Cae en infancia
Cae en vejez
Cae en lágrimas
Cae en risas
Cae en música sobre el universo
Cae de tu cabeza a tus pies
Cae de tus pies a tu cabeza
Cae del mar a la fuente
Cae al último abismo de silencio
Como el barco que se hunde apagando sus luces
Altazor, V. Huidobro
Objeto (a) que cae. Cae para dejar un hueco, una pérdida. Agujero en el que el yo puede abismarse y perderse; pero agujero, también, que es posibilidad del devenir deseante… hueco que también es una suerte de vacuidad: causa de deseo. La pulsión de muerte, que pone en juego en esa caída, no es meramente destructiva. Recordemos que para Lacan es una pulsión parcial y, por lo tanto, también constituye una suerte de potencia creadora. “El objeto a minúscula, ese objeto que no hay que situar en nada que sea análogo a la intencionalidad de la noiesis, que no es la intencionalidad del deseo, ese objeto debe, por nosotros, ser concebido como la causa del deseo y, para retomar mi metáfora de recién, el objeto está detrás del deseo.”[1] Por detrás del pensamiento, dice Lispector; una materia prima intangible que escapa a la lógica y que, en sus palabras, “es un estado nuevo y verdadero, curioso de sí mismo, tan atractivo y personal que no puedo pintarlo o escribirlo.” Vitalidad mortífera. Caer para crear… caer para poder vivir desde una apropiación subjetiva. En el principio es el acto, dice Freud. Para esto, iremos por el sendero lacaniano sobre el acto –que podríamos pensar, desde la filosofía, como el acontecimiento–: hay algo más allá de la roca de la castración –del muro del lenguaje– una fuerza que se muestra, que irrumpe y que, pese a la imposibilidad del yo para representarla o nombrarla, atraviesa el cuerpo. “En nosotros deambulan sonidos no visuales, que ignoran para siempre la vista. Nos persiguieron sonidos antiguos. Aún no veíamos. Aún no respirábamos. Aún no gritábamos. Escuchábamos.”[2]
Retomemos esta cita de Lispector: aquello que está por detrás del pensamiento, aquello que no puede pintarse o escribirse. Esto nos lanza directamente a pensar en Freud y en el problema de la sublimación: esta sugerente frase de la poetiza brasileña, nos hace pensar que, quizá, el objeto artístico no sea, del todo, El objeto sublime freudiano. Quizá hay algo más, precisamente en ese “no poder pintarlo o escribirlo”; en esa imposibilidad. ¿Será que, por este camino, el de la imposibilidad y la sublimación, podamos pensar la multiplicidad? Recordemos aquella pregunta que, un poco soltándole la mano a Deleuze, nos planteamos en algún otro momento. ¿Es realmente posible, pensándolo desde la clínica, un devenir radical? ¿En qué consistiría tal cosa? Así, a pesar de cierta fascinación nietzscheana por una existencia como posibilidad de afirmar la vida y la subjetividad, cabe preguntarnos si no llegan a tener más peso “las fuerzas de la pesadez, (si) la asunción y la conservación (no) siguen triunfando sobre las de la ligereza, la afirmación y la renovación. ¿No será que el hombre es esencialmente reactivo, que el tipo ´hombre´ es el producto más aquilatado del devenir-reactivo?”[3] ¿Cómo operar un movimiento subjetivo en devenir desde ese cebo que es la palabra? Me parece que la respuesta se esboza a partir de repensar esta frase freudiana: “en el principio era el acto”.
Altazor de Huidobro es, precisamente, una puesta en acto de la caída del lenguaje. Si bien no me atreveré a afirmar que es un objeto sublime, creo que algo de la sublimación, en tanto movimiento subjetivo, se opera en este poema a través del lenguaje –esto para pensar si, de manera similar, sucede en la clínica–. Quisiera, desde aquí, pensar en el objeto a como reserva irreductible, que se sustrae como resto: instancia vacua que constituye la posibilidad del desplazamiento deseante –punto funcional del deseo, lo llama Lacan– y, por tanto, de la producción. El objetoadesigna el lugar de un vacío estructurante –aunque no articulable, no relativo– donde se situará la producción subjetiva. El objetoa implica el mecanismo de la producción y exige, a diferencia de la creación ex-nihilo, una base material. Es decir, aunque dicho objeto sea un agujero, no es análogo a la nada: tiene contornos, exige una materialidad y, por tanto, hay una temporalidad activa que opera un “eterno retorno”, una “recurrencia”. Posibilidades cuasi infinitas que son tal puesto que participan de una vacuidad diferenciante que, sin embargo, está ligada al cuerpo como territorio y a la palabra como marco. Por eso, más que “infancia es destino”, como dice Santiago Ramírez, hay que volver a Freud y a la idea de que “cuerpo es destino”. Cuerpo como territorio donde es posible que el acto acontezca y que, después, devenga la palabra y la representación.
