¿Yo reducida a una palabra?
Pero ¿qué palabra me representa?
Una cosa sí que sé: yo no soy mi nombre.
Mi nombre pertenece a los que me llaman.

Clarice Lispector

El nombre no es más que ruido y humo, dice el Fausto de Goethe. Un ruido que resulta intraducible. Humo que se eleva del rescoldo de la ausencia. Lo que importa, para Fausto, es el sentimiento, eso lo es todo. Y, ¿no es el sentimiento el que mueve a cientos a abrir la tierra, a olfatear un fierro para proclamar “aquí hay un muerto”, a insistir, hasta la muerte, en la urgencia de mirar, de escuchar, de sentir lo que no deja de pasar?¿Somos nosotros, aquí, en este México desmembrado, algo más que ruido y humo?¿Podemos sentir a los muertos –y a los vivos– más allá de sus nombres?

Más de 52,000 personas fallecidas sin identificar, de las cuales más de la mitad se encuentran en fosas comunes de cementerios públicos, otras tantas en instituciones como servicios forenses y de un 22% de ellas se desconoce su paradero[i]. Personas sin identificar a las que se les etiqueta como NN, No Nombre, y así, en la ignominia, se desechan y se olvidan. Cuerpos sin nombre y parecería entonces que sin historia, sin origen, sin rostro. ¿A esta ausencia de nombre se debe el trato que le damos a los muertos? ¿Que sean considerados basura, desecho, amenaza se debe a esta falta? Como si la insistencia en nombrar implicara que sólo aquel que tiene un nombre y, por lo tanto, “identidad” es merecedor de re-conocimiento y acogida. Como si carecer de nombre arrojara a los muertos a un limbo sin pertenencia, fuera de lugar. Pero, ¿podría ser el nombre innecesario para recibir a los muertos, reconocerlos y abrirles un lugar, para dar lugar al lugar para los muertos? ¿Podemos pensar en una hospitalidad, aquella que propone Derrida, hacia los muertos anónimos? Él mismo se pregunta: “¿qué sería una hospitalidad que no estuviera dispuesta a ofrecerse al muerto?”[ii]

“Cuando llamamos o nombramos a alguien en vida y por su nombre propio, sabemos que su nombre puede sobrevivirlo y ya lo sobrevive; el nombre comienza ya en vida a desprenderse de él, cada vez que es pronunciado en un nombramiento o en una llamada, cada vez que es inscrito en una lista, en un registro oficial o en una firma, tal nombre enuncia y expone la muerte de su titular. (…) En el momento de la muerte queda el nombre propio; a través de él podemos nombrar, llamar, invocar, designar, pero sabemos, podemos pensar, que el portador del nombre (…) nunca responderá, nunca más excepto a través de lo que misteriosamente llamamos memoria.”[iii] ¿Qué pasa con los cuerpos que sobreviven al nombre? Donde el nombre desaparece, muere, antes que él o en el mismo instante de su muerte… Algo queda y no es el nombre, es el cuerpo o sus fragmentos. ¿Es posible pensar en una memoria de los cuerpos sin nombre? Aunque, ¿el nombre realmente desaparece? ¿Qué es de él en su desaparición? ¿El nombre brilla por su ausencia?

Quizás habría que pensar lo que queremos decir por nombre. El nombre –y nombrar– parece jugarse entre el reconocimiento de un otro que no soy yo y un intento de apropiación de eso otro y ese otro. Se pretende un sentido y, en ocasiones, un destino en el nombre, el peso de una herencia que haría del nombre una superposición temporal y por lo tanto una identificación entre el origen y el nombre, entre un yo y el nombre. Aquí queremos pensar el nombre no como identidad, porque no hay tal posible, yo no soy mi nombre, mi nombre y yo no somos Uno; mi nombre viene del otro, siempre. Mi nombre es la otredad. Mi nombre es el llamado de un otro que me busca, que clama por mí. Mi nombre es la invocación que el otro hace haciendo de mí alguien en el mundo. Je m’appelle, yo me llamo, a través de un otro: mi nombre.

