Para Laura y su potencial clínico en devenir
Para Aniceto y la huella memorial de su transitar por el mundo
A continuación les presento, a quienes deseen brindarme su atención, un intento de escritura desastrosa cuyo fin es tratar de transmitir el desastre mismo de la ausencia de mirada que inunda un mundo de seres excluidos[1]. En este intento, trataré de darle voz a aquellos sujetos que han sido rechazado de una posible mirada simbólica, acto que los reduce a un lugar de cosificación y, eventualmente, a un no lugar en la aniquilación.
A los oyentes que están escuchando mi voz al leer-me en alto, les pido que me acompañen en este angustiante viaje a través de una experiencia reanimada, acontecida en el instante de su reinvestidura. A los demás que se asuman como lectores, los invito a que lo hagan en voz alta.
1. Viaje a través del abismo de uno mismo
Al redactar este texto cierro los ojos y escribo las palabras que le dan lugar a las imágenes que vienen a mi mente.
Me transporto al exterior del reclusorio psiquiátrico donde trabajo una vez por semana. Al ingresar, una mujer policía invade con sus manos los contornos de mi cuerpo. Después de sucumbir pasivamente a la revisión transgresiva de mi vestimenta y mis pertenencias, ingreso a un túnel grisáceo alumbrado con luz fluorescente. Me imagino a mí misma observando a mi cuerpo desde el exterior mientras cruzo por dicho espacio transitorio, como si estuviera mirando una película sobre mi propio paso por este mundo. Escucho a lo lejos, la sofocación de mi propia voz.
La reja del final del túnel conduce al interior mismo de la institución, el espacio más vacío del lugar. En primera instancia, antes de percatarnos de que desde ese momento ya formamos parte del encierro, se siente en la piel un escalofrío estimulado por una atmósfera donde no calienta nunca el sol. El frío penetra los huesos y ofrece lugar a la existencia de un cuerpo en suspenso; por un momento es una especie de transición en el proceso de individuación, que cala la materia corpórea entre el caos y la nada: un cuerpo suspendido donde el infinito de lo desconocido se percibe aterrador. Un respiro más, tal vez dos, tres, cuatro, cinco… El momento de pasmo se desvanece, llevándonos al reconocimiento de la presencia del propio cuerpo dentro de un contexto nuevo y extraño. Los sentidos comienzan a captar las formas, los olores, los sonidos uniformes, los diálogos complejos que habitan el lugar.
La primera vez que uno entra a esta zona, siente una angustia tremenda. La existencia misma se percibe amenazada con la aniquilación. ¿El ser suspendido? ¿Donde? ¿Cuándo? ¿Acaso la angustia desaparece las barreras que definen los contornos entre el tiempo y el espacio, entre la forma y la materia, entre la luz y los objetos? O más bien, es el ente invadido de afecto que inunda la psique en alerta frente a lo desconocido, confrontándose a un sentimiento de peligro inminente.
Es curioso, pero cuando uno ya conoce la institución y la ha llenado de representaciones varias, o de mapas complejos, el espacio gélido y amenazante se convierte en cálido y hospitalario. Uno siente alegría cuando cruza las rejas metálicas, realiza los trámites tediosos y accede, por fin, al corazón de la institución. Encontrarse con rostros conocidos que se alegran al verte ingresar. Caminar hacia la terraza que invita a recibir los rayos cálidos del sol.
Es ahí donde solemos trabajar, un área relativamente cómoda para escuchar historias de vida bañadas de violencia y de dolor; traumatismos de infancia; culpas, miedos, abandonos; delirios… Narraciones que se introducen en el cuerpo en busca de ser re-escrituradas a través de la presencia de un otro, a través de su mirada y de su escucha que reciben y delimitan los contornos de las voces de aquellos seres desahuciados. Esas voces que, con el paso del tiempo dentro de este lugar, se pierden en el silencio frente a la amenaza del eco perpetuo que no resuena para nadie.
Especie de melancolía siente uno cuando recibe al grupo de individuos que baja por las escaleras que conducen al mundo de sus dormitorios. Sí, al mundo de sus dormitorios. ¿Por qué mundo? Porque es en la finitud de las paredes y en las púas eléctricas que se revela el fin del mundo para muchos de ellos, hombres de-sujetados por una sociedad que los marca con la letra escarlata del no lugar: ¨Tú, eres un inimputable¨; “tú, enfermo mental, no tienes la capacidad para entender y responder por los actos que cometiste¨. Melancolía siente uno al ver bajar a tantos seres perdidos en un mundo que sólo encuentra sentido en el sinsentido de sus propios delirios amenazantes.
