The silence was an intense roar.
Kerouac
Espíritu, naturaleza y realidad
Agradezco profundamente a Jorge por permitirme exponer su pensamiento.
Aline Lavalle Henaro.
1. Se me antoja pensar e inventar que estas tres palabras –libres aún de intención- comparten un campo sonoro, una resonancia, entendida como una tensión entre magnitudes, como una relación que potencializa y que aspira la una en la otra; como si en la parte trasera de mi cabeza existiera un sonido que las permite unir.
1.1 Se me ocurre que algo similar acontece con la experiencia que los hinduistas y budistas tienen y que llaman: el sonido que no proviene del choque entre objetos. Un sonido ileso, intacto. (anāhata: sin golpear, ileso, intacto) ¿Cuáles crees que son las condiciones de posibilidad para que un sonido así exista y/o cómo podríamos pensar en la resonancia?, Más allá de lo epistemológico, ¿cómo lo piensas tú?
¿Cómo pensar un sonido ileso? Quisiera seguir tu intuición a la letra. ¿Cómo pensar que un sonido acontezca sin mudanza, sin la palpable transformación de algo? Un sonido mudo –seguramente no se te escapará este roce, que no por espontáneo es menos inquietante, entre enmudecer y mudar- provoca en el pensar moderno la incomodidad que suele acompañar a las cosas ambiguas. Esto produce un oxímoron -tan caro al ingenio barroco- muy parecido al que observamos en la aventura mística de Juan de la Cruz, cuando hace referencia a “la música callada, la soledad sonora…”, creo que en el Cántico espiritual. Se dice que el oxímoron como figura retórica, produce, a partir del polemos, armonía. Esto quiere decir que del choque originalmente causado por una contradicción, se produce una cierta unión, un compromiso, quizá. Pero no se trata de un acuerdo estable, o fijo, creo yo. Más bien, nos vemos en la necesidad de pensar en lo ominoso de esa comunión; una armonía, sí, pero oscura, que posterga al infinito su realización. De ahí el pasmo frente a esta contradicción que, sin negar, tampoco afirma. En este punto, somos presa fácil del canto irresistible de la sirena (esa seiréin, que con su voz ata y encadena); su embrujo nos hace encallar una y otra vez. Me refiero, desde luego, a la tentación de resolver este problema en las esferas de la metafísica; a pensar en la ilusoria y armoniosa unión de los contrarios, inmóvil, suprasensible. La apuesta a la que me lanza la inquietud de tu pensar no debería, en principio, abjurar el riesgo de su propia inviabilidad. Me viene a la mente la antigua imagen que los griegos se hacían a propósito del tiempo. El tiempo de Aión, como un niño, inagotable, persistentemente nuevo, ileso siempre: lo absoluto actual. Pero, aparejados a nuestra Μοῖραι, estamos los mortales (re)partidos entre dos vertientes del tiempo, más aún, somos ambas. Somos Cronos, tanto como Aión. El tiempo que pasa, y que al pasar encadena (memoria, recuerdo, canto), y el acontecimiento, que desmiembra, que ahueca, que vacía, que obliga a renacer permanentemente. Es esta la dimensión pura del sonido, crisol cósmico. Como la imagen del tiempo que le corresponde a cada uno, canto y sonido no son idénticos. Sin embargo parecen ir juntos.
¿Puede pensarse el sonido como siempre ileso? Creo que sí, a condición de aceptar que, fuera de eso expresado en la proposición, para nosotros, lo ileso del sonido es sólo abstracto, un concepto nunca dado a la sensibilidad. Siendo nosotros cuerpo, es decir, subsistencia, temperatura, sensación, sólo podemos existir en la contradicción permanente, e irrecusable de lo vivo. En términos de lo que aquí estamos tratando de pensar, esa contradicción puede plantearse a partir de una doble determinación. En la primera de ellas, algo que podemos llamar sonido-acontecimiento, se ve fatalmente obligado a recusar aquello que le es más propio, es decir, su singularidad. Ese sonido, acontecimiento puro, al ser hilvanado por la memoria en el telar de Cronos, se hará canto. La segunda, conmina al canto a lanzarse al abismo de su propia disolución; a deshilarse, perdiendo su forma para tornarse en sonido puro, develando el talante de Aión. Sé que por tu mente deambulan ahora las figuras de Dionisos y Apolo; el sátiro Marsias y sus terribles enjuiciadoras, las Musas. La fortuna de un cuerpo, consiste en no pasar ileso por la vida. Es el don de Dionisos, una sabiduría que se encarna en lo vivo –en la sonoridad ominosa, arrancada de los cuerpos, -si creemos en lo que es Esquilo nos dice-, y que fractura nuestra visión cotidiana del mundo a través de la μανία.