¿Y si he perdido el nombre? ¿Ya no soy? ¿Lo he perdido porque ya nadie me llama? ¿Lo he perdido porque me ha sido arrebatado, borrado su rastro y borrado mi rostro? ¿Qué fue primero, la borradura impuesta de mi nombre, mi anonimato forzado, o el haber dejado de ser invocado por alguien, el abandono de su silencio? ¿Me vuelvo anónimo, NN, porque el otro me olvida? La impunidad y la indiferencia son formas del olvido. En la ignominia del asesinato y de lo que se hace con el cadáver –ya sea su exhibición, ocultamiento o destrucción– se pierde el nombre, se le arrebata el nombre al muerto y se le mancha con la vergüenza del abandono público, con la humillación de ser transformado en desecho, en nadie o en nada. No basta con el asesinato, al muerto hay que desaparecerlo o reducirlo a pedazos, a cenizas o a un bulto de carne sin singularidad alguna y exhibirlo o abandonarlo.

El desaparecido, ese que es buscado, tiene un nombre, un cartel, una ficha con rostro y señas particulares, un lugar y un dolor indescriptible. Tiene el nombre de la espera, del reclamo, de la búsqueda, de la pala y el sudor en la frente. El cadáver de nota roja, el cadáver del trailer refrigerante, de la fosa común, de la morgue no tiene nombre. El cadáver en México parece pertenecerle al anonimato. Y el anonimato parece pertenecerle a lo ominoso: lo que no tiene nombre no tiene rostro, lo que no tiene nombre es pura sombra, pura oscuridad a la que se vuelve insoportable sostenerle la mirada. Es una mirada sin rostro, es un cuerpo sin nombre, es la muerte en el desamparo absoluto. Es la indiferenciación. “Los cuerpos despojados de vida son rápidamente reducidos al estado de simples esqueletos, simples restos de un dolor no enterrado; corporeidades vaciadas e insignificantes; extraños depósitos sumidos en un cruel estupor. […] Una muerte a la que nadie se considera obligado a responder.”[iv]

El nombre, entonces, parecería ser tanto lo que le otorga sentido al cadáver como la condición para responder por ese muerto. Byung-Chul Han cuestiona la univocidad impuesta o supuesta del nombre y si eso que parece hacer de él algo lleno de sentido, algo denso, sería paradójicamente lo incierto, lo que se escapa, la evanescencia del rastro[v]. Ante la pérdida nos aferramos al nombre. Instauramos nombres para sostenernos o para dominar, para hacer de lo desconocido conocido. Llamamos esperando que el nombrado responda. Pero “el nombre es inasequible a la objetualización identificadora”, dice Han, pero tampoco hay una objetividad muerta: algo se escapa.

La Ley General de Víctimas entró en vigor en el 2013 prohibiendo la cremación de cadáveres sin identificar, NN, cuya investigación aún no haya finalizado. A pesar de esta ley, el estado de Jalisco, su fiscalía e Instituto forense decidieron continuar incinerando los cuerpos sin nombre que se fueron acumulando en sus instalaciones. Más de 1,500 NN fueron incinerados entre 2006 y 2015, muchos sin contar siquiera con el registro de edad, sexo y/o causa de muerte, datos necesarios para la emisión de certificados de muerte sin los cuales las incineraciones no podían ser autorizadas. Bolsas de cenizas en cajas de cartón ocupan menos espacio que cuerpos en estado de descomposición, diría el eficiente burócrata; ¿qué más da quienes sean? Quién da paso a qué: personas reducidas a cosa, o ni eso, a cenizas. Polvo anónimo que, sin embargo, nos habla de que el fuego ardió, de que una borradura se llevó a cabo.

En Pasajes—del traumatismo a la promesa, Derrida habla del nombre como la denominación de una singularidad y al mismo tiempo como la borradura de esa singularidad: “muy a menudo inscribir el nombre es borrar al portador del nombre”[vi]. El nombre no es inocente, también puede acarrear lo ominoso: la firma en y de la narcomanta que acompaña a los cadáveres o a los pedazos de cadáveres arrojados por ahí, la Z que literalmente marca territorio, el emblema o las siglas del cártel autor en el video de la ejecución, el escudo en el uniforme del servidor público que levanta, pero también las particularidades tanto del asesinato como de la forma de abandonar o de presentar públicamente los cadáveres. El autor –del crimen– puede firmar o no su obra. Esta firma puede borrar nombres y a sus portadores. Muchas veces la firma es en sí un acto, una declaración, la amenaza, la imposición. Es la firma de la destrucción.

