IV. La Bruja.
En 1937, dos años y fracción antes de su último respiro sobre la Tierra, Freud retoma el asunto polifacético de las limitaciones inherentes a su terapia psicoanalítica. Lo que está en juego es la posibilidad misma de curación. Las reflexiones del fundador quedan registradas en Análisis terminable e interminable yno son particularmente esperanzadoras. Es en este paisaje donde brota la siguiente pregunta: «¿Es posible tramitar de manera duradera y definitiva, mediante la terapia analítica, un conflicto de la pulsión con el yo o una demanda pulsional patógena dirigida al yo?». Con la intención de evitar malentendidos, Freud precisa qué ha de entenderse por “tramitación [Erledigung] duradera de una exigencia pulsional”. No se trata de hacer desaparecer a la susodicha exigencia pulsional. Esto sería imposible; más aún, indeseable. Habrá que buscar otro verbo que especifique el sentido de la tramitación: domeñar, nos dice. Se trata del domeñamiento [Bändigung] de la pulsión. «La pulsión es admitida en su totalidad dentro de la armonía del yo, es asequible a toda clase de influjos por las otras aspiraciones que hay en el interior del yo, y ya no sigue más su camino propio hacia la satisfacción». Sigue entonces un pasaje que nos lleva hasta la médula del titubeo:
«Si se pregunta por qué derroteros y con qué medios acontece ello, no es fácil responder. Uno no puede menos que decirse: “Entonces es preciso que intervenga la bruja”. La bruja metapsicología, quiere decir. Sin un especular y un teorizar metapsicológicos —a punto estuve de decir: fantasear— no se da aquí un solo paso adelante».[i] (XXIII, 228)
Las parentéticas insisten. Los escrúpulos, sin embargo, parecen haber trocado su objeto. El uso del término metapsicología no es más el problema cardinal. El neologismo se ha integrado al léxico psicoanalítico, hasta es posible jugar con él, hacerlo encarnar en el personaje de la bruja fáustica. Lo que sigue inquietando es la naturaleza de la actividad metapsicológica. Especular y teorizar son verbos que pueden aferrarse a alguna hebra de ese tejido llamado ciencia. La fantasía, por otro lado, es más difícil de admitir. Admitir, al menos, en público puesto que en la confianza del intercambio epistolar entre amigos Freud jamás oculta su gusto por la actividad fantástica. Así, más de cuarenta años antes (carta a Fliess del 25 de mayo 1895) escribe unas líneas que espejan las citadas arriba. Estamos en los meses previos a la redacción del Proyecto de psicología. Dos ambiciones lo atormentan: «primero, averiguar qué forma cobrará la teoría del funcionamiento psíquico si se introduce en ella un enfoque cuantitativo, una especie de economía de la energía nerviosa [Nervenkraft], y segundo, extraer de la psicopatología aquello que pueda ser útil para la psicología normal».
«En las últimas semanas dediqué cada minuto libre a esta labor; en horas de la noche, de las once a las dos, me entregué a mis fantaseos [Phantasieren], comparaciones [Übersetzen] y conjeturas [Erraten], sin detenerme hasta que tropezaba con algún absurdo o quedaba tan agotado que ya no hallaba en mí interés alguno por la actividad clínica diaria».[ii]
La figura que define la actividad metapsicológica, su emblema mismo, es la fantasía. Nuestras fantasías sobre la fantasía quedarán para después; por ahora aprovechemos el guiño al Fausto de Goethe para fines de nuestra historia del largo titubeo epistémico de Freud. En la situación dramática de donde proviene la cita («Entonces es preciso que intervenga la bruja»), el límite entre natural y sobrenatural es elástico. La escena se desarrolla en la cocina de una bruja. Algo se cuece en un enorme caldero sobre el fogón; una mona del género de los cercopitecos espuma el líquido y cuida que no se derrame. El mono macho y los monitos sentados cerca del fuego, calentándose. En el vapor que emana del caldero se dibujan diversas figuras. Las paredes adornadas, cómo no, con los más insólitos utensilios de brujería. Fausto desea curarse, quitarse treinta años de encima; quién sabe qué desea. Le pregunta a Mefistófeles si no existen medios naturales para satisfacer su anhelo. Al diablo le agrada la pregunta y pasa a exponer el remedio natural:
¡Bien! Un medio sin necesitar
dinero, ni médico ni brujería:
sal de inmediato al campo abierto
consérvate y conserva tus sentidos
dentro de un círculo bien limitado;
aliméntate con sustancias puras,
vive con el ganado como ganado
y no estimes que es delito
abonar tú mismo el campo que siegas.
¡Este es el mejor medio, créeme,
para estar joven hasta los ochenta!
