La música guarda relación con los astros desde Pitágoras y su “armonía de las esferas”, la cual forma parte de una larga tradición que perpetúa la idea de un universo musical; los planetas “cantan” en determinado registro y sus sonidos pueden calcularse matemáticamente en relación con la órbita que siguen alrededor del soli. Desde entonces, se atribuía a la música un poder curativo, se utilizaba para componer el cuerpo por medio de la escucha de su armonía, cuya resonancia correspondía a una audición interior. Quien pudiera escucharla, se encontraría en un estado de catarsis, serenidad y conciertoii.
Esta idea se difundió también entre las antiguas culturas de la India, Persia, China y Egipto, además de haber sido retomada por Platón para ser incorporada en el cristianismo siglos despuésiii. En el Timeo, el filósofo recupera la noción del “Todo o Universo”; “la distribución celeste reflejaba la representación de un gran cuerpo, un extraordinario ente orgánico que, lo mismo que un tejido o una armonía musical, concierta todos sus elementos, también los antagónicos”iv. Platón admite, como Empédocles, la posibilidad de que el alma resulte alterada por el cuerpo y con ello reafirma la escisión del alma entre inmortal y mortal. Su parte inmortal se mueve en la esfera de las Ideas, mientras que la mortal, a su vez dividida en irascible y apetitiva, se encuentra bajo influencia de los humores, cuya condición de desechos del cuerpo los connota como nocivos y deben neutralizarse unos a otrosv. La terapéutica musical consistía en desandar el camino que sugería la enfermedad; incidía en la esfera de las Ideas para atender un desequilibrio humoral.
El Problema XXX, atribuido a Aristóteles,centrado en el estudio de la melancolía, realiza una doble inversión respecto de la perspectiva platónica: el delirio deja de ser insuflado por un llamado divino y el desequilibrio humoral atañe en específico a la bilis negravi. Esta obra ejerció gran influencia en los discursos posteriores sobre dicho padecimiento, los cuales, en cierta medida, replicaban la identificación de los síntomas y su cura con algunas variaciones. Por ejemplo, en el Renacimiento se puso mayor énfasis sobre su vínculo con Saturno. Ficino aconseja a los “hijos de Saturno”, melancólicos cuyos síntomas principales entonces eran color plomizo de la tez, ardor del vientre, sueños tortuosos, flatulencia, rigidez del pulso, sangre y orina oscuros y un silbido en el oído izquierdovii, una lista de remedios basada principalmente en el consumo de determinados alimentos y la evitación de otros, así como el empleo de la música, ya sea escuchándola o ejecutándola, para mitigar la amargura y aun curarla, pues consideraba que restablece el equilibrio tanto en la parte corporal como en la anímicaviii.
La curiosidad por la escala sinfónica del universo, música imposible de percibir por los oídos, condujo a Kepler, en 1619, a elaborar un esquema geométrico para recoger los postulados pitagóricos en sus dos vertientes, tanto musical como científicaix. Quizá también se encuentra detrás del proyecto de la Voyager de la Nasa, la cual recuperó las variaciones electromagnéticas resultantes de la interacción entre las partículas de viento solar y la magnetósfera, precisamente de Saturno, para después procesar esos datos y convertirlos a frecuencias audibles para el oído humano. Si bien el resultado fue “una suerte de halo electroacústico, misterioso y evocador”x, probablemente éste no coincida con las descripciones tradicionalmente atribuidas a la música de dicho planeta. Mientras Marte se asociaba a la cólera y la agresividad, los nexos de Saturno con el talante melancólico y sentimientos de muerte, llevaron a identificar su música con sonidos tristes, lentos y roncos, tal como precisaba Agripa en 1533 o Athanassius Kircher en 1650, cuando asignó para ambos planetas el papel de aportar una nota discordante a la armonía planetariaxi.
En esta concepción musical de la enfermedad, destaca la relación entre equilibrio y cura. Para Platón, la armonía del gran cuerpo celeste admite todos sus elementos, incluidos los antagónicos. Sin embargo, la nota discordante pone en entredicho la posibilidad de alcanzar dicho objetivo, pues supone la inclusión de un elemento que fractura dicho orden. Esta nota forma parte de un acorde disonante, el cual resulta desagradable al oído. Dichos acordes tienden a utilizarse para expresar dolor, pena o conflicto, así como para aumentar la tensión y ansiedad. Con la aparición de este elemento disruptivo se provoca desorden y polémica, pero más que ser contrario a la armonía, su asimilación acabada resulta imposible: la presencia de una nota, donde supuestamente no debería de sonar, trastoca la armonía para reconfigurarla y crear otra música. Por lo tanto, no es discordante en sí misma, sino por el lugar que ocupa en una determinada escala.
En la historia musical, tal vez el lugar de la nota discordante habría sido ocupado por los ritmos provenientes de África, los cuales representaron un dolor de cabeza para quienes intentaron circunscribirlos en notaciones musicales tradicionales. O quizá lo habría ocupado el blues cuando, a comienzos del siglo XX, vino a desafiar las escalas y afinación convencionalesxii para transformar la música contemporánea. De manera semejante, la melancolía, con su característico genio extraordinario, ha renovado reiteradamente los parámetros de la creación artística y al mismo tiempo, desde su lugar de discordia, deviene un índice sintomático en la historia de la normalidad. Por ello, la demarcación de sus síntomas es variable, aunque la tendencia revela un desarreglo corporal vinculado a la oscura sensualidad del dolor de existir.