Uno puede olvidar fácilmente que estos sujetos están invadidos por un lenguaje singular que invita al acompañante a acceder sus propios espacios de locura. Porque escuchar no es convertirse en un autómata con herramientas perfectas que curan a quien compadecemos. No. Escuchar es reconocer también la propia vulnerabilidad y los fantasmas que nos habitan. Reconocer que sólo tenemos la presencia de un cuerpo que ofrecer la humildad de un alma que se abre como espacio de acogida. Eso hace escuchar la locura de otro, revela en quien presta su mirada y su escucha, un mundo abismal que se abre al infinito de su propio interior inconsciente. Perturba pensar en la posibilidad de que uno puede reflejarse en la locura y la violencia que habitan en la alteridad. Escuchar a un hombre que ha asesinado a su madre durante un golpe maniático. Otro que ha asesinado a su padre al considerarlo una figura diabólica. Aquel que no sabe muy bien qué fue lo que hizo, ni cómo, solo que lo culpan de un crimen cometido contra alguien de su vecindad.
La violencia de los discursos no se limita al pasaje al acto, sino que se extiende y origina en la crueldad de aquellos que rodearon a estos hombres en la infancia. Historias invadidas de incestos y de agresiones radicales infringidas por padres inmorales. “Yo tuve incesto con mi madre, no llegué al coito porque estaba muy chico. Ella se desnudaba lentamente y se acostaba conmigo besándome y haciéndome besarla.”
“¡Quisiera olvidaaaar!”, grita en llanto este sujeto que acabo de citar. Bendita represión, menciona uno de mis alumnos que le brindaba un espacio de atención.
Madres, padres, tíos, abuelos incestuosos… estos son los que habitan esta tierra también. Los mundos de burbuja que solemos inventarnos solamente sirven como una defensa para encerrarnos en una constante mentira. ¿El hombre es el lobo del hombre? No nada más. El hombre bañado también en deseos incestuosos y criminales que tiene una gran capacidad de destruir a sus seres queridos. El amor bañado de violencia, la violencia bañada de sexualidad. No existe la fraternidad universal: existe la crueldad en el cariño, la guerra en tiempos de paz. Tánatos impulsando a Eros nacido de Tánatos; paleta de sentimientos que siempre se abre a la infinidad de colores y formas que nunca limitan la posibilidad de pensar al ser humano. El rostro del hombre que invita a penetrar en la máxima alteridad y que corrompe con el espacio en la grandeza de su existencia. Mi existencia. Su existencia. Arranque de individuación. Imposibilidad de comprensión. Mundo de intuición.
Respiro para disminuir el ritmo de mi escritura. Siento a mi tórax reducirse mientras me concentro en lo que quisiera expresar a continuación. Desvío mi atención por un momento, pero retorno y continúo.
Tanta potencia abre a pensar el ser: tantos rizomas, mapas, caminos, o surcos abriendo a múltiples posibilidades por venir. Tantas historias por escuchar, repletas de acontecimientos re-escriturados en presente; presentes que se escapan en el intento de ordenar palabras; palabras que marcan lo complejo de un mundo pulsional. Voz. Escucha. Mirada. Belleza en la singularidad de cada relato y de su carga afectiva. Carga afectiva que lleva consigo otros discursos inconscientes que atraviesan los cuerpos en transferencia. Transferencia que por sí misma es un mundo de potencialidades. Limitarla en la interpretación es también un intento de violación. ¿Qué me trata de decir el paciente en la clínica? ¿Quién soy yo para él? ¿Cómo desvanecer los contornos de mi ego para crear un espacio que hospede la potencia de su devenir?
¿Y que hay de la muerte en el terreno de la clínica y de la escritura?
2. La muerte como potencial creativo
De nuevo siento en el estómago un ardor que me remite a una angustia corporeizada. Aun no tengo claro qué puedo decir sobre la muerte. Quiero pensar que me falta un largo camino por recorrer: la muerte como finitud de la vida anímica, limitada por el reloj biológico que va envejeciendo y agotando las células al interior de mi cuerpo.
Un día ya no respiraré. Ese día, espero, mis hijos me recordarán con amor, mis amigos con ternura, mis pacientes con honor. Mi cuerpo y mi alma ya no estarán. Seré sólo un cúmulo de partículas ardientes insertadas en las huellas psíquicas al interior de los sujetos que delimitaron mi camino. Seré los restos de pasajes y acontecimientos, transitares neuronales que crean galaxias unificadas en la diversidad de lo que fui dejando a mi alrededor. Seré con y para el otro, partícipe de la intimidad de sus recuerdos, algunos enterrados, otros vivientes. ¿No es acaso el ser para la muerte un ser para y con el otro? ¿No podremos pensar que ahí reside la trascendencia de lo humano?
