Cuando me picó la abeja en el cuello no pensé que me iba a morir. Pues quién lo piensa mientras está vivo y contento. El día había comenzado cuando estaba afilando el machete y los colores no habían aparecido todavía. Me acuerdo que el ir y venir de la piedra se amoldaba al sonido de los grillos y del viento. Estaba sentado al filo de una brecha donde iba a pasar la camioneta que me llevaría al trabajo. Como hombre de campo uno está acostumbrado a sorprender al día con la lucidez de sus ojos y el cuerpo embarnecido. Por eso uno es hombre.
Los movimientos suaves de don Ismael no desentonaban con la agilidad de la luz, que invadía la oscuridad de soberana pesadez. Esperaba que el camión fuera un tráiler porque así podía ganar un poco más, aunque el desgaste fuera mayor. “Hay que pagar con el cuerpo para trabajar”, decía, “el trabajo siempre se cobra con lo que uno más quiere”. Se educó con los animales del campo como maestros. La precariedad de su situación contrastaba con su agudeza y cabalidad. Era una persona trabajadora y, para el campo, es decir suficiente.
Cuando escuché el motor me alisté para el trabajo. Tomé la mochila, que un misionero me había regalado en una semana santa, y me fui caminando por la brecha siguiendo el camino hacia el potrero. No sabía en qué rancho nos íbamos iban a meter. Siempre es así.
Parecía que el campo le daba la comodidad de moverse en lo incierto. Ya en la camioneta, el viento de la mañana les movía el cabello a sus dos compadres, que eran los cortadores junto con él; los de la tina, que sólo conocía de vista y en el que iba el hijo de doña Licha; los estibadores, amigos desde siempre; y a los seis cargadores con los que jugaba fútbol los domingos. Ir a trabajar no resultada difícil, cuando menos por la compañía. Se sabía valorado no sólo por el trabajo, sino por quién era.
Mire, cuando el sol no hace sombra la humedad comienza a exigir un poco más, pero sobre todo los mosquitos. Luego nos movimos a otro potrero porque en el primero no habían terminado de llenar el camión, así pasó en dos ocasiones. Ya entradas las seis de la tarde y entre risas y albures, terminamos y nos fuimos a la báscula para recibir el pago. Al despedirme para irme a la casa, sentí un ligero piquete en el cuello, y de un manazo me quité una abeja destripada por el golpe. Esta abeja ya me picó, pero también se la llevó la chingada, cuando escuché un amontonadero de risas por la ligera desgracia. Cuando voltié, mis compadres se estaban tomando la primera cerveza, los vi sonreír, y les di la espalda para irme. Caminé unos diez metros cuando me caí de rodillas, hice que los mirones se quedaran parados y mis conocidos soltaran la carcajada. Mis compadres nada más se miraron entre sí. Me levanté con mucho esfuerzo y me tambaleaba mariado. Sentí cómo la sangre se me ponía helada y hasta el amarillo de la cera en mi rostro. Me acerqué con mis compadres para pedirles que me llevaran a la cruz, pero no más se miraron entre sí viendo su cerveza.
Fui a donde estaba pagando don Remigio y comencé a sentir muchas ganas de vomitar, como si la calaca me estuviera mirando, parecía que traía un letrero de condenado porque el montoncillo de gente que estaba cerca del dinero, se apartó para verme caer. Se arremolinaron en torno a mi cuerpo caído, y lo supe por el murmullo de voces que se fundía en un zumbido en mis oídos. Ese sonido duró muy poco, luego escuche unos pasos que salían aprisa de la oficinita donde pagan, y pensé que habían salido a pedir ayuda. Pero nada. Sólo aparecieron mis compadres con sus cervezas. Me vieron tirado y se echaron un trago sordo. Quise abrir los ojos y hablar, pero ni pude hacer una y otra cosa. Así no más. No pude. Luego un par de chamacos se acercaron para sentarme y, cuando lo hicieron, sentí el peso de mi cuello hinchado y comencé a sentir como si estuviera flotando, pero nada más un ratito porque luego luego sentí la boca amarga y mi saliva me supo como cuando uno toma un montón de café en los velorios, de ese amargo para sentirlo de veras. Al principio pensé que todos estaban reunidos para echar montón y poder ayudarme, como ángeles de pié junto al dios de los cielos, pero casi al mismo tiempo pude ver, ya con los ojos hinchados, los labios blancos y chimosos de quienes dictan una sentencia de muerte. Luego vomité un poco y mi garganta se abrió y comencé a fantasiar con mi tumba, lo primero que dije fue pedir ayuda a mis compadres, “ayúdeme compadre… écheme la mano, lléveme al centro de salud… me estoy muriendo”, mi compadre muy tranquilo me dijo que no podía, que porque no tenía camioneta y que por eso no me llevaba, que además no quería meterse en problemas porque ya ve cómo es la justicia en este lugar, nada más quiere un pretexto para poder meter a la cárcel a quien se deje y él no quería dejarse.