Una locura pasajera
La melancolía extiende su territorio difuminando fronteras entre disciplinas y trasciende temporalidades. Su estudio se ha emprendido, por mencionar algunas perspectivas, desde la filosofía, la medicina y el psicoanálisis, en la medida que interrogarla ha posibilitado, desde la Antigüedad, averiguar sobre las relaciones entre la enfermedad y la creación artística, como en el ya mencionado Problema XXX, donde se explica por medio del exceso de bilis negra y su influencia en los temperamentos. Se trata, pues, de la relación entre cuerpo y alma: el delirio melancólico resulta generado por la experiencia de “salida de sí mismo”xiii.
Sobre ello, Le Poulichet precisa: la oportunidad (kairos) de salir de sí mismo (ekstasis) es un encuentro con lo inestable y el instante. Habitualmente se consideraría que, si la enfermedad sobreviene a causa de la pérdida de un equilibrio humoral, la cura consistiría en su restabilización. Sin embargo, el éxtasis supone una respuesta distinta frente a la inestabilidad, una manera de mantenerse en ella y hacer del exceso una capacidad para crear; un modo de estar loco no susceptible de convertirse en concepto médicoxiv. La lectura de Lacan sobre Joyce, donde el escrito suple una función del ego, aportando el peso necesario para dar lugar a la “idea de sí mismo como cuerpo”xv, entre otros, sirve a su propuesta de volver a pensar la relación que pueda tener el psicoanálisis con el arte. Insatisfecha con la idea de reducir la complejidad de la obra con una mirada psicopatológica, rechaza toda clase de interpretación psicoanalítica que redunde en su propia teoría, por su tendencia a hacer uso de la obra artística tan solo para comprobarla. Si bien existe un pensamiento normativo destinado a identificar “etapas de maduración” para señalar sus “fracasos” correspondientes en las manifestaciones singulares de la producción artística, la capacidad de escucha e invención de cada analista pueden asistirle para encontrar, ahí donde se leería déficit, “procesos psíquicos originales que inventan acontecimientos instauradores”. Bajo esta perspectiva, describe la producción de objetos desconocidos, cuya emergencia desde el vacío permite intervenir realidades no situadas en el marco de la relación narcisista con el otro, sino que inauguran superficies corporales susceptibles de investirsexvi. Por lo tanto, la producción de dichos objetos sobreviene en situaciones donde el narcisismo no pudo elaborarse, en palabras de Lacan, mediante la erección de una “estatua del yo”. La emergencia del objeto como sucedáneo de una superficie corporal, remite al planteamiento freudiano en El yo y ello: el yo es ante todo un yo corporal, “no es sólo un ser de superficie, sino en sí mismo la proyección de una superficie”xvii.
Dicha problemática del narcisismo corresponde a la descrita por Freud a propósito del estado melancólico, el cual sería semejante al duelo, salvo en un punto. Mientras en el duelo el mundo se ha hecho pobre y frío, en la melancolía es el yo quien se empobrece. Ahí donde el sujeto se vería compelido a registrar la pérdida, “la sombra del objeto cayó sobre el yo”xviii. Entonces, la libido del objeto regresa sobre el yo, el cual se identifica con el objeto perdido; la identificación sustituye al amor dirigido anteriormente al objeto. Freud añade que esta identificación narcisista es “la más originaria”xix; previa a la elección de objeto, en tanto se trata del primer modo como el yo distingue a un objetoxx. Es inclusive anterior al estado denominado “autoerotismo” en Introducción del narcisismo, donde se sitúa como un estado primordial de las pulsiones, en el cual una “nueva acción psíquica” debe dar lugar a la constitución del yoxxi. Como gesto fundacional del yo distinguiéndose de un objeto, la pérdida originaria da cuenta de los albores del representar bajo la forma de pérdida de vitalidad; experiencia de “estar muerto” donde emerge “un pensar que no aparece como propio del sujeto”xxii. Dicha experiencia, como apunta Soler siguiendo a Lacan, también puede considerarse como efecto de la negatividad esencial del lenguaje, que procede al asesinato de la cosa cuando introduce una falta en lo real. En ese sentido, habría una virtualidad melancólica en todo hablanteserxxiii.
