto a lo normal socialmente establecido, se consideraba una inversión y a las personas que lo practicaban se les denominaba invertidas realizando la siguiente descripción:
Las personas en cuestión se comportan de manera por entero diversa en diferentes aspectos, pueden ser invertidos absolutos, vale decir, su objeto sexual tiene que ser de su mismo sexo, mientras que el sexo opuesto nunca es para ellos objeto de añoranza sexual, invertidos anfígenos, su objeto sexual puede pertenecer a su mismo sexo como al otro y finalmente, invertidos ocasionales, es decir, bajo ciertas condiciones exteriores, entre las que descuellan la inaccesibilidad del objeto sexual normal y la imitación, pueden tomar como objeto sexual a una persona del mismo sexo y sentir satisfacción en el acto sexual (Freud, 1905: 124).
De esta manera, Freud al retomar la descripción que el gremio médico había establecido sobre la perversión, hizo evidente la manera en que los médicos de su época empleaban tal término y lo vinculaban con el de inversión, dándole así una connotación de anomalía, donde la causa era de índole orgánico: “La apreciación de la inversión consistió en concebirla como un signo innato de degeneración nerviosa, en armonía con el hecho de que los observadores médicos tropezaron por primera vez con ella en enfermos nerviosos o en personas que producían esa impresión” (Freud, 1905: 126).
Así entonces, el discurso médico de la época estableció que las causas de la inversión eran la degeneración nerviosa y el carácter innato. Sin embargo, Freud realizó una crítica al discurso médico, dejando en evidencia que no eran criterios generalizados:
Se ha hecho costumbre imputar a la degeneración todo tipo de manifestación patológica que no sea de origen estrictamente traumático o infeccioso (…) pero es más adecuado hablar de degeneración solo cuando: 1) coincidan varias desviaciones graves respecto de la norma; 2) la capacidad de rendimiento y de supervivencia aparezcan gravemente deteriorados. Sin embargo, varios hechos hacen ver que los invertidos no son degenerados en este sentido legítimo del término, ya que hallamos la inversión en personas que no presentan ninguna otra desviación grave respecto de la norma y en personas con un desarrollo intelectual y cultura ética elevados (…). En muchos invertidos (aun absolutos) puede rastrearse una impresión sexual que los afectó en una época temprana de su vida y cuya secuela fue la inclinación homosexual. En muchos otros casos, es posible indicar las influencias externas que llevaron a la fijación de la inversión: trato exclusivo con el mismo sexo, camaradería en la guerra, detención en prisiones, los peligros del comercio heterosexual, el celibato, la insuficiencia sexual, etc. Así vistas las cosas puede ponerse entredicho la existencia misma de una inversión innata (Freud, 1905: 126-127).
Por lo tanto, Freud, abrió una discusión de los planteamientos médicos, para dar cuenta de que, la inversión se debía a una causa psíquica y no orgánica; lo que fue importante porque contradecía el postulado médico de la perversión como algo innato.
Así entonces, la posibilidad de pensar en una causa psíquica y no orgánica, fue un éxito en una época que buscaba causas únicamente fisiológicas. Los médicos que primero estudiaron las perversiones en casos bien acusados y bajo circunstancias particulares se inclinaron, desde luego, a atribuirles el carácter de un signo patológico o degenerativo, a través del estudio de la inversión. No obstante, la experiencia cotidiana ha mostrado que la mayoría de estas transgresiones, siquiera las menos enojosas de ellas, son un ingrediente de la vida sexual que raramente falta en las personas sanas, quienes las juzgan como cualquier otra intimidad. En ninguna persona sana faltará algún complemento de la meta sexual normal que podría llamarse perverso, y esta universalidad basta por sí sola para mostrar cuán inadecuado es usar reprobatoriamente el nombre de perversión (Freud, 1905:146).
Lo interesante del planteamiento freudiano es que, hace referencia a que en toda práctica sexual existe el ejercicio de perversiones, lo cual, saca al término de una connotación patológica. Sin embargo, a pesar de las puntualizaciones que Freud realizó acerca de la perversión, el discurso médico de la época extendió y totalizó la idea de que la perversión se trataba de algo patológico, relegándolo al ejercicio de la sexualidad.