Por su parte, la borradura del nombre parece jugar un papel importante entre las tácticas y estrategias del necropoder, volviendo imposible una memoria, haciendo de vidas que no importan vidas que no existieron. Pero también podríamos pensar que la insistencia y casi necesidad de que el muerto tenga nombre como única posibilidad de acoger ese cuerpo es otra forma de imposibilitar la comunidad, de frenar otras formas de hacer memoria, de persistir en la exclusión –en el no-lugar– en la que pretendemos mantener a la muerte. La monumentalización del nombre también silencia, acalla al anónimo, al despedazado, a los montoncitos de ceniza que también quieren decirnos algo. Sí, el nombre nos habla de una experiencia de vida, pero una ausencia también, un cuerpo también puede hacerlo, vivo o muerto. Esto no significa dejar de exigirle al mismo Estado que asesina y transforma estos cuerpos en desecho que los reconozca y los nombre. Lo que intentamos es contraponer a la idea de que no hay cuerpo si no hay nombre –de que el nombre hace al cuerpo[vii]– la posibilidad de que esos cuerpos sean más que eso, de que esos cadáveres, anónimos o no, reciban el don de un lugar, la posibilidad de llamarlos y ofrecerles nuestra hospitalidad.

Pero a esas corporeidades vaciadas, ¿podemos llamarlas?, ¿podemos significarlas? La maquinaria del narcoestado, eficiente e incompetente a la vez, destruye toda singularidad y, muchas veces, cualquier posibilidad de singularidad en los muertos. Arrasa con sus cuerpos, sus nombres, sus historias, con la posibilidad de descubrir quienes son. No es la muerte la que elimina al sujeto, es el narcoestado el que borra todo pronombre personal o posesivo para hacer de toda oración indefinida o impersonal. Pero, pensando con Deleuze, es ahí donde radica la potencia, “[…] la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada”[viii], es la potencia del devenir. No es sólo el nombrar un campo de significación, el anonimato también puede serlo. “Si la palabra concede a las cosas visibles el que sean visibles (que estén a la luz, que compongan mundo), la introducción del silencio introduce lo invisible en lo visible, revoca los cimientos, desata el aspecto, convierte la luz en granos, en polvo la certeza del mundo.”[ix] ¿Podemos atravesar la incertidumbre, agarrarnos de lo que se escapa, para construir desde lo intangible, para apalabrar lo inenarrable?

Hay un cementerio en Puerto Berrío, Colombia donde llegan cuerpos y cuerpos sin nombre, cuerpos que el río Magdalena arrastra, cobija y roe. Sus tumbas dicen NN pero muy pronto se escritura Escogido en ellas. Los habitantes de Puerto Berrío escogen a los muertos y, a través de esa elección, los acogen. “Todos tenemos a nuestros NN en el cementerio, les ofrecemos oraciones y flores silvestres para que nos ayuden a seguir vivos porque los uniformados llegan a romper puertas, a llevarse nuestro jóvenes y a arrojarlos despedazados más abajo para que los de los otros puertos los tomen como sus difuntos.”[x] Ritos fúnebres, intercambio de cuidados, una religación entre vivos y muertos: el muerto NN adoptado pasa a ser nombrado, su tumba pintada y procurada de ahora en adelante. “Los ritos realizados son prácticas generadoras de nuevas mitologías en las que el muerto es bautizado para ‘revivir’ en otra historia, para devolverle una vida simbólica. Es el regreso de lo que se ha pretendido aniquilar…”[xi] Como si se buscara hacer de esa muerte sin sentido, de esa desaparición y asesinato, un sacrificio a posteriori, après-coup, a través de ese rito de adopción –donde no se sabe, y tal vez ni importa, si aquel que se recoge del río era un militar, un policía, un desaparecido, un familiar; perpetrador-víctima, todo se confunde– con el fin de transformar a esos muertos anónimos desechados en sus muertos. La resistencia e insistencia del intento de hacer que reaparezca la destrucción absoluta, según Derrida. “El asesinato del otro hombre es la imposibilidad para él de decir: ‘yo soy’, escribe Lévinas, en tanto ese ‘yo soy’ es un ‘aquí estoy’, como el ‘aquí estoy’, retoma Derrida, del huésped que surge y traumatiza[xii]”, como si los habitantes de Puerto Berrío fuesen capaces de –o estuviesen dispuestos a– escuchar ese ‘aquí estoy’ imposible de los recién llegados del río, sus huéspedes.

