Todo movimiento comienza con una pregunta, con poner en duda algo que está de antemano y sobre todo, cuestionarse a uno mismo. Claude Lévi- Strauss comienza la Apoteiosis de Augusto (1955) con “Hubo una etapa del viaje particularmente desalentadora”[i] ; por lo tanto, parte de un desaliento que muchas veces es necesario para volver a respirar, para tener un nuevo aliento.

Lévi-Strauss al llegar a lugares donde esperaba encontrar algo nuevo, se encontró con lugares conocidos, espacios que no había considerado importantes, pero que a pesar de ello reclamaron su lugar.  El autor describe que el llegar a Brasil como etnógrafo no le resultó como esperaba, no le reafirmó el ser etnógrafo; en lugar de ello, su estadía en un país ajeno significó una desarticulación de su oficio, cuestionamientos que lo llevaron a crear una obra de teatro donde reveló las inquietudes y contradicciones que constituían su quehacer en la etnografía. El encuentro con el otro –culturas brasileñas– y la imposibilidad de aprehenderlo sin tener que referirse a su propia cultura, le ilustró “el desarreglo al que se ve sometido el ánimo del viajero durante un período prologando”[ii], pero a la vez le mostró como en la búsqueda de reafirmaciones de lo que somos, muchas veces las paradojas que nos constituyen inesperadamente surgen; y es importante dar cuenta de ellas, redirigir la mirada a esas contradicciones que nos definen.

Ahora bien, las preguntas que hace Lévi – Strauss no se limitan a su encuentro con él mismo y otras culturas, ya que no hay forma de que el lector no se haga las mismas preguntas al leerlo ¿cómo pensar al otro sin referirse a uno mismo? ¿cómo abordar lo otro sin tomar como referente los sistemas que nos rigen?  Uno de los puntos medulares que menciona el autor es cómo creamos un diálogo con otras culturas desde un lugar estético o desde una reflexión intelectual, pero nunca desde lo moral. Esto me parece sumamente relevante, ya que pone al descubierto la facilidad con la que soltamos algunos valores estéticos e intelectuales al momento de referirnos al otro, pero nunca –o casi nunca– los morales o éticos; y creo que esto se debe a que nuestro sistema moral nos coloca en un lugar de superioridad, a diferencia de los sistemas estéticos o lo intelectuales. La moralidad nos da –ficticiamente– el derecho de referirle al otro lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, a ser jueces; y después de todo, la moral está intrínsecamente en todos los demás sistemas. Entenderlos desde lo estético o teórico, nos da la posibilidad de “explicarlos” más no entenderlos, pero nos es imposible comprender una moral que se contraponga a la nuestra –como es la antropofagia, matrimonios infantiles, mutilaciones corporales– y no poder si quiera dar un lugar de posibilidad a prácticas que sean opuestas a nuestro sistema moral. Por lo tanto ¿quiénes somos nosotros para poder decirle al otro lo que está bien o mal? ¿por qué nuestra forma de ser buenos o correctos es la indicada, o mejor a la de ellos? O ¿por qué lo críticos que somos con otras culturas, no lo somos con la nuestra? Juzgamos al otro sin siquiera cuestionar los valores bajo los que nosotros nos regimos.

Verdaderamente creo que el autor nos coloca en una encrucijada, nos hace evidente cómo no podemos desprendernos de nuestros valores morales y cómo tenemos aprehendido hasta los huesos que nuestra moral, la occidental, es la correcta. Nos muestra cómo la sociedad actual parte de uno mismo para hablar del otro; no podemos pararnos ante éste sin juzgarlo, definirlo, o atraparlo en conceptos.

La culminación de querer apropiarnos de lo otro – de otras culturas– está en la misma etnografía: se creó una ciencia en función de “entender” al otro bajo nuestro régimen, bajo nuestros valores y conceptos. Una ciencia que crea “herramientas” para estudiar algo totalmente ajeno, en lugar de asumir que no sabemos nada de eso otro y respetar su alteridad. Únicamente la cultura occidental –en tanto dominante o como búsqueda de dominación– fue la que necesitó crear una disciplina que le diera una metodología para aprehender al otro, para dominarlo y conceptualizarlo bajo nuestras definiciones; siempre en función de crear totalidades al erradicar la diferencia y darle significados propios.

