Historia de mí y de mis otros. El otro en la construcción de la identidad

Norma Lazo

La calavera, el corazón secreto,
los caminos de sangre que no veo,
los túneles del sueño, ese Proteo,
las vísceras, la nuca, el esqueleto.
Soy esas cosas. Increíblemente
soy también la memoria de una espada
y la de un solitario sol poniente
que se dispersa en oro, en sombra, en nada.
Soy el que ve las proas desde el puerto;
soy los contados libros, los contados
grabados por el tiempo fatigados;
soy el que envidia a los que ya se han muerto.
Más raro es ser el hombre que entrelaza
palabras en un cuarto de una casa.
Jorge Luis Borges[i]

Introducción

¿Cómo surge un yo allí donde no había nada? Solo un cuerpo de cuatro kilos extraído por cesárea de la bóveda materna, con un pequeño corazón latiendo indiferente al llanto, mientras aurículas, ventrículos y válvulas transportan la sangre a todo el cuerpo, sin importar los órganos incipientes que inundan; su movimiento es mecánico. Bien podría tratarse de una máquina orgánica. La máquina de Harvey que bombea, con el único sentido de la supervivencia, el líquido rojo que permite la vida. Cada vida humana tiene ese corazón impenetrable e indiferente, que marcha oscuro y sigiloso al compás del tiempo medible: el de los relojes, las fechas, los calendarios. Y ese corazón anima sin saberlo el aliento de quien esto escribe. Es el custodio de mi muerte. ¿Y cómo fue que ese pequeño cuerpo, alcanzado por error con el bisturí del médico, se convirtió en esto que soy? Un yo. Un yo que escribe un ensayo-ficción sobre el lugar del otro en la formación del yo y en la escritura literaria llamada, precisamente, autoficción[ii].

A todo esto qué es un yo.

La idea común es que nacemos con una esencia, algo que nos define y separa del resto, digamos, el alma o la identidad esencial que es una especie de unidad de ser[iii]. El problema con la palabra identidad es que uno de sus significados es cualidad de idéntico, es decir, que se es igual a otro o muy parecido, pero también significa el conjunto de rasgos propios que caracterizan a un individuo frente a los demás. ¿Cómo se puede ser igual a otro y a la vez tener características propias? Visto así hay una paradoja en la palabra, lo que no está mal, ya que la identidad está llena de paradojas. Otra de las acepciones de la RAE para identidad es el hecho de ser alguien o algo, el mismo que se supone o se busca. De la anterior acepción me interesa el se busca. La identidad como búsqueda, no lo encontrado, porque no hay nada que encontrar, sino la búsqueda en sí. Y esa búsqueda se da entre la identificación y la diferenciación; siguiendo a la RAE, entre ser como el otro y distinto al mismo tiempo. Trataré de ser más clara. Si entendemos la identidad como la búsqueda de la misma sin la posibilidad de encontrarla, si la pensamos en incompletitud, entonces habría que aceptar que no existe algo como una identidad; que no se hallará identidad al cambiar de género, ideología, amigos, religión, profesión, etcétera. Lo que se encontrará es la ilusión de identidad. Y no hay porqué sentirse vacío o despojado al admitir esto, solo entender que la identidad se va formando a través de las identificaciones que, a lo largo de la vida, vamos teniendo con otros. Tomamos o rechazamos características de los demás, que van construyendo un rompecabezas que termina de armarse hasta el día en que morimos. Algunas piezas encajan, otras queremos encajarlas hasta darnos cuenta que no embonan, en tanto, unas más son rechazadas. Y este ejercicio toma una vida sin siquiera darnos cuenta de ello. Sin embargo, hay que aclarar que la búsqueda de identidad no se da de manera volitiva[iv], el yo no podría soportarlo ni solventarse si sucediera de esa forma, por otra parte, correría el riesgo de convertirse en un tronco arrastrado por la corriente de lo novedoso, como advierte Kierkegaard. Entonces por qué usar la palabra búsqueda. Existen varias discusiones por el origen de este vocablo, de ahí que la RAE prefiera no poner ninguna raíz etimológica. No hay consenso al respecto. Pero en los foros de discusión sobre etimologías, dependiendo de la raíz que se trate, se le relaciona con: pedir, querer algo, ir al bosque por algo, ganar algo, conseguir una cosa mediante el hallazgo y robar[v]. Todos los sentidos giran en mi cabeza.

En el párrafo anterior surgió la palabra otros, no es menuda cosa, y es que las identificaciones, valga la obviedad, vienen del otro; las primeras, de nuestros padres o tutores — más directamente del superyo de los padres y, estos a su vez, del superyo de sus padres, creando todo un enredo transgeneracional que forma al propio superyo del sujeto—, y las siguientes, de la otredad que topamos en el camino: hermanos, profesores, amigos, artistas, intelectuales, políticos y un listado interminable. Ese continuum que es la identidad incorpora saberes que dan paso a un no saber, de allí la necesidad o pasión, según el caso, de seguir explorando, analizando, interpelando al yo. Si lo que somos proviene de un sinnúmero de identificaciones, en consecuencia, el otro sería quien nos construye con su mirada, semblante, palabra, silencio, amor, desamor, admiración, desprecio, caricia, indiferencia, calidez, deseo, sí, deseo mimético[vi].

Las identificaciones se dan de manera individual pero también grupal y son vividas en dos tiempos, el lineal o medible y el psíquico o abstracto. A través de ambos se crea una narrativa que se dibuja y desdibuja según damos forma a nuestra historia, a los recuerdos archivados en la memoria que evocamos a voluntad. Esa evocación es la que edita, deforma, añade y transforma los acontecimientos, sin advertir que lo hace; de ahí, que casi siempre aseguramos que las cosas sucedieron de tal o cual forma, aunque haya sido de otra.

La construcción de la identidad, la escritura de sí, es atravesada por el encuentro con el otro y es el deseo mimético parte de un proyecto identitario. Son mis otros, mi principio y mi fin. Partes de yo. Las notas de un canon[vii] interminable que me constituye. El yo es un bucle extraño, recursivo, paradójico y autorreferencial, que se conecta a los bucles extraños que son otros yos, sin tener claro dónde empezaron a interconectarse[viii]. ¿Pero qué es un bucle extraño? Como dijimos se piensa el yo como identidad. Ante la pregunta quién de ustedes piensa, anhela, sueña, ama, desea, cada uno respondería: «yo». ¿Y qué significa decir yo? Aquí empieza la paradoja, porque al decir yo pienso, yo anhelo, yo deseo, no puedo explicarlo sin referirme a mí mismo, caemos en una lógica recursiva; para comprender el yo primero tenemos que entender el yo, es decir, el yo se invoca a sí mismo. Mirándonos a nosotros, si eso fuera posible sin el soporte de un espejo, nos daríamos cuenta de que el cuerpo percibido es el mismo que está percibiendo. Es, en apariencia, un circuito cerrado, tal como William Harvey descubrió que es el sistema circulatorio. El corazón envía la sangre a todo el cuerpo y ésta regresa al corazón. Todo empieza donde termina. Pero en el bucle extraño no, porque es un ciclo de retroalimentación que cruza niveles.

