Monstruosidad

Israel Covarrubias

La posibilidad de pensar en una teratología política (del griego teratos, monstruo) donde se coloque una discusión alrededor del universo de la monstruosidad como figura de la transgresión, implica una serie de interrogantes sobre las condiciones intelectuales, históricas y culturales que pueden hacer posible ese vínculo. En particular, hay que preguntarnos sobre qué ideas redundan la relación, qué experiencias pueden ser pensables, cuáles estados de ánimo y qué lugares de habla afloran en grado de permitir la construcción de su ámbito de inteligibilidad.

¿Qué es el monstruo?, ¿un sujeto que está determinado por un conjunto de elementos históricos que lo visibilizan y categorizan como transgresor de las estructuras que definen y separan las formas normales de las anormales?, ¿un objeto de conocimiento propicio para que las formas de reproducción dentro de la sociedad sigan su curso absorbiendo el potencia subversiva de esa alteración?, ¿una expresión de la disolución de las posiciones del sujeto que marcan su ocaso con la aparición de la forma monstruosidad, ya que su presencia disuelve todo principio de identidad esencializado con esas posiciones y con el marco de referencia que lo sostenía en la modernidad?, ¿una reacción a través de la invención público-estatal donde el derecho y la medicina jugarán un rol primordial para responder a un conjunto de emergencias corpóreas y sociales que aparecen en un momento determinado en el curso de la modernidad, y marcadamente a partir del siglo XIX en adelante?

El monstruo y la heterotopía

Para comenzar, esto plantea la cuestión de evitar un punto de vista que se apropie de la clasificación que abreva de la fijación arbitraria implícita en la relación sujeto/objeto. Al contrario, expresa una necesidad por desclasificar los sintagmas “teratología”, y sobre todo el de “monstruosidad”. Como se sabe, el primero es una figura que ve la luz a comienzos del siglo XIX para categorizar y explicar las alteraciones genéticas de lo humano. El segundo, que es el que nos interesa en este artículo, es una figura conceptual contaminada y contaminante al mismo tiempo, ya que es una manera de introducir una diferencia dentro del sistema nominativo que la contiene y define. En otras palabras, es la asimetría de la monstruosa la que determina la relación entre adentro-afuera de ese sistema, no los contenidos de uno y otro espacio. Está colocada en la frontera entre ambos como elemento inmanente al sistema que, por su parte, produce y reproduce negativamente a partir de su indiscernibilidad que anuncia en cada “cuerpo múltiple” revelado en la monstruosidad.i

En lugar de ir a la caza de una definición puntual de la monstruosidad en su vínculo con la transgresión, hay que poner en contradicción las definiciones, las áreas analíticas, y sobre todo las premisas disciplinarias con las cuales seguimos cobijados para pensar una serie de fenómenos que necesitan ser colocados en el campo de la comprensión y no en el ámbito del sujeto, mucho menos dejarlos anclados al libre juego de las filiaciones y las herencias de ese saber.

Esta premisa nos lleva a plantear rápidamente dos ámbitos inherentes a la operación que pretendemos desarrollar en las siguientes páginas. El primero, atañe a lo que Michel Foucault sostenía cuando sugiere que es necesario “eliminar el dilema del sujeto de conocimiento [para] Introducir el punto de vista de la comprensión, de sus reglas, de sus sistemas”.ii Lo que nos lleva a un intento de problematización que indique si es posible o no la producción de un saber sin sujetos, más allá del “efecto de superficie” que una forma de pensamiento, ligada al uso disciplinario del conocimiento, a la historicidad y a la producción de sentido, garantizaba su centralidad a los mismos.iii Es evidente que esta forma es uno de los instrumentos más socorridos para trabajar el plano de la historia a partir de la experiencia sensible, pero a decir de Foucault no es este el trabajo sobre el sistema donde ello es pensable. Aquí, Foucault agrega que por sistema “hay que entender un conjunto de relaciones que se mantienen, se transforman, independientemente de las cosas que conexionan […] Con anterioridad a toda existencia humana, a todo pensamiento humano, existiría ya un saber, un sistema, que redescubrimos…”.iv Para Foucault son tres los registros de discurso en la modernidad desde un punto de vista arqueológico: el del sujeto que interpreta, el del objeto como cosa empírica que es una “reverberación, una espuma”,v y el de la “experiencia desnuda”, que discute a partir de la noción de heterotopía, de lugares “otros”. Al respecto, dice que “Las heterotopías inquietan, sin duda porque minan secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres comunes o los enmarañan […] secan el propósito, detienen las palabras en sí mismas, desafían, desde su raíz, toda posibilidad de gramática; desatan los mitos y envuelven en esterilidad el lirismo de las frases”.vi Quien leyó bien la proposición foucaultiana fue su amigo Georges Canghilhem, para quien ese “pensamiento anterior al pensamiento”, “es la condición de otra historia en la que se conserva el concepto de acontecimiento, pero en la que los acontecimientos afectan a los conceptos y no a los hombres”.vii

El segundo, es evitar lo que George Bataille indica como “la indolencia de los conocimientos convencionales”.viii Como regímenes de saber, ni la filosofía o el psicoanálisis, mucho menos la sociología, la ciencia política o la historia, son áreas de conocimiento que por sí solas podrían indicar las direcciones de análisis acerca de la monstruosidad. Habría que hacer un cambio de perspectiva para atender más a las interfaces que producen cuando son enganchadas una a la otra para abrirse a un nuevo campo de saber, que permita atisbar algunos elementos de una nueva teratología que de cuenta del monstruo político en la contemporaneidad.

Abrir un debate sobre la monstruosidad pensada como una de las figuras clásicas de la transgresión, exige precisar el campo de inteligibilidad implicado en su arquitectura, en tanto ficción política, pero además como experiencia de subjetivación de la vida en común. La pertinencia de la discusión en torno a la figura de la monstruosidad es que puede presentarse como un caso ejemplar de heterotopía, así como una forma de exploración de sus múltiples pliegues constitutivos que camina más allá del efecto de superficie. Va más allá del campo fenomenológico donde deja su lugar de mero objeto de conocimiento y produce un saber que responde al problema de la discontinuidad y de la emergencia histórica, sin que esté determinado por la acción de los sujetos. El juego de la historia es siempre aleatorio, está desvinculado de cualquier idea de hombre, por lo que el desplazamiento del lugar del sujeto al de la compresión significa observar cómo en una época se ha respondido a un acontecimiento enunciado como “monstruo” y al responderle aquella queda profundamente marcada y determinada por su respuesta.