En los inicios de su obra, Freud vinculó el estado melancólico con la condición doliente de carencia como un prerrequisito del funcionamiento del aparato psíquicoxxiv. De ello resulta que, si el éxtasis se produce el marco de la regresión a un estado primordial, éste puede suponer una solución frente al dolor melancólico y no siempre presentarse como delirio, sino como su alternativa. La lectura de Le Poulichet sobre Pessoa, que consiste en una manera de pensar la sublimación, es un ejemplo de ello: ahí donde la introyección e identificación con el objeto odiado conduciría a una melancolía, su “laboratorio de sensaciones” como puesta en juego de transformaciones en otro, le permite volver metafórico aquello que de otro modo sería una manifestación psicótica1xxv. Con este proyecto, Pessoa se sitúa en el intervalo, entre lo que es y no es, y desde esa ambigüedad, que “hace las veces de Nombre-del-Padre”, se sirve de una forma de negación constituyente que le exige la escrituraxxvi. Sin la unidad imaginaria del yo, interroga al “sujeto que habla más allá del ego y que se disuelve después de cada una de sus manifestaciones: ese sujeto que es nadie [personne]2 y que solo podría encontrar unidad en la imagen”xxvii; diferencia entre el yo y lo dicho, cuya concordancia resulta imposible por corresponder el primero al registro de lo imaginario y lo segundo a la cadena significante. El resultado es una identificación con el cuerpo del escrito que lo transforma en ficciónxxviii, o mejor, en sede de ficciones en metamorfosis constantes conforme la letra deviene soporte de la reversibilidad entre el “adentro del afuera” y el “afuera del adentro”; sublimación de la nada por medio de la novela autobiográficaxxix que posibilita el anudamiento al circunscribir lo real como un “afuera del adentro” desde donde se constituye “una nueva dimensión del otro”: sus heterónimosxxx. En el “laboratorio de sensaciones”3, la función de la escritura es posibilitar el paso de lo sentido a las ficciones donde Pessoa es, o no es, pues es otro, ni es ese otro; se constituyen superficies corporales conforme se movilizan las investiduras del yo hacia el exterior. Dicha experiencia, tal como la describe, es musical: “Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos toca y hace resonar en mí, cuerdas y arpas, timbales y tambores. Sólo me conozco como sinfonía.”xxxi
Una herida abierta
Aquello que en el caso de Pessoa aparece como una nada que se sublima, por medio de la escritura, puede estar relacionado con lo que Freud denomina “herida”xxxii en el caso de la melancolía, la cual es resultado de la identificación con el objeto perdido y evoca la dimensión de la Cosa como un primer exterior interno alrededor del cual se sitúan las representacionesxxxiii. La regresión de libido sobre el yo se presenta como un sometimiento a su consciencia moralxxxiv, bajo la forma de humillaciones y reproches que denotan la crueldad con la cual trataría al objeto a causa de su abandono. Paradójicamente, el empobrecimiento del yo es resultado de retener toda la libido sobre sí mismo y perderse es el modo de conseguirlo. Por lo tanto, en este caso el sadismo connota la imposibilidad de significar la pérdida, pues es una manera de prescindir del objeto en la satisfacción de las pulsiones y consiste, al mismo tiempo, en un doloroso intento perpetuo de suturar la herida. Para Darian Leader, por ejemplo, los autorreproches tendrían que ver con la incapacidad de comunicar algo con exactitud. Se trata de una imposibilidad básica de hacer que las palabras se relacionen con su referente; un abismo se extiende entre las palabras y las cosas:
¿Qué implica esto clínicamente? Si la melancolía significa que el pasaje de las cosas a las palabras está bloqueado, ¿el propósito sería revertir este proceso? O, tomando seriamente la idea de la imposibilidad, tratar no tanto de acceder a las llamadas representaciones-cosa como permitir a la persona encontrar las palabras para enlistar la imposibilidad del pasaje entre las representaciones palabra y cosa, entre un sistema representacional al otro: encontrar las palabras para expresar el fracaso de las palabras. ¿Y no es ésta una de las funciones de la poesía?xxxv
Esta inoperatividad del lenguaje para bordear lo real, indica cómo en la melancolía el dolor de existir se encuentra “en estado puro”: la culpa resultante de la imposibilidad de justificarxxxvi la existencia4. La magnitud de esta culpa es, ciertamente, incalculable, aunque tal vez no sea un tema de magnitudes, sino de interrogar a Freud respecto a la naturaleza de la identificación. Mientras él propone que el sujeto se identifica al objeto perdido para reprocharle su abandono, Grigg considera que la culpa que atestigua es “prestada”. En el duelo el sujeto se siente culpable por dirigir sus reproches al objeto, pero en la melancolía habría una identificación directa con el sentimiento de culpa del objeto, es decir; con su superyóxxxvii. Este modo de encarnar la culpa, o de “creer encarnarla”xxxviii, posibilita otro modo de pensar la identificación narcisista, ésta vez bajo la forma de identificación con una voz: “Sometido a este resto del padre originario que es la voz (…) el melancólico podría definirse entonces como aquel que, en su relación a la voz del Otro, conmemora ad vitam aeternam el momento de la emergencia del sujeto quien, en su caso, no puede advenir.xxxix” Suspendido en una temporalidad sacrificial, por la identificación con el padre primordial, elabora un duelo sin concluir, la devoración se interrumpe en una rumiación sin fin. De este modo, el delirio le hace cargar con una culpa que no es suya exclusivamente, sino la de la comunidad misma de seres hablantes, al tiempo que se constituye como un vacío en emergencia, negatividad desde donde habría de surgir el símbolo; la Cosa en espera de padecer el significante: pérdida imposible en trance continuo de ser significada.
Esta relación particular con el lenguaje indica el lugar que el melancólico puede ocupar en el lazo social. Una vez que ha depuesto los instrumentos de la razón, como el ángel de Durero, es el encargado de transformar el dolor en algo bello: “En el lugar de la muerte, y para no morir la muerte del otro, produzco −o al menos así lo creo− un artificio, un ideal, un «más allá» que mi psique produce para situarse fuera de sí: ex−tasis. Bello porque puede sustituir todos los valores psíquicos perecederos.”xl No solamente para salvarse a sí mismo, sino como una manera de mostrar el fracaso de la palabra cuando se trata de nombrar un hecho de muerte colectiva que no cesa de doler , como en Todesfuge de Paul Celan, donde ese “nosotros” coloca a los oyentes ante el hombre que pide a los sombríos violines sonar con más tristeza.
