Freud y la escena de la escritura

Diana Gavaldón

Temerosa

   “Que la escritura tome, pues,
el lugar del ojo del otro.”
Célebre Monje Antonio

Me ves cuando duermo
Y me ves cuando te espío
Temerosa
Temerosa palabra clavada en mi garganta
Enterrada en mi estómago

Me ves
Desde lugares oscuros e imprecisos
Desde el abismo de lo inexpresable
Y yo te veo
Temerosa

Pero quiero encontrarte y grabarte mil veces
Escribirte mil veces
Decirte mil veces
¡Gritar histéricamente!
Para exahustar el miedo a tu mirada
Agotar el que todo sea muy claro
Que las letras no se escabullan
No  se dilaten al tiempo que se leen
Se incrusten
Se queden ahí:
Impávidas
El miedo de que claven su mirada de archivo 

Este poema lo escribí hace un tiempo, y si recuerdo bien, en él aludía al sentimiento de no poder escribir, de encontrarme paralizada ante el acto de escribir mientras que, al mismo tiempo, sentía una imperante necesidad de hacerlo, una urgencia impostergable por definir, delimitar, y ordenar en la escritura lo que en mi cabeza no tenía principio ni fin. Pero en ese momento, la fantasía era que, al materializar las letras, las palabras me observaban a su vez con algo nuevo que yo no podía soportar. No podía evitar el sentimiento de que las letras tenían ojos detrás de sí y algo que ya no me pertenecía. Como si algo en ello me devolviera la mirada. Como si expresarme en la escritura fuera verme de frente a mí misma y al mismo tiempo encontrarme con algo otro.

“Que la escritura tome, pues, el lugar del ojo del otro” es una frase que encontré en alguna, para siempre olvidada por mi, introducción de Borges. Me pareció muy precisa para este sentimiento que me impedía escribir. En ella, el Célebre Monje Antonio nos dice que escribir significa hacer lugar para el ojo del otro, pero qué digo “hacer”, “¡tomar!”, ¡tomar el lugar de otro ojo! Me deja perpleja. Abre otra dimensión. Porque esta frase yo la interpreto al menos en tres sentidos. Por un lado, para mi expresa que escribir, inevitablemente, es escribir para otro, es abandonarse a otra mirada. Por otro lado, también me dice que escribir es ponerse en el ojo del otro, es ya escribir desde otra mirada, no la propia, la de otro que intenta poner en claro algo que nunca se aclara del todo. Pero en un tercer momento me parece que alude también a cierto desdoblamiento que también leo en el poema del principio. El problema, en el caso de mi fantasía, no era tanto el ojo del otro sino, en primera instancia, mi propio ojo[i]. Me era insoportable mi escritura para mí misma. Escribir para mí significaba una especie de desdoblamiento que no podía soportar en ese momento.

            Luego, en el texto de Derrida[ii], me encuentro con que él cuestiona la idea de la consciencia como presencia[iii] y como autoconsciencia. Idea que ha dominado una gran parte de la filosofía de occidente, por lo menos desde Descartes hasta Hegel. Con esta idea se me abre una nueva dimensión de reflexión para mí. En primer lugar, me hace pensar sobre esa parálisis al escribir que busco describir y exteriorizar en el poema. Parte de la intranquilidad consistía en que ese sentimiento de que las letras me observaban, de que algo ahí me devolvía la mirada, tenía que ver con que no tenía control sobre ello. Dicho de otro modo, y para pensar esta idea de la consciencia de Derrida, tenía que ver con que esa supuesta presencia y autoconsciencia total que yo suponía y que al escribir no era tal, había algo más allá que me escribía, y ese sentimiento de desdoblamiento muy bien podría referirse a esa circunstancia. La condición de que el sujeto filosófico nunca está plenamente presente para sí mismo.

Referencias y Bibliografía


[i] Posiblemente para Freud este ojo no es más que el ojo del otro.

[ii] Jacques Derrida, Freud y la escena de la escritura, 1989.

[iii] Ibid., p. 273.

Derrida, J. (1989). Freud y la escena de la escritura. En J. Derrida, La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos.

Diana Gavaldón

Actualmente cursa estudios de maestría en el Colegio de Saberes.