La autoridad de las leyes

Francisco Santamaría

En los tiempos de Homero, la humanidad se ofrecía
como espectáculo a los dioses del Olimpo; ahora se ha hecho un espectáculo para sí misma.
Se ha vuelto tan ajena a sí misma que consigue vivir su propia destrucción
como un goce estético de primer orden.
Walter Benjamin.

I

No existe derecho sin fuerza. De ella surge y con ella se conserva. La obediencia al derecho no es accidente sino sustancia. Sin embargo, el analizar los los modos concretos mediante los cuales la ley se asegura su obediencia es, sin duda, una cuestión más espinosa. Un buen ejemplo de ello es la labor del juez. Como órgano jurisdicente se le encomienda decir el derecho, pero para ello no le basta dar golpes secos y fugaces. En realidad, tiene que mostrar sus razones, debe argumentar, persuadir y convencer. Podríamos imaginarlo como un tejedor que va hilando, hebra por hebra, una red de destino. En igual medida, el juicio funciona como emplazamiento para que la trama se desarrolle. La sala de audiencias, su mobiliario, la disposición de los actores, todo es montaje, escenificación y puesta en acto que va preparando la decisión. En el momento cumbre, sin embargo, hacia el final del veredicto, las razones se retiran y el decir del juez se impone con toda su dureza. No pregunta opinión ni parecer. Ni siquiera busca aceptación, sino resignada obediencia.

Este desarrollo que se da en los juicios en realidad refleja la estructura del derecho actual. Como fenómeno moderno, ciertamente, requiere apelar a razones. Ese es el corazón de los juicios de amparo: que los actos de autoridad estén motivados (por la razón)1. Sin embargo –y a pesar de esta suerte de encubrimiento- su poder radica en su imperar. En esta capacidad de hacerse obedecer que le asegura seguir rigiendo como amo y señor. Cierta insuficiencia de nuestro lenguaje nos dificulta recorrer la complejidad del ensayo de Benjamin que dedica a la violencia, pero que en este aspecto resulta crucial. Gewalt no significa en alemán la violencia que se reduce a la fuerza, sino más bien refiere a la violencia legítima, es decir, aquella capaz de imperar. Por eso Gewalt es fuerza, violencia y poder al mismo tiempo. En tal sentido, la crítica que el derecho reclama para sí pasa necesariamente por la crítica de los modos violentos que aseguran su potestad.

Derecho y violencia mantienen una relación tan íntima que parece estar fuera de toda discusión. Más allá de los diferentes enfoques dependiendo la corriente iusfilosófica que se adopte, todas ellas coinciden en considerar al derecho un medio violento. Las diferencias, quizá, podrían explicarse desde una cuestión de grados: qué tanta violencia se tolera, con relación a qué fines. Incluso, desde la escuela escandinava del realismo jurídico hayamos una osada definición: el derecho es miedo. Karl Olivecrona2, -representante de esta corriente-, no tiene empacho en advertir el despropósito de ir en busca de un origen de las normas o de buscar los motivos metafísicos que las fundaron. Para este autor, la obediencia al derecho no apela a las razones, sino se constriñe al temor que nos infunde su transgresión. Un temor que, además, en algún punto de la Historia, se anidó en lo más profundo de nuestras almas y nos sujeta a sus leyes de formas, incluso, inconscientes. Mas, ¿qué tanto el derecho es reductible al miedo? ¿No será mejor considerar el miedo como uno más de los muchos afectos que genera?

Sin duda, la obediencia que reclama la ley se apoya en el temor al castigo, pero los modos en que se articulan derecho y violencia parecen ser más complejos y difusos que esta simple sujeción. Aquel que piense que la ley avanza soportándose en la pena y la coerción estaría equivocado, o por lo menos reduciendo los alcances de una crítica seria. Si fuera así, la ley no mostraría tanto su fuerza como su debilidad. No se trata de desnuda fuerza, pues si fuera así su transgresión únicamente dependería de la voluntad de aquel que cobre el valor suficiente para desafiarla. Es esta la razón por la que el gran criminal causa tanta fascinación, porque, al colocarse él mismo en posición de instaurar un nuevo derecho, señala el punto de debilidad del ordenamiento. La obediencia al derecho, en realidad, presenta mayor complejidad. Vuelvo otra vez sobre la condición polisémica de la Gewalt. Los modos violentos que la ley despliega no pueden ser reducidos a la noción de fuerza. Sus artilugios y mecanismos son más finos. Ella se arropa con una especie de magia; un aura, quizá sea más preciso decir. Una lejanía que, hacía atrás y hacía delante, logra perpetuar su mandato en base a su idolatría. Lo vemos en las salas de audiencia. Por un lado, los rostros aterrados de quienes sienten caer sobre sus hombros la desazón de la ley. Pero, por otro, la esperanza de quienes confían, de quienes esperan un atisbo de justicia, un resarcimiento o, por lo menos, restituir la promesa de una civilidad posible.