Pensar en este momento la muerte es una ardua labor porque me remite inminentemente a la ausencia de un corazón latiente, la ausencia de un hombre en particular.
Hace algunos días nos enteramos que una persona con quien trabajábamos, a quién se le brindó un acompañamiento terapéutico, había fallecido. Se había suicidado.
¿Se le puede brindar una escucha a un muerto que ya en vida proyectaba pocas luces de apertura a la hospitalidad de una mirada desalentadora?
Abro los ojos y detengo la escritura. El sol tiñe mi visión con un tono azulado mientras veo el contraste entre el azul del cielo y los cientos de edificios que alberga nuestra ciudad. Escucho el sonido de los aviones. Pienso en aquella libertad espacio-temporal que anhelaba tener este sujeto a quien el encierro mató.
Les voy a hablar sobre Aniceto. No omito su nombre porque considero que es digno de ser nombrado. El nombre, aquel significante que trae consigo una historia llena de simbolismo y construcciones discursivas, debe pronunciarse porque aniquilarlo en escritura podría llevarnos también a aniquilar la representación misma, desde su subjetividad, de aquel individuo atormentado.
Aniceto se me acercó un día para pedirme desesperadamente ser escuchado por el grupo de psicólogos universitarios. Aunque me esfuerzo por visualizar aquel momento en el cual se acercó a mí por primera vez, no puedo evocar las palabras que me dijo. Mi pensamiento se desvía como si hiciera un intento de alejarme lo más posible de esa huella que ahora se presenta como un túnel blando que lleva a la nada, aunque ese desvío sí me remita al momento previo de mi reencuentro con él. Recuerdo que entonces estaba llamando, a través de un portón, a aquellos varones con los que trabajábamos cada semana.
¿Que hay detrás del portón? Sujetos recostados en el suelo, parados o caminando, muchos de ellos hablando con compañeros reales o invisibles; otros, estáticos frente a la cabina de teléfono, marcando llamadas que comúnmente no son respondidas por los destinatarios debido al previo aviso que brinda la grabación de una voz desconocida: “Usted tiene una llamada desde el reclusorio”. También hay algunos que simplemente toman el sol, otros se acuestan en sus camas durante el día y la noche, esperando el fin de su sentencia o, tal vez como Aniceto, aguardando encontrar las fuerzas para darle fin a sus vidas. Pero quiero evitar cualquiera interpretación equivocada: dentro de este lugar hay hombres con una extraordinaria insistencia por seguir viviendo la cual llena el espacio de potencia y excitación.
Vida. Muerte. Cuerpos carcomidos. Cuerpos decentes. Cuerpos deseantes
No conocí bien a Aniceto, más bien debo decir realmente que no lo conocí para nada. Sólo conozco algunos fragmentos del motivo por el cual se encontraba recluido, así como lo mencionado por mi alumna en supervisión sobre su trabajo con él. ¿Qué curioso, no? No conocer nada de la historia de un sujeto y tener la representación de su rostro tan impregnada en la mente. La representación de un rostro que se desvanece cuando trato de invocarla, como si el alcance de dicha huella trazada con tinta negra se tornara en una presencia imposible.
Tinta negra, que no se borrará jamás
¿Acaso dichos trazos pueden ser aperturas hacia un devenir en potencia? ¿Se puede crear deseo a partir de la inercia de un sujeto? ¡Qué doloroso pensamiento! Mejor retornar al cansancio y a la imposibilidad de pensar antes de convertir la muerte de un otro en una potencia de devenir en escritura. ¿La culpa paraliza acaso el relato escriturado? Acompáñenme en la destrucción de la misma para impulsar la vergüenza de una escritura des-anudada, des-nudada.
Estoy aun insatisfecha con el discurso racionalizado que trato de elaborar. ¿Cómo evitar la transgresión de un ser suspendido por la muerte? Temo escribir porque no quiero resignificar erróneamente las secuelas que este proceso ha dejado en los afectados. Trato de elaborar el desastre que me habita. Quisiera escribir puros balbuceos, retornar al goce de un lenguaje que no fue delimitado por las significaciones compartidas.
