Elogio de la traición

Frida Marcela Heras Villarreal

Debemos ser traidores, practicar la deslealtad,
abandonar una y otra vez nuestros ideales.
No pasamos de un periodo de la vida a otro sin infligir,
y tampoco sin sufrir a nuestra vez, estos dolores de la traición.
Frederich Nietzsche

Las líneas de fuga no consisten nunca en huir del mundo,
sino más bien en hacer que ese mundo huya.
Gilles Deleuze & Félix Guattari

Nuestro tiempo, lo que viene quizás a través del caos, del desierto,
 del abismo, del desorden mundial, la desconstrucción general
 o todas las figuras de un apocalipsis sin apocalipsis, etc.,
 eso nos impone pensar y pensar desde este frágil aplomo
 y nos coloca en este lugar, nos sitúa allí donde pensar,
y pensar (políticamente y poéticamente) lo que viene
 no puede hacerse si no desde el lugar de este aplomo
 a la vez sonambúlico y vertiginoso.

Jacques Derrida

“Al borde del abismo, del desierto y del caos”. Ahí la vida. Ésta, la nuestra, no mía, nuestra vida. Mía solamente será mi muerte. Pero la vida, la vida es siempre con otros. La vida es siempre compartida, singular y plural a la vez. La vida es un mundo de mundos, mundos en riesgo y resistencia. Y para construir y habitar ese mundo de mundos habrá que pensar, siempre con los otros, sentir a los otros, escribir para un otro, escribir desde muchos otros. La vida es creación y crear es traicionar: “¿quién es fiel a uno mismo?”[i], ¿quién podría alejarse del borde y mantenerse fuera de peligro, “asegurando” la vida? En todo caso, ¿qué implicaría la fidelidad? ¿Lo inmutable?, ¿la permanencia?, ¿la promesa? ¿Sostener deudas impagables, la culpa y el castigo inherentes a la promesa, la idea de seguridad? ¿Qué damos –qué somos– en la fidelidad? ¿A qué y a quién prometemos fidelidad? El perdón, el silencio, “soy”, “siempre”, no son más que promesas incumplidas: para Derrida nunca se está a la altura de una promesa, siempre se traiciona. Traición está intrínsecamente ligada a tradición. Ambas vienen del latín traditio, que significa “transmisión”,  trans y dare, y como verbo tradere, entregar, dar más allá. La traición, entonces, sería entregar a quien, supuestamente, no le corresponde, al enemigo, al otro bando, al extranjero. Romper la tradición, dejarla en falta. Subvertir lo ya dicho, lo ya hecho, lo establecido, lo que se supone “debe” continuar. Traicionar sería abrirse caminos o más bien senderos para llegar a otros lugares, lugares desconocidos, y, por lo tanto, apostar por lo extranjero, lo extraño, lo otro de lo otro, que no por sernos (o parecernos) ajeno dejaría de correspondernos.

En Humano, demasiado humano Nietzsche se pregunta por qué mantenerse fiel a los ideales, sin cuestionarse o cuestionarlos, es admirado y por qué sostener para siempre lo dicho o lo hecho es percibido como fortaleza. Parecería que la pretensión de poseer la Verdad absoluta, propia de las convicciones, sería preferible al dolor, la incomodidad y la angustia que implicaría poner en cuestión, cambiar, exclamar “¡ya no!”. ¿Y cuando lo dicho y lo hecho “en el arrebato de la pasión” se pretenden determinantes, pruebas irrefutables de la esencia de una persona? El pasado como marca indeleble y pronóstico certero de acciones futuras. Lo dicho y hecho transformado en lo que se es. Los moralismos actuales pretenden imponerse contra lo íntimo y lo comunitario en pro de lo público y una socialidad individualizada, colocando como ideal al individuo público. Individuos ex-puestos, definidos a partir de lo exhibido, que ya no piensan mucho menos en un pensar con los otros–, sólo opinan. Lo que presenciamos –y en lo que participamos también– es la transformación del discurso dominante de la ciencia y la religión en la doxa como Verdad. Y la doxa se incomoda con la incomodidad; le molesta la angustia y lo incierto; le enoja la violencia, la pasión, el error; desdeña el cambio, la ambivalencia y la aparente falta de claridad; le indigna lo humano, demasiado humano. Entonces, la anestesia (farmacológica y/o apática), la protocolización, la regulación de los afectos, el escrache, la consigna, como “soluciones” prontas e incuestionables, como promesas de bienestar. En sus aforismos Nietzsche nos invita a traicionar esa pretensión, la pretensión de la Verdad absoluta, del “bien común”, posturas ciegas pero vigilantes que lo paralizan todo, que detienen el pensar y el crear, que cristalizan lo posible e incitan a la violencia de la dominación y la persecución.[ii]