Un caso ejemplar de ocultamiento en el romanticismo

La palabra monstruo (tomada del latín monstrum, “prodigio”) comienza a ser utilizada en el siglo XIV, y la de monstruosidad en el siglo XV, derivación de la primera,ix pero es hasta el siglo XIX cuando la monstruosidad inaugura un proyecto intelectual romántico, inquietante y terrorífico, que puede ser leído como la puesta en acto de una disrupción frente al statu quo de la ciencia derivada de la Ilustración, también impacta el predominio del orden jurídico que sobrevive al colapso de la sociedad del antiguo régimen. La pretensión es la de abrir nuevas rutas de exploración en el mundo cultural de la modernidad por donde la vida pueda transitar, a partir de la revelación del rasgo abismal e incompleto de su constitución. En palabras de Irene Vallejo, la intención era el reconocimiento de “un cuerpo múltiple que nacía a una nueva vida”.x

En abierta confrontación con el nacimiento de las disciplinas sociales —in primis, la sociología a partir del trabajo de Auguste Comte o de Émile Durkheim— que son llevadas al estatuto de “cientificidad” y de una suerte de apetito normalizador, confirma que la sociedad no es un orden predeterminado, antes bien, una hermosa monstruosidad secularizada que se presenta como una ventana y un respiro frente a un poder que se erige siempre en la cúspide para sofocarlo.

En este sentido, la invención de la teratología a principios del siglo XIX responde a la monstruosidad encajonándola en el laboratorio bajo el control de las deformaciones genéticas, porque a la mirada médica de ese momento el monstruo significa un motor de subjetivación reticular y áspero, irrepresentable con las categorías clínicas de la época y, por ende, impresentable a la sociedad. El laboratorio pasa del espacio técnico-científico hacia una nueva estancia del mundo privado, dejando atrás la noción de lo privado que tenían los griegos o el cristianismo en tanto comunidad de los ciudadanos o de los fieles. Es una nueva idea de lo privado que corona del lugar de desarrollo general de una nueva economía que tiene su cimiento en las estructuras del mercado, del cual Karl Marx tomará como caballo de batalla más adelante, donde es incluido el intercambio de la vida afectiva y sexual, expresable en la institucionalización, por ejemplo, de los burdeles donde la prostitución es reconocida como actividad legítima y legal, siempre que esté confinada y no sea visible en las calles.

En el interior de esta concepción de lo privado, la monstruosidad es minorizada y ocultada. Atrapada en el campo de acción que los controles ciegos de la ciencia y determinada en diversos campos sociales donde el poder la identifica como amenaza a causa de la diferencia social que introduce, es interpretada por el poder como transgresión en tanto expresión de un proceso de desubjetivación de las figuras sociales que acompañaban el sistema de estructuración del orden. Esto es, quiebra la superficie paradigmática de las formas corpóreas consideradas normales, cuando el orden es mismisidad: el orden es igual a normalidad, lo que compone una simetría perfecta donde tiene lugar la conjunción de una identidad plena (A = A).

Con ello, podríamos acercarnos a la idea de que la monstruosidad es un caso ejemplar de ruptura del “efecto de superficie” que señalamos líneas arriba, donde el miedo y la agresión aparecen como sus compañeros de viaje, ya que la inestabilidad y la deformidad de su estructura produce la pérdida del orden imaginado para un mundo que era pensado como estable y equilibrado. Explotan las categorizaciones y los sujetos inscritos a través de ellas. El sentimiento de angustia provocado por el miedo que subyace a la “falta de identidad” es uno de los motores que lleva a la violencia al otro. En la urgencia de encontrar “palabras a las cosas”, aquel otro deviene la “representación de la angustia”; más aún, la palabra que se ajusta a esa inquietud sobre el otro es la de monstruosidad, que es la ficción que teje el lazo social entre los sujetos para acompañarse por el oscuro bosque de la no-identificación. En una perspectiva horizontal, la alteridad no es mera ruptura topográfica, sino transgresión topológica que se expresa en una incómoda conjunción plegada dentro del conjunto social. La sociedad adherida a los “nombres comunes” no la soporta, pero no puede cohesionarse sin recurrir a ella.xi

En una perspectiva vertical, la monstruosidad es también un problema para el poder del Estado, por ello debe ser neutralizada por el derecho, las instituciones, la moral y la religión. Si para el poder del Estado lo monstruoso debe ser marginalizado, es porque termina identificado con el ámbito de competencia y acción del afuera, lo que confirma que el orden estatal diseña su arquitectura a través de nociones y prácticas binarias. El monstruo, a los ojos del Estado, siempre debe tener un nombre, una imagen, un cuerpo, y en esta concepción es que coincide con las clases sin poder. Monstruosidad y clases sin poder son la expresión de aquellos sujetos que se presentan y son observados públicamente como parte del universo de la hibridez y el desorden, como formasdesfiguradas e indeterminadas, producen terremotos sociales, sublimes o cómicos. Su potencia creadora radica en que son un extraño matrimonio que oscila entre el instante y la eternidad. Aquí, las palabras de Nietzsche son útiles, cuando podríamos sugerir junto con él que los monstruos “van más allá de la belleza, y sin embargo no buscan la verdad. Permanecen oscilando entre ambas”.xii

Para aproximarnos a la idea de la monstruosidad como ocultamiento que aparece por primera vez en el romanticismo, retomaré un aforismo de Hugo von Hofmannsthal, que en El libro de los amigos dice: “Se debe esconder la profundidad. ¿Dónde? En la superficie”.xiii En efecto, la monstruosidad oculta mostrando su incompletud que pone en evidencia con la dislocación que introduce en el mundo y en la naturaleza humana. Esto la aleja del efecto de superficie que supone pensarla como una mera deformidad de lo humano, amenazante y carente de atributos.

¿Qué es lo que oculta? En el romanticismo tenemos el caso de la belleza medusea, a la que en 1819 Shelley dedica un poema a la pintura de Medusa conservada en la Galleria degli Uffizzi en Florencia (Figura 1), en la que sugiere que esa obra muestra la “tempestuosa hermosura del terror”.xiv ¿Qué es esa belleza opaca que lacera los ojos y exalta las potencias más insospechadas del alma humana? Para Mario Praz, la Medusa simboliza una idea nueva de belleza “engañosa y contaminada, un estremecimiento nuevo”,xv que deja atrás la idea de belleza basada en la impronta juvenil, acaso infantil, y engarzada en el vigor y la fuerza de la primavera de la vida, para reconocerse en su decrepitud otoñal, donde la belleza es un vals “de dolor, corrupción y muerte”.xvi Lo que los ojos ven en la pintura es el horror, que oculta un placer inquietante, aunque también puede pasar que quien la mire quede completamente petrificado con su presencia.