Si me acompañas, podemos dar un paso juntos hacia lo único que puede pensarse aquí como condición de posibilidad, que no es, a mi entender, ni canto, ni sonido, sino algo que los incumbe necesariamente; algo que, siendo cotidiano, se sustrae a nuestra aproximación sensible. Te me adelantaste. Efectivamente, se trata del silencio, lo que queda después de que Shiva se ha bebido el veneno del mundo; ese veneno que es el tiempo. Si nos detuviésemos aquí, contemplaríamos gozosos a los dos arqueros míticos, Rudra y Apolo, con sus carcajes divinos, sus arcos y flechas cósmicas. Pero debemos continuar. Déjame tan sólo sugerir, a propósito de la resonancia, dos imágenes: una interior, que ese el cuerpo como caja, es decir, caverna de huecos que resuenan y que permiten que nos vivamos a nosotros mismos como emisores-resonadores. Otra es exterior, y es el mundo como espacio que toma forma con el canto.
2. En muchas de tus composiciones (al menos, muchas de las que he escuchado) la presencia de las campanas se destaca. En esta misma tonalidad sobre la que hemos estado hablando recuerdo que hace unos años, compusiste para Margaret Leng Tang, inevitable no relacionar esto con la infancia, y por esto pienso en el argumento de Agamben en Infancia e Historia y que retoma de Wittgenstein en el cual el límite místico del lenguaje, es decir, ese lugar donde para Wittgenstein no se produce sino un sonido-silencio. (Ahora resuena ese sonido ileso al que apelé arriba), “no es una realidad psíquica situada más acá o más allá del lenguaje en las brumas de una supuesta experiencia mística, sino que es el mismo origen trascendental del lenguaje, es simplemente la infancia del hombre”.
Trabajar con Margaret Leng Tang fue una experiencia verdaderamente singular. Yo diría que contagia algo único. Una práctica vívida de la música, de la escena, que es lúdica en el más hondo sentido del término. Resulta apasionante hacer música con Margaret; alguien que entiende la seriedad absoluta que el juego supone: sus límites, sus reglas, esa circunspección que sólo el niño conoce, y que representa la condición previa para el advenimiento de la fantasía. Cuando llega, -así como la imagen de la mariposa de Paul Celan, llega ella toda, y sólo ella-. La fantasía se adueña del mundo. Esta maravillosa artista posee, sin lugar a dudas, esa misteriosa sabiduría. En cuanto a la campana, cómo no pensar en el pasaje que dedica a esta imagen Tarkovski, en Andrei Rublev. Mi efímero tránsito por la vida religiosa, junto a la temprana experiencia del cine tarkovskiano dejaron quizá una impronta, seguramente inconsciente.
2.2 El semestre anterior a éste, mientras discutíamos acerca del dualismo intención conciencia, Germán Plasencia, con su tremendo encanto lanzó una provocación en forma de pregunta: sosteniendo que las composiciones tienen un sentido, infirió: tu composición X, tendrá algún sentido no? Sin respuesta de tu parte, el abstenimiento se hizo con una sonrisa. Ese gesto me dio a pensar en la filosofía zen, en los koan, especialmente en este otro acertijo: si un árbol se cae en medio del bosque y no hay quien alguien alrededor, existe el sonido de la caída o no. Si uno respondiera negativamente, apoyaríamos la tesis de Lacan, los objetos o las ideas no existen, en ningún lugar ni como anteriores a ser pensados. Sin que la intención sea forzar una respuesta, lo que pienso es que el sonido, en específico, como resonancia, comparte con la tradición oriental mucho. ¿Podrías pensar conmigo esto?