¿Por qué es importante lo anterior en este ensayo? Debido a que la escritura es comandada, en apariencia, por el yo. Mi escritura interna, más bien psíquica, y mi escritura externa, la volitiva, se entraman entre ellas, y no solo entre ellas, también a la escritura de los otros. Ahora bien, con interna y externa no queremos decir separadas, o una adentro y otra afuera; tan solo que una se da sin nuestra vigilia y la otra con conciencia. Es dicha escritura, psíquica y volitiva, la que interesa a este ensayo, pero no sola la escritura por sí misma, sino el lugar del otro en ésta.

Hay distintas modos de construir identidad, de descimentar el Yo, de interrogarlo y, a veces, dejarlo sin argumentos, de procurarle cierta maleabilidad y desplazamientos que den lugar a nuevas subjetividades —recordemos que no hay esencia—, pero me avocaré a dos modos que conozco de primera mano, porque he practicado ambos. Uno es la experiencia de análisis y otro, el trabajo literario. El primero con sus reglas y técnicas es una clínica, es decir, una práctica dirigida a la asistencia o tratamiento de dolores psíquicos o síntomas relacionados con los mismos. El segundo se trata de un ejercicio creativo, reflexivo, de imaginación y ficción[ix] consciente, en el cual el escritor pocas veces sabe qué sucede y, aun así, durante el trayecto pueden ocurrir desplazamientos. Tanto en la escritura literaria como en el análisis no solo está siempre presente la palabra, también, el otro, y es éste quien procura el discurso narrativo. Su presencia, real o virtual, forma un vínculo, igualmente real o virtual, y éste fluye en la palabra. ¿Solo en la palabra? Esto me hace recordar a Huo Datong.[x] El joven chino que tras leer La interpretación de los sueños quiso entrar a análisis, y viajó a Francia con el deseo de ser analizado por Lacan y estudiar filosofía. Cuando supo que Lacan ya había muerto acudió a análisis con Michel Guibal, quien sí se analizó con Lacan. La experiencia de análisis tenía un impedimento. Datong casi no hablaba francés y Guibal no hablaba nada de chino. Aún así, el impedimento no fue tal, y ambos se comprometieron con el proceso. Lo único que Guibal le pidió a Datong fue que, al terminar, dibujara un ideograma que expresara lo que él pensaba que había sucedido en sesión. Me pregunto si allí hubo realmente un análisis o no, y si quizá, solo quizá, el otro, más bien, jugó simplemente el papel de sostén en el delirio del analizante.

Pero regresando al tema central, el otro en el yo y la autoficción, trataré de acotar el término. Autoficción es donde el autor recurre a la realidad para escribir y se convierte a sí mismo en el protagonista de su obra. Esto ha dado un sinfín de discusiones. Algunas, inclusive, la consideran moda y una exacerbación del Yo en una época donde el narcisismo y la megalomanía ha explotado en las redes y en los reality shows, en los cuales el único requisito necesario, aparentemente, es el exhibicionismo. Ahora bien, la autoficción ha existido siempre, sin embargo, vive un boom desde la creación del neologismo en 1977. Para distinguir cuándo se trata de una autoficción, según Manuel Alberca, debe reconocerse la correspondencia referencial entre protagonista y autor[xi]. Tomando en cuenta lo anterior autoficción puede ser En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, la saga de Nathan Zuckerman de Philip Roth, Niebla de Miguel de Unamuno, las no ficciones de Emmanuel Carrère, quien se niega a llamarlas autoficción, y un largo etcétera. Entonces por qué incomoda o molesta a algunos el boom mencionado. Quizá, al menos es parte de la propuesta de este ensayo, se debe a que en la mayoría de autoficciones contemporáneas descansa el culto al Yo, al autor, lo que puede favorecer el anquilosamiento de la identidad o, si se prefiere, el anquilosamiento de la búsqueda no volitiva de la misma.

Porque este ensayo no está del todo de acuerdo en que la autoficción siempre sea puro onanismo. Creemos que puede funcionar como vehículo de construcción del yo y dar lugar a la llegada del otro. Hay modos de ser de la autoficción. Para cerrar este planteamiento solo resta aclarar que nos referiremos al Yo[xii], así con mayúscula, cuando nos refiramos al Yo apuntalado, fortificado, robusto, amurallado tras su fuerte, que promulga la autonomía del ego y su adaptación a la realidad; y al yo, con minúscula, cuando hablemos del yo en ciernes, andante por los deslices de la identidad, un yo en repetición y desplazamiento, como la repetición de Kierkegaard, siempre con el arribo de algo nuevo, como los caracoles con los que Douglas Hofstadter ilustra la recursividad, es decir, un yo abierto al movimiento. A los otros. Para intentar esclarecer lo anterior, a saber, que la autoficción puede procurar desplazamientos en la identidad con miras a una ética, tomaremos las primeras tres novelas de autoficción de Emmanuele Carrère: El adversario, Una novela rusa y De vidas ajenas.

I. Lo que más me atrae de los museos, por encima de los paisajes, es la representación del rostro humano, y como escritor soy un mero retratista[xiii].

En una entrevista, a propósito de su libro más reciente, Yoga, Emanuelle Carrère dice, «en lo que hago yo hay mucho auto pero no hay nada de ficción. Nunca entendí bien a qué se refieren cuando dicen autoficción. Cuando yo hablo de mí es algo que sucedió realmente. No altero nombres ni intento esconderme». Y es que a Carrère no le gusta el término. Tampoco creo que le gusten las otras expresiones que se leen cuando se refieren a su obra. Hay quienes le consideran el representante más importante de la novela de no ficción; pero el propio Carrère se resiste a la palabra novela cuando dice que, por más que repite que él habla de hechos y personas reales, no quieren dejar de ver a sus libros como novelas. La necesidad de la etiqueta ha llevado a críticos y académicos a acuñar otros neologismos que poco importancia tiene para quienes nos interesa el contenido de la obra y el proceso que provoca, por encima del género en que se agrupe. Entre neologismos, u ocurrencias, han surgido figuraciones del yo, novelas del yo, autobioficción, autofabulación, autonarración, etc. Nosotros nos quedaremos con autoficción no sin antes hacer unas puntuaciones respecto del término.