Después de escucharlo pasó algo bien raro, como si me pensamiento resonara en mi cabeza y sin mucho ruido, luego caí en cuenta que mi cuerpo se comenzó a calentar como cuando un foco se va a fundir. Creo que vi las cosas así, bien despacito… como si mi cuerpo comenzara a llenarse de llamas pero sin quemarse y luego me quedé callado, con mucha sed y me quedé dormido envuelto en una cobija negra. Todo lo que podía sentir comenzó a desaparecer con una tibieza bien tranquila, cuando uno llega cansado y se queda viendo nada más las cosas que a uno le gustan. Y luego todo se quedó en silencio, como cuando nada más se escuchaba la piedra en el machete.
Dicen que comenzaba a hablarle a mis padres que se habían muerto ya hace mucho, y que les pedía que fueran por una ambulancia porque no me quería morir. Yo no creo eso, cuando menos no ahora, creo que son chismes de quienes estaban ahí y dicen que no se equivocan al escuchar. Pero cuando uno vuelve de un remolino muy oscuro, uno no se acuerda de mucho. Sólo de algunas cosas. Primero, uno siente lo que está pensando, es como si el pensamiento tuviera peso y pudiera uno palparlo, como cuando uno acaricia una hoja de palma que está apenas creciendo; pero luego, hay una madrugada sin luna, sin voces, ni cantos de pájaros, ni nada. Pero uno siente como relámpagos en su cabeza donde uno ve cosas que ni siquiera se acordaba cuando uno estaba buenisano. Y entre más relámpagos uno tiene, el corazón se va apretando con más fuerza sobre las costillas y uno siente que se cae sin saber cuándo se va a estampar en el suelo. Luego todo en silencio. Sin moverse siquiera como cuando uno sabe que lo van a espantar.
Volví a abrir los ojos y le insistí a quienes estaban por ahí que me llevaran. Y nadie se movió. Cuando respiraba se escuchaba un tiplecito agudo de mi garganta y sentí cómo me levanté de súbito y me puse de pie. Me asusté de ese movimiento y el corazón golpeaba mis oídos. Luego vi el perfil de Luís, olía a mugre y a sudor rezagado. No trabajaba en el campo y sabe dios cómo se mantenía, pero siempre era mal visto en el pueblo porque vivía con su perro y su alma donde la huizachera, un montón de matorrales eran su paisaje y en las noches de lluvia, se escuchaban sus cantos desentonados casi por todo el caserío. Pocos lo querían, pero siempre hablaban de él. Cuando me montó en sus hombros comenzó a decirles no sé qué cosas, pero me imagino que eran puras groserías, además de la madre no sé a quén más de los familiares mencionó. Total. Me llevó al centro de salud casi arrastrándome por el polvo al que iba a regresar y al llegar al médico tuve un profundo deseo de no sentir nada. Ni la comezón en la piel, ni el ardor en el pecho, ni la asfixia, ni la sed que tenía. Pero otra vez, un esfuerzo de no sé dónde me comenzó a mover sin que yo lo quisiera. Sentí unas manos suaves tocar mi garganta y el frío de algo que se ponía en mi pecho, mientras veía puras sombras moverse alrededor mío. Y luego, el recuerdo de la sonrisa de los compadres, de la botella de cerveza, de su líquido moverse en el envase, la boca de don Remigio que decía que no, el vómito que veía salir y estrellarse lento en el piso dibujando quién sabe qué figura y luego, la noche fría.
Ya no sentí nada. Era silencio. Había una oscuridad que apagaba a los cirios pascuales. No me atreví a moverme. No sabía si podía o no. Es como abrir los ojos y no poder ver. Como ciegos. No sentía frío ni miedo. Pensé que estaba muerto. Me habían hablado mucho de eso, pero nunca lo había sentido. Pensé que dios o el diablo estaba por acercarse y nada. No sentía moverme pero sabía que lo estaba haciendo. Abría los ojos con el deseo de captar la luz de una luciérnaga lejana, pero ni eso podía ver. Respiraba con mayor facilidad pero no olía nada. El aroma de la nada es sofocante. Comencé a tener ganas de llorar y sentí cómo en mi nariz se agolpaba un nudo de serpientes. Sentía que era el diablo y comencé a jadear y a moverme de un lado para otro, pero sólo el vacío abrazaba mi cuerpo. Forcé la vista nuevamente y pensé que tanta quietud sólo podía ser la presencia de dios. Agudicé mis oídos para escuchar la música del cielo, esa misma que me dijeron que los ángeles tocaban con enormes trompetas y que hacían retumbar hasta los cerros. Pero no pasó nada. Comencé a sentir que la nada se siente y todo… todo menos algo estaba cerca de mí. No sabía si eso era el infierno o el cielo, si mi pensamiento se había consumido tanto como mi cuerpo. Era inútil esforzarme para ver alguna forma. Inútil ver algún movimiento. Inútil sentir o pensar algo. Solamente el eco de la nada retumbaba y la voz que habla comenzaba a quedarse en silencio. Así… en silencio.
Miguel Ángel Martínez es profesor, investigador y psicoanalista. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Profesor del ITESM, Campus Ciudad de México y en Monterrey. Realiza colaboraciones con el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez y forma parte de la Cátedra UNESCO Ética y Estudios de Paz del Tec Ciudad de México.