Algo de lo indecible debería escribirse, cicatrices
y trabajo de ausencia, en espera de poder decirse en re-presentaciones.
M. de Certeau (1995)
En los años cincuenta llegó mi padre a México, dejando atrás la Europa de la posguerra, con el sueño de que venían tiempos de reparación, de reconstrucción para la humanidad, donde el ser humano iba a construir una historia de esperanza, detrás de tanto sufrimiento. Setenta años después, tengo la triste oportunidad de ver cómo un sueño puede volverse una pesadilla; cómo aquellas ilusiones pueden resquebrajarse ante los signos evidentes de una sociedad que ha dejado que las figuras del miedo, la indiferencia y la violencia ocupen espacios cada vez más decisivos en nuestra cotidianeidad. Este hecho me despierta una primera pregunta: ¿Estaremos a tiempo de salvar esos sueños que acaso, y sobre todo ahora, no serían sólo de mi padre?
En este momento de la historia de la humanidad me parece indispensable reflexionar sobre las traumatizaciones masivas provocadas por las catástrofes sociales que son transmitidas a las generaciones siguientes. Pienso que esto nos hace responsabilizarnos de la transmisión transgeneracional de huellas traumáticas en donde el sufrimiento silenciado por la violencia vivida en una generación, queda inscrita en huellas de memoria que si bien carecen de representaciones en palabras para ser simbolizadas en las siguientes generaciones, la esperanza de la elaboración queda depositada en éstas (Grynberg 2008).
Ello me induce a preguntarme sobre:
A partir de éstas preguntas considero obligatorio reflexionar que ha pasado con el problema del Mal Radical y la Representación Imposible- Prohibida nominada por algunos autores y negativa para otros.
Las catástrofes sociales causan una traumatización masiva en los sujetos que las sufren. La traumatización es extrema, surge la incapacidad de registrar, de darle sentido al acontecimiento por el nivel de desamparo que experimentan, los registros, las representaciones quedan como trazos sin palabras por lo que el trabajo elaborativo y su simbolización en una sola generación es difícil.
Así, muchas veces esta imposibilidad de acceder al proceso de duelo ante lo traumático hace que se delegue a la segunda e incluso hasta la tercera generación, con la esperanza de que, al no ser la generación directamente afectada, tenga mayores posibilidades de llegar a nombrar e historizar aquello que ha quedado silenciado.
En Introducción al narcisismo (1914), Freud señala: “El individuo lleva realmente una existencia doble, en cuanto es fin para sí mismo y eslabón dentro de una cadena de la cual es tributario”. Así el sujeto, en la transmisión generacional, se encuentra dividido entre la exigencia de ser uno en su singularidad y de ser portador de la cicatriz de una marca genealógica que lo ubica como tributario de la especie. El ser humano es portador de las historias y los deseos eróticos y tanáticos que lo anteceden.
Por eso, como dice W. Benjamín (1955): […“No hay documento de cultura que no lo sea a la vez un documento de barbarie. Y así como éste no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de la transmisión a través del cual los unos lo heredan de los otros”…] De esta manera, podríamos pensar que todo proceso cultural es en realidad la historia de la transmisión del proceso establecido entre las representaciones ligadas y no ligadas, entre lo silenciado y lo apalabrado, entre eros y tánatos.
El estudio del acontecer humano en los últimos siglos no deja lugar a duda: la razón que se presentó como mecanismo emancipador ha servido para instrumentar una violencia más efectiva y de mayores alcances. Con esto, el ser humano descubría cómo inclusive la razón con su representación se volvía autodestructiva .
En la segunda Guerra Mundial, tal efecto llega al límite. Así, para Adorno (1969) el lema de la Alemania nazi era: “Ninguno sufrirá hambre, ni frío; quien no obstante lo haga, terminará en un campo de concentración”. Esta sentencia nos muestra claramente como la civilización puede estar al servicio de la barbarie.