Por lo que, la sexualidad se patologizó a través del discurso médico, creando con ello una moral sexual; donde el único fin de la sexualidad era la reproducción, mientras que toda práctica sexual ajena a ese fin era denominada como, perversión.
De esta manera, el discurso médico continúo sosteniendo la idea de la perversión como algo patológico, pero, además, como algo que transgredía lo normalmente establecido.
Así entonces, para la medicina, la perversión se trataba de una condición, comportamiento o proceso, considerado anormal o perjudicial para la salud física y mental.
La connotación moral que la medicina del siglo XIX le atribuyó a la sexualidad, provenía de una influencia teológica cristiana, dentro de la que destaca San Agustín de Hipona. Por ello, recurriremos a dos de las obras más importantes de este filósofo y teólogo, Las Confesiones y La Ciudad de Dios.
En, Las Confesiones, San Agustín, narra los momentos iniciales de su vida, su crianza familiar y su instrucción religiosa, así como su vertiente moral y culpabilidad por sus acciones.
En un pasaje de esta obra sobre los primeros años de su vida, San Agustín menciona:
Escúchame, oh Dios ¡Ay de los pecados de los hombres! El hombre dice esto y te apiadas de él, porque tú lo hiciste, aunque no hiciste el pecado en él ¿Quién me recordará el pecado de mi infancia, pues nadie hay libre de pecado ante ti, ni siquiera un niño cuya vida sobre la tierra sea de un solo día? ¿Quién me lo recordará? ¿En qué pecaba yo entonces? ¿Quizá en que llorando deseaba el pecho con ansía? (Libro I, VII: 11).
La confesión implica entonces, la alabanza a la trascendencia divina, pero, también el reconocimiento a los propios pecados a través de la memoria de su vida, por ello, hay dos conceptos que se juegan en la confesión angustiana: la culpa y el pecado; lo cuales, se engarzan al tema de perversión, revisemos por qué.
En el pasaje antes citado, San Agustín, parece absolver de todo pecado a Dios, es decir, el pecado no está en la divinidad, sino en los actos que transgreden esa divinidad; pero ¿de dónde proviene el pecado?
En su obra titulada, La Ciudad de Dios, San Agustín, menciona: “La corrupción del cuerpo, que agrava el alma, no es la causa del primer pecado, sino su castigo; la carne corruptible no hizo pecadora el alma; sino que el alma pecadora es la que hizo al alma corruptible” (Libro XIV, 2: 354).
Lo que implica que la causa del pecado procede del alma y no de la corrupción del cuerpo; pero, ¿Qué sería el alma para San Agustín?
Dios es el alma del mundo, es quien contiene todas las cosas en sí mismo a modo de un regazo de la Naturaleza. De esta forma, como del principio vivificante de toda esta mole, deberá emanar de su alma la vida y el alma de todo ser viviente, según la clase que cada uno es por nacimiento, no quedando absolutamente nada que no sea una parte de Dios (Libro IV, 12: 184).
Por lo que, habría que pensar: ¿Sí, el alma proviene de Dios y participa de la vida, ¿qué provoca que el alma sea pecadora?
En Las Confesiones, San Agustín menciona:
El libre albedrío de la voluntad es la causa de que hagamos el mal y de que suframos tu justo juicio. Es que mi Dios no sólo es bueno sino el bien mismo, ¿De dónde me vino, pues, querer el mal y no querer el bien? ¿Es tal vez para que hubiera una razón de sufrir penas merecidas? ¿Quién puso esto en mí y sembró en mí un semillero de amargura, siendo yo por entero obra del dulcísimo Dios mío? Y si el diablo es su autor, ¿De dónde proviene el diablo mismo? ¿De dónde le llegó también a él la voluntad mala por la que se convirtió en diablo, cuando todo él fue creado como ángel por un creador óptimo? (Libro VII, III: 312).
San Agustín no atribuye a Dios el mal, sin embargo, hace referencia a que el pecador procede y no procede de Dios; procede de Dios porque la vida que tiene no se la ha dado a sí mismo, sino que es un don de Dios y no procede de Dios cuando actúa bajo el libre albedrío de la voluntad; lo que implicaría que el mal no es una sustancia; pero, entonces ¿Qué es el mal?