Figura 1

Medusa, autor flamenco anónimo, Galleria degli Uffizzi, Florencia, Italia.

El ocultamiento es una posibilidad de violar el plano estático de la belleza, ya que permite la dinamización de las fuerzas subjetivas que buscan la pérdida como morada. En este mismo sentido, Charles Baudelaire dice:

He hallado la definición de belleza, de mi belleza. Es algo ardiente y triste, algo un poco vago que deja lugar a la conjetura. Voy a aplicar, si se me permite, mis ideas a un objeto sensible, por ejemplo, al objeto más interesante de la sociedad, un rostro de mujer. Una cabeza bella y seductora, una cabeza de mujer, me refiero, es una cabeza que hace a un tiempo soñar —aunque de manera confusa— de voluptuosidad y de tristeza; que conlleva una idea de melancolía, de lasitud, hasta la saciedad, o bien una idea contraria; es decir, un ardor, un ansia de vivir asociado a una amargura que refluye, como si viniera de la privación o de la desesperanza. El misterio, la añoranza son también caracteres de la belleza.xvii

El motivo se extiende por toda la literatura romántica, donde la belleza monstruosa solo puede ser referida con un balbuceo, su atracción jamás puede ser expresada con claridad, acaso solo se puede decir que su fascinación produce “un no sé que” (je ne sais quoi), expresión de lo inefable, incompleto y negativo de aquel “movimiento violento”, y que un siglo después Bataille piensa como la “sorpresa brusca, que trastorna y quita el reposo al espíritu”.xviii

La belleza medusea es una manifestación que tensa los límites inherentes a la representación que hacen posible al monstruo romántico, límites que sutura y excede al mismo tiempo al colocarse en el campo de lo indiscernible de cualquier intento que pretenda representarla. En el doble juego de la representación de ocultar mostrando, lo inabarcable puede llevar a la invención de una fantasía delirante, que no es un simple presupuesto intelectual o especulación filosófica, sino que en la experiencia de “un romántico”, dice Praz, este “buscará […] vivir los extravíos de su fantasía o por lo menos intentará sugerir un trasfondo de experiencia”.xix Todo ello está presente tanto en la pintura (p. e. en la obra de Caspar D. Friedrich) como en la poesía romántica (Baudelaire o Byron), donde lo inabarcable de las “montañas, bosques, praderas, lugares desolados y solitarios” son el leitmotiv que conecta la experiencia perturbada con la introducción de la lejanía, la muerte y el recuerdo.xx Para Rafael Argullol, esto puede ser leído como

la fascinación del romántico por la naturaleza, [que] está directamente relacionada, con la ‘doble alma’ de ésta: se siente atraído, sí, por la promesa de totalidad que cree ver en su seno y, como tal, recibe el impulso de sumergirse en ella; pero, al mismo tiempo, no está menos atraído —terroríficamente atraído podríamos decir— por la promesa de destructividad que la Naturaleza lleva consigo.xxi

Al respecto, Kant advertía que “la naturaleza suscita más la idea de lo sublime en su caos o en su desorden y devastamiento más salvaje y sin reglas, cuando tan sólo se dejan ver magnitud y poder”.xxii Pero lo inconmensurable también aparece bajo la forma de la ironía: “¿Porqué el espectáculo del mar es infinita y tan eternamente agradable?” se pregunta Baudelaire en los Diarios íntimos. Responde:

Porque el mar ofrece a la vez la idea de inmensidad y la de movimiento. Seis o siete leguas representan para el hombre el radio del infinito. Un infinito bien diminuto. Pero, ¿qué importa, si basta para sugerir la idea de infinito total? Doce o catorce leguas (de diámetro) de líquido en movimiento bastan para dar la idea más elevada de bellezas que se ofrece al hombre en su morada transitoria.xxiii

La expresión desordenada de los afectos puede interpretarse como una variante del sin fondo del sujeto, al habitar en el paroxismo del espíritu, lo que confirmaría, a decir de Freud, su rasgo de auténtica “caldera de excitaciones borboteantes”.xxiv La traducción romántica es que el goce es llevado al éxtasis que aflora con la carne putrefacta de la amada o en el cuerpo deforme, fascinante por su asimetría. Las jorobas o la cojera son el efecto de un movimiento de restitución, no meros defectos físicos, colocan a la monstruosidad como forma de transgresión por su exotismo, que empuja a la aparición de la otredad, y por su horrenda presencia, que constata que el sueño moderno de simetría, inclusión y plenitud es inalcanzable.

Alejado del terreno de la psicopatología, el monstruo se presenta a la mirada romántica como la expresión de una nueva sensibilidad artística y erótica.xxv Es una experiencia vivida que brota desde el fondo del espíritu para volver a él, donde la relación entre pathos y ethos, es decir, los estados de ánimo y las costumbres, confirman la “sed de infinito” que la perspectiva romántica expresa en la literatura.xxvi En franca oposición al gusto y a la moda burguesas, basadas en el lujo y la reglamentación de los hábitos, tanto en la mesa como en la alcoba, así como en el cuadriculado arquitectónico de las ciudades, el monstruo romántico es un disparador que despierta en el artista o escritor las experiencias límite. El gusto por la sangre estará presente en el vampirismo, o en el apasionamiento por fenómenos como el satanismo, espiritismo, ocultismo; así como en la curiosidad por el vértigo que provoca estar más allá de la normativización, no solo estar “fuera de la ley”, presente en manifestaciones como la amoralidad, el crimen, la indigencia, la prostitución y la nocturnidad, hasta llegar al heroísmo de la guerra y la gloria de la derrota. Todas son manifestaciones del universo de lo desconocido que abren el tiempo al peligro que acecha y perfora el orden social.

