La muerte, temida como el más horrible de los males, no es, en realidad, nada, pues mientras nosotros somos, la muerte no es, y cuando ésta llega, nosotros no somos
EPICURO
La muerte, siempre es la del otro. Testigos de aquella ausencia, cómplices de un temor compartido, hablamos del que ha muerto. El cuerpo inerte confirma que la vida no habita más en esa masa de carne. La precariedad del cuerpo, es recordatorio de la inevitable contigüidad con el otro. Todo muere. Nada permanece…
Frente al acontecimiento de la muerte, lo que sigue es el silencio. ¿Qué palabra puede dar cuenta del dolor que desorganiza las entrañas, el ahogo en la garganta, la asfixia acompañada por la respiración entrecortada; lagrimas que ciegan y desbordan los ojos?. La muerte nos fractura, deja tras de sí al doliente con el cuerpo cortado; desgarradura anímica que deviene en un lamento cercano al gruñido de un animal herido. La pérdida de lo amado, nos acerca más a lo animal, quiebre que permite abismarse o derramar algo de lo insoportable.
Contagiados de la posibilidad de la muerte, resistimos por los medios necesarios: estrategias de salud, invocaciones religiosas, pensamientos de retardo, promesas tecnológicas de futuro. El filósofo Jacques Derrida sabía que una enfermedad mortal habitaba su cuerpo. Desde esa certeza de un fin próximo, responde a la pregunta de un reportero, por la posibilidad de “aprender a vivir”. Derrida se declara: “ineducable respecto a la sabiduría de saber morir.” Y más bien, interesado por la pervivencia. Pensaba que “todos somos sobrevivientes en espera”. Espera, que aún a sabiendas de, desconoce el momento exacto del encuentro.
La muerte como [Re]Presentación, enfrenta al artista con aquello que se deja como resto: el cadáver, el residuo. Representar es traer por otros medios lo que ya se ha manifestado. Desde el fragmento de cuerpo, son más las preguntas que las respuestas. En algún momento será inevitable cuestionarse ¿quién dará cuenta de nuestra muerte?. Una cosa es segura, nada tan propio, íntimo y solitario como la propia muerte y aún así, no podremos hablar de ella. Si no se puede hablar de ella, qué queda entonces. ¿La pintura podrá ser esa voz?
Régis Debray afirma que la plástica es un terror domesticado. La imagen como sombra, como el doble de lo ausente. Lo interesante en MORGUE es el giro, considerando que los aquí retratados como muertos, siguen vivos. La serie despliega el retrato familiar como evidencia de un futuro inevitable. Nada puede conjurar el retardo de la llegada letal. Matar al padre (estrategia Freudiana) aparece desde el trazo, como suplantación de la identidad del cuerpo no identificado, destinado a la fosa común. El resto- cuerpo – desecho, carece nombre y aún así, deviene en los rostros de su padre, madre y hermana. ¿Qué se sublima en este tiento?
Plácido Merino, nos coloca frente al trazo violento de la muerte. Serie de retratos que no retardan la comprensión del espacio de la morgue como el repositorio del desecho, del resto humano. ¿Cómo puede acercarse al cuerpo que no comunica? Merino comprende que, solamente, podrá aproximarse e interpretar -mediante lo pictórico-, aquello que escapa del relato certero y queda como enigma, lo indescifrable cuya potencia posiblemente radique en que aún se inscribe en el horizonte de lo indecible.