Pero, ¿cómo atrevernos a traicionar? ¿Cómo asumirnos traidores? No podemos dejar de lado la imposibilidad de erradicar las violencias, la dominación, las guerras, los amos, las hegemonías, pero lo que sí es posible es subvertirlos, cuestionarlos, revolucionarlos. Hacer de los mundos de las jerarquías incuestionadas y las fronteras infranqueables mundos capaces de fugarse y re-configurarse una y otra vez.

¿Cómo inventarnos líneas de fuga que posibiliten la traición? Y, ¿cómo transitar la fuga misma –con su caos, sus contradicciones y riesgos– para conquistar posibilidades e inventar y reinventar otras formas de escape? Según Deleuze y Guattari estamos atravesados, somos traspasados por “líneas, meridianos, geodésicas, trópicos, husos que no marcan el mismo ritmo y que no tienen la misma naturaleza”[iii], líneas que trazan, dividen y unen, líneas-fantasma, que “definen” el campo social como fragmentario y arrítmico. Estas líneas se cruzan, se suceden, se superponen en ocasiones, se bifurcan, se despliegan en todas las direcciones o se fusionan, pero fluyen constantemente, están siempre activas. Deleuze y Guattari nos presentan la imagen de un tubo agujereado para pensar las líneas de fuga como movimientos e intensidades que se escapan, que fluyen por fuera de lo delimitado, de lo determinado. Estas líneas de fuga tienden a –y tendrían que– aparecer ante el riesgo de cristalizaciones microfascistas, de forma(liza)ciones “que devuelven el poder a un significante”. La aparición o la creación de estas líneas de fuga conlleva la aventura de la huida, una huida que se asemejaría al soplo del que habla Pierre Fédida, “soplo sobre el cual los signos nunca conservan dominio”[iv], soplo y fuga que sean capaces de cambiar mundos, de hacer huir al mundo mediante la subversión, de hacer caer una y otra vez a la autoridad. Líneas de fuga, líneas de creación, líneas de traición. El aplomo del desplomo del que habla Derrida: “un procedimiento, un desplazamiento, un paso, un movimiento, una acción, un «hacer» guiados por ese extraño cuidado vigilante que los sonámbulos mantienen en el momento del riesgo más grande”[v], ¿no es de eso de lo que se trataría la vida misma? La vida como el riesgo más grande, un riesgo por el que vale la pena traicionar. Atravesar líneas de fuga como posibilidad de traicionar implica también desertar, atravesar el desierto como aquel riesgo –que sería el riesgo tanto de muerte como de vida, vida-otra– de andar bajo el sol, en soledad, con la sed del deseo y los pies cansados, pero trazando en la arena nuevos caminos andados y por andar. Supondría fracturas, rupturas del terreno. Como grietas de desecación en las que es posible percibir los efectos de las tensiones y las intensidades en los intersticios de las grietas, en las formaciones poligonales que quedan. Quizás esas fracturas producidas por las líneas de fuga remitan también a esas líneas –como las fallas tectónicas– capaces de producir temblores. ¿Cómo no temblar?, pregunta Derrida. “Tiemblo entonces de tener aún miedo de aquello que ya me da miedo y que no veo ni preveo. Tiemblo ante lo que excede mi ver y mi saber mientras que eso me concierne hasta lo más profundo, hasta el alma y, como se dice, hasta los huesos”[vi]: el devenir, que no es posible poseer, ni aprehender, pero que nos atañe. Devenir que se marca hasta en el cuerpo, como grietas quizás, como huellas, como pulsaciones, como sonambulismo, como caos.