En el libro VII de Las Confesiones, San Agustín, menciona:
Y conocí, por experimentarlo, que no es extraño que al paladar enfermo sea un tormento aun el pan, que es tan grato para el sano, y que a unos ojos enfermos sea odiosa la luz que a los sanos es amable. Y que a los malvados desagrada mucho menos tu justicia que una víbora y un gusano, que tú creaste buenos, convenientes a las partes inferiores de tu creación, con las que aun los malvados mismos sintonizan tanto más cuanto más desemejantes son de ti, y tanto más convienen con las superiores cuanto más semejantes se hacen a ti. E indagué qué es la iniquidad, y no hallé que fuera una sustancia, sino la perversidad de una voluntad desviada de la realidad suprema, que eres tú, oh Dios, hacia las cosas ínfimas, que por dentro desprecia mientras se enorgullece por fuera (Libro VII, XVI: 331-332).
Para San Agustín, el mal se suscita por la perversión de la voluntad, la cual recibe el nombre de iniquidad. De esta manera, el concepto de perversión en la obra de San Agustín, se vincula al mal en la medida en que es aquello que corrompe la buena voluntad de los hombres. Así entonces, la perversión, sería una desustancialización de Dios, es decir, una especie herejía.
En la obra La Ciudad de Dios, San Agustín, plantea:
El hombre se ha hecho semejante al diablo no por tener carne, que no tiene el diablo, sino viviendo según él mismo, esto es, según el hombre. También aquel quiso vivir según él mismo, cuando no permaneció en la verdad, de suerte que al mentir no habló de parte de Dios, sino de su propia cosecha, ya que no sólo es mentiroso sino padre de la mentira. Él fue el primero en mentir, y siendo el primero en pecar, fue también autor de la mentira (Libro XIV, 2: 355).
Lo que implicaría que aquello que lleva al hombre a la perversión de la voluntad es la desobediencia de la ley de Dios. Elemento del cual, San Agustín, hace referencia en su obra, Las Confesiones:
Todas las maldades contra la naturaleza, como fueron las de los sodomitas, en todo lugar y siempre, se han de detestar y castigar. Y aunque todos las cometieran, todos quedarían inculpados con el mismo reato de culpa por la ley de Dios, que no hizo a los hombres de modo tal que usaran de sí mismos de esta manera. Se viola, en efecto, la sociedad que hemos de tener con Dios, cuando la naturaleza misma, creada por Él se mancha con la perversidad de la libídine (Libro III, VIII: 214).
Lo que nos indica que la moral proviene de la sustancia, en la medida en que ésta dicta el buen vivir del hombre, por lo que, el hombre que actúa bajo la ley de Dios; es, un hombre bueno; sin embargo, cuando los hombres no actúan bajo la ley de Dios, caen en el mal; es decir, en la perversión, lo que hace al alma pecadora. Por lo tanto, la perversión sería aquello que hace a los hombres apartarse de Dios.
En la misma obra referida con anterioridad, San Agustín, menciona:
Castigas lo que los hombres hacen contra sí, porque aun cuando pecan contra ti, obran indebidamente contra sus almas, y la iniquidad se engaña a sí misma al corromper y pervertir su propia naturaleza, que tú hiciste y ordenaste, o por usar sin mesura las cosas permitidas o al desear con ardor las prohibidas para usarlas contra natura. También son culpables quienes de pensamiento y palabra se enfurecen contra ti y dan coces contra el aguijón o cuando, traspasados los límites de la convivencia humana, se alegran audaces de urdir acuerdos secretos o disensiones, según lo que les agrade o disguste. Y todo esto se hace dejándote a ti, fuente de vida, único y verdadero creador y gobernador del universo (Libro III, VIII: 215).
De esta manera, San Agustín nos plantea que la condición por la cual el hombre cae en el pecado y deviene culpable, es por no seguir la ley de Dios. Por lo tanto, la perversión sería ahí donde Dios se hace más fuerte, es decir, donde la ley de Dios se refuerza.