A título ilustrativo, la nocturnidad construye una metáfora alrededor de lo imposible y de la experiencia límite, en la medida de que es la recuperación de las orillas de la vida en común. Para los románticos, “La noche deja de ser una ‘ausencia’, para convertirse en la fuerza cuya ‘presencia’, nunca totalmente descifrable, determina activamente la vida de los hombres”.xxvii Por ello, en los Himnos a la noche, Novalis dice que en “sus ojos [de la noche] descansa la eternidad”.xxviii Incluso Kant agrega que “La noche es sublime, el día es bello”.xxix

Para los románticos es necesario tirar el ideal ilustrado de belleza, donde la idealidad solo puede ser producto de la hibridación con su contrario, no se expresa jamás en su transparencia. La operación que llevan a cabo es que a la belleza idealizada, simétrica, es desnudada al vestirla con una fealdad “innoble” y “repugnante”.xxx Esto podría ser una aproximación a la noción que Bataille tiene de lo sublime, donde la “extrema seducción”, dice, “colinda, probablemente, con el horror”.xxxi Habría que pensar si es posible relacionar esta idea de Bataille con la noción de lo sublime en Kant, cuando dice que “también cabe encontrarlo en un objeto sin forma, en la medida en que en él, u ocasionada por él, se representa la inmensidad sin límites y, sin embargo, se piensa a este respecto la totalidad de la misma”.xxxii

Por su parte, para Mario Praz pero tambien para Roland Villeneuve, la figura de Lucifer, ese ángel caído y maldito, “el adversario”, “el rebelde melancólico” que lucha una batalla imposible como el Satanás de Milton en el Paraíso perdido,xxxiii concentra y encarna a la “belleza atormentada y contaminada”,xxxiv derivada de un “dualismo bastardo” que abre la puerta a la batalla entre el cielo y el infierno, entre Dios y el Diablo, entre el día y la noche, donde aparece la “inmensidad sin límites” kantiana, y que reviste la antesala de una suerte de dualismo sucio en el que cada figura convoca a sus partidarios.xxxv Además, es el mismo lugar donde puede ser colocado el conflicto entre la normalidad y la anormalidad que expone la figura del monstruo romántico. Véase, por ejemplo, el texto que Villeneuve cita de Joost van den Vondel, en su drama titulado Lucifer:

mientras Lucifer cae en el abismo
su belleza se transforma en atroz fealdad
su rostro iluminado deviene espantosa mueca,
sus dientes, puntas de acero para roer el metal;
sus pies, sus manos se transforman en garras;
los colores irisados de sus vestidos en una piel arroalada;
de su espalda, erizada de pelos, parten dos alas de
dragón… su cuerpo reúne en un único monstruo
las formas odiosas de siete animales:
un león lleno de orgullo, un puerco glotón y voraz, un asno perezoso, un rinoceronte inflamado por
la cólera, un mono impúdico y lascivo, un dragón sordo por la envidia,
un lobo, fiel imagen de la sórdida avaricia.xxxvi

La belleza no está en la superficie, más bien la superficie ama ocultar la belleza, que solo es posible a partir de mostrar lo horrendo, que es su reverso inmanente.xxxvii Esto es lo que conjuga un primer punto de convergencia entre transgresión y monstruosidad. Camina en un sentido opuesto a la cultura que desarrolla el liberalismo durante el siglo XIX y que, como señalamos líneas atrás, recluye al monstruo al campo de la embriología que subyace al área teratológica de las malformaciones y las irregularidades moleculares y corpóreas.xxxviii Lo que la medicina captura como anomalía a causa de su desarrollo retardado,xxxix el romanticismo restituye como potencia creadora, en el sentido de que es una posición amenazante frente a la supuesta “naturaleza” humana.

Por lo demás, el ocultamiento en la superficie, a la vista de todos, permite colocar en el primer plano de la relación entre monstruosidad y transgresión aquellas piezas que no significan para un punto de vista lineal y evolutivo.xl Quien insistió sobre este aspecto, fue Georges Bataille. Para él, las insignificancias son reveladoras: los orificios, la orina, las excrecencias, la oreja o el ojo terminan descolocados de su ropaje discursivo. El caso ejemplar que le llama la atención es el ojo, que se debate entre el poder clasificatorio e inquisitorial, ya que el glóbulo es “ojo de la conciencia”, embriagado por “la expresión de una ciega sed de sangre”,xli frente al ojo que “se aparta de su órbita”, en tanto distancia y desfiguración con la que “puede hacerse visible el sentido de la transgresión”.xlii Margo Glantz lee en esta aseveración que

La desgarradura obscena, las partes más deshonestas de la persona…, regresan a Bataille a un mundo de lo que no significa, a un mundo que sólo es, a un mundo donde la experiencia interior mística está asida al cuerpo, enviscerada a él, ligada a sus excrecencias: la orina, el sudor y en el mismo orden a los ojos que en su contextura blanduzca, líquida y pegajosa unifican las dos sexualidades, la exterior, la que produce el semen, la de los c-ojo-nes, mutilable, castrable, edípica(…).xliii

La cuestión es preguntarnos si esta forma de monstruosidad presente en la literatura romántica es suficiente para comprender su relación con la transgresión en la modernidad, y con ello saber si existe o no la posibilidad de engarzar la continuidad entre lo profano y lo sagrado, entre el cielo y el infierno, entre lo uno y lo heterogéneo. O bien, es una convergencia esperable donde la discontinuidad juega un rol de ruptura imaginaria que vuelve a plegarse a la vida ordinaria, constatando que hay una suerte de máquina supresora que siempre permanece como núcleo secreto en la relación, por lo que todo intento de perforar el poder, las instituciones y, en general, el statu quo, son esfuerzos vacuos que otorgan sentido a una experiencia que es todo menos soberana, es decir, es todo menos revolucionaria. Y de ahí, aparece también la interrogante de si lo monstruoso como forma de transgresión nos puede llevar a sostener que ésta última solo puede ser comprendida a través de observar precisamente los alcances y el impacto que tiene lo que Bataille llama la experiencia soberana, pensada como “el movimiento de la energía excedente, que se manifiesta en la efervescencia vital”.xliv

La política y el monstruo

El modelo clásico de la política suponía una división entre lo que debe aparecer en público a la mirada de todos (polis), y lo que debe ser reservado al mundo privado, oculto a la vista pública (oikos). Ambas son fórmulas que se han usado por siglos para sostener la relación problemática implicada en el nacimiento y desarrollo de la vida en común, ejerciendo un poder de minorización y jerarquización que determina, entre muchas otras cosas, el rol políticamente asignado a los géneros: la vida pública es eminentemente masculina, y la vida privada femenina; el hombre se ocupa de los asuntos de la ciudad, la mujer de la administración de la casa. También inventa las fronteras sociales entre lo visible y lo invisible, es decir, entre quien sí puede ser ciudadano y quién está fuera del espacio político, en una concepción “arriba-abajo” de lo político: quien está en el vértice, domina, quién se encuentra en su base, obedece. Por lo demás, regula las pautas de comportamiento mediante un trabajo cotidiano de ortopedia social. Así pues, por ejemplo, lo cómico es el destino natural del vulgo, la seriedad es un atributo de los detentadores del poder. Además, distribuye la riqueza material y espiritual entre los elegidos, incluida la Iglesia y el clero, y los infieles cuyo destino es el infierno en la tierra.