Tanto el miedo como la esperanza son dos recursos que el derecho pone en marcha para su conservación. Ambos muestran que la autoridad de las leyes no depende tanto de sus razones como de la carga afectiva con la que se ligan sus súbditos. El miedo sería la herramienta predilecta del iuspositivismo, la esperanza la del iusnaturalismo. En realidad, ambos convergen en todo derecho y entre ellos habría un compromiso secreto para asegurar el imperio de la ley.

II

¿A qué le tememos? Aparentemente a las formas más cruentas del castigo, desde la pérdida del patrimonio hasta la tortura, la cárcel y, en ciertos lugares, la muerte. Pero todas estas son formas o manifestaciones que nos remiten a un imaginario demoniaco. Si hacemos caso a Freud, el miedo, a diferencia de la angustia, requiere de un objeto; se liga a una representación. Por eso, el tino de Hobbes para encontrar en el Leviatán la figura perfecta para una monstruosidad proteica que el derecho necesita postular. La bestia puede imponer la ley, sancionarla, aterrorizar al cobarde y amenazar al valiente. Solo ella puede controlar un estado de naturaleza donde reinan los impulsos violentos de una animalidad sin límite.

Por el otro lado, la esperanza de una vida común, de un futuro prominente, o de la paz perpetua, no apelaría a una estructura distinta. El derecho aquí también necesita postular una soberanía por sobre la ley. Si la bestia es potencia, ésta también lo es; e incluso superior. Una potencia más poderosa que cualquier otra en el mundo. Una que, por cuestión lógica, tendría que ser ella misma incondicionada e indivisible, pues solo así podría regir sobre lo condicionado y lo divisible. De ahí el movimiento platónico de recurrir a un garante externo. “Dios debería ser la medida de todas las cosas”, nos dice Platón en las Leyes; un dios al que, por cierto, acompaña la diosa justicia “que castiga a los que han faltado a la ley divina, [a quien] creído que no necesita gobernante ni guía alguno […] queda abandonado, desierto de dios”.3

Claro que con el andar de la historia y, muy particularmente en el clivaje que se da del siglo XV al XVI, la soberanía tuvo que desembarazarse de su pasado divino. Diríamos que el momento cartesiano hirió profundamente a este garante omnipotente. Algunos incluso anunciarían -de forma apresurada- su muerte, pero en realidad se trató de un ajuste. Si bien se clausuró la trascendencia o el topus uranus, la soberanía nunca renunció a su imperio, simplemente tuvo que buscar los mecanismos para articularse en el campo profano de la historia. En todo caso se trataría de un cambio topográfico. A partir del surgimiento de un sujeto capaz de pronunciar un Yo, la soberanía anidó en lo profundo de la res cogitans. Por ello, en el derecho moderno, el sujeto está invariablemente ligado a su autonomía y capacidad para autodeterminarse, pues es en esta medida que puede expresar su libertad recién descubierta.

Dos cosas llenan el ánimo de admiración y veneración siempre nuevas y crecientes, cuan mayor es la frecuencia y persistencia con que reflexionamos en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí.4

Esta nueva disposición, sin embargo, nos da cuenta de hasta qué punto se mantuvo una relación ambivalente con la metafísica. Kant, por ejemplo, sabía que la razón teórica requiere postular la facultad de lo incondicionado a fin de lograr la unidad que permita la construcción de la síntesis última, siendo las ideas de alma, mundo y Dios no objetos de conocimiento sino necesidades prácticas de la razón. De igual forma, la conciencia moral es la presencia de lo absoluto en el hombre. Lo que nos llevaría a pensar que la ley mantendría su condición de extrañeza respecto a uno mismo.

Este trazado superficial, se esboza simplemente para mostrar el traslado de la soberanía, de un soporte divino a uno racional, pero su lógica es la misma. La ley requiere postular algo afuera de ella o, mejor dicho, por sobre ella. Una representación a la que se le tema y se le venere por igual. De ahí que, si dijimos que el temor sería el recurso predilecto del iuspositivismo y la esperanza el del iusnaturalismo, lo cierto es que no hay derecho que pueda prescindir de alguno de ellos. Al contrario, existe una fascinante complicidad. Así, sin importar su diferente enfoque, positivismo y naturalismo coinciden en que, a través del afecto, la ley se asegura su cumplimiento. Benjamin lo habría advertido, ya que en Para la crítica para la violencia, derecho natural y derecho positivo se configuran como dos polos de una antinomia que, no obstante, encarnan la misma paradoja, la imposibilidad de pensar la violencia por fuera de la dialéctica medios-fines.