Por ello, resulta importante pensar qué tanto de la influencia del cristianismo opera en el psicoanálisis; ya que, pareciera que el psicoanálisis no viene a borrar la culpabilidad del hombre sino a explicarla. En el texto titulado El problema económico el masoquismo, Freud plantea: “En el contenido manifiesto de las fantasías masoquistas se expresa un sentimiento de culpa cuando se supone que la persona afectada ha infringido algo (se lo deja indeterminado) que debe expiarse mediante procedimientos dolorosos y martirizadores” (Freud, 1924: 68).
Lo que implica que la culpa emerge como efecto de la transgresión de la ley. Lo cual es importante a tomar en cuenta, debido a que, para el psicoanálisis freudiano, tal inscripción de la ley, proviene de las figuras parentales como primeros representantes de la misma en la vida anímica del niño.
Lo que nos introduce a pensar en el masoquismo moral, del cual Freud menciona lo siguiente:
Hemos atribuido al superyó la función de la conciencia moral, y reconocido en el sentimiento de culpa la expresión de una tensión entre el yo y el superyó. El yo reacciona con sentimientos de culpa (angustia de la conciencia moral) ante la percepción de que no está a la altura de los reclamos que le dirige su ideal, su superyó. El superyó es el subrogado tanto del ello como del mundo exterior y debe su génesis a los primeros objetos de las mociones libidinosas del ello, la pareja parental, conservando caracteres esenciales de las personas introyectadas: su poder, su severidad, su inclinación a la vigilancia y el castigo (Freud, 1924: 172-73).
De esta manera, Freud establece un engarce entre el masoquismo primario en el que se produce un placer por recibir dolor y el masoquismo moral, como aquel que establece una relación entre el yo y el superyó, donde el yo pide ser castigado por el superyó; inscribiendo con esto, la idea de que todo sentimiento de culpa es en realidad la búsqueda de ser castigado, azotado, golpeado por el padre.
En el texto, Pegan a un niño, Freud plantea que la representación- fantasía de ser pegado por el padre, se presentaba de la siguiente forma: <<el padre pega al niño>>, <<el padre pega al niño que yo odio>>, <<yo soy azotado por el padre>> (Freud, 1919:177).
En estos tres momentos, la fantasía se sitúa en el lugar que el padre toma con respecto al hijo; sin embargo, lo curioso en: <<pega al niño que yo odio>>, se trata del mismo niño; pero a su vez, si es pegado, es porque representa todo lo que provocaría que el padre no lo ame; entonces, viene a inscribirse otro momento: <<el padre no ama a ese otro niño, me ama solo a mí>>. Lo que implicaría decir: <<para recibir el amor del padre debo no pecar (no pecar= no desobedecer), pero pedir su amor es ya un pecado (amar al padre=incesto)>>.
Tal fantasía entonces, viene a sustentar la operación entre el sentimiento de culpa y la conciencia de culpa:
La fantasía de la época del amor incestuoso había dicho: «El (el padre) me ama sólo a mí, no al otro niño, pues a este le pega». Entonces la fantasía, la de ser uno mismo azotado por el padre, pasaría a ser la expresión directa de la conciencia de culpa ante la cual ahora sucumbe el amor por el padre. Así pues, la fantasía ha devenido masoquista; por lo que yo sé, siempre es así: en todos los casos es la conciencia de culpa el factor que trasmuda el sadismo en masoquismo (Freud, 1919: 186).
Elemento del que San Agustín nos da cuenta a través de la confesión, ya que, la confesión es el acto a través del cual el hombre ha de pedir perdón a Dios por desobedecer a su ley; debido a que, mediante la confesión, el hombre vuelve a establecer el vínculo con Dios y su alma queda libre de pecado:
Me avergüenza, Señor, tener que añadir a esta vida mía que vivo en el tiempo presente aquella otra edad en la que no recuerdo haber vivido, de la que he de creer a los demás y que conjeturo por otros niños haberla pasado. Pues en lo que atañe a las tinieblas de mi propio olvido, es similar a aquella en que viví en el seno de mi madre. Porque si, además de que fui concebido en iniquidad, también en pecado mi madre me alimento en su seno, ¿de dónde, te suplico, Dios mío, ¿dónde, Señor, yo tu siervo, ¿dónde o cuándo fui yo inocente? (Libro I, VII, 163-164).