Este modelo cederá su lugar a un proceso histórico donde lo privado constata su fuerza política a través de las potencias humanas inmanentes que no pueden ser alejadas de la apropiación de lo público, donde la política ya no logra adherirse a una concepción tersa y ordenada de la vida en sociedad: el orden no es sucesor de caos, ni este es el momento anterior a la lógica de las investiduras institucionales. En realidad, lo que aparece es la conjunción simultánea de la creación y la destrucción, en un juego diferencial de fuerzas inagotable entre “la embriaguez del sufrimiento y el bello sueño”, entre mesura apolínea y desmesura dionisiaca.xlv Si Dioniso, advierte Nietzsche, transgrede los limites de la belleza es porque los conoce, y está convencido que es necesario derribarlos para perforar la medida del mundo, ya que sin su destitución, el mundo queda reducido, no puede ser expandido.

Quizá Maquiavelo sea el primer pensador en los albores de la modernidad quien intuye la dislocación que va en contra de la lógica lineal de la política, y que permite la formación de las repúblicas o principados, al discutir sobre el rasgo indeterminado de la historia (la diosa fortuna) intrínseco a cualquier ordenación política. Adelanta el gran tema que ha obsesionado a la filosofía política desde el siglo XVI hasta nuestros días: la invención de lo que partir de él llamaremos Estado, como resultado de la mundanización de la vida política, incluido el rol que juega la conflictividad humana en tanto principio inmanente de lo político.xlvi

En la dedicatoria de Maquiavelo a Lorenzo de Medici con la que abre El príncipe, encontraremos el rasgo que funda el republicanismo maquiaveliano:

[…] así como aquellos que dibujan paisajes se sitúan en los puntos mas bajos de la llanura para estudiar la naturaleza de las montañas y de los lugares altos, y para considerar la de los lugares bajos ascienden a lo más alto de las montañas, igualmente, para conocer bien la naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe y para conocer bien la de los príncipes hay que ser del pueblo.xlvii

Con ello, Maquiavelo inaugura, a partir de un flujo continuo en el que arriba es abajo, lo Uno es lo múltiple de modo simultáneo, una concepción filosófica y política donde las jerarquías pierden toda su pesadez —lo que no quiere decir que desaparezcan—, para abrir paso a la discordia, esa forma inestable con la que el mundo antiguo y en el Renacimiento indica la diferencia necesaria para la fundación de la política, que es atravesada por el campo tumultuario de lo político. En pocas palabras, es la irrupción pública de la “masa dionisíaca” llamada pueblo, pero no como populus, es decir, como orgullo de la comunidad política, sino en su declinación plebeya (plebs), esto es, como recordatorio de la (im)posibilidad de la comunidad, que nos aproximaría a la idea de multitud: una forma política sin forma.

El nacimiento de este poder de los que no tienen poder se nos presenta como blasfemia, sobre todo cuando lo ejerce indirectamente frente al rostro de los poderosos, en un movimiento de abajo hacia arriba que permite el nacimiento de la monstruosidad como potencia política. La lista de ejemplos contemporáneos es extensa, y van de la práctica contracultural, pasando por las vanguardias artísticas, de los surrealistas a los situacionistas, incluyendo en ellas el happening y el performance, hasta llegar a la cultura ciberpunk, la figura del ciborg y el arte abyecto, y también las prácticas satíricas, populares o no, relacionadas con la risa y lo cómico en general.

Al ser un fenómeno abiertamente político, la monstruosidad nos permite la comprensión del funcionamiento de la sociedad contemporánea si la colocamos como forma de profanación que pone en predicamento la concepción convencional de la vida asociada. En este sentido, En Los anormales, Foucault decía que el monstruo humano “combina lo imposible y lo prohibido” tejidos pacientemente dentro del campo de la medicina y el derecho. En otras palabras, la monstruosidad activa la experiencia soberana y la transgresión.xlviii Permite entender cómo a partir del siglo XIX lo monstruoso es colocado dentro del eje de lo criminal, aunado al control teratológico, con lo que da vía libre a que desde entonces los periódicos exalten el lugar que ocupa la sangre dentro de la sociedad moderna al vociferar “crimen monstruoso”, cuando califica el asesinato en contextos de pauperización. De aquí que el asesino en serie, el descuartizador y el miserable sean colocados en la misma línea de peligrosidad. La diferencia inefable que representan es suprimida por el Leviatán en aras de otorgarles un principio total de identidad: se nace criminal y se muere criminal, se nace pobre y se muere pobre. Hablar de una monstruosidad política es al mismo tiempo hablar del peligro intrínseco que lleva en su deformidad constitutiva.

Para Arthur Schopenhauer “La totalidad supone límites y los límites totalidad: pero aquí ambos son supuestos arbitrariamente”.xlix Entonces, la transgresión inherente a la monstruosidad política es una ruptura, pero no de los límites, ya que al romperlos siempre se generan nuevas fronteras, sino de la arbitrariedad que los categoriza. Me parece que solo después de la constatación de este momento de arbitrariedad, sería posible articular las dimensiones de una idea de transgresión que pueda ser colocada dentro de la diferencia que introduce lo político en la potencia intrínseca al monstruo que, para su conjunción, es importante no perder de vista el elemento diferencial que pervive en la distancia arriba-abajo. Un poder desde abajo que se presenta como una fusión de la luminosidad de la noche con la oscuridad diurna, lo que confirma el trastocamiento de los lugares de la identidad no contaminada.

Cuando el poder desde arriba es ejercido, su finalidad es capturar el potencial diseminador de lo soberano implicado en el monstruo político, al grado de travestirlo con nuevos ropajes simbólicos, expropiándole su capacidad disruptiva, y su desmesura en continua tensión con los límites de la identificación como forma transgresión. Incluso lo vuelve una función de neutralización que termina por hacer de la blasfemia un poder domesticado que es parte de la legitimación del poder ritual del débil, donde la transgresión, revelada como conflictividad inmanente, es suprimida y sustituida por la legitimidad que otorga el sentimiento de pertenencia a la comunidad. El poder desde arriba no es condición exclusiva del poder del Estado, sino también de los sujetos que dentro del campo de lo social se encuentran en una posición de privilegio frente al resto de la sociedad.