Las dos escuelas se encuentran en el común dogma fundamental: los fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, los medios legítimos pueden ser empleados al servicio de fines justos.5

III

Ahora, por más monstruosa o más sagrada que sea la representación que sostiene la ley, nada le garantiza su cumplimiento. Su fuerza adhesiva depende de una estructura paradojal. Si, por un lado, comanda la producción de sentido, ordena mundo y establece las condiciones de su representación, por otro, debe permanecer incognoscible. Su legitimidad no requiere invocar las razones que fundaron la relación entre ella y sus súbditos, sino, por el contrario, excluirlas. Esto porque si emprendemos una crítica de la violencia (Gewalt) como la que realizó Benjamin, es decir, aquella que no se detiene en la ordenación a fines naturales o en la justicia de los medios, advertiríamos que la violencia propia de la ley no se justifica por nada que orbite al exterior de sí misma. Lo anterior resulta de la lógica que la gobierna. En efecto, si el acto instituyente no puede sino autodefinirse, en la base hay un círculo en virtud del cual la autoridad de la ley deviene el fundamento del mismo principio de legitimidad que la autoriza6. Nada podría determinar de antemano el contenido de sus razones. De modo que a su fundamento solo puede corresponderle – a posteriori– un acto de poder.

“Creación de derecho es creación de poder”.7

Por eso Derrida advierte que la ley es violenta en su propia imposibilidad de comprensión. Nunca podemos remontarnos a su origen, y de ahí que su aplicación sea un acto siempre interpretativo. En cuanto fundadora, la violencia instituyente abandona su presencia para dar paso a la representación; y es, en este movimiento, que se produce el olvido de la violencia originaria.8 Esta operación amnésica le confiere a la ley un plus de poder, es su fundamento místico;9 logra imponer la creencia como estructura. La ley se obedece porque se cree en ella.

La creencia hay que entenderla en el más literal de los significados: como algo no sabido pero que se considera verdadero o probable. En todo caso, es este no saber lo que debemos destacar, pues se anuncia una hiancia; un agujero que impide que la ley llegue alguna vez a estar plenamente constituida. De ahí su perpetuo proceso de legitimación. Lo que se suele pasar por alto en la crítica de la violencia es este hiato que inaugura una dialéctica interminable entre fundación y conservación. El estado le teme a la huelga, al derecho de guerra y al gran criminal por su potencial instituyente. Pero al hacer frente a estas violencias usurpadoras, el momento conservador repite y renueva el momento inaugural de la propia ley. Al tratarse de un círculo de posición y re-posición del derecho, el soberano mítico en realidad no se halla por fuera -o por sobre- el orden instituido, sino que él mismo se encuentra ceñido a la banda de la ley. Por eso su soberanía es falsa, es ficción y simulación.

El derecho es violencia mítica porque, al intentar imitar a los dioses, deviene en idolatría. Su mecanismo consiste en encubrir y negar su carácter de mera representación, inevitablemente impotente y radicalmente injusto. Aunque él mismo quisiera arrogarse las credenciales de racionalidad no puede recusar su pasado mítico. Pretende copiar cierta legalidad divina, pero “la iterabilidad [como estructura] impide en estricto rigor que haya puros y grandes fundadores, iniciadores, legisladores”.10 Quizá su única verdad es poner en marcha un simulacro. Uno en que la vida se marchita y se apaga sin aparente salida.11 El derecho es círculo mítico y orden del destino.

IV

El genio de Benjamin no requirió apreciar las peores crueldades del régimen nazi para percibir, veinte años antes, esta putrefacción12 en el derecho. Pero fue en este momento de la Historia en que el desfondamiento del orden jurídico se mostró con mayor claridad. Al instituirse los Tribunales de Nuremberg -como tribunales ad hoc para juzgar los crímenes del nazismo-, no faltaba razón a la defensa de los acusados en su argumento central: el acatamiento a órdenes superiores13. Si en la dogmática jurídico penal -de gran raigambre alemana- el cumplimiento de un deber justifica la realización de una conducta típica, no existía entonces la posibilidad de juzgar negativamente los actos cometidos -por lo menos en los mandos medios- sin, al mismo tiempo, impugnar la totalidad del ordenamiento vigente. Lo que advirtió la comunidad jurídica fue el desenmascaramiento del derecho14, es decir, su desnuda violencia. Ante tal encrucijada, la solución apareció en lo que hoy conocemos como fórmula Radbruch, la cual reza: la validez de las normas jurídicas no depende de la justicia o injusticia de su contenido, salvo que éste sea insoportablemente injusto.15

Obsérvese que, en realidad, se trató de un nuevo acto de fe. El impass al que se enfrentaban los Tribunales hizo notar que no era posible hacer depender el derecho de sus propios caprichos. Si bien el mecanismo se había mostrado intolerablemente transparente y los grandes soberanos –Dios y la razón- habían exhibido su debilidad, lejos estábamos de dirigirnos al final de lo jurídico; por el contrario, es ahora que asistimos a su máxima celebración. La fórmula Radbruch fue la forma precaria y momentánea que nos permitió salir del atolladero, pero el trabajo jurídico que siguió a la posguerra requería rearmar el dispositivo y para ello tuvo que salir en la búsqueda de un nuevo referente.