Suspendo la escritura, pero al voltear la cabeza mi visión distingue un rostro conocido, una mujer que marcó mi infancia. Me levanto de mi asiento y le doy y recibo un abrazo, un abrazo tan tierno de una presencia que le brindó seguridad a momentos difíciles de mi vida, momentos cuando mi madre estuvo enferma y casi muere. Es un abrazo que se dilata y es su dilatación la que me permite escriturarlo. Tras el abrazo, compartimos una conversación que no sació el gusto de volvernos a encontrar. Nos separamos y ella continuó con su visita a la librería en donde suelo trabajar y donde estaba en proceso de escribir este relato sobre Aniceto. Regreso a mi asiento y minutos después ella se vuelve a acercar y con lágrimas me platica sobre el agradecimiento que siente con mi madre por haberle abierto su corazón, gratitud que también siento por ella al haberme cuidado mientras mi madre estaba en tratamiento. Lapso de una cálida acogida. Azares de la vida.
Mi recuerdo de Aniceto ahora se colapsa con el abrazo de mi tía lejana y Aniceto evoca en mí el dolor y el amor de mi propia infancia.
Mi visión se torna borrosa, limitada por el aumento de excitación que se acumula entre la cafeína y mi encuentro fortuito. Decido entonces cerrar el ordenador por un momento.
La muerte de Aniceto se ha alejado aún más de mi escritura, como si las huellas que se originaron al recibir la noticia de su suicidio crecieran en potencia y se distanciaran progresivamente de su lugar de origen.
Retomo fragmentos y citas escritas poco después del acontecimiento que marcó este inicio para tratar de capturar algo de este sujeto inalcanzable[2].
“Si yo pudiera, si solo me lo dejarían, me pararía en un juicio para explicar que yo no soy malo, que yo soy un hombre de bien. Pero no me dejan alzar la voz, no me dan la palabra”, decía Aniceto.
“Tú, enfermo mental, no entiendes ni tu propia conducta, ¿cómo crees que podrás defenderte ante un tribunal?”, responde la Justicia.
Los locos no tienen voz en la jurisprudencia
La ausencia de Ley movilizó la construcción del delirio de Aniceto y el no lugar lo llevó a situarse, dentro de sus alucinaciones, en un juicio final después de la muerte. ¡Si me suicido, me iré al infierno!, se respondía con certeza. ¡Si me dejaran alzar la voz, viviré!, se decía a sí mismo. Aniceto manifestaba temor frente a la posibilidad de terminar en el infierno, del lado del Mal, pero le inspiraba terror seguir viviendo en un encierro ausente de mirada y reconocimiento, lo cual se había convertido en una perpetuidad insoportable, en un presente eterno.
“No puedo evitar sentir que pude haber hecho más, que no supe escucharlo”, me dice mi alumna que lo acogió, pero detrás de este decir doloroso, ella reconoce difícilmente que siempre se trató de un proceso más profundo que no involucró, en lo más mínimo, la responsabilidad ni el llamado a la salvación.
El sentimiento de culpa es común a los seres humanos y nos une en el tormento y el dolor. Aniceto murió en el ahogo de una melancolía llena de culpabilidad: no soportaba la imagen recurrente que había cometido, ni tampoco soportaba la posibilidad de haberse desplazado al lado del Mal. Pero lo que le resultaba insoportable a Aniceto era la poca claridad que se le brindó sobre su responsabilidad en el asunto.
¿Qué irónico, no?, ser considerado inimputable, no responsable o culpable del acto cometido, pero morir en un terrible tormento de culpas devastadoras, sin posibilidad alguna de forjar lazo social a través de las mismas.
¿Es acaso la muerte la liberación última de un cautiverio tan tormentoso, la privación de libertad delimitada por los muros de concreto, pero también el tormentoso encarcelamiento de la mente de uno mismo? ¿Hay peor prisión que quedar atrapado en la enfermedad psíquica? ¿Por qué tanta necesidad de delimitar estructuras, formas de pensamientos y de posicionamiento si todos podríamos ser envenenados por los padecimientos mentales que nos carcomen por dentro y pintan nuestra visión de color negro sangriento?
Vuelvo a retornar a una escritura en presente, a un presente que se escapa, así como se escapó ya el momento en el que hice referencias y escribí sobre Aniceto. Murió el presente así también y se llevó un poco más de aquel hombre atormentado.
Ya no siento cansancio al escribir. Lleno mis palabras de una excitación que ha abierto mis campos de visión y mi búsqueda insaciable de continuar elaborando este relato.