El ejemplo de Auschwitz nos muestra el máximo grado de destructividad al que nos ha llevado la modernidad, que no comienza y no termina con los nazis. ¿Por qué consideramos que es el máximo grado de destructividad al que nos ha llevado la modernidad? Porque lo que allí apareció no fue la violencia del hombre con el hombre: apareció lo impensable más allá del odio; apareció el mal radical que tiene que ver con transformar al otro en cosa, primero en plaga o enfermedad y luego en material industrial. Desapareciendo el odio en la mirada (puesto que ya no hay enemigo humano al cual odiar), aparece una mirada indiferente; lo que se ve ya no es un humano, es materia prima.
Desde esta perspectiva, el Holocausto significa una mirada reflexiva a esos mecanismos destructivos inherentes en el ser humano que son parte inevitable del progreso, sus posibles alcances y efectos.
Dice Reyes Mate (2003): “Esos triunfos parciales logrados por el ser humano sobre la barbarie a lo largo de siglos, quedó pulverizada en Auschwitz. No sólo porque el hombre fue capaz de instituir una fábrica de muerte para su semejante, logrando transformar al otro ser humano en cosa, en material industrial. En donde la productividad y la limpieza fue parte del proyecto de muerte, sino porque también fue pensado como un proyecto del olvido. Todo estaba pensado para que no quedara ni rastro, por eso todos tenían que morir y los cadáveres debían ser quemados”. Lo más singular era, como dice el historiador Vidal Naquet, “La negación del crimen dentro del crimen”, para que no hubiera huella en la memoria de la humanidad. Así no sólo se constituía el asesinato colectivo de los sujetos, sino el asesinato de lo simbólico mismo.
Levi (1988) nos narra cómo el SS en Auschwitz dice: “Ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar, el mundo no lo creería”. Cuando hay intento de olvidar, de borrar el acto, cuando no hay rituales colectivos como intentos de elaboración, lo que se inscribe en las siguientes generaciones es el horror, la palabra indecible y el retorno de lo traumático. Esa sensación de silencio nos responsabiliza para pensar lo impensable. Porque la victoria del verdugo es crear ese lugar de horror cuya invocación se vuelve imposible. Esta ruptura entre experiencia y representación, entre experiencia vivida y el relato de la misma (Viñar, 2005).
Sabemos que lo que nos queda para tratar de darle algún sentido al trauma es escuchar los testimonios; es dotar de palabras a lo impensable para bordearlo y darle un sentido, porque si nos callamos no habrá esperanza. Es a posteriori cuando existe la esperanza de darle un proceso de historización a esos huecos de memoria. Evitar la repetición de Auschwitz tiene que significar darle palabras al sufrimiento y no volvernos indiferentes a él. Porque lo que apareció allí no fue la violencia, fue el mal radical que está vinculado con un “más allá” al que podríamos pensar como una desinvestidura de la relación con el objeto: deja de haber relación de objeto bueno-malo, amor-odio. Aquí sucede la experiencia del terror que es el colapso yóico cuando el otro desaparece, se desinviste al objeto y aparece la indiferencia; el otro es transformado en objeto inanimado.
Dicen Winnicott y Lacan que sobre el espejo se provee la matriz simbolizante donde se produce un pilar de humanización: la identificación de lo humano a través del rostro acogedor del progenitor sosteniendo la fragilidad de la indefensión originaria. Es el fundamento que se derrumba en la experiencia del campo de concentración, donde el otro pierde su condición de semejante .(Viñar 2005)
Auschwitz marca algo particular, puesto que ahí no sólo se atentó contra la especie humana al eliminar parte de sí misma, se exterminó la humanidad del hombre que la civilización había alumbrado a lo largo de los siglos. Un crimen contra la especie humana y un crimen con la humanidad del hombre (Reyes Mate 2003).