La realidad es sólo un evento lingüístico; por detrás hay otra suerte de potencia, y el poeta lo sabe. Dios no ha creado el mundo a través de la palabra; sin embargo, es cuando Él habla que hay distinción, diferencia entre el día y la noche, entre luz y oscuridad; Él habla y entonces hay cosas: hay noche y hay día, hay mares y hay tierra… Huidobro sabe que el mundo es una creación literaria, sabe que algo de la potencia de la vida se capta con el lenguaje. Por eso él es el nuevo dios, él es ese pequeño dios que ha comprendido que la condición de posibilidad de la creación es la caída, y que gracias a la palabra puede hacerse surgir algo. Así, vemos cómo Huidobro destruye el lenguaje, cómo lo lleva hasta lo más primitivo para, desde ahí –desde el caer–, volver a crear. La potencia de su palabra es cósmica, pero no es un cosmos espejeado, sino dado a luz, nuevo. Todo su universo surge de su poesía. “Huidobro era de esos pocos que Platón llama artesanos de nombres, aptos para idear”, para hacer surgir el mundo como una creación, como por arte de magia. Huidobro es un demiurgo. Al igual que el poeta griego, al cantar crea el orden cósmico, es el oráculo cuya palabra echa a andar el mundo en cuanto es dicha: él hace llover. El poeta chileno se alza en contra de la poesía mimética, de la imitación de la naturaleza, y propone ser como ella misma; es decir, “no imitar sus exteriorizaciones sino su poder exteriorizador.”
Huidobro es un gigante cósmico que tiene el poder adánico de la palabra: nombra las cosas y las hace existir. En cuanto dice, sus palabras se vuelven seres independientes, imágenes que, sin embargo, le pertenecen. Sin él no existirían. Huidobro da nombre, crea y posee, juega con conceptos y engendra imágenes, nombra y se convierte en el mago del mundo. Él hizo “un gran ruido y este ruido formó el océano y las olas del océano.” Sin embargo, compite con el primer dios creador: aquel que ha dejado fijados ciertos elementos; él, en cambio, es un pequeño productor que, jugando con la plasticidad, tiene necesariamente que dejar caer para poder crear. Por eso intenta dar muerte a sentidos fijados, deconstruir aquella figura que se ha cristalizado, por eso acepta el descenso; para, desde ahí, poder esbozar otra figura en su constelación y dar vida a su creacionismo. Así, el primer canto de Altazor parte del lenguaje conceptual, discursivo y coherente, para terminar con la completa disolución del concepto, quedándose con la pura imagen acústica. Aquí nos encontramos con la desconfianza en las palabras, esas trampas de luz que asfixian con su peso y saturan con su cerrazón. “Matemos al poeta que nos tiene saturados.” Huidobro deriva el lenguaje, desmenuza el significado para dejarnos frente a lo más primitivo, frente a la imposibilidad de comprender lo que dice y ante la exigencia de escuchar el sonido. Tenemos, pues, una primacía de la sonoridad sobre la literalidad, diríamos que el objeto a se asoma, la materia -significante- adquiere primacía sobre el concepto -significado-. El poeta es un mago, un creador cuya finalidad no es producir una lógica estática de la representación a partir de la equivalencia discursiva entre el significado y el significante; “al poeta debe interesarle ‘el acto creativo y no el de la cristalización’.” Es decir, la poesía de Huidobro es un movimiento que crea y destruye, que abre posibilidades, sin buscar sostener un discurso sobre la Verdad: sabe que todo aquello que se produzca es mera creación, pura ficción. Con la poesía, más bien, pretende ser un pequeño amo, “decir aquellas cosas que nunca se diría sin él.” Vemos, pues, el surgimiento de un nuevo sentido, el génesis del mundo recomienza, se reescribe cuando Huidobro procrea un orden nuevo.
La caída en el paracaídas desbarajusta todas las relaciones admitidas y construye nuevos circuitos de significación, las estrellas huidobrianas generan sus propias constelaciones a partir de la atomización del lenguaje. En el fonema radica la posibilidad de la nueva vida, el renacimiento se da en las ruinas. Huidobro busca romper las estructuras del pensamiento, del significado y del sentido, a partir de choques conceptuales inconmensurables. La poesía de Altazor nos invita –y nos obliga– a “retirarnos a la alquimia más profunda de la palabra e, incluso, abandonar la palabra, reservando así a la poesía su dominio más sagrado.” Podemos decir, pues, que existe una estrecha relación entre el proyecto huidobriano y la asociación libre, ese ejercicio de sonoridades y significantes que, en su devenir, implican una especie de renuncia a la representación del lenguaje y surgen desde los márgenes de la significación, apenas meros balbuceos, ecos, huellas, resabios, fragmentos que sin una identidad preestablecida nombran el derrumbe de la significación, el fracaso de toda pretensión de sentido para irrumpir en ese vacío que se convierte en el deseo mismo de la obra, del cómo decir, del extrañamiento y la perplejidad de no saberse, de no tenerse, de no estar sino extraviado e ese mundo otro de la razón: el mythos, la locura; o de la normatividad y el orden del lenguaje: el caos, la ruptura.