Es muy probable que el punto en el que tradición judeocristiana encuentra su fundamento en el verbo, como principio anterior a todo cuanto existe, abreve de fuentes muy antiguas. La importancia que, entre otras sabidurías de oriente, el zen y antes el shinto en Japón, han concedido al silencio, es innegable. Numerosos textos lo atestiguan. Lo más propio del haiku, consiste en su emerger del silencio para volver a él. La experiencia estética de esta forma literaria requiere del silencio para sustentar, como si se tratase de una onda expansiva, la infinita elongación del poema. Sucinto y breve, el haiku depende de la profundidad de ese silencio para producir sus brotes a partir, justamente, de la resonancia. Sin embargo, es plausible pensar que ambas tradiciones niponas sean en realidad retoños tardíos de una de una matriz muy anterior. Pienso en la védica imagen de Rudra, el dios salvaje, y en la mítica escena primordial que implica lo absoluto, en tanto increado, sin parte ni tiempo, que es el silencio. Silencio primordial, inherente incluso a lo creado. Ese silencio primordial es herido por el vuelo veloz de la flecha de Rudra, flecha creada para destruir. En la mitología védica, el dios salvaje busca impedir la unión incestuosa del padre originario y su hija virgen. Lo que se produce, como resultado de esa acción, es el devenir cósmico, el ciclo interminable entre creación y destrucción. La imagen de Shiva, en su danza cósmica, tiene que ver con este ciclo terrible, por cierto, no ajeno a la locura. Se le oye cantar y tocar innumerables instrumentos, grita y hace que otros griten “o se les aparece como un loco”, comenta Stella Kramrish en relación a la figura de Shiva, anudada de manera muy compleja a la de Rudra, en el ulterior Mahabarata. Soy un total lego en este tema, tan vasto como apasionante. Sin embargo, me parece que la idea que más tarde expresa -en cifra budista- el vacío y la vacuidad como inherente a la existencia y al mundo, no es ajena a un silencio primordial, necesario, una suerte de negatividad –valga aquí sólo provisionalmente-, como sustrato de todo. Podría aventurar aquí una premisa, que vincularía lo increado, el silencio y el caos, al pensarlos como idénticos. Se trata de una provocación, pero que nos permite trazar una línea de pensamiento entre el aún no, del caos-silencio, como absoluta indeterminación, y el ser que se afirma por agenciamiento, en la realización de una potencia. Devenir del mundo en la diferencia. Gilles Deleuze nos ha dejado una enorme tarea para pensar en cifra ontogenética.
3. Buscando la intensidad del cuerpo hacia los “extremos”, digamos, naturaleza, espíritu, realidad, podrías platicar sobre la “diferencia de lo semiótico y lo semántico, digamos, en Stravinsky?
Yo diría, que Stravinsky parece estar interesado en derrumbar de alguna manera, ciertas coordenadas sensibles, en tanto que éstas representaban convenciones que debían ser superadas. Estoy interpretando específicamente al Stravinsky de los tres ballets. Tan sólo la introducción de la célebre Consagración de la Primavera, desmonta una serie de presupuestos, no solamente relacionados con el ritmo y el timbre – el fagot en un registro inusual, monstruoso, si se quiere, y figuras rítmicas acosadas por la inestabilidad- sino con los límites de la armonía, y las maneras en que el sonido produce las condiciones sensibles del espacio. Desde ahí podemos pensar en la producción de una clase de signos que derogan las convenciones a priori de sentido. Esto, desde luego, supone una intensificación singular del cuerpo. Con muchas reservas, porque no tiene mucho caso frente al querer ser con la música pretender explicarla desde la esfera del lenguaje, y dándole por un momento licencia a nuestro pensar, la diferencia se produce justamente entre el signo ahí, como encuentro de fuerzas, y la generación de un sentido original, una fuga para el cuerpo dado, hacia un cuerpo otro. Pero mi interpretación adolece de una lectura demasiado sesgada por los discursos de la historia de arte, la analítica musical, y el pensamiento de las vanguardias, así que no habría que darle demasiado valor.