El proyecto de Auschwitz buscaba asesinar lo simbólico mismo, lo más humano del hombre. Es aquí donde debemos detenernos a pensar como dice Derrida (1995) estamos frente a un Archivo del Mal el cual busca hacer trazo pero a la vez se destruye a sí mismo a través de lo innombrable, frente a los abismos del silencio lo que Jean Luck Nancy llamó La Representación Prohibida (2006). Él consideró que ésta representación no puede tener otro sentido que la imposibilidad o la prohibición, reducir el exterminio a un bloque macizo de presencia significante (un ídolo) como si aún hubiera allí alguna significación posible. Es la presencia plena, espesa, o de una inminencia donde nada se abre y donde nada se aparta, no hay resto, hay un exceso de presencia. Es éste innombrable que se puede convertir, en lo demasiado nombrable de una “esencia” absoluta. Esa es una presencia cerrada, acabada en su orden. No abierta a nada. La representación para que no quede coagulada debe no quedar en la imagen perfecta, sino en una ausencia que permita movimientos de sentidos. La representación de la Shoah no permite ausencia, es presencia pura eso la hace una representación imposible o prohibida en el sentido de suspendida, sorprendida delante de la presencia. La Shoah sometió a la representación a prueba de sí misma; como dar presencia a lo que no es del orden de ella. Por ejemplo se caminaba encima de cadáveres apilados como si fueran cosas, no muertos, la muerte deja de tener una referencia simbólica. Dice Nancy (2006) que La Shoah es el acontecimiento de occidente, su destino y es ahí donde aconteció una crisis en el orden de la representación, lo que queda de inscripción es apenas un soplo y es con apenas ese movimiento que no debemos suspender la reflexión sobre la estupefacción de lo innombrable. Puesto que esto no ha acabado, los genocidios y la destructividad continúan entre nosotros y su vigor mortífero no se atenúa.
Por eso, a pesar de la dificultad de pensar en aquello irrepresentable, tenemos la responsabilidad de hacer un esfuerzo.
Considero que éste tipo de representación nos remite directamente al trabajo que hace la pulsión de muerte en la psique humana.
Pulsión De Muerte, Destructividad, Mal Radical, Banalización del Mal.
Freud (1913), en Tótem y Tabú, nos muestra el parricidio como uno de los temas centrales. Esto plantea el problema del fundamento de los anhelos de muerte y su interrelación con el problema de la ley. Freud consideraba el asesinato del padre el acontecimiento cultural por excelencia, acontecimiento que habría sobrevenido realmente en un pasado remoto, y cuya transmisión filogenética hereditaria resonaría en los seres humanos aún en nuestros días. Hasta ahí, si bien la agresividad y la muerte figuraban como parte del cuadro, no figuraban como fuerzas constitutivas dotadas de basamento pulsional. En 1920, postula la pulsión de muerte a partir de la experiencia traumática de la primera Guerra Mundial. Al escribir sus reflexiones en De guerra y muerte (1915), haber sido testigo de la masacre ejercida en esa guerra debió formar el germen del futuro giro de la teoría. En Más allá del principio del placer introduce su conceptualización sobre la destructividad. Posteriormente a la introducción de la pulsión de muerte, continúa el tema en El Malestar en la cultura (1930), ¿Por qué la guerra?(1932) y el Moisés (1939). Freud escribió estos textos por sus temores respecto al futuro inmediato de la humanidad, ante las amenazas provenientes de los regímenes totalitarios. Pero también expresa su opinión crítica respecto al rol que estaban desempeñando las naciones no directamente involucradas. En el primer prefacio a la tercera parte del escrito sobre Moisés (1939), dice: “Vivimos una época harto extraña. Comprobamos asombrados que el progreso ha concluido un pacto con la barbarie”. Se refería, con gran preocupación, a la indiferencia y complicidad con la que el mundo reaccionaba frente al nazismo.