¿Qué es autoficción? Manuel Alberca intenta acuñar una definición: «autoficción es una novela o relato que se presenta como ficticio, cuyo narrador y protagonista tienen el mismo nombre del autor[xiv]». Tengo dos problemas con esta definición. El primero son las novelas de César Aira en las que, si bien el protagonista puede llamarse César, la situación es tan absurda que queda claro que se trata de ficción. La segunda es que hay autores, como Philip Roth, que novelan su vida bautizando a su protagonista con otro nombre. ¿Y qué pasa con los escritores que sí encaran al yo/Yo de frente[xv]? Me refiero a aquellos que hablan de su propia vida sin la solemnidad de la autobiografía y sin tratarse de una empresa de largo aliento, como puede ser la vida completa de cada quien[xvi]. Entre esos está Emmanuele Carrère. Los sentidos en torno a la palabra autoficción se resbalan. Autobiografía, memorias, autoficción, novela de no ficción, diario, cuaderno de viaje, etc. No hay límite, y de la misma forma sucede con la identidad. ¿Dónde terminamos de imaginarnos quiénes somos y dónde empezamos a ser realmente? De este modo, para no resbalarnos con otras definiciones, ya que preferimos resbalarnos con la propia, autoficción es, independientemente de que se trate de ensayo, novela, relato, cuento, todo texto que encare al yo de frente, sin importar que corresponda al nombre del autor, pero sí a vasos comunicantes con la vida del autor.

En El pacto autobiográfico, Philipe Lejeune traza las diferencias entre novela y autobiografía, donde surge la idea de un pacto. El pacto autobiográfico debe distinguirse con la identidad del nombre del autor-personaje y ofrecer la promesa de decir verdad. Así el autor cometa inexactitudes o mienta por no discernir un recuerdo real de una invención involuntaria, estamos dispuestos a creerle; por ello, para Alberca, la autoficción es el pacto ambiguo, porque parece decir verdad y a la vez, no.

El término autoficción lo introdujo Serge Doubrovsky a raíz de su libro Fils (1977). Para él se trata de hacer ficción con hechos reales, y aparte de considerarla una especie de escritura concreta, así como en música[xvii]; también le llama autofricción, por abrir el narcisismo del autor en un onanismo de palabras. Doubrovsky considera la autobiografía el género de los célebres: músicos, deportistas, políticos, artistas, héroes, sobrevivientes, estrellas de cine, etc. Porque una autobiografía suele llevar implícito que se trata de alguien importante, famoso, que de cierta forma ha vivido algo extraordinario o ha realizado alguna hazaña; son personas que puedan resultar interesantes a quienes están alejados de ese tipo de proezas. Por lo contrario, la autoficción es sobre lo ordinario. No hay excursiones excepcionales en la vida de un escritor, ni viajes asombrosos, salvo que te llames Herman Melville, Marguerite Duras, Eduard Limónov o J. G. Ballard, y uno u otro más por ahí. Además, el autor contemporáneo —pensemos que el término autoficción es todavía joven— está más derrotado por los embates de la vida diaria —el amor, la soledad, el fracaso, la muerte, el desamor, la enfermedad— que por una odisea griega. Allí, para algunos detractores de este subgénero, está la muestra narcisista. Hacer de un situación cotidiana la travesía de Ulises.

Sobre el escritor ondea el velo del narcisismo, sí, y por añadidura el de la neurosis, ya que en su imaginario construye la simbología y las narrativas alternas que le devuelven su vida, su entorno, de forma estética. Sin embargo, tenemos que subrayar que el narcisismo de la figura-tipo A[xviii] no es privativo del autor de autoficción o autofricción, ni siquiera de los escritores, pero sí un rasgo en la personalidad literaria. Aunque el autor imagine una historia y escriba sobre personajes ficticios, allí siempre estará jugándose cierta solidez de su yo. Lo llamativo en la autoficción es que ésta de alguna manera acepta la fragmentación del yo; y en vez de buscar su unicidad, éste aparece en los fragmentos, las rupturas y lo discontinuo del relato.

No es fácil encarar el yo/Yo. Quienes han estado en análisis lo saben. Mal guiado puede vivirse la experiencia como una autodesintegración, pero encarar el yo/Yo es, sin duda, esclarecedor.  Por eso pensamos que hay tantos tipos de autoficciones como de autores que la escriben: la autoficción no puede reducirse a definiciones simples. Para ir cerrando la introducción,  proponemos que si el texto busca la unicidad del relato y del Yo, estamos ante una autobiografía. Incluso, me atrevería a decir que la primera persona que escribe la autobiografía corresponde a la idea psicologista del Yo, ese Yo que debe fortalecerse y que, de hecho, puede ser fortalecido por una odisea memorista que impresiona por su precisión en el conocimiento de los hechos. El fragmento, la ruptura, lo discontinuo, la mezcla de géneros, son más propios de la autoficción. En Autobiografía/verdad/psicoanálisis Doubrovsky, desde su experiencia, explica que quien escribe autobiografía, intenta construir un testimonio y una reflexión. Este tipo de escritor se basa en la verdad de los hechos y, al ser eso lo más importante, el lenguaje no tiene otra función más que referencial; en tanto, según entiendo, la autoficción opera una función poética, metafórica, y remite la vida del escritor a la estética del lenguaje.

Doubrovsky emparenta su idea de autoficción con el psicoanálisis. Subraya el desdoblamiento del sujeto en yo y el otro del inconsciente —aporte de Freud—; y la forma en que ese otro emerge en la autoficción, para él, es parecida a la lograda mediante la escucha del analista. Para Doubrovsky, el acto de escribir, de la misma forma que el psicoanálisis, sucede entre el yo consciente y las partes oscuras del otro del inconsciente. Pareciera que intenta poner psicoanálisis y autoficción en paralelo. De hecho cree que la vocación testimonial realizada por pacientes se relaciona de alguna manera. Estos textos, ya sean diarios o relatos estilizados, para Dubrovsky conservan la función de escritura como vehículo de transcripción —recordemos la carta 52 de Freud. Pasa de un lado a otro, y así sucede tanto en el escrito del analizado como en la escritura del caso por parte del analista. Si hemos entendido bien, para Doubrovsky la autoficción es una oscilación entre la autiobiografía y novela, entre texto y vida. Es la misma novela del neurótico, pero con una diferencia fundamental, si la neurosis invita al sujeto al analista, y lo pone en el lugar de analizado, al volverse su propia escucha, toma el lugar de su propio analista. Por supuesto, un análisis no funciona así, porque en el psicoanálisis está el otro que responde, repregunta, subraya o señala, lo que puede hacernos pensar distinto de nosotros y de la solidez de nuestras creencias; con todo, son los vasos comunicantes que Dubrovsky parece hallar. La novedad para Doubrovsky es,  poner en tela de juicio la radical soledad romántica[xix] del yo, y dar lugar al yo/otro y, por ende, a los otros, que siempre están presentes en nuestros monólogos mentales.

II. No soy yo, obviamente, quien va a decir «yo» en su nombre, pero me queda, a propósito de usted, decir «yo» por mí mismo[xx].

¿Cómo surge nada allí donde debió surgir un yo? Bien podría tratarse solo de una máquina orgánica. Uno corazón que se contrae y distiende de manera mecánica sin ver más allá de su función. Un corazón de hojalata con sístole y diástole, carente de emotividad, como el de los autómatas. Imagino así el corazón de Jean-Claude Romand, protagonista de El adversario, primera autoficción de Emmanuele Carrère. Una novela sobre un hombre que comete una atrocidad, en la que el autor inquiere a su yo sin simulacro, mientras que el asesino no tiene un yo, sino un simulacro de yo.