4. Exaltación.- La transformación de la materia sonora en-y-por la materia sonora, ¿a dónde lleva? ¿A la transformación de materia a materia? ¿Nos podrías explicar cómo entiende la música el fenómeno de lo incoactivo?
Si entendemos lo incoativo como aquello que, desde lo germinal supone un devenir, una progresión, la música actualiza un gesto trágico. El sonido musical es un absoluto que, sin embargo, nunca nos proporciona la imagen de un todo. Pensemos en la más simple de las líneas melódicas. Escucharla supone una acción compleja que coliga en un bloque precario una serie de afecciones-instante concatenados. Ir a la melodía, es decir, estar, o más aún, ser con ella, implica abrirse a un fulgor efímero: el aquí y ahora del instante. Aunque esta serie de instantes aparezca montada en el eje de la memoria-expectativa, no deja nunca de sustraerse a un todo imaginario – en este momento, casi abstracto- para abrirse al ahora absoluto. Es ese el destino trágico que la música encarna como ningún otro arte. La doble imagen de Apolo y Dioniso –el arco/lira y flecha, contra el estertor/soplo/aulós, sólo puede acontecer en la música, y ésta sólo en virtud de ese desdoblamiento. Es verdad que la música produce un afecto, y que éste provoca a su vez una sensación. Buscar la línea que vincula la música a la sensación, equivale a reconocer lo que coliga afecto y cuerpo. La música es en todo momento sensación, en tanto que un cuerpo es siempre el blanco de un afecto. No hay música sin cuerpo, ni cuerpo sin música. Si tienes duda, guarda total silencio, quedará al final el batir permanente de un ritmo yámbico: un pulso breve ligado a uno largo. Es tu corazón. La música nos recuerda que un cuerpo se desgaja siempre; inmanente, se abre al mundo en el mundo como voluntad de dejarse afectar.
5. Debo hacer honor a Simondon con quien, gracias a ti, he estado viviendo. Él desliga de la pregunta ontológica : qué es el ser, hacia la ontogénesis: cómo llega a ser. Este llegar a ser, tiene que ver con la invención, modulando flujos, por la transmisión y traducción de la complejidad de niveles o incluso en organización, sino de las dimensiones que surgen como información. El alma de la naturaleza, el alma del espíritu, el alma de la realidad, son desfases y operaciones de la relación del individuo en su proceso. Así también, la vida es un ensamble de relaciones y la muerte es otro, la ontogénesis en un proceso de operaciones de cambio. En tu insistencia por el pensar en ser modernos cómo piensas la tecnología?
No puedo negar que esa cuestión me resulta incómoda. Ahora debo preguntarme por qué. En realidad tiene varias lecturas. Podemos ser muy puntuales y partir de la correspondencia entre τέχνη y λόγος. No puede pensarse lo humano, fuera de esa relación. Somos mundo transformado desde la doble condición de lo asido y trabajado a la mano, y lo reflexionado. Hasta ahí toda cultura es tecnológica, más allá de las determinaciones históricas que, efectivamente, permiten localizar qué se transforma, cómo se reflexiona y bajo la égida de qué clase de herramientas. En mi caso personal, por motivos que atañen a la manera en que pude adentrarme más o menos a estas cuestiones, la pregunta se coloca muy cerca de la polémica que suscitaron las dispares posturas la de Adorno y Benjamin. Frente a un cierto optimismo benjaminiano de cara a lo que la relación entre tecnología, reproductibilidad y arte podían ofrecer, ha calado mucho más hondo en mi pensar y mi práctica musical el radical escepticismo de Adorno. Tengo la impresión, aunque quizá esté equivocado, no lo sé, de que hemos pasado por sobre las preguntas de Adorno –me refiero particularmente a las terribles dudas que, junto a Horkheimer esgrime en la Dialéctica de la