Freud (1937), en Análisis terminable e interminable, distingue entre dos formas de expresión de la pulsión de muerte: la primera aparece como energía ligada, que puede ser comprendida en términos de culpabilidad y alimenta el afán del autocastigo; esta es una manifestación en donde la pulsión de muerte aparece mezclada con eros, por lo que puede encontrar ligadura. La segunda aparece como energía libre, es la que escapa a toda comprensión y sentido, la que establece la compulsión a la repetición; es silenciosa, es indiferente, busca la no ligadura de los procesos psíquicos.
La agresividad, dice Freud en El Yo y el Ello (1923), es mezcla de pulsiones de vida y de muerte, por eso inclusive el sadismo es un intento de ligadura, de vínculo con el objeto aunque sea a través del odio y el control. Esto tendría que ver con lo que yo nominaré como “La Violencia” (es decir hay ligadura aunque sea a través del odio y el otro es el enemigo pero sigue siendo humano). En lo colectivo, es la agresividad desenfrenada de la masa o de los soldados. En cambio, lo que yo nominaré como “La Destructividad o El mal radical” es el asesinato sin pasión. Green (1990) nos explica que es el crimen en frío, donde el criminal mata a sus víctimas sin tocarlas, como si se tratara de privarlas hasta del goce masoquista que pudieran extraer de sus heridas.
Green (1990) nos sigue explicando que la aniquilación por nadización, con indiferencia, consiste en la desinvestidura brutal -a menudo inconsciente- de aquel que ayer era todavía alguien a quien se estaba ligado por el amor y/o por el odio, y que de la noche a la mañana se cosifica por efecto de una función desobjetalizante. Esto quiere decir que la pulsión de muerte obra cada vez que los objetos de la psique pierden singularidad, para ir siendo progresivamente reducidos a un estatuto anónimo y en última instancia, no humano. Eso hicieron los nazis. Primero le llamaron a los judíos sub-humanos (Untermenschen) y luego, fueron mirados como “mercadería” que había que procesar y vender en las mejores condiciones de rendimiento y de ganancia. El Mal es insensible al dolor del otro, por eso es el Mal. O más aún: prefiere ignorarlo. En esta forma de acción del mal, se piensa que una vez vencido y exterminado éste, reinarán sin rival la felicidad y el Bien. Así la culpa desaparece, porque las acciones más destructoras son acciones purificadoras. Amar el mal sin remordimiento se funda en la certidumbre de asegurar el triunfo definitivo del bien. Así la culpa desaparece porque las acciones más destructoras son acciones purificadoras. Amar el mal sin remordimiento se funda en la certidumbre de asegurar el triunfo definitivo del bien.
Esa es la destructividad desplegada en el nazismo. “El horror de la Shoa reside en reconocer que los crímenes fueron cometidos por nuestros dobles, y que las monstruosidades se llevaron a cabo por hombres ordinarios en nombre de la Kultur, seres humanosdentro de los cualesconvivían armónicamente dos facetas: El eficiente ejecutor de la “Solución Final”, que al mismo tiempo es un padre amoroso para con sus hijos y se conmueve hasta las lágrimas escuchando a Mozart (Kijak 2005). Esto tiene que ver con lo que Arendt (1974) postula como la banalidad del mal (que es un estilo de ejercer el mal radical): los individuos que cometen actos monstruosos no necesariamente tienen motivos malignos. Son individuos movidos por el deseo de complacer a sus jefes, pueden cometer los actos más horrendos. Lo aterrador de las condiciones burocráticas de la modernidad es que éstas incrementan este tipo de mal, siendo una posibilidad activa aun después de la desaparición de los regimenes totalitarios. Desde este entendimiento del mal, los verdaderos hombres peligrosos son los hombres comunes.