El exilio entre el duelo y la melancolía
Las categorías nosográficas se vinculan a experiencias que ya existían desde mucho antes, aunque también una parte de nuestros afectos es tributaria de la lengua, conforme pueden existir para nuestra conscienciaxli. Así pasa precisamente en la actualidad; aunque se ha eliminado la melancolía como diagnóstico en los manuales de psiquiatría, no quiere decir que se haya extinguido. Tampoco es cierto lo contrario: la melancolía no ha sido siempre una y la misma, sino que se ha ocupado dicha designación para distintas manifestaciones subjetivas en el curso de la historiaxlii. En el caso de la nostalgia, su presencia en textos tanto literarios como filosóficos y teológicos, permite constatar su creación como variante del duelo en el siglo XVII. Antes de ser designada así, señala Starobinski, su nombre era pothos, desiderum; deseo. Uno de sus personajes paradigmáticos es Ulises, quien en la isla de Calipso elegiría rechazar la inmortalidad por la añoranza traída por el recuerdo de Ítaca. El exiliado se duele por el lugar perdido, tiñéndola de una dulzura amarga. El dolor se acrecienta:
La etimología de desiderum remite, tal parece, a sidus, es decir, a un astro, a las constelaciones. Por consecuente, la añoranza nostálgica se asoció a la idea de un “des-astro” (des-astre), lo que significa mucho más que un desplazamiento al extranjero, puesto que la pérdida del terruño se suma la pérdida de cualquier protección cósmica.xliii
Respecto a la relación del ser humano con las constelaciones, se puede precisar la magnitud de las proporciones de la pérdida del lugar de procedencia. Como Michéle Petit resalta, las constelaciones no tienen ningún fundamento científico, sino que responden a nuestra necesidad de nombrar y contar historias acerca de conjuntos delimitados. Esas historias convierten en familiar lo desconocido y nos sirven para ubicarnos espacial y temporalmente, pues nos vinculan con quienes las observaron y nombraron primeroxliv. Así, no sólo se trata de la pérdida de un lugar físico, sino de una referencia sin la cual la desorientación deriva en extrañeza frente a aquello que nos rodea. El exilio entonces, asociado al duelo vía la nostalgia y a la melancolía a través de la exclusión de la comunidadxlv, no se trata solamente de llegar a otro espacio, sino de la dificultad por encontrarse en un lugar ajeno o en la falta de un lugar propio, al punto de “correr el riesgo de perder la propia lengua”xlvi. En el contexto del duelo, la escritura se dirige a uno mismo y la poesía deviene causa a la vez que remedio de todos los males, como en el caso de Ovidio, para quien “la triste imagen del mundo perdido (tristissima imago) se desdobla (…) en un recuerdo sonoro”xlvii, mientras conserva la esperanza que su voz sea escuchada en el futuro por medio de su obra.
Quizá las explicaciones de Freud y Leader sobre el superyó destacan dos vertientes de una misma encrucijada. La propuesta del psicoanalista británico de tomarse en serio la imposibilidad resulta pertinente sobre todo a nivel clínico, aunque persiste la necesidad de considerar cómo, para el melancólico, en la medida que puede hacer poesía, el sadismo deviene nostalgia. Esta labor pulsional haría posible pasar de la melancolía al duelo. Leader traza la diferencia entre duelo y melancolía en términos lógicos, cuya exclusión recíproca, desde dicha perspectiva, es insalvable: el duelo consiste en la negación de un término positivo, como el reconocimiento de una pérdida, mientras que la melancolía se relaciona con la afirmación de un término negativo; “la persona amada perdida se convierte en un hueco, un vacío siempre presente a cuyo apego el melancólico no puede renunciarxlviii.” La nostalgia, por su parte, hace confluir ambas al indicar, por medio de la figura del exilio, la delimitación de un no-lugar desde donde se articula un lamento; inauguración de una temporalidad cuyo momento primero es inaccesible, pero su recuerdo, simbolización del lugar perdido, es sonoro y el modo de decir algo sobre él no es por medio del sentido, sino por los juegos melódicos y rítmicos en el lenguaje; como la rememoración inacabada de un abismo. La emergencia de un sujeto deseante es, en primera instancia, con la musicalización de la pérdida.
La libido entre danza y aflicción
Considerar el impasse melancólico en el nivel de la simbolización de una falta estructural es lo que permite vincularla con la música, además de contribuir a la articulación de las tesis freudianas respecto al tema, las cuales, como apunta Soler, son dos. La primera, contenida en el Manuscrito G, explica dicha afección bajo los términos de “pérdida de libido”, mientras que en Duelo y melancolía se trata de una pérdida de objeto, cuya naturaleza es desconocida para el sujeto. Mientras la libido es “lo que funda la apetencia”, el objeto es aquello susceptible de satisfacerlaxlix.
En Pulsiones y destinos de pulsión, Freud toma como punto de partida el señalar que ésta es un estímulo para lo psíquico proveniente del interior del organismo, una necesidad cuya satisfacción requiere una modificación “apropiada a la meta” de la fuente interior del estímulo. Si bien la huida es suficiente para la cancelación de estímulos exteriores, en el caso de las pulsiones se requiere una serie de actividades complejas para la modificación de las circunstancias exteriores que posibilite su satisfacción. Dicha serie incluye la concatenación de cambios en la meta, la cual consiste en el placer de órgano y puede devenir activa o pasiva, y en el objeto, como ejemplifica en el caso del sadismo originario y su trasmudación en autorreproches. Por ejemplo, en la conjugación “ser dañado” se resigna a otro como objeto y la persona propia ocupa ese lugar. Para esta pulsión, el masoquismo sería el escenario donde coinciden meta pasiva y ser objetol, cuya expresión sería la de “dañarse” por medio de otro, identificándose en la fantasía con él. Estos desplazamientos y sustituciones donde el papel del sujeto no siempre lo desempeña el yo, dan cuenta de la complejidad que puede adquirir la relación con el otro a nivel inconsciente desde una situación básica: la pulsión, con su esfuerzo constante, resulta ser prueba de la existencia de un mundo interior separado del exterior; o más precisamente, traza esta distinción conforme hace de representante psíquico de los estímulos provenientes del interior del cuerpoli.