V

Ahora, el reto del ordenamiento legal no consistía en evocar un nuevo referente soberano lo suficientemente potente para recuperar la creencia y la confianza que los acontecimientos atroces habían minado, sino que este nuevo referente debía ajustarse a las condiciones de espacialidad y temporalidad que, para la segunda mitad del S. XX, habían mutado profusamente. En la realidad de un capitalismo avanzado, en el que personas y mercancías fluyen en espacios extendidos, fragmentados y deslocalizados, así como un tiempo radicalmente dilatado y acelerado, las viejas formas de pensar la soberanía resultaban claramente insuficientes. Hasta ese entonces, el discurso del derecho pensaba el espacio circunscrito al Estado Nación. Bajo esta representación, el principio de territorialidad legitimaba el ejercicio del poder soberano, lo que dio lugar a una geometría en el que las fronteras, no únicamente adquieren una función cartográfica, sino que se transforman en la condición indispensable para una relación política. El recorte territorial establece un orden inteligible que separaba lo público y lo privado, al nacional y al extranjero. El lugar se vuelve portador de la identidad, o lo que es lo mismo, el habitante adquiere una pertenencia administrativa ligada a la organización del espacio, ya sea provincia, región o departamento. En otras palabras, la creación del territorio habilitaba la posibilidad del surgimiento de una ciudadanía definida por el suelo, y era el suelo el lugar desde el cual esta ciudadanía anunciaba sus aspiraciones de libertad e igualdad. No en balde La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 expresa el ideal de un espacio político homogéneo, integrador y asimilador. La idea del territorio puesta en el Estado Nación permitía unificar y hacer coincidir un poder político, una legislación, una identificación social y un mercado. No obstante, este último elemento, tenía la suficiente volatilidad para hacer tambalear los cimientos.

La acumulación de capital se nutre necesariamente de las desigualdades sociales y espaciales, con lo cual, desde finales del S. XIX, con la intensificación del colonialismo, la idea del territorio y sus aspiraciones democráticas empiezan a agrietarse ante la exacerbación de un mercado que, por su propio metabolismo, desbordaba los límites fronterizos. Como fenómeno económico, el colonialismo originó la no coincidencia del mercado. Los espacios de las materias primas y la mano de obra ya no correspondían al del intercambio de mercancías y al de las ganancias. Por supuesto, esta fractura territorial, palpable en el campo económico, se trasladó a las diferentes esferas de lo humano: lo político, lo jurídico, lo social, etc. Gran Bretaña, Francia, Bélgica y otras potencias europeas experimentaron un crecimiento sin precedentes en kilómetros cuadrados, pero esta extensión no únicamente se medía en superficie, sino también en un gran número de personas, lenguas, culturas e historias que, de un momento a otro, pasaban a integrar el espacio público. Ello no implicó, sin embargo, la proliferación de lo plural o la convivencia de lo diverso, sino la desagregación de los pueblos en “masas” y “gentes” que habitan espacios asignificados y deslocalizados. A pesar de ello, durante la primera mitad del S. XX, Europa lograba pensarse en términos de territorialidad, mas era cuestión de tiempo para que el parasito de lo heterogéneo se manifestara en el corazón mismo de occidente. Sin negar lo atroz de la Segunda Guerra Mundial y el exterminio, hemos de reconocer que zonas de anomia y exclusión siempre habían existido, pero lo que le agregó un cariz de fatalidad fue precisamente que ocurrió en el espacio en que nunca debió ocurrir. Por tanto, al finalizar la barbarie, no existía más una ciudadanía uniforme que pudiera elevar a ley sus aspiraciones libertarias e igualitarias, sino que ahora, ante el desajuste del tiempo y el espacio, se encontraba dispersa, fragmentada y dislocada. El derecho devino ineficaz al verse él mismo desbordado para organizar el espacio y tiempo simbólicos. Por ello, en el momento de denunciar los crímenes cometidos había que hacerlo apelando a algún rasgo mínimo compartido globalmente. La idea de dignidad surge como como soporte de una justicia impersonal y abstracta. Y es en esta lógica que Sartre puede calificar al demócrata de falso amigo del judío, pues para defenderlo tiene que despojarlo de todo aquello que lo hace ser precisamente quien es. La Declaración Universal de Derechos Humanos, a diferencia de la declaración francesa, no podía adjudicar los derechos a un ciudadano políticamente definido, sino a un cuerpo natural y biológico. Con todo, la trampa de los derechos radica en que precisamente su Declaración Universal no era, en principio, un documento jurídico, sino que los derechos ahí contenidos debían fungir como una esfera exterior al propio ordenamiento del derecho; es decir, como un límite infranqueable a la violencia de la ley (Gewalt). Recordemos una vez más la fórmula Radbruch para apreciar que esto era precisamente su corazón, la determinación de que la validez de las normas jurídicas no se hacía depender de la justicia o injusticia de su contenido, salvo que éste se tornara insoportablemente injusto. A pesar de ello, el derecho vio la oportunidad de hacer ingresar a su red este referente que debía permanecer como límite externo, transformándolo en su propio referente y logrando así extender su soberanía e imperio.