Por lo que, la ley de Dios es el vínculo entre el hombre y Dios, y; a su vez, entre Dios y el mundo. Por ello, si el hombre transgrede la ley de Dios, comete pecado, lo que le inscribe un sentimiento de culpa; aunque, paradójicamente, existe el pecado porque hay ley; y, porque hay ley, el pecado está prohibido.
Elemento del que nos vuelve a dar cuenta San Agustín en su obra Las Confesiones al describirnos uno de sus pecados conocido como, “el hurto de peras”:
El hurto, Señor, lo castiga sin duda tu ley, ley escrita en los corazones de los hombres y que ni la iniquidad misma llega a borrar. Me atreví a cometer hurto y lo hice no impulsado por necesidad alguna, sino por carencia y tedio de la justicia, y abundancia de iniquidad, porque robé aquello de lo que tenía en abundancia y mucho mejor, y no deseaba gozar aquella cosa que me apetecía en el hurto, sino el hurto mismo y el pecado (Libro II, IV, 190).
Lo que evidencia que aquello que conduce al hombre al pecado es la prohibición, en la medida en que lo prohibido encanta y seduce por el mismo hecho de estar prohibido.
De esta manera, la concepción agustiniana establece una relación entre la perversión y el pecado, ya que es a partir del pecado que los hombres desobedecen la ley de Dios.
Lo que nos remite a la génesis del pecado original, donde los primeros hombres creados por Dios: Adán y Eva, fueron seducidos por una serpiente (representación del mal), para comer del árbol de conocimiento del bien y del mal, desobedeciendo así, la ley de Dios (quién les había prohibido comer del fruto de dicho árbol). Por lo que, tal acto suscito desde ese momento la existencia del pecado en la humanidad.
Aspecto que San Agustín menciona en su obra, La Ciudad de Dios, al hablar de la creación del hombre:
Dios, autor de las naturalezas y no de los vicios, creó al hombre recto; pero, él, pervertido espontáneamente y justamente castigado, engendró hijos pervertidos y castigados. Todos, en efecto, estuvimos en aquel hombre único cuando todos fuimos aquel único, que, arrastrado al pecado por la mujer, que había sido hecha de él antes del pecado. Aún no se nos había creado y distribuido a cada uno la forma en que habíamos de vivir, pero existía ya la naturaleza seminal de la cual habíamos de nacer. Y viciada esta naturaleza por el pecado, encadenada a la muerte y justamente condenada, no podía nacer del hombre un hombre de distinta condición. (Libro XIII, 14, 351).
Este planteamiento de San Agustín en su obra, La Ciudad de Dios, pone en evidencia la articulación del pecado y la ley, al sostener que no hay pecado anterior o independiente de la ley; por lo que, la ley crea el pecado al prohibir el deseo; pues, Adán, es tentado por Eva a comer del fruto prohibido, propiciando así el origen de la civilización. Por lo que, aquello que desata el caos, es, a su vez, lo que instala el orden a partir de su prohibición.
De esta manera, si la ley crea el pecado, el pecado establece una relación con la ley de Dios; porque solo al cometer el pecado, Dios opera a través de su ley; y, por ende, el pecador, deviene culpable.
Tal como lo señala Freud en su obra, Tótem y Tabú, al mencionar que el totemismo se establece como un sistema religioso a partir del cual se detenta el origen de la cultura:
La horda primordial hacía referencia a un padre que se reservaba a todas las hembras para sí, expulsando a los hijos varones cuando crecían. Un día los hijos expulsados se aliaron, mataron y devoraron al padre y así pusieron fin a la horda paterna. Odiaban a ese padre que tan gran obstáculo significaba para su necesidad de poder y sus exigencias sexuales, pero también lo amaban y admiraban. Tras eliminarlo, tras satisfacer su odio e imponer su deseo de identificarse con él, forzosamente se abrieron paso las mociones tiernas avasalladas entretanto. Aconteció en la forma del arrepentimiento; así nació una conciencia de culpa que en este caso coincidía con el arrepentimiento sentido en común. El muerto se volvió aún más fuerte de lo que fuera en vida; lo que antes él había impedido con su existencia, ellos mismos se lo prohibieron ahora en la situación psíquica, por lo que, renunciaron a sus frutos denegándose las mujeres liberadas. (Freud, 1913[1912-13]: 144-145).