Ilustración, más puntualmente en el inciso sobre la industria cultural- como si no merecieran un tiento serio de respuesta. Aquí estimo que Heidegger, por su parte, encuentra la palabra justa cuando trae a cuenta lo grave del pensar. Pensar que todavía no hemos comenzado a pensar. ¿Qué clase de tiempo supone o requiere el preguntar de Adorno? En mi experiencia, su lectura provoca el advenimiento de un suspenso. Se necesita mucho tiempo, mucho silencio, para poder entender lo grave de ese preguntar. Lo crítico aquí aparece cuando observamos cómo las prácticas que acompañan a las nuevas tecnologías suelen disponerse desde una exigencia incontestable: la velocidad y la inmediatez. Me veo obligado a sospechar de ese binomio donde progreso y tecnología se integran en un bloque por la moderna razón; razón que lo instrumenta todo. En mi vida musical he debido en distintos momentos, posicionarme frente a un discurso engañoso que se sostiene sobre la premisa silente del futuro aquí, sólo alcanzable a través de lo que prometen las herramientas vertiginosas de las nuevas tecnologías y los lenguajes de la informática. Para mí, no es otra cosa que una nueva παρουσία . Mi parte más pesimista avizora una debacle del pensamiento -o al menos de lo que hasta ahora hemos entendido por pensar- ante el despotismo de una τέχνη, que ya es sólo eso: τέχνη sin λόγος, y prácticamente sin manos, es decir, sin cuerpo. Técnica e industria; acción inmediata sin tiempo para una reflexión singular, sin toma de distancia. Al final, la vida moderna –decimos coloquialmente- va tan rápido, que no tenemos tiempo de detenernos a pensar. La experiencia en el medio musical, tiende a afirmar este horizonte nada halagüeño. El artista asume que las cosas son simplemente así, y se doblega. Asume sin más, y al hacerlo se allega, sin siquiera sospecharlo, un desierto. Sin embargo, es también cierto que hay agudos pensadores como Stiegler, que nos ofrecen una perspectiva más optimista –y sin duda necesaria- para pensar en los modos de resistencia que hoy pueden acompañar el arribo de estas nuevas temporalidades, estas nuevas corporalidades, estas forma inéditas de cultura que, desde luego, no tiene vuelta atrás, y que nos han sido impuestas por la hipertecnologización. Parte del trabajo con mis estudiantes, consiste en problematizar la escritura musical como herramienta tecnológica, desde ella misma. Confrontarla y no recusarla. El compositor transita a través de la escritura, o de las escrituras en plural. Me parece que este ejercicio, representa una forma concreta de resistencia frente a la impostura de no escribir ya nada a la mano, para dejar de promover nuestra cada vez mayor dependencia de las computadoras. Es gris la imagen de unas manos inválidas. Por su parte, el discurso contemporáneo, o la apoteosis del binomio ciencia/tecnología, ensombrece –o pretende eclipsar- el fulgor filosófico del pensar. Hoy, quizá más que nunca, requerimos con urgencia de la perspectiva que ofrece un pensar auténticamente filosófico, emancipado. Pero justamente observamos cómo los sistemas educativos pretenden exiliar a la filosofía. Desde luego que esto atañe a la estética. Algunas escuelas importantes de arte en México han removido la reflexión estética de sus planes de estudio en pos de la soberanía de lo práctico. Por último, tampoco soy demasiado optimista respecto al devenir del arte contemporáneo, no en relación a la infinita potencia del creador, evidentemente, sino de cara a esa figura, que no por menuda es menos altanera. Protagonista habitual del vernissage, el curador suele albergar en sí a un retaco déspota; pequeño, pero tirano al fin. Es una pena que Balzac ya no esté aquí para engrosar aún más su séquito de comediantes de lo humano.