El panorama se complejiza al tomar en cuenta la formación del yo. En el caso del par de opuestos ver y mostrarse, se puede destacar la misma serie descrita para el sadismo, aunque con la inclusión de un estado previo, el cual corresponde al narcisismo; la pulsión de ver, inicialmente, es autoerótica, su objeto se encuentra en el cuerpo propiolii. El narcisismo, fase temprana de la formación del yo, encuentra modos de satisfacción autoerótica o por medio de la vuelta sobre el yo propio y la trasmudación de la meta activa en pasiva; cuando el yo cede el lugar de agente a otro y cuando la satisfacción corresponde a ser objeto de la acción. Así, en términos generales, se esclarece la problemática de la melancolía: el yo no consigue constituirse como objeto de la pulsión.
En Introducción del narcisismo, Freud establece en primer lugar un narcisismo primario, no observable, donde libido narcisista y libido de objeto no se pueden distinguir. Éste, de acuerdo con Pellion, se trata de un supuesto mítico inicial, como el del objeto de plena satisfacción perdido. La etapa siguiente, autoerótica, directamente observable a través de la clínica de las psicosis, supone una disyunción de los dos tipos de libidoliii; las primeras satisfacciones autoeróticas se experimentan junto con el ejercicio de funciones vitales dispuestas para la conservación del individuo, mientras que las pulsiones sexuales se apuntalan en la satisfacción de pulsiones del yoliv. Este complejo proceso es enmarcado por sentimientos de frustración y el estado melancólico bien puede servir de ejemplo. Debido a su notoria manifestación de odio y amor hacia el objeto, ha sido recurrente en diversas explicaciones sobre la relación que guardan entre sí, como lo son la teoría de la ambivalencia de Abraham o el desdoblamiento del pecho en bueno y malo de Kleinlv. Freud, por su parte, de manera reiterada buscó diferenciarlas y en su teorización las ubicaba en distintas instancias o en diferentes temporalidades, como en el caso del síntoma histérico, donde la consciencia reacciona con horror ante una satisfacción sexual insospechada o en los rituales obsesivos, donde a una manifestación de odio corresponde un acto anulatorio.
Mientras Freud busca separar placer y horror mediante instancias en conflicto, Lacan propone la fusión de ambos elementoslvi. En su ensayo sobre el goce, Leader elabora una lista de sus precursores para abordar la variedad de explicaciones surgida alrededor de los vínculos entre libido y agresión, o entre satisfacción y furia, terror y miedo. Gran parte de las observaciones donde se vinculan deseo sexual y destructividad provienen de la pluma de analistas de niños, con quienes es posible observar cómo los estados de tensión corporal resultan ser índices de la presencia o ausencia del Otro. Si éste puede sofocar algunos de dichos estados, la persistencia de la tensión puede volverse un reclamo: “Como lo explicó una analizante, el ardiente sentimiento engullidor en su sexo era “idéntico” a la furia hacia su novio ausente por haber causado esto. Esta sensación interna se siente como si fuera infligida desde afuera.lvii” En este ejemplo, resalta cómo la delimitación de los lugares descritos por Freud en el circuito pulsional, se realiza mediante la diferenciación de los dos tipos de libido.
Concebir una identificación narcisista o el autoerotismo como un estado primordial de las pulsiones previo a la elección de objeto, supone un problema a la hora de circunscribir la “extraña satisfacción” aportada por el síntoma neurótico, pues implicaría, inicialmente, una falta de relación con el Otro, cuando la concepción freudiana sobre la libido también permite la inversión temporal de los términos: habría primero satisfacción de la necesidad y después un rechazo. Por decirlo en términos de la pulsión oral, inicialmente el mamar estaría subordinado al hambre, pero tras el rechazo del seno, dicha actividad deviene sensual; el acto produce satisfacción por sí mismo: la libido consiste en la ejecución de acciones por una ganancia de placerlviii. De este modo, se comprende: en el proceso de disyunción de los dos tipos de libido, la libido narcisista se apuntala en la satisfacción de pulsiones del yo, pues se trata de una creación de la libido por medio de un rechazo, una separación del Otro que aporta placer y delimita un lugar para el yo.
En una temporalidad lógica, melancolía y música coinciden, pero sus caminos se bifurcan. Mientras en la melancolía la sexualización de la libido resulta impedida, la música se encuentra destinada a participar de dicha tarea. Quizá no exista una actividad donde sea más clara su ejecución por el placer que aporta en sí misma, además de tratarse de una satisfacción que desborda un estado de tensión corporal no pocas veces vinculado a la furia e inclusive al horror. Ya sea que se trate de alguien bailando o tocando un instrumento, deja traslucir su subordinación a un modo de recordar con el cuerpo, dejándose llevar por el éxtasis de abandonarse en el sonido donde se inauguran superficies corporales cuya resonancia perdura aun cuando la melodía ha terminado.