VI

Zagrebelsky, en el Derecho dúctil, hace un estudio casi historiográfico de este momento que él describe como el tránsito del Estado Legal al Estado Constitucional de Derecho. En lo que podríamos identificar como la etapa del Estado Legal –es decir, aquella previa a la Segunda Guerra-, Zagrebelsky advierte que en Europa operaban dos grandes modelos de comprensión del estatuto jurídico: el insular o anglosajón y el continental, edificado en la Revolución y el regicidio francés. Los rasgos y particularidades de cada uno ponen en marcha distintas prácticas jurídicas que, de momento, escapan al objetivo de este trabajo; por ahora, simplemente enfaticemos la distinta disposición del súbdito respecto a la ley.

En este específico aspecto, en el caso francés es posible apreciar una paradoja. Su radicalidad respecto al poder regio no se tradujo en una posición igualmente radical respecto a la soberanía de quien impone la ley. La fuerza con la que se tomó la Bastilla fue de tal intensidad que el proceso instaurado contra Luis XVI no podría haber concluido de otra forma que no fuera el conocido veredicto. Ello, sin embargo, no varió ni un ápice la disposición del súbdito respecto a la autoridad; simplemente hubo un cambio de referente. Se degolló la cabeza del monarca, pero en su lugar se erigió la de la Asamblea Legislativa16. Es decir, en el modelo francés, aunque se considere cuna de los modernos derechos fundamentales, no existió un cambio respecto a la estructura del poder soberano. Los derechos son producto y concesión de éste a través de la ley, la cual, por su parte, funciona como vehículo de la justicia.

En el caso anglosajón, en cambio, el rule of law no evoca el topos aristotélico del gobierno de las leyes, sino la lucha histórica que el Parlamento Inglés había sostenido contra el absolutismo regio desde la Carta de Juan sin Tierra en 1215 y posteriormente, en 1689, a través del Bill of rights. Los ingleses, a diferencia de los franceses, desconfiaban de la ley soberana, por lo que, para defenderse de ella, surgió un derecho –el cammon law- de elaboración judicial; es decir, un derecho que no surge de la ley, sino que expresa la costumbre y las tradiciones como espacios de indisponibilidad para el poder regio. Puede decirse, entonces, que en este caso coexisten dos regímenes jurídicos en tensión, aquel que surge de la voluntad política soberana que opera verticalmente en dirección descendente, y otro que se le opone desde abajo.

El camino que siguió el modelo continental francés, como he advertido, conoció su máxima expresión y agotamiento en el derecho nazi. En él quedó expuesta su estructura, su violencia y su debilidad al renunciar a todo referente. Pero también el modelo anglosajón pronto se vio superado ante una sociedad cada vez más plural y compleja, cuyas costumbres y tradiciones no pueden verse plenamente reflejadas en la reduccionista dicotomía entre laboralistas y conservadores, o demócratas y republicanos. El proceso de constitucionalización de las décadas de mil novecientos cincuenta y mil novecientos sesenta –y hasta la primera década del S. XXI en Latinoamérica- pretendió conjugar ambos modelos para hacer frente a los déficits de cada uno. Así, sin renunciar a la ley, ésta debe expresar los derechos y principios, no de una ciudadanía en particular, sino de una comunidad humana global. La fórmula Radbruch que postulaba un mínimo de justicia como espacio de indisponibilidad para la violencia de ley, poco a poco derivó en lo que hoy conocemos como teoría neoconstitucional y se positivizó en el moderno Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

VII

Así, el problema que mantiene en vilo a los juristas por la significación de lo humanamente digno –al menos jurídicamente definido- es, de suyo, un problema irresoluble. A cien años de la Crítica para la violencia, iusnaturalismo e iuspositivismo –más las escuelas que se sumen- siguen gravitando sobre un vacío que nos les va a llevar a ningún puerto. No se trata de invocar los espíritus de las normas para que se muestren y estudiarlos, casi anatómicamente, pues, como hemos expuesto, la eficacia del derecho depende más de su fuerza performática y de su capacidad para fijar la creencia. Lo prolífero de una crítica del moderno derecho fundamentado en derechos pasa, en todo caso, por la exposición de los modos en que su nuevo referente, la dignidad, se articula en las coordenadas temporales y espaciales de hoy. El Estado y su sujeto por excelencia -el ciudadano-, han perdido centralidad. Sin embargo, el estatuto jurídico, a través del discurso de los derechos humanos, continúa movilizando la creencia de un desarrollo uniforme que materializaría la idea de dignidad.