En los dos mitos que se han enunciado hasta el momento, el mito fundador de la humanidad (hablando desde un discurso religioso) y, el mito del padre de la horda primordial (hablado desde un discurso psicoanalítico), se enuncia la relación entre la ley y el pecado, donde la primera es condición de la segunda.
Para San Agustín, Dios ha creado todo lo bueno y ha creado al hombre recto; por ello, la maldad no proviene de Dios sino de la perversión, ya que fue la que hizo al alma del hombre pecadora, provocando que, a su vez, ésta hiciera al cuerpo perecedero y corruptible.
En el texto, Los que delinquen por conciencia de culpa, Freud menciona:
Muchas personas en su juventud, confesaron de ciertas acciones de que se habían hecho culpables. Tales fechorías se consumaban sobre todo porque eran prohibidas y porque a su ejecución iba unido cierto alivio anímico para el malhechor. Este sufría de una acuciante conciencia de culpa, de origen desconocido, y después de cometer una falta esa presión se aliviaba. (Freud, 1916:338).
Lo que implica que, la idea de culpa de la cual nos habla el cristianismo, sea distinta del sentimiento inconsciente de culpa (a la cual hace alusión Freud en la cita mencionada con anterioridad), debido a que, la primera conduce al arrepentimiento por el hecho de cometer un acto contra Dios (pecado); mientras que la segunda, es derivada del masoquismo primario, en tanto a través del sufrimiento y el dolor se busca la forma de obtener placer o alivio; por lo que, la persona busca el castigo como una forma de expiar su culpa.
San Agustín, en su obra, La Ciudad de Dios, menciona:
Existen naturalezas en las que no hay mal alguno, e incluso en las que no lo puede haber. En cambio, una naturaleza en la que este ausente todo bien no puede darse. Y, por tanto, ni siquiera la naturaleza del diablo, es un mal. Ha sido su perversión la que lo ha hecho malo. De hecho, él no se mantuvo en la verdad, pero no pudo escapar al juicio de la verdad. No se mantuvo en la tranquilidad del orden, pero tampoco pudo huir del poder del ordenador; por ello la justicia de Dios le pone orden en el castigo. (Libro XIX, 5,411).
De esta manera, para el cristianismo, el castigo es una forma de reconciliación con Dios, ya que, a través del castigo, la ley de Dios se perpetua.
En la obra, La Ciudad de Dios, San Agustín, plantea: “La esclavitud es fruto del pecado, está regulada por una ley que le hace conservar el orden natural y le impide perturbarlo. Porque si no se hubiera quebrantado esta ley, no habría lugar a castigo alguno de esclavitud.” (Libro XIX, 15, 416).
Así entonces, el hombre no es libre porque es pecador y justamente porque comete pecado, es a la vez, culpable. Sin embargo, para el psicoanálisis, en la dinámica: culpa y castigo, parece jugarse algo con relación al masoquismo.
En el texto, El problema económico del masoquismo, Freud, plantea:
El masoquista quiere ser tratado como un niño pequeño, desvalido y dependiente, pero, en particular, como un niño díscolo. En el contenido manifiesto de las fantasías masoquistas se expresa también un sentimiento de culpa cuando se supone que la persona afectada ha infringido algo que debe expiarse mediante procedimientos dolorosos y martirizadores. (Freud, 1924: 168).
La articulación entre el sentimiento de culpa y el masoquismo, reside en que lo importante es el padecimiento. Lo que hace que el sentimiento inconsciente de culpa conlleve a la necesidad de castigo, ya que el castigo se vuelve una forma de expiar la culpar por medio del sufrimiento.
En el mismo texto, Freud, menciona:
La satisfacción del sentimiento inconsciente de culpa es quizá el rubro más fuerte de la ganancia de la enfermedad y el que más contribuye a la resultante de fuerzas que se revuelve contra la curación y no quiere resignar la condición de enfermo; el padecer que la neurosis conlleva es justamente lo que la vuelve valiosa para la tendencia masoquista (Freud, 1924: 171-72).