La nostalgia en los umbrales de la pérdida
Para pensar la relación del sujeto con el Otro en la música, los aportes de Lacan y algunos de sus sucesores resulta esclarecedora, pues en el caso de la pulsión invocante, cuyo objeto es la voz, no se trata precisamente de un rechazo. Previa a las pulsiones oral, anal o escópica, ésta no corresponde a un objeto sexual parcial cuya tendencia sería la de fragmentar el cuerpo, su función es más bien subjetivante. La musicalidad de la voz es vehículo del significantelix y objeto a, pues aparte de cumplir esa función es un resto que no significa nadalx. Por lo tanto, implica un punto de exterioridad anterior al autoerotismo freudiano; el cual podría corresponder temporalmente al narcisismo originario. Dirigir la palabra a un infans es persuadirle de su existencia, éste es causado como sujeto y entonces una voz inaudible lo impulsará desde su interior a estar vivo.
Cuando Lacan, en su seminario La angustia, desarrolla una reflexión en torno al shofar, instrumento que al ser escuchado permite recordar la voz de Dios, considera que una voz “no se asimila, sino que se incorpora” y tiene una función para “modelar nuestro vacío.” El sonido del shofar, no exactamente música, sirve para sustituir la palabra; da forma al lugar de la angustia, pero solamente una vez que el mensaje del Otro ha sido incorporado, asumido como mandamiento. La función cumplida por ese instrumento es, por tanto, conducir al sujeto de la angustia a la culpabilidadlxi. Esta articulación entre deseo y ley, donde tiene lugar la contradictoria función del superyó de prohibir y exigir al mismo tiempo ser como el padre, la falta adquiere la significación de culpa.
En este punto, ante la aflicción perpetua melancólica, la connotación del frenesí rítmico en la emergencia del sujeto acompasa el transcurrir del tiempo. Como señala Didier-Weill, el lenguaje tiene dos caras, una continua y otra discontinua. La primera es la relacionada con la Ley, la cual traza diferencias entre las cosas, por ejemplo; “antes” y “después”. La segunda es musical: cuando el lenguaje se sustrae de la prosa deviene poesía y conduce al sinsentido. La música impone un escenario fuera de lo cotidiano reglamentado por lo simbólico, dada una interpelación del Otro al cual responde el sujeto del inconsciente con un “sí”. Dicha respuesta es efectuada bajo otra lógica que la del narcisismo:
¿A quién dice sí? A esa extranjera absoluta que es la música, a la que no responde según el modo freudiano de la identificación: “Eres idéntica a mí”, sino con una doble negación que corresponde a una identificación metafórica: “Sí, no eres extraña al extranjero que soy”. En este impulso a dar como respuesta ese “sí” a la alteridad de la música señalamos el primer tiempo de la pulsión invocante.lxii
Pero ese primer tiempo es paradójico, pues en ese preciso momento, cuando se escucha la música, es la música quien escucha, quien entiende5 la pregunta silenciosa del sujeto, desconocido por el yo. Entonces surge el baile, donde se subvierten las fronteras, pues la música baila en el cuerpo y el sujeto existe en ella. Aquí es donde se sitúa la experiencia del éxtasis por la música, cuando el sujeto franquea el umbral de la latencia y emerge para sincronizarse con el flujo sonoro, pasaje desde el desamparo de la demanda de amor hacia el Otro, danza en la espera de un significante que garantice la existencia. La respuesta del sujeto a la música lo distingue del yo, pues para “él” no se trata de pensar y luego ser donde piensa, sino de advenir; ser ahí donde no piensa. Didier-Weill se remite a esta cita de Lacan para dar cuenta de la subversión de los términos cartesianos, cuyos efectos se notan y anotan en el cuerpo, donde se conmemora el tiempo mítico de un real que habría padecido el significante, y todo ello en un momento: “¿Acaso no basta una nada para que la música que baila en el sujeto se convierta en música que el sujeto baila?lxiii”
La armonía del cuerpo y de los planetas, con proporciones y escalas que rigen su funcionamiento matemáticamente, encuentra su fundamento en una concepción representacional del mundo, como la esfera; “artefacto pitagórico surgido de la música”, estandarte del saber, problematizado por Lacan con su noción de real como lo no calculablelxiv. Con este punto de partida, Morales resalta cómo la música cimbra al cuerpo y éste se encuentra “henchido de goce”lxv; como un torrente de sensaciones entre un remolino de notas que se orienta hacia lo sagrado y al rasguñar lo real propicia una metamorfosis, por ejemplo, cuando la tristeza vibra más allá de sí misma y da lugar a la nostalgia, cuyo enigma se presenta como la alegría de estar triste, inclusión del amor en la música:
La nostalgia es la experiencia más allá de la tristeza donde, ante la pérdida del objeto de amor, en vez de bajar los brazos e invocar piedad a los cielos, se ama esa falta para sobrevivir un poco más al naufragio de la ausencia. La nostalgia es la madre de la música porque ella es fuente de inspiración. Hay sambas que la cantan; hay tangos que la bailan.lxvi
Este misterioso efecto de la música se debe a la colocación del sujeto en un continuo donde los bordes destinados a delimitar interior y exterior ceden a su compás embriagante. Cuando es musical, el éxtasis es una salida de sí mismo para ser otro en cada nota, conforme la melodía transcurre y su hechizo propicia el devenir de un cuerpo en movimiento. El bucle invoncado-invocante manifiesta su conformación continua, donde se interioriza el exterior y se exterioriza el interior, por la emergencia de un sujeto que hasta entonces era potencia, en dos lugares distintos a la vezlxvii. La capacidad de advenir del sujeto es inclusive, a decir de Le Gaufey, uno de los rasgos a destacar del sujeto que Lacan, a lo largo de su obra, se dedica a formalizar. Como “pliegue significante modelado en la actualidad de un cuerpo de carne y de lengualxviii”, su potencia se articula con el trayecto de las pulsiones para dar lugar a otra conjugación, una donde finalmente se produzca una grieta en el narcisismo. Diverso de “escucharse a través del otro”, está la posibilidad de “hacerse escuchar” correlativa a un punto de exterioridad del yo, donde hay una participación activa en situarse como objeto y el Otro es promovido a la dignidad de sujeto. Con la escucha como escenario de dicho advenimiento, la música resulta ser propicia para señalar cómo el éxtasis, ahora como demarcación de un punto exterior al narcisismo, en tanto es una forma de mantenerse en la inestabilidad, da cuenta de un sujeto confrontado con su condición deseante: supone una manera de parcializar el dolor de existir al producir una pregunta por la existencia. La incertidumbre, con música, resulta más llevadera.