El problema para este significante, como para cualquier otro en la época actual, es que la aceleración que hoy vivimos, acompañada de la explosión del espacio, han dinamitado cualquier posibilidad de equivalencia. Ya no existe una correspondencia entre significantes y significados por un desajuste o, mejor dicho, una fragmentación y dispersión de la ley del valor. Como señala Baudrillard, el valor “irradia en todas las direcciones [y] en todos los intersticios”.17 Una vez que las cosas, los signos y las acciones se han liberado de sus referentes, de sus ideas y sus conceptos, entramos en el reino de los simulacros.

Paradójicamente, la caída de la idea no ha significado su fin, sino que el mundo sigue funcionando por inercia, e incluso lo hace mucho mejor. El juego político continúa; aunque la idea de la política haya desaparecido, la idea de riqueza permanece; aunque el capital haya logrado desvincularse del proceso de producción, el derecho persiste; aunque su justicia, en tanto impersonal y abstracta, ya no signifique nada. Cada categoría es indiferente a su origen y final, y encuentra vía libre para acelerarse y extenderse hasta infectar todos los campos. Los contornos de cada noción se desdibujan hasta el grado de ser incapaces de diferenciar lo sexual de lo que no lo es, lo político de lo apolitico, y lo mismo para lo económico o lo jurídico, que también pierden su elemento negativo. Entramos en un orden virulento que se expande, no de acuerdo al orden de la causalidad, sino al de la sinergia. Esto ocasiona que seamos incapaces de calcular todos los efectos según nuestro limitado modelo racional. El principio de incertidumbre matemático, según el cual resulta imposible calcular a la vez velocidad y posición de una partícula, puede ser trasladado a cada fenómeno de lo humano. Si cada categoría es elevada a su máximo nivel de generalización pierde especificidad y se reabsorbe en todas las demás. Lo político y lo no político, lo sexual y lo no sexual, lo legal y lo ilegal ahora se tornan indiscernibles. Al desprenderse de su momento negativo, queda desactivada toda posibilidad de crítica y todo intento de anticipación. La posibilidad de la metáfora se desvanece, en la medida que ésta requiere de campos diferenciales y objetos distintos 18. En contraposición, se ingresa a un movimiento metonímico virulento, en el que se transita de un significante a otro por contigüidad, sin que se produzca ningún significado nuevo. En la metonimia, sostiene Lacan, se mantiene la resistencia de la significación. Ahora bien, la contaminación en cada categoría se encadena y se propaga hasta la total indefinción.

La noción de justicia, soportada sobre cierta idea de dignidad y que en un principio debió significar un límite externo al derecho-, al quedar fagocitada por el ordenamiento legal, experimentó este mismo movimiento virulento. El crecimiento exacerbado de los derechos ha generado un derecho monstruoso sin centro ni contorno, en el que la vida,19 el trabajo,20 la salud, la libertad, incluso la recreación y el ocio quedan definidos jurídicamente. Desde la redacción en 1966 de los dos primeros instrumentos internacionales de derechos humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, los diferentes tratados se han multiplicado rápidamente. Actualmente, tan solo en el Sistema de Protección Universal de Naciones Unidas se cuentan diez instrumentos principales, de los cuales se deprenden, además, números protocolos facultativos. A estos se suman, por supuesto, los documentos que componen los sistemas regionales de protección de derechos, más las normas constitucionales de cada Estado Parte, con lo cual se tiene un cuerpo legal de dimensiones titánicas que, sin embargo, no integra un todo funcional y armónico, sino más bien un espacio fragmentado y disperso en el que las líneas se cruzan y se superponen. El esquema piramidal kelseniano que aprendieron a operar varias generaciones de juristas hoy resulta obsoleto porque el derecho ha dejado de concebirse como un sistema cerrado de derivación normativa. La espacialidad actual del derecho se asemeja más a un rizoma, en el que cada norma y cada derecho se afectan simultáneamente. Por tanto, lo que antes era deducción, hoy se transformó en resolución de antinomias para cada caso concreto.