Por lo que, el masoquismo no solo permite dar cuenta de la relación entre la culpa y el castigo, sino que nos conduce a pensar en el mecanismo de la neurosis:
Es instructivo enterarse de que, contrariando toda teoría y expectativa, una neurosis que se mostró refractaria a los empeños terapéuticos puede desaparecer sí la persona cae en la miseria de un matrimonio desdichado, pierde su fortuna o contrae una grave enfermedad orgánica. En tales casos, una forma de padecer ha sido relevada por otra, y vemos que únicamente interesa poder retener cierto grado de padecimiento. (Freud, 1924:172).
Lo que Freud propone en esta cita es importante, debido a que, el sentimiento de culpa y la necesidad de castigo aparecen inscritos en el mecanismo de la neurosis, ya que, en la neurosis, el padecimiento es efecto del conflicto psíquico que es producido por la represión.
Por lo que, la neurosis es el resultado de la represión sexual, lo que propicia la sofocación de las pulsiones, haciendo que el sujeto enferme; mientras que, para el cristianismo (tal como podemos dar cuenta en la obra de San Agustín de Hipona) la renuncia a la sexualidad, hace que el alma se salve.
Así entonces, la idea de que la perversión tenga una connotación moral vinculada a la sexualidad, no es algo que se le atribuya a Sigmund Freud, sino que proviene de San Agustín de Hipona, quien como hemos referido a través de este escrito, fue quién denomino iniquidad a la perversión, definiéndola como aquella que desencadena el mal por perturbar el alma de los hombres y conducirlos a desobedecer la ley de Dios por medio del pecado.
Por lo que, para el cristianismo, reprimir la sexualidad salva al hombre; mientras que, para el psicoanálisis, reprimir la sexualidad, enferma, es decir, es la fuente de toda neurosis.
El hombre al vivir en cultura intenta a través de su transgresión a la ley, dar lugar a su condición originaria; pero, la ley, opera indicándole que no hay nada que pueda escapar a su mandato; por lo que, el ejercicio de la sexualidad hace al hombre a sentir culpa; pero justo porque vuelve a tener culpa, el hombre vuelve a tener alma, lo que pone a operar las dialécticas: ley-pecado; ley-deseo; ley-neurosis-perversión.
Por lo tanto, podríamos decir que el psicoanálisis no vino a borrar la culpabilidad del hombre sino a explicarla; aspecto del que pudimos dar cuenta a través del engarce entre perversión, culpa y pecado, en este escrito.
Bibliografía
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Freud, Sigmund, (1905), Tres ensayos de teoría sexual, En: J. L. Etcheverry (Trad.), OC. Fragmento de análisis de un caso de histeria (Dora). Tres ensayos de teoría sexual, Tomo VII (2ª ed.), Buenos Aires, Amorrortu, 2012.
Freud, Sigmund, (1913[1912-13]), Tótem y tabú. Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos, En: J.L. Etcheverry (Trad.), OC. Tótem y tabú y otras obras, Tomo XIII (2ª. Ed.), Buenos Aires, Amorrortu, 2012.
Freud, Sigmund, (1914-16), Los que delinquen por conciencia de culpa, En: J. L. Etcheverry (Trad.), OC. Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico. Trabajos sobre metapsicología y otras obras,Tomo XIV (2ª ed.), Buenos Aires, Amorrortu, 2012.
San Agustín. La Ciudad de Dios, S. Antuñano (Trad.) Edición abreviada; España: Tecnos, 2007.
San Agustín. Las confesiones, A. Uña (Trad.) 5ª ed; España: Tecnos, 2012.
Estancia de Estudios de Pregrado en Psicología en la Universidad Cooperativa de Colombia, sede Bogotá. Licenciatura en Psicología por la FES-Iztacala UNAM. Especialidad y Maestría en Psicoanálisis por Dimensión psicoanalítica. Doctorando en Saberes sobre subjetividad y violencia. Docente en la Carrera de Psicología de la FES-Iztacala UNAM, adscrita al Ámbito Clínico, Tradición Psicoanálisis y Teoría Social. Miembro del Foro del Campo Lacaniano de México (FCLM). Práctica el psicoanálisis en la Ciudad de México.