Déjate caer sin parar tu caída sin miedo al fondo de la sombra
Sin miedo al enigma de ti mismo
Acaso encuentres una luz sin noche
Perdida en las grietas de los precipicios
Huidobro es el anti-poeta, es el anticristo nietzscheano que desafía al vacío y se apropia de la vacuidad; es ese que ha llegado para dar muerte a Dios, o al gran Otro, para rebelarse contra una verdad coagulada, inmóvil, inerte. Ahora bien, si dijimos que es la palabra la que crea la realidad, debemos añadir que, si se destruye el lenguaje, también ésta se descompone. Es necesaria la reconstrucción; un nuevo enganche significante. Somos arrojados en paracaídas para luego, con la propulsión de las palabras, ser impulsados hacia un nuevo ascenso. Huidobro “construye la muerte para que al lector le quede sólo la posibilidad de reconstruir la vida.” Primero, el derrumbe del andamio de los huesos, de las vigas del cerebro, luego el ascenso del creacionismo, el superhombre poeta que se impone e impone su acto creador, su parasubidas.
En el quinto canto comienza el campo de lo inexplorado. Una vez que la representación ha muerto, que la vacuidad ha sido restituida como condición de la creación, la potencia creadora encuentra material para la subida. A partir de aquí encontramos el reverso de la muerte: “Se abre la tumba y al fondo se ve una selva de hadas que se fecundan”, se abre la tumba y se encuentra la inmensidad de la potencia vital, inabarcable y descomunal como la poesía huidobriana, que “hace explotar el lenguaje para significar en medio de sus pedazos.” Este canto es la última descarga de sentido, a partir de aquí el sonido será lo privilegiado, y se mostrará lo ilusorio, lo arbitrario del significado pegado al signo. Así, vemos poco a poco cómo la gramática se descompone, cómo el lenguaje se atomiza en retazos de palabras y vibraciones sonoras hasta llegar al canto siete, en el que encontramos sonidos “que afirman y niegan lo que dicen en una escritura que avanza por titubeos. Es la otra ley de la poesía invertida, crítica, que pone en tela de juicio los distintos grados de referencialidad del mundo.” Aquí el lenguaje se ha desarticulado absolutamente, ya no hay posibilidad discursiva o intelectiva, el poema se resiste a ser leído y lo único que le queda al lector es escuchar. Huidobro nos presenta la génesis del lenguaje, su primitivo origen: la vacuidad.
Se esboza, pues,
cómo es que el agujero mismo es condición de la creación y cómo el lenguaje es la
herramienta que tenemos para operar el agenciamiento. Sin el lenguaje no hay…
el mundo es una construcción simbólica y lingüística. Como toda creación, es
una suerte de corte metafórico; corte horizontal, como apunta Deleuze, que
permite que algo surja desde el caos. El poeta, el sujeto po(i)ético, es una
suerte de mago que se agencia la potencia de la vida, se apropia de los
elementos plásticos de su psiquismo para dar lugar a infinitas imágenes, a un
sinnúmero de configuraciones en el caleidoscopio que conforma el mundo
(psíquico). El peligro, dice Deleuze, es que fracase la geología: que los
planos caigan unos sobre otros, que no sean verticales. Esto hace resonancia
con la idea Lacaniana de la metáfora como corte vertical: el puro desplazamiento
de las líneas de fuerza, no es en sí mismo po(i)ético. Es necesario el corte:
que algo quede en alguna medida fijado, agenciado. Que algo se produzca como
diferencia. ¿Cómo, pues, devenir? ¿Qué
es la sublimación y que implicaciones subjetivas puede llegar a tener en la
clínica como proceso de caída/ascenso de la palabra?
[1] Lacan. Seminario 10, clase 18. 16 de enero de 1963. p. 4.
[2] Quignard, Pascal. El odio a la música. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2012. Tr. Margarita Martínez. [Impreso]. p. 15.
[3] Martínez Quintanar, Miguel Ángel. La filosofía de Giles Deleuze: del empirismo trascendental al constructivismo pragmático. Galicia: Universidade de Santiago de Compostela, 2006.
Ana Lucía Rodríguez Fernández: licenciada en Filosofía por la Universidad Iberoamericana, y maestra en “Saberes sobre Subjetividad y Violencia” por el Colegio de Saberes. Actualmente, cursa la especialidad en “Práctica psicoanalítica: posicionamiento ético ante el dolor”, y el doctorado en “Saberes Sobre Subjetividad y Violencia” ─ambos en el Colegio de Saberes─. Cuenta con estudios en el Círculo Psicoanalítico Mexicano, así como en el Nuevo Centro de Estudios de Psicoanálisis (NUCEP), Madrid. Es autora de varios artículos relacionados con la filosofía y con el psicoanálisis.