Dice Agamben (1998) que después de la shoa el paradigma político de occidente no era ya la ciudad, sino el campo de concentración. Dice, pasamos de Atenas a Auschwitz. Para entender a que se refiere Agamben escuchemos que significaba entrar al campo de concentración intentaré vincular esta descripción de los sobrevivientes en las similitudes con el hombre común de nuestro tiempo. Escuchemos primero cuando Levi (1988) se pregunta ¿Dónde está el mal?, al intentar una respuesta se tropieza no sólo con los carceleros sino también con sus propios compañeros. Dice: “Las primeras amenazas y golpes no venían de los SS, sino de los otros prisioneros. El mundo del Lager se volvía indescifrable, todo perdía sus límites, todo era confuso”. Entrar al campo era caer en una soledad abismal, era perder el nombre y el sentido. El cuerpo sensible se ha diluido en el anonimato y el otro humano que es condición de la propia humanidad, ha desaparecido como tal. Antelme (1957) decía: “En el mundo concentracionario uno se sentía negado como hombre y como miembro de la especie humana”.
Antelme (1957), dice: “Siempre nos estremecemos por no ser más que tubos de sopa, algo que se llena de agua y mea mucho”. Aquí ya no cabe considerar un cuerpo propio, aparece la extrañeza de la impropiedad del cuerpo propio; el Lager, una máquina de destrucción de la subjetividad. El cuerpo del recluido se queda sin identidad, deja de ser un cuerpo simbolizado y se convierte en pura carne desnuda. Es un cuerpo sin sujeto o al borde de perderlo. El mundo del Lager anula el mundo del sujeto, aniquila su identidad. En el Lager se pierde el pasado, se pierde el nombre, se adquiere un número tatuado que es el nombre de quien se ha convertido en cualquiera (hombre sin cualidades, sólo nombrable en el reino de la cantidad).
Los campos destruyen el tiempo. Borrado el pasado, de la vida previa a la reclusión: exclusión del futuro, como proyecto de la vida posterior del Lager. Sólo queda el presente, absolutizado.
Ése es el sujeto que da paso a la masa de carne orgánica. Mundo no pensado y apenas dicho: mundo silencioso, en el que la palabra figura como cuerpo extraño. Ignorando los fundamentos y las leyes de la sociedad hay una mirada indiferente frente a la muerte. Ya ni siquiera existe la distinción entre lo vivo y lo muerto, se difumina la frontera entre el vivo y el cadáver. En el terror no se piensa: se sobrevive o se sucumbe; sólo en el segundo momento del trauma –a posteriori- es que se puede elaborar.
Auschwitz nos hizo enfrentar la manera en que la pulsión de muerte inherente en el ser humano puede mostrarse “más allá de lo pensable”, en un acto masivo como energía libre; es decir, se logra un asesinato masivo sin pasión, en frío, indiferente, pulsión silenciosa, que es la que escapa a toda comprensión y sentido, es la que establece la compulsión a la repetición; actuada por hombres comunes. Es decir, lo singular y terrorífico de la Shoa radica en que se actúa masivamente esa forma de expresión de la pulsión de muerte “La Destructividad o el Mal Radical”( Grynberg 2008).
La humanidad después de Auschwitz
Como psicoanalistas sabemos que “el porvenir es el pasado que vuelve”. El horror de Auschwitz permanece inscrito en el silencio. Las generaciones anteriores no han podido hacer palabra de lo siniestro. Auschwitz ha calcinado las palabras que portan el sentido y logran los procesos de simbolización. ¿Cómo recobrar la esperanza frente al sentido destruido?
Después del Holocausto pareciera que algunos de los mecanismos propios del sistema concentracionario siguen entre nosotros: a) La masificación (Zac-Grinfeld 1982) que lleva al vaciamiento de la identidad y a la soledad. A la pérdida de la subjetividad donde aparece el cuerpo sin sujeto o a punto de perderlo, b) La “superficialización” (Zac-Grinfeld 1982), que explica como podemos ver en la televisión masacres, actos terroristas, incontables formas de muerte, al mismo tiempo que comemos cereal con leche y continuamos con lo cotidiano. Vivimos en tiempos en que el sujeto es amenazado constantemente por la violencia, el terrorismo, los secuestros… Pareciera que atravesamos por la civilización del trauma, que ya no se trata del malestar de la civilización, sino que el trauma es la civilización de nuestro tiempo (Torres 2006). El trauma es la manera en que el sin-sentido se expresa en nuestra época, puesto que en el terror no se piensa: se sobrevive o se sucumbe. Mundo en donde la palabra simbólica figura como cuerpo extraño y el individuo tiende a la superficialización como defensa.