Según cuenta Carrère, El adversario sería inicialmente una novela de ficción. La decisión de llevarla al terreno de la no ficción fue que, de alguna manera, le pareció inmoral tomar el lugar de ese yo, en caso de narrarla en primera persona; aunque tampoco encontró otra forma de hacer ficción o de narrar una historia tan terrible, como lo hizo Capote en A sangre fría. ¿Cómo construir a Romand como personaje?, se preguntaba Carrère. Entonces prefirió contar justo eso, escribir acerca de la imposibilidad de escribir una novela sobre lo que hizo Romand. Carrère no quería caer en la tentación de hacer el retrato de un monstruo, ni tampoco le interesaba hacer una apología, así que decidió contar el proceso. El adversario narra la historia de Romand, la manera en la que le afectó a Carrère, el juicio por el delito y el intercambio epistolar que el escritor sostuvo con Romand.

A grandes rasgos, Jean Claude Romand inventó ser médico, cuando solo cursó el primer año de medicina. Fue tan buen estudiante que le permitieron repetir el año, algo que hizo durante doce años sin que, al parecer, nadie se diera cuenta. Le aseguraba a su novia y a su mejor amigo que seguía avanzando en sus estudios hasta que, según él, se graduó de doctor[xxi]. Ya casado decía trabajar en la Organización Mundial de la Salud donde ganaba mucho dinero. Esto se reflejaba en el tipo de vida que llevaba él y su familia. Romand salía de casa todas las mañanas, y se despedía de su esposa e hijos diciéndoles que iba a su trabajo en la OMS —un trabajo de relevancia internacional. Romand pasaba los días, en lo que terminaba el horario laboral, caminando por el bosque, visitando el servicio de información al público de la OMS, de donde robustecía sus mentiras, o tomando café en algún sitio lejano al poblado en que vivía cerca a la frontera de Suiza. Para mantener su mentira, inventó que debía viajar a otros países por su trabajo. De tal modo, manejaba en carretera por horas y se hospedaba en hoteles de paso. Volvía de sus viajes con regalos para su esposa e hijos. El dinero para la vida de ensueño que llevaban salía, en un principio, del departamento que heredó de sus padres en Lyon, más tarde, de las estafas que fue inventando. Romand vendía medicamentos avanzados para la cura del cáncer, a los que solo alguien como él podría tener acceso. Inventaba productos financieros falsos. Era un hombre tan confiable, con una vida tan ejemplar, que todos creían en él. Amigos, familiares, hasta su amante, le dieron fuertes sumas de dinero para que las invirtiera. El problema empezó cuando los estafados, aún si saberlo, necesitaban echar mano del efectivo que le dieron a Romand. En un inicio aplicó el esquema Ponzi. Daba el dinero de viejos inversionistas a nuevos inversionistas. Luego empezó a dar largas.

Un amigo de la familia descubrió que Romand no trabajaba en la OMS; así que, la edificación de mentiras, sostenida por dieciocho años, amenazó con caerse. Sin embargo, lo que más preocupaba a Romand, era que se enteraran sus padres, Aimé y Ann Marie, tan orgullosos de su único hijo; y su esposa, Florence, e hijos, Caroline y Antoine, quienes vivían felices con la vida de ensueño que les prodigaba. Romand no creyó que soportaría las miradas de decepción e incredulidad de su familia, esas miradas de las que habla Sartre en El ser y la nada: la del otro como un sujeto que espabila nuestra autoconciencia y nos hace vernos de otro modo del que pretendemos ser. Esa mirada que engrandece o humilla. Para Romand, su familia era el acceso a la vida de ensueño, quienes le certificaban su éxito social. Pero qué pasaría cuando esos objetos valiosos se giraran y le regresaran a Romand sus miradas como sujetos. No lo sabremos, lo único que tenemos claro es que no quiso enfrentar esas miradas. Su yo en funciones, ese, digamos, que crea la ilusión de ser alguien en particular con cierta singularidad, no existía en él, se sabía una pantalla que sólo ocultaba vacuidad. La verdadera tragedia de Romand era el vértigo de no ser[xxii]. Porque si el yo se desarrolla entre ese bamboleo del ideal del yo y el yo ideal, donde el yo es una suerte de promesa, me pregunto, ¿cuáles fueron las identificaciones de Romand? ¿Tuvo identificaciones?

Romand resolvió su mayor temor asesinando a toda su familia, incluido el perro labrador, por quien, cuenta Carrère, parecía llorar más. Finalmente, Romand volvió a casa, donde seguían los cuerpos de su esposa e hijos, tomó varios somníferos y provocó un incendio. Uno de sus vecinos llamó a los bomberos, y Romand fue rescatado con vida y sin lesiones. Al inicio jugó el papel de víctima, pero cuando se hallaron los cuerpos de sus padres, algo de la historia de Romand no cuadraba. Acorralado por los hechos, terminó confesando su crimen. Para los equipos de psiquiatras que lo analizaron, cuenta Carrère en su libro, Romand continuaba con su novela narcisista en la cárcel, esta era la forma de enfrentar la profunda depresión de la que huía. Del personaje de médico exitoso, paso al de asesino arrepentido y salvado por Cristo. Parte del informe médico decía:

«Le será para siempre imposible ser percibido como auténtico, y él mismo tiene miedo de no saber nunca si lo es. Antes creíamos todo lo que decía, ahora ya no le creemos nada y él mismo no sabe qué creer, con ayuda de las interpretaciones que le ofrecen los psiquiatras, el juez, los medio de comunicación. En la medida en que no puede decirse que se halle actualmente en un estado de sufrimiento psíquico, parece difícil imponerle un tratamiento psicoterapéutico que él no pide, conformándose con intercambios de realidad con una visitadora. Únicamente cabe desear que acceda, incluso al precio de una depresión melancólica de la que sigue existiendo un riesgo serio, a defensas menos sistemáticas, a un mayor grado de ambivalencia y autenticidad[xxiii]».