A Fausto la vida de estrechez simplemente no le va; se ve obligado a rechazar la alternativa que él mismo había solicitado. En ese instante aparece la sentencia de Mefistófeles: entonces no hay de otra, es necesario que intervenga la bruja. La estructura es patente: cuando el remedio natural, en sí preferible, no alcanza, solo queda el recurso al más allá de lo natural. Si no nos detenemos en este momento para analizar el modo en que tal fórmula aplica a la génesis de la teoría psicoanalítica es porque nos gana la prisa de destacar algo que suele pasarse por alto: el desdén irreprimible de Fausto hacia la bruja y sus ardides. Le cedemos la palabra:
Me repugna toda esta necia brujería.
¿Y me prometes que voy a curarme
en medio de este caos de locura?
¿Acaso necesito el consejo de una vieja?
¿Y podrá ese inmundo brebaje
quitarme treinta años de encima?
¡Pobre de mí si no sabes nada mejor!
Ya se ha desvanecido mi esperanza.
¿La naturaleza o algún noble espíritu
no habrán inventado ningún bálsamo aún?
Fausto no escatima adjetivos, la necia y vieja bruja, con sus inmundos brebajes le repugna. Tanto así que cuando su incapacidad para la vida provinciana excede su repulsa y termina accediendo al remedio sobrenatural, aún entonces no logra resignarse a que sea la misma bruja quien lo asista: «Pero, ¿por qué precisamente la vieja? / ¿Es que no puedes preparar tú mismo el brebaje?», le implora a Mefistófeles. Mejor el diablo que la bruja. En todo caso, es poco probable que el aura de desdén no estuviera presente cuando Freud evoca la escena de un texto dramático que conocía y citaba con solvencia.
Pasemos ahora a un capítulo singular en la vida del héroe. Tras haber dedicado seis años a diversas y muy preciosas tareas anatómicas en el laboratorio de fisiología[iii] de Brücke —temible y ojizarco como la mismísima Atenea— el joven Freud de veintiséis años decide, no sin congoja, separarse de su gran maestro, y de la ciencia. Se vuelca entonces hacia la promesa de un mejor futuro financiero en la práctica privada. Para remediar su falta de experiencia clínica ingresa, el 31 de julio 1882, al Hospital General de Viena en calidad de interno. «I cannot afford to go on working in the scientific field in this way, I’ve got to branch out and go through the medical curriculum as fast as possible in order to set myself up in practice». Así se lo comunica al eminente jefe de medicina interna Hermann Nothnagel, en una entrevista a inicios de octubre 1882.[iv] Pasará los próximos tres años en aquel hospital, absorbiendo la savia, amarga por lo general, de las diferentes ramas de la medicina. Lo primero es un par de meses en cirugía. Siguen seis meses y medio en la división de medicina interna. Después comienza a vivir en el hospital y pasa cinco meses en la clínica psiquiátrica de Meynert, tras los cuales, en octubre 1883, se traslada al departamento de dermatología y abandona su cuarto en la clínica psiquiátrica por uno nuevo. Mientras tanto, su prometida, Martha Bernays, se había mudado a Wandsbeck —por aquellos tiempos un suburbio de Hamburgo —en junio de 1883 y no conocía la nueva estancia del amado. Freud, siempre diligente y con su habitual pasión por el detalle, le envía una carta en la que incluye un croquis de la habitación[v] y una solicitud peculiar: le pide que borde un par de “páneles votivos” para colgar sobre su escritorio y agraciar el cuarto con la presencia, siquiera indirecta, de la amada. Escoge dos lemas para el propósito. El primero es una pequeña variación de palabras que figuran en la última página del Cándido de Voltaire y reza:
«Travailler sans raisonner».
El segundo supuestamente proviene de San Agustín:
«En cas de doute abstiens toi».
Tres años más tarde, mientras Freud se encuentra en los albores de su práctica privada, aparece un tercer panel votivo bordado por Martha. En esta ocasión se trata de uno de los dichos favoritos de Charcot:
«Il faut avoir la foi».
Si la tercera consigna marca una inflexión con respecto a las anteriores se debe a la influencia del gran maestro francés.
Las inscripciones, de esto no cabe duda, no cumplen una función estética —el joven Freud no eligió algún verso de sus venerados Goethe o Shakespeare—. Se trata, como él los llama, de votos, casi de sacrificios que Freud ofrece en el altar de cierta concepción de la ciencia.[vi]
La austeridad lacónica de los enunciados trae a la memoria los epilogismoi de los estoicos: máximas compactas que están siempre a la mano y listas para desenfundar en momentos de aprieto. La función de tales fórmulas, simples y persuasivas, es la de guiar la acción de quien ha logrado imprimirlas en su alma mediante una variedad de ejercicios espirituales.[vii] Los lemas son indicativos del camino que lleva al ideal (en este caso, también de la tentación que desvía de él).