Incluso pareciera que, a partir de la Shoa, la mirada estética del cuerpo sufrió una modificación puesto que nos parecen estéticos y “de moda” los cuerpos que nos recuerdan a los del campo de concentración. Cuerpos que parecen tubos que se llenan de pura agua y no retienen nada, cuerpos sin sujeto, cuyas miradas parecen vacías. Recordemos solamente la delgadez extrema y la expresión de la mirada que en la actualidad podemos observar en de un gran número de modelos, actrices y en gente común.
La juventud de hoy es una juventud melancolizada que no adopta la forma de depresión sino de apatía, de desinterés. Melancolía más difícil de elaborar puesto que aparece, como diría Green, en blanco; no se nota y por eso es más peligrosa, es silenciosa, es la que lleva al sin–sentido. Hay una sensación de masificación, de buscar ser pensados por otros y de miedo a pensar por sí mismos. Han buscado perder la subjetividad, el nombre, han buscado ser uno más en la masa. Se han convertido en hombres sin cualidades, solo nombrables en el reino de la cantidad “seres estandarizados”. Debemos recuperar la realidad de enfrentarnos a esos huecos de memoria para intentar tramitarlos a representaciones palabras que permitan restituir el derecho a pensar.
Pareciera inevitable afirmar que algún cambio psíquico se estableció en lo humano a partir del Holocausto. Freud dice, que cada cierto número de generaciones se modifica el Otro prehistórico. ¿Estaremos siendo testigos de ese cambio? ¿Habrá habido un trastocamiento de la represión primaria y en ese sentido una modificación en el Otro prehistórico? Y desde allí, ¿se habrá dado un cambio en la estructura psíquica en relación con la ley y la prohibición, donde hoy todo parece posible y la ética y la ley a veces parecen tambalearse? Por eso es indispensable, como psicoanalistas, pensar en la Shoah y su transmisión para entender lo que hoy observamos en este ser humano que parece autodestruirse ¿Encontraremos caminos, tanto en lo singular como en lo colectivo, para simbolizar lo traumático?
Cada vez más, nos ocupamos de pacientes que no tienen palabras para nombrar lo que les pasa; lo más verdadero que sienten dentro de sí es el vacío, el sin- sentido y presentan grandes dificultades en constituir una subjetividad. Como dice Mc. Dougall(1990), algunos de estos pacientes ni siquiera presentan actos-síntomas; su síntoma es la “normalidad” en la que viven, se conducen como si se tratara de robots programados. En estos casos el individuo tiene la certeza de ser “normal”, para éste sujeto ser normal es “estar en el orden; es pertenecer a la masa sin cuestionarse nada”. Estos sujetos podrían recordarnos lo que Arendt (1974) dijo que era la personalidad de los burócratas: seres ordinarios que sólo cumplen órdenes. Como sostiene Linares(2005) a través de las palabras de Günter Andres (2003), hoy en día vivimos en “la tecnificación de la existencia”, esto es, que todos nosotros sin saberlo, cual piezas de una máquina, podríamos vernos en acciones tan destructivas como las que Eichmann ( uno de los principales colaboradores en las deportaciones de los campos de concentración nazis) perpetró en nombre de sus “deberes”, de su obediencia pasiva. Estos actos son más funestos en tanto las condiciones que los hicieron posibles no han desaparecido, al contrario, se han reforzado. Eichmann decía: “Pero yo sólo fui una pieza de aquella máquina, por lo tanto no soy culpable”. Andres sostenía que todos somos ahora “Hijos del mundo de Eichmann” y no herederos de la conciencia atormentada del piloto Claude Eatherly (piloto del avión que lanzó la bomba de Hiroshima), quien dijo: “Si podemos volvernos culpables actuando como piezas de una máquina, entonces debemos negarnos a ser piezas de esa máquina”. Sin embargo, las ideas de quienes se salen del sistema son un peligro para la masa y esto tiende a alienarlos. Ya Freud (1921) nos decía en Psicología de las masas que la racionalidad del individuo a solas se disuelve en la hipnosis de la multitud: la verdad masiva asesina la verdad singular. La masa rechaza la capacidad del hombre de tener una palabra propia y creativa. Por eso, frente a la masificación de la barbarie debemos luchar por rescatar el carácter central de la singularidad.