6. Pensemos en la pregunta ¿qué puede un hombre? y ¿qué puede un cuerpo? Mismas que ahora también caben pensarse de otro modo: si naturaleza, espíritu y realidad, no son instancias separadas, si no un desfase espacial del ser consigo mismo, (en sentido Simondoniano, es decir de dimensiones de fases), entonces las operaciones en la que éste desfasamiento se efectúan llevan al despliegue de la personalidad, entendida como el gesto peculiarísimo. El cuerpo es lo virtual real, dice Simondon, ese gesto que no se atrapa, y también es pasado presente, de una conciencia que imagina. ¿Cómo podríamos pensar este poder de un hombre y de un cuerpo, esta potencia que hace de lo virtual una estancia del alma pura, es decir gesto, rasgo? ¿Cómo pensar la estética desde este planteamiento?
A mí me parece –si me permites traerlo una vez más a cuenta- que Gilles Deleuze ha planteado una hermosa línea de pensamiento que ataja esa cuestión a partir de su concepto de sensación. El ser de la sensación es la diferencia pura, la diferencia en sí misma. Desde un punto de vista ontológico, el ser de la intensidad no tiene que ver con una totalidad, sino con ensamblajes, coyunturas, contigüidades; con el encuentro que supone para el cuerpo cada acoplamiento intensivo, es decir, cada compuesto de fuerzas encarnadas. Las fuerzas se encuentran en nuestros cuerpos, se acoplan sin detenerse jamás, en un dinamismo radical y absoluto. Lo difícil, estriba en pensar los pasajes, es decir las transiciones continuas entre estados de cosas que siempre son precarios y que obedecen a procesos de intensificación en movimiento permanente. El cuerpo no es un habitáculo pasivo de sensaciones. Él mismo es un ensamblaje intensivo de fuerzas, siempre en plural. Podemos decir, en ese sentido, que lo vivo es siempre producción singular; en el cuerpo es sensación experimentada por la encarnación de fuerzas. Y aventurándome un poco más lejos, señalaría que lo propio del artista, tal y como nos ha dejado entrever Nietzsche, es su peculiar vivencia del instinto. Un instinto brutal, encarnado como forma particular de un querer. Ese querer total, no es distinto al más puro sentimiento dionisíaco, sensación extraordinaria que conlleva, entre otras cosas, la deflagración de los límites de lo humano, particularmente en el punto que separa al hombre del animal: “… y la cítara desgrana sus rasgueos. Y como con mugidos de toro responden desde algún lugar recóndito terroríficos imitadores”, nos dice Esquilo, a propósito de la aterradora acción de Dionisos.
Monstruo tauriforme por excelencia, el minotauro, representa, por su parte, una forma de sabiduría suprema, oscura y también silente, por cierto. Pero la supuesta muerte del minotauro oculta algo más importante, y que tiene que ver con la manera como Teseo se allega una forma misteriosa del saber a través de su gesta. En ese sentido, cada uno debe, como Teseo, confrontar su propio minotauro. El λόγος –la fina tela de Ariadna, quien es también ἀράχνη, la araña- promete revelarnos un sentido, pero sólo frente a él, delante de ese monstruo formidable, sabremos lo que nuestro cuerpo puede.
7. Pregunta como de bonus track, ¿por qué la cabeza del violín tiene forma de brote de un helecho? ¿Nos lo explicas musicalmente?
Se suele llamar voluta. No lo sé de cierto, pero, a nivel de la pura intuición, ésta contrasta con la tensión lineal de las cuerdas sobre el diapasón. Para lograr extender las cuerdas, se requiere de un movimiento que, justamente, tire de ellas en sentido contrario al cordal. No es extraño que esa torsión, aparezca bellamente representada en la voluta cuando ésta remata el clavijero gracias la flexión de su movimiento curvo, contraviniendo la austera linealidad del diapasón. Para ahondar en el misterio -y ojalá sea el pretexto para encontrarnos una vez más en la escritura-, las violas da gamba, están coronadas por una cabeza de mujer, mientras las violas de amor, lo están por un ángel con los ojos vendados.
Aline Lavalle Henaro, historiadora, maestra en filosofía y psicoanalista, tiene una investigación sobre la conformación del cuerpo, y las vías prácticas a las que recurre permiten poner en relación distintos lugares de la reflexión filosófica. Actualmente es doctorante por el colegio de saberes.