“¿La hospitalidad consiste en interrogar al que llega? […] ¿O bien la hospitalidad comienza por la acogida sin pregunta, en una doble borradura, la borradura de la pregunta y del nombre?”[xiii] Estar dispuesto, pensando la hospitalidad como esa apertura incondicional, donde mi hospitalidad no depende de quién es o de dónde viene ese otro que llega o que está por venir, para llevarla más allá, hacia los muertos, donde tampoco tendría porque ser condición de mi hospitalidad el nombre, la historia, el cómo y porqué de su muerte, si alguien lo busca, si tiene familia esperándolo… Esta es la diferencia entre la ley incondicional de la hospitalidad y las leyes condicionales del derecho a la hospitalidad que trabaja Derrida, la diferencia entre el extranjero y el otro absoluto: el nombre. “La hospitalidad absoluta exige que yo abra mi casa y que dé no sólo al extranjero sino al otro absoluto, desconocido, anónimo, y que le dé lugar en el lugar que le ofrezco, sin pedirle ni reciprocidad ni siquiera su nombre”[xiv], ¿y quien más que el muerto es el otro absoluto?

Borrarán mi nombre, mi rostro, incluso mi cuerpo, pero quedará un resto. “Lo que de nosotros quedaría posee la fuerza de la música, ni una palabra, ni una letra.”[xv] ¿Seremos capaces de escuchar la melodía de los muertos? ¿Dejarnos conmover por el sentimiento que trasciende lo (in)nombrable?

Referencias


[i] Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México, La crisis forense en México: más de 52,000 personas fallecidas sin identificar. México, 2021.

[ii] Jacques Derrida y Anne Dufourmantelle, La hospitalidad, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2006, p. 136.

[iii] Byung-Chul Han, Caras de la muerte, Barcelona, Herder Editorial, 2020, p. 171.

[iv] Achille Mbembe, Políticas de la enemistad, Barcelona, Ned Ediciones, 2018, pp. 59-61.

[v] Han, op. cit., p. 162.

[vi] Jacques Derrida, “Passages—from Traumatism to Promise”, Stanford University Press, 1995, p. 390.

[vii] Mbembe, por ejemplo, dice: “Así como no hay cuerpo sino animado y en movimiento –un cuerpo que respira y que camina–, tampoco hay cuerpo sino el cuerpo que lleva un nombre”, en op. cit., p. 130.

[viii] Gilles Deleuze, Crítica y Clínica, Barcelona, Editorial Anagrama, 1996, pp. 7-8.

[ix] Pascal Quignard, Pequeños tratados I, México, Editorial Sexto Piso, 2016, pp. 78-79.

[x] Jorge Eliécer Pardo, “Sin nombres, sin rostros ni rastros”, 2011, p. 317.

[xi] Ileana Diéguez, Cuerpos sin duelo, México, UANL, 2016, p. 265.

[xii] Derrida y Dufourmantelle, op. cit., p. 80.

[xiii] Ibid, p. 33

[xiv] Ibid., p. 31.

[xv] Jacques Derrida, La tarjeta postal, México, Siglo XXI, 2001, p. 39.

Frida Marcela Heras Villarreal

Es licenciada en psicología por la UIA, certificada en tanatología por la Universidad de Maryland, así como maestra y doctorante en saberes sobre subjetividad y violencia por el Colegio de Saberes. Especialista en práctica psicoanalítica, se dedica a la consulta privada. Temas de interés y pasión: psicoanálisis, violencias, narcotráfico, frontera, muerte y cuerpo.