Este choque de fuerzas en la distancia del espacio político arriba-abajo y de abajo-arriba, quizá sea una de las direcciones por explorar en la sociedad contemporánea, donde en ocasiones la potencia desde abajo prefiere el nombre propio, el género, el lugar de habla, la etnicidad, la identificación con una causa, la singularidad intransigente, en vez que la posición de pasaje, que se colocaría en el umbral del ritual donde la transgresión podría ser posible. Por ello, hoy para muchas y muchos, los fenómenos trans son innecesarios o no existen en este horizonte esencializado. Por ejemplo, es la reformulación del sectarismo que deviene el gran negocio de la diferencia; y hoy, este es el gran negocio de la globalización, cuando asistimos al incremento de los particularismos que no logran engancharse en una proposición abierta que rompa el carácter paradigmático tanto del universalismo como de la indiferencia que la singularidad produce frente al otro. No hay divergencia, por ejemplo, entre la secta perversa de cariz religioso y el movimiento político radicalizado que visibilidad e impone un cierto género sobre los demás, incluso niega la otredad que habita en cualquier singularidad, pero también la singularidad del otro que está fuera de su marco de referencia, y que es monstruosa porque no corresponde en sus formas con esa singularidad. El yo se encierra en sí mismo y florece aislado en una tierra baldía.

Si en 1651 Thomas Hobbes pensaba que la monstruosidad política del Leviatán era una salida a la guerra, hoy es lo contrario: la monstruosidad es la entrada a la guerra de los sexos, los géneros, las identidades, las facciones políticas y las diferencias. Lo monstruoso no está en la superficie, en los cuerpos, ya que en cada cuerpo está contenida la monstruosidad, sino pervive oculto en los pliegues de las palabras, en los discursos, y sobre todo en lo que esconden diciendo en esos vestidos mágicos de existencialismo cristalino. En efecto, se puede decir que, en aras de luchar por el reconocimiento de la diferencia, hoy asistimos al nacimiento de una monstruosidad que expropia la potencia de los que no tienen poder siendo ella parte de esa potencialidad, ya que con esto la política de arriba hacia abajo coloniza la fuerza vital de lo político y lo reduce nuevamente a los subterráneos de la sociedad. Ahí es donde aparece la constatación de que una forma política como esperanza ciega para el conjunto de la sociedad es un lujo, no una posibilidad de vida. Acaso la figura del ciborg se sale de esta lógica, al dinamizar con su inquietante forma sin forma, los juegos políticos de los invisibles, aunque aún está por ser confirmado su rasgo emancipador en la lógica de la sociedad actual.

Pero es en este punto donde la monstruosidad como extensión, no como derribamiento, crece, porque resulta increíble cómo la tecnología y particularmente aquella presente en las redes sociales en la última década han creado un agujero que permite dirimir la vida pública de la democracia, atrayendo a sus fondos insondables, a la opinión, tanto la calificada como la diletante, destruyendo el diálogo, confirmando la sentencia “contundente”, descalificando al otro por ineptitud, rabia o incompetencia, aprovechando el tiempo (como kairós) que otorga la red para colocar temas y agendas, y pierde fuerza el encuentro cara a cara, la discusión oral, el pensamiento que se produce al momento de decirse.

La comodidad de las redes radica en el alejamiento del otro, en la confirmación del desinterés por conocerlo. La aparición de las redes pulveriza la posibilidad de expansión de la capacidad cognitiva y de la subjetivación de los ciudadanos ante la cuestión democrática. Hay más información pero menos conocimiento de lo que puede y no puede la democracia, todo se compara y homologa: arriba es abajo, abajo es arriba, derecha e izquierda son una dirección única. La supresión de la diferencia nos empuja de nueva cuenta al impero de la identidad, pero más aún, suprime las dislocaciones, porque en ese espacio virtual todos sí podemos ser iguales, con lo que se acaba el interés de ciertos sectores sociales de seguir perforando lo que Foucault llama las “mallas del poder”, en la medida de encontrar espacios de libertad, tanto individuales como colectivos.l

La monstruosidad en la sociedad contemporánea deviene un gesto que anuncia una soledad impotente. Hace desaparecer las ataduras simbólicas que anclan al sujeto con su mundo exterior, lo introduce en el imperio del vacío, donde nada es lo que aparenta ser, ya que la vida se agota con cada intento de llenarla de sentido. Si existe un elemento diferencial en esta nueva modalidad teratológica, es que el poder y el rey van desnudos, muestran su carne corrompida, su cuerpo desfigurado, su sonrisa perversa, y además son acompañados por una esencialidad delirante, expresada en su impotencia decadente. Esto provoca que vivamos en una época en la que la disrupción de un poder instituyente que haga de lo político una nueva aventura para lo social se vuelva una necesidad de primer orden. El problema no es la constatación, sino la invención de las formas específicas de lo político para que esto pueda tener lugar dentro de la sociedad, donde esa soledad está colocada como el punto de partida de una nueva idea en torno a lo político y al arte de la transgresión.

Una potencia impotente

En las industrias culturales tempranamente se subrayó el carácter negativo de la pasión humana por experimentar con los cuerpos para potenciarlos por medio de la alteración técnica de sus miembros y operaciones. Pensemos, por ejemplo, en el cine, donde la crítica al maquinismo crece de manera proporcional a la constatación de los límites que lo humano tiene para su emancipación. Es un vector que aparece desde la película inaugural Metropolis, que advierte el ascenso del poder totalitario, pasa por una serie de episodios de éxito mundial como Blade Runner, Alien y Terminator, y llega hoy al desarrollo de series como Black Mirror, donde el poder incalculable de la tecnología es el disparador que abre el umbral a la capacidad humana de liberalización de sus fuerzas instituyentes, para dejarla en un estado larvario desbordante, que mira el objetivo de concretización del sueño del hombre-máquina total.

Al mismo tiempo, la monstruosidad del humano aparece como forma de resistencia y autonomía, resiste a la monstruosidad de la máquina y de la agresión al mundo, celebrado en la parábola post-apocalíptica de Mad Max, o bien, en la monstruosidad melancólica de El hombre Elefante de David Lynch, así como en la nueva belleza medusea de La forma del agua de Guillermo del Toro, que introduce una ruptura respecto a la forma prototípica de concebir el monstruo con un cariz negativo, que encontramos en la base de todos los predadores sexuales, antiguos y modernos. Es decir, quiebra la forma de la monstruosidad como amenaza activada por un delirio de persecución que lleva la mayoría del tiempo al aniquilamiento, y que, por su parte, fue popularizada, entre otros, en la cultura de masas en el trabajo del escritor Stephen King, sea en la máscara de payaso en Eso, o en la psicosis de El resplandor.