Aunado a esto, se cree ingenuamente, que si se juzga a la sociedad de la que provenimos estamos siendo justos u objetivos. Falso. Juzgar a nuestra propia sociedad tampoco es la respuesta, ya que como bien menciona el autor, es darnos el poder de condenar a toda sociedad; y finalmente todo sujeto pertenece a una sociedad y los juicios que se emitan hacia la propio o hacia lo otro, reitera el sentimiento de superioridad ante lo que se juzga. Al juzgar a nuestra sociedad la colocamos en un lugar diferente al nuestro y nos posicionamos superiores y ajenos a ella. Lo que se busca erradicar es exactamente este falso poder de superioridad. Nada es mejor a otro, somos diferentes y lo ideal es darle lugar a esa diferencia; considero que ésta sería la única posibilidad de ser justo.

Claramente es complicado, tenemos los valores morales tan aprehendidos, tan apropiados, que parece imposible acercarnos a algo que pudiera parecernos violento o poco ético sin juzgarlo, sin retirar la mirada o verlos con desprecio. Pero creo que ese es el verdadero reto, no podría decir cuáles son los pasos a seguir, considero que eso debemos descubrirlo sobre la marcha. Lo que sí creo, es que podemos intentar desaprender lo que nos ha constituido, cuestionarnos como individuos, como humanos y sociedad antes de referirnos a algo desconocido, dejar a un lado la soberbia que nos hace ver al otro hacia abajo, sin tampoco verlo hacia arriba; sino a un lado. Darles un lugar como alteridad, sin buscar aprehenderlos o explicarlos, sino respetarlos como otro diferente a mí.

La diferencia es necesaria y habrá cuestiones con las que no estemos de acuerdo, pero no nos corresponde ser los salvadores de situaciones que no entendemos, como Estados Unidos –referente por excelencia del capitalismo– lo ha hecho en un sin fin de países, o como nosotros mismos lo hacemos con poblaciones indígenas; hacer esto sería replicar el sistema capitalista que nos ha llevado a una desigualdad económica y social gravísima. Tampoco creo que la respuesta es dar un falso lugar a los discursos otros – como lo ha hecho por ejemplo la academia– esto me parece aún más violento; corrientes literarias como el indigenismo o simposios alrededor de estudios sobre lo otro, donde falsamente afirman dar lugar a sus expresiones y a sus discursos; todo esto bajo el yugo y la voz de la institución y su poder. Ésta, de una forma voraz y autoritaria habla por ellos, se apropia de la voz del otro y se da el permiso de hablar en su lugar, como si estos no tuvieran su propia voz, como si al estudiarlos y conceptualizarlos con neologismos llenos de falsedad fuera sus salvadora y su justicia. Esta hipocresía tan constante y denigrante sólo devela cómo nos llenamos de mentiras para seguir sintiéndonos Adán al nombrar todo lo que nos rodea.

Tampoco creo que la respuesta es ser indiferente, pretender que no existen y evitarnos estas disyuntivas. Considero que lo que podemos hacer –o intentar– es dar lugar a esa diferencia, voltearlos a ver como nuestros iguales-diferentes, no como salvadores, ya que sería caer nuevamente en una relación de poder.  Pienso –tal vez ingenuamente– que lo mejor que podemos hacer es respetar esa distinción y a la par crear nuevas formas de acercarnos a lo otro, de desarticularnos cómo lo hizo Lévi-Strauss y volvernos a articular cada vez que tengamos encuentros con lo otro. Respetar la alteridad como alteridad, sin tratar de comprenderla o estudiarla, sino verla, oírla y respetarla como eso que no soy yo.

Ciudad de México, enero 2021.


[i] Claude Lévi-Strauss  (1955). Tristes trópicos. Barcelona: Paidós, 2008, p.429.

[ii] Ibid., p. 437

Diana Álvarez Mejia

Psicóloga e Historiadora del Arte por no querer/poder elegir alguna de las dos. Es valuadora de arte y comienza la escucha clínica, desde el psicoanálisis. Convirtió la poesía en su refugio: a veces la lee, a veces la escribe y empieza a traducirla. Indecisa, impaciente y de humor simple. Tequilera por herencia y convicción. Oriunda de Toluca y aunque desde hace 5 años vive en la Ciudad de México, su corazón sigue siendo de “la bella ciudad del volcán”.