La primera de ellas es la que más tangiblemente se hinca en el corazón del titubeo. ¿Qué significa para Freud Travailler sans raisonner?No hace falta desplegar dotes de talmudista para percatarse de que tales frases lapidarias admiten una serie inabarcable de interpretaciones. La pequeña novela de Voltaire disipa, no obstante, cualquier incertidumbre.Auténtico museo del horror, su relato exhibe con insistencia el absurdo de cualquier teodicea doctrinaria. El mejor de los mundos posibles, con el permiso de Leibniz, no es mucho más que un extenso inventario de atrocidades y desgracias. Voltaire no escatima detalles, las peripecias del protagonista dan ocasión para hacer el recuento de prácticamente todos los abusos y violencias imaginables. Desfilan amputados, terremotos, fraudes, violaciones, pestes, torturas, ejecuciones; el egoísmo es galopante y desolador. El perímetro de la felicidad se reduce al del mítico Eldorado. Pero no es la cosmovisión, optimista o pesimista, lo que nos interesa, es la posibilidad de leer el relato como una larguísima refutación de las cosmovisiones en sí, una refutación de aquello que el verbo raissoner busca representar.[viii] Se trata, ante todo, de la especulación filosófica a la Pangloss —ese filósofo que es todo lengua, o sea, palabrero—. Voltaire acuña un término para dicha modalidad del pensamiento, es la «metafísico-teólogo-cosmolonigología» que el maestro Pangloss enseña a Cándido y que su discípulo intenta verificar de manera compulsiva; la verificación requiere suprimir constantemente cualquier duda o realizar esfuerzos oprimentes para insertar las numerosas contradicciones en una trama que —aunque miope e inverosímil— justifique las ideas del maestro. Quizás no encontremos traducción más nítida de la ingenuidad de Cándido que su convicción inquebrantable de que si Pangloss viviera —muere colgado en un auto de fe al comienzo de la novela— habría tenido una respuesta para cualquier posible objeción a su doctrina. Cuando el protagonista, estupefacto, se reencuentra con su maestro, el «metafísico más profundo de Alemania», le pegunta si aun cuando lo colgaban, lo disecaban (un cirujano compra el cadáver para estudiarlo y al hacer una incisión, desde el ombligo hasta la clavícula, revela horrorizado que no está muerto), lo molían a golpes y lo esclavizaban remando en las galeras, aun en esos momentos «¿seguíais pensando que todo iba de la mejor manera posible en el mundo?». La respuesta: «Sigo con mi primera idea, porque en última instancia soy filósofo: no me conviene desdecirme, ya que Leibniz no puede haberse equivocado, y, además, porque la armonía preestablecida es la cosa más hermosa del mundo».
Cuando Freud mira el bordado sobre su escritorio lo que ve es una amonestación a la metafísico-teólogo-cosmolonigología. Si Voltaire hubiera nacido doscientos años más tarde, ¿podría haber escrito, para horror de Freud y sus epígonos, un Cándido psicoanalítico en el que Pangloss predicara no sobre causas y efectos o el mejor de los mundos posibles, sino sobre la pulsión de muerte, la castración o el complejo de Edipo? Tal posibilidad nunca dejó de preocupar al artífice del psicoanálisis. El imperativo de trabajo —no el del labrador que cultiva el huerto de la alquería, como en la novela de Voltaire, sino el del investigador que, por encima de todo, privilegia la observación rigurosa de su objeto— tiene el propósito de prevenir cualquier exceso especulativo. Ideal que rima bien con lo que Freud le expresa a Ferenczi en una carta del último día de julio 1915, cuando el punto final de sus doce trabajos metapsicológicos está a la vuelta de la esquina:
«Opino que las teorías no hay que hacerlas, sino que deben presentársele a uno como intrusos, mientras está ocupado con investigaciones de detalle».[ix]
Ideal, no obstante, que rima sobradamente mal con el Freud que se entrega a sus fantasías de las once a las dos de la madrugada hasta perder todo interés en la actividad clínica —verdadero lugar de encuentro con el objeto psique y quizás el único en el que puede ocurrir la investigación psicoanalítica de detalle.
Así, en el teórico Freud aparecen los dos polos de la actividad fantástica. En el primero, la observación satura el campo investigativo y la actividad de la fantasía se sienta a la espera de alguna “intrusión” teórica que ilumine los fenómenos. En el segundo, el movimiento de la fantasía se exacerba en el oscuro silencio de la noche, el objeto de estudio, en cierto modo, ausente.