Con relación a este rasgo negativo de la tecnología actual, Harmut Rosa dice que estamos creando un mundo monstruosamente impredecible. Los monstruos de la impredecibilidad son, por ejemplo, la energía nuclear, los desastres naturales que nosotros creamos. Es una ilusión pensar que podemos hacer el mundo más controlable a través de la tecnología. El universo se mantiene, en lo esencial, incontrolable.li

La perdida de la calculabilidad no abre nuevas posibilidades de vida, al contrario, las clausura. Por ello, el monstruo como hibridación es quizá el paradigma de lo político en nuestro tiempo. Al respecto, Toni Negri dice que “en la posmodernidad, dentro y contra las culturas del ‘new age’, el monstruo nos salvará, quizá, de la nostalgia de la vida simple y desnuda; seguramente nos pondrá en contacto con el laboratorio de la desmesura técnica y dentro de él nos ayudara a inventar una realidad que nosotros deseamos sea un producto de una potencia colectiva”.lii

Así, el monstruo político podría ser pensable como forma de transgresión si hace suya la potencia de los impotentes. Esto sería posible al descolocar al pueblo como centro de convergencia, y restituir el lugar de la multitud anónima, liberada de todo vestigio de identidad y, por consiguiente, de objetivo común, para que constituya un puro devenir dionisiaco frente a la base en la que se producen las representaciones políticas del universo de lo político en la época actual. Una aventura que es expresión de la liberalización de los frenos de la locura en esa orgía sin fin que presupone hoy el principio de la falta de cerca en su doble sentido: ausencia de proximidad y pulverización de límites. No olvidemos que el sueño de igualdad y reconocimiento por el que tanto se lucha en la sociedad democrática siempre produce monstruos.

Una desfiguración terrorífica

En la quietud cognitiva e intelectual de nuestra época, la figura de la monstruosidad está colocada en un lugar marginal dentro de las formas y las fórmulas, tanto viejas como nuevas, que la política y la cultura desarrollan dentro de la sociedad global. Acaso deviene uno de los adjetivos por excelencia cuando se quiere señalar la indecidibilidad de un acontecimiento que concierne a todos. Por ejemplo, un ataque terrorista que implica víctimas civiles es casi por regla señalado como acción monstruosa, ya que desata un infierno donde la danza de la muerte, la crueldad y el terror son los ingredientes de una escenificación absoluta, innegociable, sin suturas, que tiene como objetivo la horrorificación de las comunidades involucradas, no su mera repetición.

La metáfora del infierno es próxima a la semántica de lo monstruoso, quiere implicar el problema de la desfiguración que subyace en el pasaje al acto terrorista. Alejada por completo de sus objetivos iniciales de destrucción y daño masivos, la acción terrorista que, en este punto, también comparte horizonte con la violencia feminicida y homicida a gran escala, es señalada como acto monstruoso cuando se descubren los efectos que su acción produce en los cuerpos. Frente a ese espectáculo insoportable a la mirada, solo es posible reconducir el esfuerzo de contrarrestar la exposición abyecta a un terreno familiar y plausible, ya que los cuerpos no pueden ser representables en su desfiguración, más bien terminan expuestos en su cadavérica pérdida humana. Los cuerpos desmembrados o perforados por las explosiones o los ataques armados, son recuperados como escombros de una vida liquidada en el discurso de la indignación masiva que se engancha a una pretendida ética que hace el recuento puntual de los daños: cuántas víctimas mortales, cuántos heridos, cuántos daños materiales. Al mismo tiempo, asume la dirección del rechazo generalizado al terrorismo y refuerza el sentimiento de unión “mística” de la sociedad que ha sido vulnerada en sus vértebras comunitarias. Más aún, reitera con fuerza la animadversión que deberá ser colectiva frente a la presencia desfigurada del cuerpo y a la figura del terrorista, rozando el universo de la prohibición, quizá el motor oculto en la autoreferencialidad social y política. De este modo, la monstruosidad es concebida en términos convencionales como un acto “inadmisible, inexcusable”.liii

Sin embargo, esto no suple ni responde plenamente a la indecibilidad, en este caso, del terror, que con mucha probabilidad es nuestra variante actual del aspecto inefable de la belleza romántica, por lo que abismarse en las profundidades de la eternidad no debe ser confundido con una moda ni una actitud dandista como la del wokismo de nuestros días. En el caso del terrorismo, y de ahí su persistencia, es que abre una rendija a la efectividad que presupone su utilización en el tiempo futuro.

Infierno y monstruosidad son parejas de un mismo plano de expresión y nominación del horror que transgrede el parámetro de lo deseable enquistado en la fantasía social del equilibrio necesario para la reproducción de la sociedad. Supone un imposible en tanto es aquello que nunca puede ni debe tener lugar dentro de la sociedad. Sin embargo, es un imposible que escapa a la cerca que impone la fantasía del orden total. De hecho, es una condición de posibilidad de que suceda porque nos recuerda cada vez que aparece en escena que los límites estatuidos entre lo posible y lo imposible pueden ser dilatados hacia dentro o hacia fuera, según sea la potencia que los agujera. Por ello, el límite siempre se realiza en su negociabilidad, donde esta última revela ser su auténtica condición de posibilidad a todo borde o exclusión. No hay línea de separación sin exclusión.

Provenga de donde provenga, ya que en esta historia no hay buenos ni malos —el terrorismo no es un problema moral—, lo que se pone en entredicho en el paroxismo de la acción terrorista a través de sus operaciones de transgresión, es la fuerza de ley de los límites, así como la convicción muda de que las cosas pueden ser dosificadas por vías pacíficas. Lo que molesta es la figura del terrorista como sujeto transgresor, aunque la excitación que provoca su acción disuelva esa posición de sujeto. De aquí, pues, la idea de que la transgresión no es solo una forma de alteración de cualquier regla. De hecho, esta es la forma de categorización más tradicional que tenemos para referirla, y es frente a ella que debemos dar un paso adelante.

Vivimos en una sociedad que está en el filo de la existencia, quebrada en lo espiritual, ya que no encuentra las maneras de hacer volar por los cielos las trampas que se impone. Una sociedad donde la rutina intelectual es el reducto de unos cuantos que están convencidos que aún es posible pensar el mundo, cuando este prácticamente ha desaparecido como viviente. Y esa convicción crece con cada degradación y con cada muerte de lo social. Una sociedad descentrada y conmovida por su llanto que surge cuando es obligada a la instauración de nuevas iniciativas a favor de los invisibles, del medio ambiente, de los animales, etcétera, justo en un momento donde nos hemos alejado por completo de nuestra animalidad. El dictum hobbesiano que alude a la monstruosidad como elemento externo a lo humano en el que el hombre es el lobo del hombre no funciona más, porque ha devenido su opuesto: el lobo es el hombre del lobo. Esto confirma nuestro apetito, neurótico y fútil, de destrucción total del otro, del mundo, del animal y del ecosistema. Estamos en una sociedad hambrienta de novedad y futilidad, como si cada guiño del lenguaje, cada palabra para cada cosa, pudieran ser las referencias que nos guiarán en medio de la oscuridad del extravío. Hoy, el poder es ominoso, y quizá siempre lo fue, aunque sus revestimientos no permitían mostrarlo en su más completa desnudez. De cualquier modo, la interrogante se mantiene en toda su fuerza: ¿qué subjetividad es posible pensar en esta hora cero colmada por monstruos donde no existe más el sujeto no contaminado?