El ser humano de hoy convive indiferente con el horror, ha establecido un sistema social donde la masificación y la superficialización son mecanismos cotidianamente presentes; en una sociedad burocratizada, apática, superflua que busca no pensar, poniendo en riesgo la subjetividad y transformando la mirada estética de los cuerpos, apareciendo bellos y de moda los cuerpos que recuerdan a los de los campos de concentración. Esta transformación, hace tomar lo tanático por hermoso y así el trauma es la manera en que el sin- sentido se expresa en nuestra época.
En nuestro país uno de los acontecimientos paradigmáticos donde tenemos un ejemplo ominoso de esa repetición de destructividad, es Ayotzinapa. Nadie sabe que pasó realmente aquella noche, todo quedó oculto solo estamos seguros que desaparecieron a 43 muchachos. Lo interesante a revisar para la investigación no es lo que materialmente pasó en Ayotzinapa sino como se construyó el acontecimiento en el discurso público, en las noticias y los medios es decir reflexionar sobre “La verdad histórica construida”. En la verdades históricas como en los síntomas lo que importa es entre lo que se oculta y lo que se dice en el discurso, nunca es casualidad lo que se borda específicamente en un acontecimiento. Eso que se transmite y marca en el discurso. Algo que se repitió constantemente en el acontecimiento de Iguala es “Todos somos Ayotizinapa” es decir es un acto histórico paradigmático, que al usar esa frase se está dando el sentido que todos estamos involucrados, todos fuimos lastimados, a todos nos están mostrando lo que son capaces de hacerle a cualquiera. Dice Escalante “2019” que el origen de éste lema es uno de los lemas del 68 francés “Todos somos judíos alemanes”. Frente a esta frases me parece importante revisar la construcción del discurso y como se establece “el acontecimiento histórico” como repetición de otras masacres unos dicen que Ayotzinapa es una repetición de la masacre de Tlatelolco en ambos episodios eran jóvenes estudiantes y Escalante (2019) propone que no necesariamente muertos por sicarios sino por la policía municipal y quizás el ejército, un acontecimiento de Estado contra gente común como en Tlatelolco y como en Auschwitz.
Éste evento en el discurso tiene varias aristas que nos recuerda al régimen nazi que por decreto desapareció seres humanos como sucedió con los normalistas. Esos muchachos tuvieron un destino, que nos enmudece y que nos llevó a destapar el horror; fosas y fosas comunes llenas de huesos apilados. Resulta que no eran solamente aquellos 43 sino miles y miles de desaparecidos ¿Qué se ha estado tejiendo en nuestro país silenciosa y fríamente?