La contradicción parece resolverse —aclarando de paso la dinámica que rige la producción teórica— en otra carta a Ferenczi, esta del 4 de abril 1915, cuando apenas ha comenzado la redacción de su metapsicología:
«Por cierto, usted también pertenece a los productivos y debe de haber reconocido en sí mismo el mecanismo de la producción, la sucesión entre un juego audaz de la fantasía y una crítica sin miramientos de la realidad.»[x]
Para esta fecha el término metapsicología puede asumirse en público; no así su resorte velado: la fantasía. Recordemos que en 1937 (Análisis terminable e interminable), más de veinte años después de esta carta, la fantasía sigue siendo para Freud un objeto contaminado de sospecha epistemológica; al menos lo suficiente como para que la censura adicional que opera en la redacción de un texto público la encapsule en la ligereza del paréntesis: «—a punto estuve de decir: fantasear—», escribe. Como si apenas pudiera sofocar el impulso de reconocer que el límite entre teoría y fantasía se le escabulle a cada rato. Si en el desparpajo de las cartas la fantasía se presenta como una matrona —una partera, pero también una mujer noble y madre respetable de la familia de conceptos y proposiciones— ¿a qué se debe el halo de timidez y escrúpulos que la rodea en la obra publicada? ¿Por qué Freud les oculta a sus lectores que la fantasía puede ser la más científica de las facultades?[xi]
Referencias
[i] «Fragt man, auf welchen Wegen und mit welchen Mitteln das geschieht, so hat man’s nicht leicht mit der Beantwortung. Man muß sich sagen: “So muß denn doch die Hexe dran”. Die Hexe Metapsychologie nämlich. Ohne metapsychologisches Spekulieren und Theoretisieren — beinahe hätte ich gesagt: Phantasieren — kommt man hier keinen Schritt weiter.»
[ii] «Solcher Arbeit habe ich in den letzten Wochen jede freie Minute gewidmet, die Nachstunden von elf bis zwei mit solchem Phantasieren, Übersetzen und Erraten verbracht und immer erst aufgehört, wenn ich irgendwo auf ein Absurdum gestossen war oder mich wirklich und ernstlich überarbeitet hatte, so dass ich kein Interesse für die tägliche ärztliche Tätigkeit mehr in mir vorfand.»
[iii] La rúbrica del laboratorio es engañosa, Freud se dedicó casi exclusivamente a investigaciones anatómicas, siendo el objeto privilegiado de su interés la estructura que se revela al microscopio y no el funcionamiento (fisiología) que se infiere a partir de la experimentación.
[iv] La cita es de una carta a su prometida (5 octubre 1882) en la que reproduce los pormenores de su entrevista con Nothnagel.
[v] Jones, en su biografía, incluye la copia del dibujo y lo complementa, muy amablemente, con una versión preparada por él mismo en la que remienda la caligrafía poco legible del original.
[vi] Podemos recordar una carta a Martha Bernays del 27 de junio 1882 —diez días después de haber celebrado furtivamente su compromiso con ella— en la que el joven enamorado personifica a la ciencia como una reina disgustada por la dudosa lealtad y devoción de su siervo, Freud. «Your Highness, I remain your humble, most devoted servant, but please don’t hold it against me; you have never looked kindly upon me, never said a comforting word to me; you don’t answer when I write to you, listen when I speak, but I know another lady to whom I mean more than I do to you, who repays my every service a hundredfold, and who moreover has but one servant and not, like you, thousands. You will understand if I now devote myself to the other so undemanding and gracious lady. Keep me in pleasant memory until I return».
[vii] P. Hadot, Excercices spirituels et philosphie antique. Paris: Albin Michel, 2002, p. 29.
[viii] En su biografía, Jones traduce «Let us work without philosophizing». El lector desprevenido creería que incurre en un exceso de interpretación, pero dado el contexto del Cándido se trata, más bien, de una mera aclaración.
[ix] «Ich halte darauf, dass man Theorien nicht machen soll — sie müssen einem als ungerufene Gäste ins Haus fallen, während man mit Detailuntersuchungen beschäftigt ist.»
[x] «Übrigens gehören Sie selbst zu den Produktiven und müssen auch an sich den Mechanismus der Produktion beobachtet haben, die Aufeinanderfolge von kühn spielender Phantasie und rücksichtsloser Realkritik.»
[xi] Baudelaire a Toussenel en una carta: «L’imagination est la plus scientifique des facultés». T. Todorov, La littérature en péril. Paris: Flammarion, 2014, p. 59.
Ciudad de México, 1985. Formado en el estudio del Talmud, renunció a la carrera de rabino para dedicarse a la clínica psicoanalítica y a la escritura. Autor del poemario Escardillo (Liliputienses, 2020; Argonáutica, 2021), por el que obtuvo mención honorífica en el VII Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz. Actualmente cursa estudios de doctorado en el Colegio de Saberes.