Referencias

i Irene Vallejo, “Benditos Monstruos”, Milenio, 2 de diciembre de 2023. Disponible en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto/benditos-monstruos-por-irene-vallejo

ii Noam Chomsky y Michel Foucault, La naturaleza humana: justicia versus poder. Un debate, Buenos Aires, Katz Editores, 2006, pp. 28, 30.

iii Michel Foucault, “A propósito de Las palabras y las cosas”, en M. Foucault, Saber y verdad, Madrid, La piqueta, 1991, pp. 31-37.

iv Ibid, pp. 32-33.

v Ibid, p. 32.

vi Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Ciudad de México, Siglo XXI Editores, 2007, p. 3.

vii Citado en Didier Eribon, Michel Foucault, Barcelona, Anagrama, p. 223.

viii Georges Bataille, La parte maldita, Barcelona, Icaria, 1987, p. 49.

ix “Monstre”, Dictionnaire de l’Académie française, novena edición. Disponible en: https://www.dictionnaire-academie.fr/article/A9M2727

x Vallejo, “Benditos monstruos”, op. cit.

xi Francisco Pereña, De la angustia al afecto. Un recorrido clínico, Madrid, Síntesis, 2013, pp. 35 y ss.

xii Friedrich Nietzsche, “La visión dionisiaca del mundo”, en F. Nietzsche, El origen de la tragedia o Grecia y el pesimismo, Madrid, Alianza, 2004, p. 260.

xiii Citado en Nike Wagner, “Realidad: superficie y abismo”, en N. Casullo, La remoción de lo moderno. Viena del 900, Buenos Aires, Nueva Visión, 1991, p. 127.

xiv Citado en Mario Praz, La carne, la muerte y el dibalo en la literatura romántica, Barcelona, Acantilado, 1999, p. 66.

xv Ídem.

xvi Ibid., p. 114.

xvii Charles Baudelaire, El arte romántico, Madrid, Felmar, 1977, p. 386.

xviii Bataille, La parte maldita, op. cit., p. 49.

xix Praz, La carne…, op. cit., p. 97.

xx Ibid, p. 57.

xxi Rafael Argullol, La atracción por el abismo. Un itinerario por el paisaje romántico, Barcelona, Plaza & Janés, 1983, p. 91.

xxii Immanuel Kant, Crítica del discernimiento, Segundo libro Analítica de lo sublime, § 23, Madrid, Alianza, 2012, p. 320.

xxiii Baudelaire, El arte…, op. cit., p. 392.

xxiv Sigmund Freud, La descomposición de la personalidad psíquica, en S. Freud, Obras completas, vol. XXII, Buenos Aires, Amorrortu, 1991, p. 68.

xxv Praz, La carne…, op. cit., p. 17.

xxvi Ibid, p. 39.

xxvii Argullol, La atracción por el abismo, op. cit., p. 74.

xxviii Novalis, Himnos a la noche, Madrid, Editorial Nacional, 1981, p. 48.

xxix Immanuel Kant, Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, edición bilingüe alemán-español, Ciudad de México, FCE-UNAM-UAM-Iztapalapa, 2004, p. 5. Vid. también Argullol, p. 75.

xxx Praz, La carne…, op. cit., p. 70.

xxxi Georges Bataille, Historia del ojo, Ciudad de México, Fontamara, 2007, p. 125.

xxxii Vid. Kant, Crítica del discernimiento, § 23, op. cit., p. 317.

xxxiii Praz, La carne…, op. cit., pp. 120-121.

xxxiv Ibid, p. 71.

xxxv Praz, La carne…, op. cit., p. 68.

xxxv Roland Villeneuve, El universo diabólico, Madrid, Felmar, 1976, p. 10.

xxxvi Luis Maeterlinck, Péchés punitifs, pp. 58-59, citado en Ibid, p. 16.

xxxvii Praz, La carne…, op. cit., p. 68.

xxxviii Maria Muhle, “Mostro”, en R. Brandimarte, P. Chiantera-Stutte, P. Di Vittorio, O. Marzocca, O. Romano, A. Russo y A. Simone (coords.), Lessico di biopolitica, Roma, Manifestolibri, 2006, pp. 187 y ss.

xxxix Idem.

xl Margo Glantz, “Mirando por el ojo de Bataille”, en Bataille, Historia del ojo, op. cit., p. 11.

xli Bataille, Historia del ojo, op. cit., pp. 126 y 128.

xlii Glantz, Mirando…, op. cit., p. 20.

xliii Ibid, p. 11.

xliv Bataille, La parte maldita, op. cit., p. 48.

xlv Nietzsche, “La visión dionisiaca del mundo”, op. cit., p. 254.

xlvi Cf. Roberto Esposito, Origine e attualità della filosofia italiana, Turín, Einaudi, 2010.

xlvii Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Madrid, Tecnos, 2011, p. 7.

xlviii Michel Foucault, “Resumen de curso”, en M. Foucault, Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975), Ciudad de México, FCE, 2023, p. 271.

xlix Arthur Schopenhauer, “Apéndice: Crítica de la filosofía kantiana”, en A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación I, Madrid, Trotta, 2013, p. 562.

l Vid. Michel Foucault, “Las mallas del poder”, en M. Foucault, Estética, ética y hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 235-254.

li Hartmut Rosa e Irene Gómez-Olano, “¿La tecnología nos libera”, Filosofía & Co, núm. 6, septiembre, 2023, p. 62.

lii Toni Negri, “La linea del mostro”, en U. Fadini, A. Negri y C. T. Wolfe (coords.), Desiderio del mostro. Dal circo al laboratorio alla politica, Roma, Manifestolibri, 2001, p. 7.

liii “Monstruosité”, Dictionnaire de l’Académie française, novena edición. Disponible en: https://www.dictionnaire-academie.fr/article/A9M2730?history=1


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Israel Covarrubias

Doctor en ciencia política por la Universidad de Florencia, Italia. Actualmente es profesor investigador de tiempo completo en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Algunos de sus libros recientes son La fascinación del populismo. Razones y sinrazones de una forma política actual (Debate, 2023), y Festina lente. El relato democrático en el contexto pandémico (Gedisa, 2021). Asimismo, es director de Estancias. Revista de Investigación en Derecho y Ciencias Sociales.