En la correspondencia epistolar que Carrère sostiene con Romand, le explica las razones por las cuales no avanza con su historia. El problema no es la falta de información, como pensó al principio, sino no saber qué lugar tiene él, Carrère, en la historia de Romand. ¿Cuál es el lugar de Carrère? La idea de ser objetivo le parece ilusorio. Como narrador necesita un punto de vista, por lo cual busca a Luc, el gran amigo de Romand que se negaba a creer que fuera el autor de los asesinatos. Ahora bien, no halla la forma correcta de contar la historia de Romand, por lo que decide abandonar la novela, y así se lo hace saber en una carta:

«Traté de escribir eso, identificarme con él —se refiera a Luc— con tantos menos escrúpulos cuanto que él me dijo que no quería aparecer en el libro con su verdadero nombre, pero pronto juzgué imposible (técnica y moralmente, las dos cosas van juntas) atenerme a ese criterio. Por eso la sugerencia que me hace en su última carta, bromeando a medias, de que adopte el punto de vista de los perros sucesivos que usted ha tenido, me ha parecido graciosa y a la vez me ha convencido de que usted era consciente de esa dificultad. Dificultad que es, evidentemente, más suya que mía, y que constituye lo que está en juego en el trabajo psíquico y espiritual que usted ha iniciado: esa falta de acceso a usted mismo, ese blanco que no ha cesado de aumentar en lugar de aquel que, en usted, debe decir “yo”[xxiv]

La forma en que Carrére dice yo al escribir El adversario inaugura una posición ética y de cierta empatía. Acaso no es empatía intentar mirar al mundo desde los zapatos del otro, aun sabiendo la imposibilidad de la empresa. De esta forma, Carrère ocupa el lugar de escucha y testigo —salvo en Una novela rusa, de la que hablaremos más adelante. En las novelas de autoficción, Carrère pone su yo, no como un eje alrededor del cual giran los demás, sino como observador y parte, siempre sin juicios morales y mostrando algo de piedad, inclusive por alguien como Romand.

Si el Yo es quien escribe la autobiografía, porque busca la unicidad en la identidad y cuenta una historia completa y cerrada que no admite la digresión hacia otros; quien escribe la autoficción, al menos esa es nuestra propuesta, es el yo, consciente de que no hay identidad y de que cada historia de vida es incompleta, siempre abierta a ser reescrita. Porque es la forma de posicionarse del yo lo que termina dándole densidad y valor a las autoficciones. Esto es, como ya dije, no concordamos con la idea de que toda autoficción sea puro egocentrismo; se trata, a nuestro entender, de una reapropiación literaria de la propia historia y, por lo mismo, una estética del yo. En ese sentido, Carrère ha tomado la primera persona para hablar de acontecimientos que han cimbrado su vida y la vida de los otros. Ha escriturado, y se ha escriturado, a través de ese desdoblamiento en el que se apropia de los eventos de su vida, para narrar sin melodrama y simulación, pletórico de autocrítica y auto observación.

III. Conozco lo bastante la expresión de mi madre cuando abordamos un tema penoso para tener la certeza de que mis padres no mienten.  Si su versión es verídica, de lo cual estoy ahora convencido, la mías es falsa. Mi recuerdo, sin embargo, sigue siendo nítido, vivaz, remite a algo real, y el sentimiento de culpabilidad que despierta me ha acompañado toda la vida. Quizá yo no mate a Nana, pero ¿a quién he matado entonces?[xxv]

¿Cómo surge un Yo, allí donde debió formarse un yo? Un Yo fortificado. Ejercitado hasta hacérsele poderoso, impenetrable, imposible de afectar, porque es un Yo aislado tras un fuerte. Bien podría tratarse solo de un ego enorme. Apuntalado con promesas de triunfo, materialismo, individualismo y superioridad. Con un corazón que se empequeñece a cada latido sin entender que su latencia depende de otro. Un corazón de plástico que solo late al ritmo de los aplausos y la veneración. Así pareciera ser el corazón del narrador de Una novela rusa. Un Carrère que parece afectado por su propio narcisismo y que, sin embargo, no puede escapar de éste.

Una novela rusa —o Mi vida como una novela rusa, otra versión del título que me parece más adecuado— inicia con el viaje de Carrére en su faceta de periodista a un lugar llamado Kotelnich en Rusia. Su encomienda es cubrir la liberación de Andras Toma, soldado húngaro detenido tras la caída de Budapeste en 1944, quien ha estado recluido en un psiquiátrico por cincuenta y dos años. Su familia lo dio por muerto y, así como El adversario dio un giro en el momento en que Carrère se dio cuenta de que le sería imposible contar esa historia en una ficción novelada, el viaje a Kotelnich se convertiría en algo mucho más que la historia de Andras Toma. El viaje cimbraría al escritor de muchas formas.

Primero hay que recordar que Carrère es de ascendencia rusa. Su madre, Hélène, nombre de soltera de Hélène Zourabishvili, es historiadora y miembro vitalicio de la Academia francesa. Autora de varios libros, entre estos, el muy celebrado Seis años que cambiaron el mundo. Hija de aristócratas georgianos, Georges Zourabishvili y Nathalie von Pelken, quienes abandonaron Rusia cuando Lenin dejó de creer en la independencia de las poblaciones, que habían sido parte del imperio ruso. El viaje a Kotelnich se convertiría para Carrère en una reflexión sobre su origen, su imposibilidad de hablar el idioma ruso que le viene de herencia y la búsqueda de su abuelo, padre de su madre, quien, haciendo caso omiso a los consejos de todos, se presentó en una Gendarmería de Burdeos para cumplir con una citación, y jamás se le volvió a ver. Su desaparición se convirtió en uno de esos silencios familiares, un tema doloroso del que nadie quería saber nada, el elefante en la habitación.

Una novela rusa cuenta varias historias que tiene como eje a Carrère:

  • Andras Tomas, soldado húngaro recluido en un sanatorio psiquiátrico desde 1947.
  • El documental dirigido por Carrére quien, una vez que conoció Kotelnich, se convenció de que había algo en esa ciudad y en su gente que debía ser documentado.
  • Sophie, la pareja de Carrére, y su tormentosa relación llena de altibajos amorosos, y de un apetito sexual tan enorme como correspondido.
  • Los orígenes rusos de Carrère y la sombra de su abuelo tanto en su vida como en la de toda la familia.
  • Sasha y Ania, la pareja de Kotelnich con la que Carrère entabla una relación complicada y afectuosa.

El carácter fragmentario de la historia, del yo, es visible en el armado de la novela, ya que Carrère expone su vida, en apariencia, como va sucediendo, lo que nos muestra varios Carrères. Su literatura no permite distinguir la ficción de la realidad; si bien ya sabemos lo que ha dicho el autor hasta el hartazgo[xxvi], todo lo que escribe es real, y no dudamos que él así lo crea. Nuestra decisión de usar autoficción es porque no creemos en tal cosa como la verdad y porque, además, estamos convencidos de que en esta vida, todo es autoficción, ya sea en el diván o en la pluma literaria. La verdad de Carrère es su literatura, y a esa verdad sí nos apegamos, ya que como para otros autores, Vilá Matas por ejemplo, literatura y vida son uno y lo mismo.