Salir de… ¿sí mismo?
La emergencia del deseo, como ya se ha anticipado, supone una subversión del cogito cartesiano y, por ende, una fisura en la identidad del sujeto consigo mismo. El Discurso del métodolxix se orienta, de inicio, por la posibilidad de estar sujeto al error, de manera que Descartes desconfía de sus sentidos y rechaza las verdades recibidas por parte de sus maestros. Dudando, puede demostrarse que todo es falso, aunque con ello se reafirma la certeza a propósito del sujeto que piensa sobre la falsedad de las cosaslxx. Una vez seguro de su existencia, reflexiona sobre su propia naturaleza y comprende que es una substancia cuya esencia es el pensamiento, “de suerte que este yo – o lo que es lo mismo, el alma – por el cual soy lo que soy, es enteramente distinto del cuerpo y más fácil de conocer que él.”lxxi Este modo de circunscribir el sujeto pensante le permite librarlo de la posibilidad de estar loco, desterrando la locura del pensamiento en la medida que la razón deviene un ejercicio de la soberanía de un sujeto cuyo deber es percibir lo cierto. Sin embargo, como señala Foucault en su Historia de la locura en la época clásica, la Sinrazón perdura oculta, secreta, “se ha internado en nuestro suelo, para allí desaparecer, sin duda, pero también para enraizarse.lxxii” Así lo demuestra Castro cuando recupera la elaboración freudiana en torno a la voz: un primer tiempo donde es una voz sin sonido correspondiente a la aparición de la negatividad en la consciencia, un segundo tiempo, donde se emiten palabras, correspondiente al habla y un tercer tiempo donde se da la escucha de la voz propia, en la cual tienen lugar los primeros objetos creados, sonoros, dirigidos a otro. Sin embargo, “el sujeto nunca se encontrará, ubicará, reconocerá en el eco de su voz, que es por otro lado, el drama central de Narcisolxxiii”:
Es el Proton Pseudos. Si tomo por verdadero, si me tomo por verdadero cuando hablo de mí mismo, cuando digo quién soy, miento, porque lo que estoy percibiendo y juzgando como “yo mismo” es la alteridad misma, el no-ser. Por ello las identificaciones al ideal, a la ausencia de objeto, a Ding. Eso, no es más que locura. Por ello la dificultad de asignar a la melancolía un nicho en la nosología. En el decir mismo se expresa “tener” un Yo cuando que lo expresado es un no-serlxxiv.
Un intervalo nos separa de nuestras palabras, un sentimiento de extrañeza tenue y persistente entre las ficciones donde quien pronuncia es quien escucha. Puesto que el éxtasis, salida de sí, condujo hasta ahora a considerar la inclusión de un punto de exterioridad y su resonancia desde el interior; sujeto que destella momentáneamente para subvertir el mundo de la representación, ya no está claro quién es ese “sí” desde donde se precipita una salida. Indicar ese repliegue de exterioridad interior provoca un estremecimiento; la resonancia de la voz inaudita conmueve los cimientos de la identidad propagando el desorden desde su más lejana intimidad. Es la locura, en efecto, desde dónde cada cual puede articularse un sentimiento de la vida.
Referencias
1 A lo largo de su estudio, Le Poulichet considera que Pessoa habría sido melancólico, aunque la ideación suicida y el sadismo superyoico no se manifiestan en él, precisamente por los efectos de su transformación ficcional producida por su escritura, lo cual da cuenta de su operatividad en la movilización de investiduras narcisistas. Sin embargo, en este párrafo en particular, alude a la esquizofrenia.
2 La autora se sirve de esta cita de Lacan para realizar un juego de palabras entre la lengua portuguesa y la francesa: Pessoa – persona y “personne” – persona/nadie.
3 Múltiples resonancias con El yo y el ello, donde el ello se continúa en el yo, pero en el caso de las sensaciones provenientes del primero, éstas deben ser traspuestas hacia el exterior para que puedan ser percibidas por el yo. El ello es lo otro psíquico, por lo tanto, el yo es otro para sí mismo. (p. 24).
4 Colette Soler destaca el vínculo entre esta propuesta de Lacan y la pregunta al final de ¿Qué es la metafísica? de Heidegger: “¿Porqué, en resumidas cuentas, hay algo más bien que Nada?”