El avance del derecho, sin embargo, al igual que ocurre con la globalización, no significa la realización del ideal de universalidad soñado por la Ilustración. Ciertamente, al desprenderse del ciudadano como su sujeto por excelencia, ha podido llevar su mensaje a subjetividades previamente negadas. Mujeres, niños, migrantes, minorías raciales, Cada subjetividad emergente se convierte en una entidad capturable por el derecho que, en ese tiento, muestras sus nuevas capacidades. Sin embargo, ello no significa necesariamente su reconocimiento. En este aspecto, el derecho muestra dos costados; por un lado, ensancha los horizontes y hace entrever la posibilidad de un pluralismo, pero, por el otro, lo hace a condición de la renuncia. Lo señalamos antes con el caso de los judíos. Al apelar a la dignidad como rasgo mínimo, ésta se convierte en una matriz abstracta o una especie de código genético. Podemos entender cómo para Benjamin “el derecho es el orden del destino”, y habría que ligarlo con su ensayo posterior sobre la obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica. Desde el momento en que la violencia de la ley logra capturar la totalidad de una vida y la descompone en un rasgo abstracto, entonces nada se opone a su reproducción serial.21

El esplendor moderno no nos llevó, como esperaba Nietzsche, a la muerte de Dios y la transmutación de todos los valores, sino a la involución del valor y la confusión total. En El capitalismo como religión, Benjamin tuvo la audacia de ver que el verdadero drama no era la muerte del soberano, sino su inclusión en el destino humano.22 Hoy, la violencia soberana no aspira nada más que a ser un simple simulacro; sin embargo, se expande y satura cada aspecto de nuestras vidas. En su explosión, lo que logró magistralmente el derecho fue eliminar su exterioridad y, con ello, la alteridad. No existe el otro que venga a desafiarlo con su transgresión. La amenaza quedó desactivada y el infierno de los otros es ahora el infierno de lo mismo. La culpa, la desesperanza y la desimplicación son los ánimos actuales que nos sumen en la desesperación. En El tiempo de los derechos,23 nuestras carencias, fracasos y sufrimientos únicamente pueden volver sobre nosotros mismos. Realmente no hace falta el juez o el verdugo para la autoinculpación. ¿Por qué, entonces, el discurso del derecho se expande y seguimos escuchando, cada vez con más fuerza, que se haga presente?, ¿por qué la añoranza y la melancolía? La metáfora de la justicia, reconozcamos, sigue siendo hermosa. Queremos seguir creyendo en ella. Queremos pensar que el derecho puede realizarla. Benjamin soñaba con una justicia verdadera, la justicia divina, aquella que con su potencia era capaz de interrumpir el orden demoniaco de la violencia mítica. Hoy habría que preguntarnos si estamos en condiciones de seguir esperando su aparición.


Referencias

1 Tesis I.4O.A. J/43 “FUNDAMENTACIÓN Y MOTIVACIÓN. EL ASPECTO FORMAL DE LA GARANTÍA Y SU FINALIDAD SE TRADUCEN EN EXPLICAR, JUSTIFICAR, POSIBILITAR LA DEFENSA Y COMUNICAR LA DECISIÓN”, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, t. XXIII, mayo de 2006, p. 1531.