Ahora mi recuerdo de Aniceto se tiñe también de la sutil sonrisa de mi alumna, quien con lágrimas en los ojos recuerda los pocos momentos de alegría compartidos con él. Por un lado, ella busca encontrar la belleza del caos que provocó en su interior el acompañamiento que le pudo brindar a dicho sujeto. Está aprendiendo a bordar para tratar de hilar su porvenir. Por otro lado, yo busco, a través de este texto, movilizar mi ética clínica y brindarle un nuevo lugar.
Los afectos, al igual que los sujetos, son más hermosos cuando se les invoca en conjunto.
Me formulo entonces interrogantes inesperados. ¿Cómo hacer del recuerdo de Aniceto, un recuerdo en sí inaccesible, una explosión que dé lugar, a partir de la invocación de su rostro desvanecido, a la multiplicidad de cientos de otros rostros aun vivientes, sujetos excluidos de una mirada cálida y de una escucha sostenida? ¿Cómo intentar investir sus cuerpos y existencia de un potencial creativo que escape de una muerte en vida y los anime? ¿Cómo crear una clínica de la exclusión?
Quisiera invitar a que el caos de esta escritura en tinta negra se llene de un espectro de luz que nos convoque a darle lugar a un mundo que no está constituido a través de un espejo: constituido, constituyente. Desborde, sin bordes, des-bordado. Hagamos una clase de costura para bordar una mirada que invite a escuchar la singularidad de cada historia.
La voz nunca está lejos de la mirada
Para comenzar a concluir, les pido que piensen en un bebé viendo el horizonte. ¿Porqué tendría él necesidad de movimiento si no hay alguien que invada su cuerpo de libido? El bebé triste y desvalido solo mueve sus ojos contemplando el vuelo de una mosca a su alrededor. ¿Cómo transmitir esta representación invocada al mundo de sujetos excluidos, de-sujetados?
Ahora piensen por favor en un bebé que mueve todo su cuerpo al ver que su madre se aparece frente a él y le habla con sonidos conocidos. El espejo nos constituye: desde el inicio, le da sentido a nuestras vidas, le proporciona excitación a los contornos de nuestro cuerpo.
¿Nunca se han preguntado sobre las cosquillas? ¿Por qué no podemos hacernos reír a nosotros mismos a carcajadas, esa risa incómoda, repleta de excitación, que enviste al cuerpo libinidizado? ¿No es eso el amor de una madre que, en la ausencia de completud, encuentra potencialidades en el cuerpo, otro, diferente, del pequeño que tiene en frente? Piensen también en un enamorado que, molestando a su pareja, la ataca a cosquillas antes de hacerle el amor.
¿Quién les hará cosquillas a los hombres en reclusión condenados a la inimputabilidad, a quienes ni una visita íntima les es permitida? ¿Quién invade sus cuerpos de amor? ¿el recuerdo de una madre ausente o en exceso presente, de un padre deseante o devorador?
¿Muerte en vida o potencia?
Termino este comienzo con una cita de Gilles Deleuze:
“Lo propio de la libido es rondar la historia y la geografía, organizar formaciones de mundos y constelaciones de universos, derivar los continentes, poblarlos de razas, de tribus y de naciones. ¿Qué ser amado no envuelve paisajes, continentes y poblaciones más o menos conocidos, más o menos imaginarios?”
Muchas gracias
[1] Este trabajo es la continuación y el rechazo de un texto previo sobre el tiempo en el pasaje al acto.
[2] Las citas y relatos invocados a continuación, surgen en su mayoría, del diálogo con mi alumna que le dio un espacio de escucha y acogida a Aniceto. Ella es realmente quien moviliza y le da sentido a este ensayo. Las citas están, muy probablemente, alteradas por mi propia subjetividad.
Licenciada Summa Cum Laude en Psicología de la Universidad Iberoamericana. Estudió una maestría profesional en Clínica del Lazo Social en la Universidad Paris 7 Diderot en Paris, Francia y una segunda maestría de investigación, en la misma universidad, en Psicoanálisis y el Campo Social con especialidad en Clínica Del Cuerpo y Cultura. Tiene experiencia clínica en diferentes instituciones francesas donde trabajó con pacientes psiquiátricos, inmigrantes y refugiados políticos. Sus temas de interés giran alrededor del psicoanálisis, el cuerpo y la desviación social. Desde 2015 trabaja como docente en la Universidad Iberoamericana en donde imparte, entre otras materias, una práctica de intervención psicológica en el Centro Varonil de Rehabilitación Psicosocial. Por el momento se encuentra cursando su doctorado sobre violencia y subjetividad en el Colegio de Saberes y se dedica parcialmente al consultorio privado.