5 El autor realiza un juego de palabras: en francés “entendre” significa tanto entender o comprender como escuchar.
i Russomano, Stefano, La música invisible. En busca de la armonía de las esferas, Forcola, 2017, p. 69-72
ii Ibidem, p. 220
iii Andrés, Ramón, Diccionario de música, mitología, magia y religión, Acantilado, 2023, p. 213-244
iv Ibidem, p. 217
v Pellion, Frédérick, Melancolía y verdad, Manantial, 2003, p.274
vi Ibidem, p. 275
vii Andrés, Ramón, Diccionario de música, mitología, magia y religión, Acantilado, 2023, p. 1057
viii Ibidem, p. 1064-1065
ix Russomano, op. cit., p. 69-72
x Ibidem, p. 73
xi Ibidem, p. 73
xii Gioia, Ted, La música. Una historia subversiva, Turner, 2021, p. 69-71
xiii Pellion, op. cit., p. 273-274
xiv Le Poulichet, Sylvie. El arte de vivir en peligro, Nueva Visión, 1998, p. 18
xv Ibidem, p. 17
xvi Ibidem, p. 13
xvii Freud, Sigmund, “El yo y el ello”, Obras completas, XIX, Amorrortu, 2008, p. 27
xviii Freud, Sigmund, “Duelo y melancolía”, Obras completas, XIV, Amorrortu, 2008,p. 246
xix Ibidem, p. 248
xx Ibidem, p. 247
xxi Freud, Sigmund. “Introducción del narcisismo”, Obras completas, XIV, Amorrortu, 2008, p. 74
xxii Castro Rodríguez, Roberto. Sobre la melancolía. Psicoanálisis, filosofía, escritura literaria e imagen, 2023, p. 156
xxiii Soler, Colette, Estudios sobre las psicosis, Manantial, 2021, p. 35
xxiv Castro Rodríguez, op. cit., p. 155
xxv Le Poulichet, op. cit, p. 115
xxvi Ibidem, p. 103
xxvii Ibidem, p. 105
xxviii Ibidem, p. 104
xxix Ibidem, p. 110
xxx Ibidem, p. 117
xxxi Ibidem, p. 101
xxxii Freud, Sigmund, “Duelo y melancolía”, p. 255
xxxiii Le Poulichet, op. cit., p. 109
xxxiv Freud, Sigmund, op. cit., p. 245
xxxv Leader, Darian. La moda negra. Duelo, melancolía y depresión, Sexto piso, 2008, p. 170
xxxvi Soler, op. cit., p. 37
xxxvii Grigg, Russell, “Melancholia and the unabandoned object”, en Gherovici, Patricia y Steinkoler, Manya, Lacan on madness. Madness, yes you can´t, Routledge, 2015, p. 141
xxxviii Soler, op. cit., p. 38
xxxix Vives, Jean-Michel, La voz en el divan. Música sacra, ópera, tecno, Herder, 2022, p. 126-127
xl Kristeva, Julia, Sol negro. Depresión y melancolía, WunderKammer, 2017, p. 115
xli Starobinski, Jean. La tinta de la melancolía, Fonde de Cultura Económica, 2016, p. 225
xlii Pellion, op. cit., p. 15-24
xliii Starobinski, op. cit., p. 228
xliv Petit, Michéle. Leer el mundo. Experiencias actuales de transmisión cultural, Fondo de Cultura Económica de Argentina, 2015, p. 19-23
xlv Starobinski, op. cit., p. 322-323
xlvi Ibidem, p. 229
xlvii Ibidem, p. 228
xlviii Leader, op. cit., p. 177
xlix Soler, op.cit., p. 34
l Freud, Sigmund, “Pulsiones y destinos de pulsión”, Obras completas, XIV, p. 113-123
li Ibidem, p. 117
lii Ibidem, p. 125
liii Pellion, op. cit., p. 145
liv Ibidem, p. 162
lv Ibidem, p. 147-157
lvi Leader, Darian, El goce, ¿de veras?, Me cayó el veinte, 2021, p. 18
lvii Ibidem, p. 26
lviii Ibidem, p. 14
lix Didier-Weill, Alain, Invocaciones. Dionisos, Moisés, San Pablo y Freud, Nueva Visión, 1999, p. 118
lx Vives, op. cit., p. 27-28
lxi Lacan, Jacques, La angustia, Paidós, 2006, p. 299
lxii Didier-Weill, op. cit., p. 10
lxiii Ibidem, p. 10-13
lxiv Morales, Helí, Psicoanálisis con arte. Lenguaje, goce y topología, Palabra en vuelo, 2015, p. 258-259
lxv Ibidem, p. 261
lxvi Ibidem, p. 263
lxvii Ibidem, p. 261
lxviii Le Gaufey, Guy, El sujeto según Lacan, El cuenco de plata, 2010, p. 133
lxix Descartes, René, Discurso del método, Porrúa, 2012
lxx Ibidem, p. 23-24
lxxi Ibidem, p. 24
lxxii Foucault, Michel, Historia de la locura en la época clásica, I, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 78-79
lxxiii Castro Rodríguez, op. cit., p. 17
lxxiv Ibidem, p. 294
Es licenciado en Psicología (UDLA CDMX) y en Lengua y literaturas hispánicas (UNAM). Cursó la formación en psicoanálisis (CEPSIMAC) y es maestro y doctorante en Saberes sobre subjetividad y violencia (Colegio de Saberes). Miembro de la red de salud mental Reanudar y docente en Dimensión Psicoanalítica, se dedica a la práctica del psicoanálisis particular y en el Hospital Psiquiátrico Infantil. Entre sus temas de interés destacan: ficción, erotismo, locura y música.