Desde hace años mis trabajos surgen y dialogan alrededor de dos temáticas pilares: la soledad y el cuerpo.
La razón por la cual me he estado concentrando cada vez más en esta articulación, tiene origen en el curso espontáneo de mi propia vida, y quizás está mayormente relacionado con mi infancia.
Nací en una familia dedicada a la investigación del arte clásico y barroco, a través de dos principales ocupaciones: la música y la poesía. En un entorno en el cual la inspiración y el estudio, se vinculaban -sin posibilidad de error – a las características más formales de periodos históricos tan ricos de doctrina filosófica e iconológica, que mis primeras etapas de aprendizaje sufrieron un impacto fuertísimo.
Con el tiempo y sobre todo acercándome a la adolescencia, como es normal, sentí la necesidad de rebelarme al sistema de valores adquirido para encontrar nuevas formas de experimentar la belleza, la fealdad, la vida. Fue a partir de aquel entonces que descubrí una fascinación estética por lo cotidiano, versus la idealización formalista.
Si por un lado mi percepción había absorbido una suerte de identidad rigurosamente tradicional, por otro lado, la búsqueda que estaba emprendiendo se saciaba en términos inversos: empezaba a darme cuenta que la experiencia estaba llena de arte también – y con retrospectiva diría, sobre todo- en sus expresiones menos adoctrinadas. Observaba a las personas tomando un café, comiendo pizza, hablando de acontecimientos aparentemente intrascendentes y sentía una ola de poesía vital que invadía todos mis sentidos.
Los inicios de mi formación pictórica han sido totalmente autodidactas: y mientras batallaba para aprender una de las técnicas clásicas por excelencia desde cero, sin academia ni maestros, comencé a tropezarme en mis propias dudas y deudas comunicativas. Me urgía representar la contemporaneidad cotidiana, pero sentía un llamado barroco por los contrastes fuertes de luces y sombras. Me preocupaba por encontrar la manera de aterrizar los sentimientos a la vida diaria, pero escogía, incluso en la observación inconsciente, siempre el punto más dramático y álgido del suceso, del paseo, de la mirada que encontraba en el otro.
Si en un principio estas contradicciones lograban desanimarme y hacerme creer que no estaba trabajando lo suficiente para lograr aclarar mis ideas, con el tiempo finalmente comprendí que es justo esta antítesis de percepciones que dan un valor único al discurso más íntimo de mi obra.
Fue entonces a partir de este auto-reconocimiento, que iniciaron a concretarse en mis cuadros las figuras protagonistas: el cuerpo y la soledad.
Mi búsqueda existencial está vinculada a lo sensorial desde siempre, pues mi cuerpo experimenta (o se acostumbró a sentir) con una violencia tal que jamás me apeteció responder preguntas más o menos profundas a través de los grandes temas de la existencia, como si fueran algo más adecuado respecto a lo propiamente vivencial. Terry Eagleton decía que “La sensación se define por una individuación compleja que desborda todo concepto general.” Si la educación y los formalismos de mi familia me permitieron conocer diversas y maravillosas estructuras estéticas del cuerpo en el arte, el cuerpo, hoy en día, me permite reconocer que estas formas pueden tranquilamente ser rebasadas con un bostezo. Y este bostezo puede ser una gran afirmación poética.
Toda acción o pretensión que emana del cuerpo en su cotidianidad tiene un peso de conocimiento invaluable, pero es imprescindible recuperar la capacidad de asombro, la conmoción de nosotros frente a nosotros mismos en el quehacer ordinario. La obra teatral está ocurriendo en nuestras habitaciones y yo quiero rescatar este romanticismo frente al vértigo de lo que se nos quiere vender como extraordinario.
En resumidas cuentas, para mi es concebir al cuerpo ya no como origen, sino como destino.
Uno de los destinos estrictamente ineludibles del cuerpo es su soledad. A mayor razón en épocas contemporáneas. El tiempo permitido para la convivencia es cada vez más virtual, la cercanía corporal cada vez más mercantilizada por falta de tiempo, falta de comprensión, falta de todo lo que hace falta para tocarnos sin herirnos. La soledad me parece una condición ciertamente romántica, pero también profundamente interesante para investigar más allá del drama. Esta segunda grande protagonista de mi obra es la que me mantiene últimamente hechizada, pues un cuerpo solo es un evento que comunica afónicamente, pero a gritos porque ya no hay nadie suficientemente cerca. Hoy día los monólogos con dificultad se tornan diálogos y me parece que cuando somos naturalmente orillados a tener que reconocer nuestra fragilidad frente al otro para no perecer de sinsentido, el cuerpo tiene aún el papel más importante. Esto es lo que estoy investigando ahora.
“El perro, solo, aúlla a la luna, y lo estético es como éste aullido primordial, es a la vez un grito de poder y de solemne debilidad.”
Barnett Newman
Nacida en Rovereto, Italia en 1986, Gerardine Cipriani es una joven pintora italo-mexicana que de forma gradual e importante se ha integrado al panorama de la pintura contemporánea en México. Con una carrera enfocada en la técnica realista y una temática que oscila asiduamente entre la retórica del cuerpo y la teatralidad de lo cotidiano, su trabajo está presente en distintas colecciones privadas y desde 2012 se ha mostrado en más de quince exposiciones en Italia, en Francia y en México.