No hay límites entre ficción y realidad, incluso, la experiencia del lector de Carrère es que asiste a la creación de una novela, a un proyecto en plena construcción, a una novela que, como una vida, no cesa de escribirse, y que si llega a término es solo porque el autor así lo decidió. También el lector es testigo de la creación del documental, Regreso a Kotelnich, donde Carrère se muestra frustrado, sin ideas, paralizado y hasta avergonzado por no tener claro qué filmar ni qué direcciones dar. Varias veces menciona que ante su parálisis, su no saber qué hacer, el equipo se ponía a tirar cámara donde ellos consideraban interesante. Uno de los mayores atractivos de Una novela rusa, y sin duda de Yoga, otra de sus novelas que no contemplamos aquí, es la transparencia con la que el autor se muestra, provocando identificación, disgusto o empatía, pero no compasión. Carrère no cae en la tentación del autohalago ni tampoco en el lugar de poeta maldito, ese chico malo que al pintarse con cierta villanía y transgresión, no hace más que caer en la figura romántica. Es autocrítico, sí, pero no se regodea en ello. Sobre esto, Carrère dice:

«El problema de las autobiografías es tanto la autoglorificación como la autodenigración. Es difícil encontrar el justo medio. Hay tanto narcisismo en cubrirse de elogios como en escupirse y patearse. El gran ejemplo de autoglorificador es Chateaubriand, que dedica su tiempo a erigirse una estatua. Otros se maltratan. El más equilibrado es Montaigne, que ve todos sus defectos pero no le causan vergüenza, porque hacen de él un ser humano, como el lector. No somos perfectos ni gloriosos pero ello no es razón para odiarnos.[xxvii] »

En Una novela rusa Carrère se reprocha su narcisismo, su actitud infantil, en ocasiones, su crueldad y culpa con Sophie, su novia; también el desprecio y culpa que le produce la gente, como los amigos de Sophie, que poco tienen que decir. No teme mostrar esas zonas que a cualquier neurótico avergüenzan y llenan de culpa. Como su temor al enfrentamiento físico con otros hombres, la manera en que se convirtió en motivo de burla, gracias al cuento erótico que publicó en Le Monde para su novia, y la inseguridad que esto le hacía sentir, tanta, que ha llegado a arrepentirse de la publicación de ese cuento y de la propia novela, que tantos problemas le causó. Se arrepiente de haber lastimado a su madre y a su exnovia. Porque Una novela rusa nace de la prohibición de su madre, «no escribas sobre tu abuelo». En la desobediencia adolescente —en varias partes Carrère se exhibe como un muchacho caprichoso y berrinchudo—, el autor no puede hacer otra cosa que contar esa vergüenza familiar: su abuelo hacía trabajos de traducción para los nazis. Y es justo la prohibición de contar algo, lo que provoca la compulsión de contarlo todo; no sólo lo del abuelo, sino su vida íntima con Sophie, el afecto-desprecio que le despertaban la pareja de Kotelnich, etc. Una novela rusa se da como su vida misma, la de Carrère, como la vida de todos, a trozos, con dudas, sin certeza, lleno de equívocos y con pleno desconocimiento de lo que somos, de cómo reaccionamos con esa ignorancia de nosotros mismos, que nos arrasa cuando hacemos o decimos cosas que no hubiésemos querido hacer o decir.

Retomando los enlaces que hace Doubrovsky entre autoficción y psicoanálisis, pienso que es otro tipo de análisis el que hace un autor. Pareciera que Carrère buscara exorcizar a los fantasmas del pasado, su propensión a la depresión y las identificaciones que lo han marcado, entre éstas, su madre. Como si las autoficciones fuesen un modo de poner en algún sitio todas esas inseguridades y desconfianzas sobre sí. «Toda mi vida me he considerado no normal, excepcional, a la vez monstruoso y maravilloso, lo cual no es inquietante cuando eres adolescente, pero sí lo es a mi edad.[xxviii] »

La primera novela que leí de Carrère hace ya varios años fue El bigote, una ficción que narra la desintegración del yo de un hombre que, tras afeitarse el bigote que ha usado durante años, su yo igualmente va desapareciendo. El personaje se afeita a escondidas de su esposa para darle una sorpresa, pero ella no dice nada ante su nueva imagen, cuando el sujeto decide reclamarle la poca atención que puso en su nuevo cambio, la esposa le dice, «pero si tú nunca has tenido bigote». Y ahí empieza una pesadilla kafkiana para el personaje. Carrère cuenta que la escritura de esta novela vino a hacer una especie de acto fallido, ya que su abuelo desapareció tras afeitarse el bigote, situación que había olvidado al momento de escribir El bigote.

IV. La víspera eran como nosotros, nosotros éramos como ellos, pero les sucedió algo que no nos sucedió a nosotros y ahora formamos parte de dos humanidades separadas[xxix].

¿Cómo surge un nosotros allí donde sólo había un yo? Un nosotros capaz de cimentar una comunidad por venir. Surgido, quizá, sólo quizá, de cierta relación entre literatura y colectividad. Atravesando las prácticas de la literatura, lectura y escritura, en un agenciamiento colectivo de enunciación. Logrando la fortaleza de la comunidad y no del yo.  Un corazón —podría ser el corazón de San Agustín, porque el corazón como metáfora de sentimiento surge en él— como experiencia de amor, morada interior de mí y de mis otros.

En De vidas ajenas Carrère vuelve a la novela en construcción. A hablarle al lector como si fuera único, a quien confiesa la desazón y el sentimiento trágico que el autor tiene sobre la vida. También hay que decir que esto no lo hace un pesimista. Carrére ama la vida así como es: trágica y bella. Su acercamiento es el del realista que entiende que la felicidad ocurre por ciclos, y que hay tiempos buenos y plenos y otros, tristes y llenos de desesperación. Por doloroso que sean algunos pasajes de sus narraciones siempre queda encendida una luz, y no precisamente al final del túnel, sino la luz de la vida misma que también nutre y llena de belleza. Luz y oscuridad danzando, creando imágenes bellas, como lo explica Tanizaki en El elogio de la sombra.

De vidas ajenas cuenta dos historias relacionadas con la tragedia y con Carrère. La primera se desarrolla durante el tsunami de Sri Lanka en la navidad de 2004, lugar donde estaba él, su novia y los hijos de ambos, y la segunda ocurre en Francia, en el curso de la agonía y muerte de la hermana de la novia de Carrère. Ambas fatalidades marcarían al autor. De vidas ajenas descubre, al menos para mí, un Carrère distinto, con una solidaridad incondicional, con aquellos que son tocados por la desgracia. Un salto de Una novela rusa, donde no podía dejar de pensar en sí, a De vidas ajenas, donde no deja de imaginar el dolor de los demás. Y, si bien la muerte está presente en toda la novela, al terminar de leerla, uno queda con un sabor dulce. El de la compañía del otro que sostiene la mano en la mazmorra del mundo.