El acontecimiento histórico de lo que sucedió en Ayotzinapa es lo que queda inscrito en el inconciente , es esa verdad organizada para ocultar y al mismo tiempo para mostrar la verdad. Ese discurso nos recuerda los mecanismos utilizados por los Nazis. El acontecimiento histórico es que “Los jóvenes normalistas fueron masificados, obligados a caminar varios kilómetros hasta el lugar donde se tenía orden de desaparecerlos. Esto recuerda la forma en que los destinados a morir en Auschwitz hacían la caminata llamada “la marcha de la muerte”. Los jóvenes normalistas dejaron de ser humanos para esos asesinos. Dice el discurso que se convirtieron en basura, desechos que había que quemar. La indiferencia que produce la destructividad los convirtió frente a la mirada de esos asesinos no en “cosa” sino aún más en reducirlos a nada, des-a-pa-re-cer-los. Convertir a una persona en cenizas que se llevó un río. Ni siquiera en un cadáver, sino en ausencia y punto. No hay límites en la destructividad, se desafía la razón. La banalidad del mal surge cuando los hombres se han vuelto superficiales, son parte de la masa, hay un vaciamiento de la identidad y sólo cumplen órdenes así actuaron los asesinos de éstos muchachos. Ayotzinapa es paradigmático porque nos despertó a ver el nivel de destructividad al que había llegado nuestro país y en el que estamos cotidianamente inmersos.
Por eso, vuelvo a enfatizar frente a la masificación de la barbarie debemos luchar por rescatar el carácter central de la singularidad y la construcción de la subjetividad.
En este sentido, la época actual merece nuestro mayor interés. Ayotzinapa, los cuerpos que no importan (Butler 2006), las vidas desperdiciadas “residuos humanos” (Bauman 2005) los excluidos, los desempleados (Dejours 2013). Todos ellos representan claramente el resquebrejamiento de nuestra sociedad, son considerados residuos de la sociedad, desechos. Como si fueran solamente parte de una producción, una vez obtenido el producto ya no se requieren son rechazados, excluidos . Se vuelven una especie de daños colaterales.
Como psicoanalistas, desde lo singular, debemos buscar que el sujeto intente simbolizar esa historia transgeneracional que en él ha quedado inscrita a través de huellas de memoria. En la transmisión del silencio ocurre un quiebre entre representación cosa y representación palabra, el lenguaje se transforma en una especie de trámite burocrático sin estar anclado a lo subjetivo. Por ello es preciso que, a través del proceso transferencial, se intente singularizar su historia, que el sujeto pueda diferenciar entre lo que es de él y lo que le pertenece a las otras generaciones; hacer un trabajo psíquico que logre construir historizaciones simbolizantes que den lugar a la subjetivización .
Me parece que el bebé humano de hoy, hijo del trauma de los padres y abuelos del ayer, exige una especial escucha. La fuerte presencia de lo tanático y los mecanismos para escapar de ello nos llevan a echar una mirada hacia un riesgoso futuro.
En lo colectivo, como parte de la especie humana, los psicoanalistas tenemos la responsabilidad de contribuir a historizar esos huecos silenciosos(representaciones imposibles o en negativo) que nos ha dejado la transmisión del terror causado por la destructividad.
Debemos recordar que, en lo colectivo, no hay elaboración posible para uno solo, el duelo es asunto de todos. No hay camino del silencio a la palabra que no pase por el encuentro con los otros, puntualizando que el mal no sólo está en el otro, concientizándonos en cómo la destructividad habita dentro de cada uno de nosotros y reflexionando desde lo inconsciente sobre cómo las pulsiones trabajan en el proceso del Mal. A pesar de saber que siempre quedará un resto no representado del silencio que el mal establece, es imprescindible tratar de darle una ligadura que le permita al hombre tener la esperanza de no destruirse. Reconocer la memoria de la maldad es un modo de preservar la bondad que habita en el corazón humano (Foster 1999). En términos psicoanalíticos: el trabajo de las pulsiones es el que decidirá si gana eros, y en ese sentido la mezcla, la ligadura, la palabra creativa que logre un futuro esperanzador, o que gane tánatos y aparezca la no ligadura, el silencio, el Mal.
Bibliografía
Psicoanalista titular en funciones didácticas de la Sociedad Freudiana de la Ciudad de México (SFCM) Miembro del International Psychoanalytical Association (IPA) Maestría en Psicología por la Universidad Iberoamericana (UIA)