2 Olivecrona, Karl, El derecho como hecho, Labor, 1980, pp. 77-78.

3 Platón, Leyes, IV, 716c.

4 Kant, I., Crítica de la razón práctica, Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 190.

5 Benjamin, Walter, Para una crítica de la violencia, en “Ensayos escogidos”, Ediciones Coyoacán, 4ª ed, 2012, p. 171.

6 Oyarzún, Op. cit., p. 419.

7 Benjamin, Op. cit., p. 195.

8 Derrida, Idem, p. 117.

9 Montaigne, Michel de, Los ensayos, Acantilado, 2007.

10 Derrida, Idem, p. 109.

11 Hacia el final de La crítica de la violencia, Benjamin señala que “el hombre no coincide con la mera vida que es la suya”. De acuerdo a Ludueña Romandini, “nuda vida” es una categoría benjaminiana que Agamben, injustificadamente, adjudica al propio Aristóteles, véase Ludueña, Fabían, La comunidad de los espectros I. Antropotecnia, Mino y Dávila editores, 2010. Le asista o no razón al filósofo argentino, el concepto circunscrito al ensayo benjaminiano puede comprenderse desde una teoría del sacramento, lo que a su vez permite hilar la crítica de la violencia con otro ensayo de Benjamin perteneciente a esa misma época: El capitalismo como religión. Al igual que ocurre con el derecho, el capitalismo se estructura bajo la forma del culto, es el parasito del cristianismo hasta el punto en que pudo extraer de éste los elementos míticos suficientes para construir su propio mito. Así, tanto como para el capitalismo como para el derecho, el sacramento es el signo eficaz que les permite fundar una comunidad juramentada. Es interesante que el sacramento (proveniente etimológicamente de sacer –sagrado-) es originariamente un término jurídico-religioso del Derecho Romano que hacía referencia a la caución monetaria que se entregaba al pontífice por las partes presentadas en un litigio. También el sacramentum podía designar al juramento militar. Ambos significados se aproximan en indicar una indisponibilidad, ya sea de los bienes, ya sea del estatuto civil de la persona. La cuestión central es que, a través del sacramento, se hace ingresar a una esfera sagrada indisponible. Este sentido de pasaje teológico-político de una esfera profana a una sagrada es lo que retomará la teología medieval cristina. Así, vemos, por ejemplo, en el bautismo cristiano que ambos mundos se unifican en el culto divino, puesto que allí el hombre glorifica el poder soberano de Dios. Ahora, en la época secular, el derecho mantiene la eficacia del signo performativo del sacramento, incluso expandiendo su poder. La comunidad cristiana es ahora comunidad jurídica y el ser del hombre es únicamente al interior de la esfera político-jurídica, piénsese por ejemplo en la autoridad del Registro Civil como dadora de nombre y personalidad. Así como San Agustín pensaba que “un cristiano recibe un carácter de su Dios soberano que lo liga inexorablemente al mundo del poder espiritual y sella su pertenencia definitiva a la comunidad sacralizada; del mismo modo, el derecho aliena al hombre a una vida constreñida a su poder y a su imperio.

12 Benjamin, Op. cit., p. 182.

13 Véase, “Examen de la evolución en materia de agresión”, Grupo de Trabajo sobre el crimen de agresión, Comisión Preparatoria de la Corte Penal Internacional, Nueva York, 8 a 19 de abril de 2002.

14 Recordemos que para ese momento la teoría pura del derecho postulada por Kelsen impregnaba los sistemas jurídicos de occidente. Como su nombre lo indica, la pretensión del jurista alemán, desde una visión estrictamente positivista, se dirigía a despojar del derecho de todo contenido sustantivo, ideológico o moral. Para ello, el derecho se comprende como un sistema deductivo cerrado, en el que una norma se deriva de otra conforme a un procedimiento formal hasta remitir a la norma hipotético fundamental. Esta norma fundante representa la cúspide de la pirámide normativa y asegura la validez de las normas que de ella derivan. Sin embargo, a pesar de su posición en el sistema jurídico, la exigencia de excluir cualquier contenido externo también le aplica, por lo que se concibe como una hipótesis necesaria y operativa, mas no garantizada por nada. De tal forma que, desde este punto de vista, el derecho nazi era tan derecho como cualquier otro. Véase Kelsen, Hans, Teoría pura del derecho, Universidad Nacional Autónoma de México, 1979.

15 Alexy, Robert, Una defensa de la fórmula Radbruch, enAnuario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Coruña”, N° 5, 2001, pp. 75-96.

16 Resulta interesante en este aspecto que Pierre Legendre, al analizar el crimen del Cabo Lortie en mayo de 1984, lo haga bajo la figura del parricidio, pues entiende que atentar contra la Asamblea General de Quebec era atentar contra el padre, cuestión que, por cierto, expresa el agresor textualmente, véase Legendre, Pierre, El crimen del Cabo Lortie. Tratado sobre el padre, Siglo XXI, 1994.

17 Baudrillard, Jean, La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos, Anagrama, 4ª ed., 1997, p.11.

18 Ibidem.

19 Véase CorteIDH, Caso de los “Niños de la Calle” vs Guatemala, sentencia de 19 de noviembre de 1999 (fondo).

20 Véase Comité de Derechos Humanos, Manuel Wackenheim v. Francia, Comunicación No. 854/1999, U.N. Doc. CCPR/C/75/D/854/1999 (2002).

21 La noción de destino en Benjamin, no solo resulta crucial para la comprensión del ensayo que dedica al fenómeno de la violencia de ley, sino que atraviesa toda su obra, desde sus ensayos de juventud hasta Las Tesis sobre filosofía de la historia. En El origen del drama barroco alemán, el destino se define como “el verdadero orden del eterno retorno”. En tanto conjunto de repeticiones, el destino se convierte en una categoría central que le permite a Benjamin, por una parte, diagnosticar un rasgo propiamente moderno, y, por otro lado, emprender una crítica a la idea de progreso inscrita en la época. La idea de destino apunta, tanto a la reproducción mecánica de mercancías y obras de arte, como a la de los propios individuos, cuya serialidad posibilita el surgimiento de masas. Al optimismo del progreso se le antepone la imagen negativa del movimiento petrificado de la mera repetición.

22 Benjamin, Walter, El capitalismo como religión, Fondo Documental EHK, Euskal Herriko Komunistak.

23 Bobbio, Norberto, El tiempo de los derechos, Editorial Sistema, 1991.


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Francisco Santamaría

Abogado, actualmente estudia el programa de doctorado en el Colegio de Saberes.