«De los blancos que aguardaban debajo del baniano, delante del hospital, recuerdo sobre todo a Ruth, porque es con la que más hablamos y porque volvimos a verla, pero también a una inglesa de edad mediana, corpulenta, de pelo corto,  que había perdido a su amiga: my girlfriend, decía, y me imagino a esta pareja de lesbianas ya entradas en años que vivían en una pequeña ciudad inglesa y participaban en la vida colectiva, y su casa instalada con amor, sus viajes todos los años a países lejanos, sus álbumes de fotos, todo eso roto[xxx]»

Para ponerlo en contexto del discurso analítico, entre ambas novelas saltamos de aquel que no deja de ver su reflejo en el estanque, o no deja de ver al otro como su propio reflejo, a alguien capaz de ver y conmoverse con el dolor de los demás. Si en Una novela rusa entramos a los laberintos del pensador obsesivo que, desde mi lectura, solo importan los otros por la forma en que afectan su vida, su obra o sus fantasías incumplidas, en De vidas ajenas, se despliega hacia los otros, en una apertura y empatía conmovedora. El centro de esta novela no es ya Carrére, aunque todo suceda a su alrededor; el centro son los otros. Sujetos con una vida segura, feliz y nutricia, que cierran un ciclo de buenaventura con una desgracia. Como sucedió a la pareja amiga de Carrère, quienes perdieron a su hija, Juliette, de cuatro años, arrastrada por el tsunami.En Yoga hace una referencia a ese momento de su vida. Mientras habla de las virtudes de la meditación, del poder de la presencia, de estar presente, de soltar cualquier expectativa y aprehender que uno no tiene injerencia en cómo sucede todo, por lo que solo queda observar y respirar, no parece sentir gran admiración por los monjes en meditación, que, tan concentrados en su mantra, dejaron a todos los damnificados del tsunami a su suerte, en tanto la mayoría de la población buscaba cómo ayudar.

Pero regresando a De vidas ajenas, junto a la tragedia de Juliette,         la niña, también nos adentramos en la enfermedad y muerte de su cuñada, otra Juliette, debido a un cáncer, la enfermedad de Hopkin; mismo cáncer que, curiosamente, Romand, en su pirámide de mentiras, dijo tener. Es así que la tragedia cierra un ciclo idílico en la vida de estos deudos: los padres de Juliette niña y la familia de Juliette adulta. Pero la autoficción no se queda en eso, ya que el lector es testigo de cómo estas personas superan desgracias de tal magnitud. Carrère no merca con la tragedia, no merca con la muerte, está realmente imbuido en el proceso melancólico sin caer en sentimentalismos y con un respeto a prueba de todo morbo. Eso es lo más interesante, que está escrita con tal precisión y neutralidad, tan preocupado en la estructura y la prosa, que pareciera estar distanciado de la tragedia, pero es justo en esa precisión y pretendida objetividad, lo que logra conmover más y desplazar su empatía al lector. De vidas ajenas es, ante todo, un testimonio de la dignidad humana y de la relevancia del otro como sentido de la vida.

«Philippe podría pensar: mi nieta ha muerto en Medaketiya, hemos perdido nuestra felicidad en unos instantes, no quiero volver a oír habla de Medaketiya. Pero no piensa eso. Piensa que al fin va a demostrar a M. H. que su vida sí estaba allí entre ellos, que es uno de ellos, que después de haber compartido la dulzura de los días pasados con ellos no va a alejarse de su desgracia, coger sus bártulos y decir adiós, quizá volvamos a vernos un día. Piensa en lo queda de la familia de M. H. en sus casas destruidas, en las casas de sus vecinos pescadores, y dice: quiero quedarme a su lado. Ayudarles a reconstruir, a recomenzar su vida.

Quiere ser útil, ¿qué otra cosa hacer consigo mismo?[xxxi] »

Tras leer El adversario, Una novela rusa y De vidas ajenas, queda cierta sensación de que el sujeto escritor está en análisis consigo mismo. Como si al dejar escrito sobre papel partes de su historia que le han causado movimientos en su posición, dejara también allí algo de las inscripciones de su vida. Huellas que jamás saldrán a flote y tampoco podrán ser puestas en palabras pero que, de alguna manera, Carrère parece decirles, esto se queda aquí en el papel. Además, los desplazamientos que observamos en estas tres novelas, parecen haber tenido eco en su vida. Aquella desobediencia hacia su madre al escribir sobre el abuelo, y que termina en un confesionario con el que daña a más personas, queda atrás. En un acto de responsabilidad se pone como ley no lastimar con sus libros. Es así que da a leer De vidas ajenas a quienes forman parte del relato. De tal modo deja de lado la discusión de si se debe o no tocar la realidad en la narración, o si es más importante el resultado de la obra que la dignidad humana. Para algunos autores, una decisión así, sería moralista y provocaría que la obra perdiera cierta sustancia, no para Carrère, a quien le preocupa más que las representaciones que hace en la novela sobre estos sujetos, no les hieran.

Recapitulemos.

En El adversario, sin saberlo, inaugura sus libros de no ficción estructurados con técnicas de novela. Es relevante, como Carrère dice a Romand en una carta, no soy yo quien va a decir “yo” en su nombre. El autor muestra empatía al no hacer juicios sobre Romand pero, al mismo tiempo, pone la distancia suficiente como para no permitir que los actos de Romand le rebasen. Luego, en Una novela rusa, busca exorcizar, no sé si con éxito, el fantasma de su abuelo, su origen ruso, la influencia materna y la relación apasionada, tormentosa, llena de juicios, agresiones y resentimiento con Sophie. Aquí no halla la distancia justa, y el otro se acerca tanto a Carrère, que vierte su enojo en la tinta. Finalmente, en De vidas ajenas, Carrère se hace a un lado para hablar del dolor de los otros. Realiza un duelo de los duelos. Una aceptación de la tragedia cotidiana, pero de forma afirmativa. En una distancia equilibrada que, por más que lo acerque, preserva cierto espacio de rescate para su yo; entendiendo, de alguna manera, el porqué de su narrativa.

«Nos habíamos embarcado en un proyecto común que implicaba que él me contase su vida, y nunca ocultó el placer que le producía contarla. Le gusta hablar de él, es mi manera, dice, de hablar de los demás y con los demás, y señaló perspicazmente que también era la mía[xxxii]

En su autoficción, volviendo al término que no gusta a Carrère, logra un abordaje profundo, que otros escritores, que asumen abiertamente la autoficción, no logran. Mas, a diferencia del boom del yo/Yo que ya harta, las novelas de Carrère son el ejercicio de escribir sobre sí sin la intención de ocultarse o juguetear. Una muestra del devenir del yo, la creación de sí, como vehículo de singularización. Insisto, no considero toda autoficción un acto onanista donde el escritor cree que solo su vida merece ser contada. Hay modos de hacer autoficción. Y un autor como Carrère, pese a tacharse a sí mismo de narcisista, demuestra no estar inmerso sólo en sí. En consecuencia, con el hilado tan peculiar y fragmentario que hace entre memoria y percepción del mundo, entre su corazón y el corazón de los demás, Carrère comparte la vida de los otros a través de su propia vida.

Referencias


[i] Yo, poema de Jorge Luis Borges.

[ii] Neologismo acuñado por Serge Doubrovsky en 1977 para referirse a su novela Hijos (Fils).

[iii] Además de la identidad accidental, hay la identidad esencial. Se aplica, como la unidad en sí, a las cosas cuya materia es una, sea por la forma, sea por el número, sea genéricamente, así como a aquellas cuya esencia es una. Se ve, pues, que la identidad es una especie de unidad de ser […]». Aristóteles. Metafísica, Libro V.

[iv] «Pero habrá que decir que el yo se constituye sin saber nada de esto, ni de su carácter de compuesto y, no podría existir sabiéndolo-vivenciándolo. La experiencia de continuidad y consistencia que tiene el yo de sí-mismo s sostiene en el desconocimiento tanto de su condición de compuesto como en el de ser fachada de lo ello.». Chamizo, O. Las sombras de Narciso, México, 2019. Siglo XXI editores, p. 128.

[v] Discusión completa en: http://etimologias.dechile.net/?buscar

[vi] En su teoría mimética, Girard propone otra alternativa a la violencia: deseamos lo que otros desean. Me explico. Una persona desea algo no porque determinado objeto sea deseable en sí, sino por que otro lo desea. Hallo una vaso comunicante con Lacan: El deseo es el deseo del otro. Es decir, el deseo es deseo del deseo, ser deseado por el otro.

[vii] Tomamos la idea de Gödel, Escher y Bach, una eterna trenza dorada de Douglas Hosftadter.

[viii] Bucle extraño es un concepto propuesto por el matemático Douglas Hofstadter, con el cual se refiere a los casos dentro de un sistema, en que los movimientos, sin importar si son hacia arriba o hacia abajo, siempre se encuentran donde iniciaron.

[ix] Cuando nos refiramos a ficción nos apegaremos a la tercer definición de la RAE: Clase de obras literarias o cinematográficas, generalmente narrativas, que tratan de sucesos y personajes imaginarios.

[x] Manuel Hernández dice en El tamiz de China, donde supimos de este caso,sobre el caso Datong, «El encuentro no se dio en el registro de la teoría sino en el de la experiencia. En teoría, ese análisis parecía imposible, pero la experiencia demostró      lo contrario.» M. Hernández. El tamiz de China. Me cayó el veinte, No. 29, p. 51.

[xi] «Las autoficciones tienen como fundamento la identidad visible o reconocible del autor, narrador y personaje del relato. En este contexto identidad no quiere decir necesariamente esencia, sino un hecho aprensible directamente en el enucniado, en el cual percibimos la correspondencia referencial entre el plano del enunciado y la enunciación, entre el protagonista y su autor, como resultado siempre de la transfiguración literaria.». Alberca, M. El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción, España, 2007. Biblioteca Nueva, p. 31.

[xii] En inglés la palabra yo siempre se escribe con mayúscula: I. Es curioso, si pensamos que EE. UU. es la sociedad más individualista, egomaníaca y narcisista: el “superyo” del mundo.

[xiii] Emmanuelle Carrère. Tomado de la entrevista a La voz de Galicia.

[xiv] Alberca, M. (2007). El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva, p. 158.

[xv] La minúscula y mayúscula tiene que ver con la forma en la que el yo se encara.

[xvi] Vienen a mi mente tres novelas de Rafael Pérez Gay: Nos acompañan los muertos, sobre sus padres, El cerebro de mi hermano, sobre la atrofia cerebral sufrida por José María Pérez Gay, y Perseguir la noche, sobre el cáncer que Rafael enfrentó.

[xvii] Con nuestra limitación sobre el tema, podemos decir que la música concreta surge con la aparición de equipos técnicos que permitieron tomar sonidos para sacarlos de su contexto y pasarlos a otros soportes, con el objetivo de poder manipularlo y crear nuevas obras. Un ejemplo es el arte sonoro.

[xviii] «Se ama lo que uno mismo es (a sí mismo). No olvidemos el señalamiento de Freud en el sentido de que el Yo es buscado en los objetos. Pero aquí, la búsqueda pretende constatar la certeza de sí mismo, de lo que “se es”. No hay preguntas sobre el Ich consecuentes a la “ocurrencia” de un sujeto. El Ich es cierto. Esta certeza no se produce con la construcción de un delirio, como sucede en la psicosis; en la figura-tipo A se obtiene por la reducción del objeto a una modalidad especular en la que éste posibilita una igualdad entre el Ich y lo que “se es”.». Chamizo, O. (2007). Las sombras de Narciso. CDMX: Siglo veintiuno editores, p. 259.

[xix] Girard en Mentira romántica, verdad novelesca, señala que los románticos ven la estructura del deseo en una línea recta. Del sujeto al objeto deseado. Pasan por alto la mimesis y el otro en la construcción de ese deseo. Douvrobsky, con su propuesta de autoficción, parece concordar con lo planteado por Girard, al querer despojar a los románticos de su supuesto solipsismo.

[xx] Carrère, E. (2017). El adversario. Barcelona: Anagrama Compendium, p. 127.

[xxi] A decir de Girard, entre el sujeto y el deseo hay una mediación: interna o externa. Tratando de pensar el caso de Romand desde ahí me pregunto, ¿qué tipo de mediación llevó a Romand a la locura? Siguiendo a Girard habría sido una mediación externa, en la que los modelos de ficción obnubilan al sujeto debido a un tipo de admiración desmedida.

[xxii] Al parecer Romand se convirtió en solo un imitador sin entidad propia. Un imitador, para Girard, es el modelo de la enfermedad ontológica. El vértigo de no ser.

[xxiii] Carrère, E. (2018). El adversario. Barcelona: Anagrama Compendium., p. 114.

[xxiv] Ídem.

[xxv] Carrère, E. (2018). Una novela rusa. Barcelona: Anagrama Compendium., p. 222.

[xxvi] «La verdad que no sé cuántas veces hay que decir que las cosa son verdad, que ocurrieron como están relatadas. Lo escribo varias veces en el libro y aun así parece que hay gente que no está dispuesta a entender que sea verdad». https://www.jornada.com.mx/notas/2021/06/09/cultura/princesa-de-asturias-al-escritor-frances-emmanuel-carrere/

[xxvii] https://www.lavanguardia.com/magazine/personalidades/20210221/6256263/emmanuel-carrere-imposible-acabar-mi-enorme-ego.html

[xxviii] Carrèrre, E. (2018) Una novela rusa. Barcelona: Anagrama Compendium., p. xxx.

[xxix] Carrèrre, E. (2018) De vidas ajenas. Barcelona: Anagrama Compendium., p. 388.

[xxx] Ídem.

[xxxi] Carrèrre, E. (2018) De vidas ajenas. Barcelona: Anagrama Compendium., p. 393.

[xxxii] Carrèrre, E. (2018) De vidas ajenas. Barcelona: Anagrama Compendium., p. 440.

Norma Lazo

Escritora. Maestra en Saberes sobre subjetividad y violencia. Ha publicado novelas, cuento y ensayo. En 2007 recibió el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares de novela. En 2011 y 2017 fue distinguida con el Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz en el rubro de ensayo por La luz detrás de la puerta y Las 7 virtudes contemporáneas. Es miembro del SNCA.