Como Derrida[vii], habrá que estar en guerra con nosotros mismos, habitar las contradicciones que, a su vez, nos habitan, contradicciones que mantienen la vida en tensión, que posibilitan vivir y morir, soñar, atrevernos a temblar… Tal vez la apuesta vaya por la creación de otros modos de desobedecer y de vivir en la desobediencia y mantenerse en pie a pesar de los temblores. Una apuesta por la inventiva de traiciones siempre en movimiento. “Encontrar la línea de separación, seguirla o crearla, hasta la traición.”[viii]

TRAICIONAR LA FASCINACIÓN. Mantener una obediencia “ciega” e incuestionable tanto al Estado como a cualquier otro amo de nuestras vidas parecería asemejarse a la fascinación de la mirada, una mirada-muerte que lo paraliza todo. El horror y la banalidad fascinan. Pascal Quignard traza en la palabra del latín fascis un punto de cruce entre fascinación y fascismo: una mirada que queda atrapada y ya no se puede apartar, ya no puede soltarse. Eso que capturó la mirada se vuelve todo y juntos se vuelven nada. Para Quignard el ojo que no se cierra, el ojo que no deja de vigilar, es el ojo de un cadáver. ¿Dejarnos fascinar no es lo que hacemos ante el scroll incesante de nuestros teléfonos? Información que no para de llegar, que nos petrifica ante su demasía y su repetición. Ver, con los ojos bien abiertos, el horror transformado en hastío e indiferencia sería también ver con los ojos de un muerto. Esta mirada fascinada por el horror sería la mirada de aquel que ojea los periódicos de nota roja, que se para frente al televisor, que pasa lentamente por la escena acordonada por listones amarillos, mirada que termina banalizando lo que la atrapó en primera instancia. Una mirada-muerte que se limita a ver. Una mirada-muerte que limita el pensar. Mirada que consume y se consume en la fascinación.

Quizás a través de una mirada oblicua podamos traicionar la fascinación y responder tanto a la prohibición de mirar como a la obligación de mirar: “es preciso que la mirada dé un rodeo que la arranque del cara a cara atónito y mortal con lo que no tiene nombre.”[ix] La oblicuidad asemejaría una línea de fuga, como si la mirada pudiera esquivar lo que podría atraparla, romper la fascinación como Perseo con el arma de la desviación (en su caso esa arma fue el reflejo, como espejo, de su escudo). Desvío que lleva a explorar otros caminos, otras perspectivas, otros horizontes ahí donde no parecía haber más que piedra. El soplo del pensar, y también del hablar, vendría a darle movimiento a la piedra. “Hablar vela de inmediato la fascinación”, dice Quignard[x]. La palabra como vía de escape permitiría ponerle rostro al horror medusant[xi], un rostro que no petrifique, sino que responda. Que movilice, del horror y la indiferencia al reconocimiento.

Peter Paul Rubens, La cabeza de Medusa, 1617-1618.

TRAICIONAR LA INDIFERENCIA. “En las líneas de fuga se inventan armas nuevas, para oponerlas a las pesadas armas de Estado.”[xii] La traición se juega también en aquellas madres y todos aquellos que con el dolor a cuestas no se detienen y, con pala en mano, recorren campos y desiertos, cerros y edificaciones abandonadas, para encontrar en la tierra huellas que muestren la pretensión de esconder, de desaparecer para siempre, huellas que serán luego traducidas y así traicionadas. Límites que serán transgredidos: del límite de la espera y la obediencia a un Estado y su infamia (si no es esto ya una redundancia) a la lucha, a la búsqueda de los propios muertos y desaparecidos. Abrir la tierra sería abrir posibilidades, romper la superficie y adentrarse a las profundidades de lo abismal y lo terrible para rasgar el velo de la impunidad y el silencio. No sin dolor. Traicionar la indiferencia supondría traicionar la cifra también, traicionar la estadística, el número muerto que cuantifica la muerte y mata el nombre, el rostro y la singularidad. Traicionemos la apatía y apostemos por el pathos, voltear y mirar a ese otro que sufre también, con el que se comparte la existencia aunque persista en su otredad. Que ese otro nos haga temblar, que nos conmueva, lo cual nos permitiría, sólo así, ser sujetos[xiii], sujetos al otro, sujetos a la conmoción, sujetados a la vida y su diferencia.

Rosa María Robles, La piedad con cobija de persona asesinada en Sinaloa, 2010.

TRAICIONAR LA INDIVIDUALIDAD. Nunca estamos solos, la frase “estoy solo” supone por sí misma que no estemos solos; se exclama, se confiesa siempre a un otro. La palabra se tiene que recibir para entonces poder darse. El individuo es una imposibilidad; el sujeto implica etimológicamente el sometimiento, la sujeción a un otro, al mundo, al lenguaje, por lo tanto está siempre ya dividido. ¿Por qué atenerse, por qué aferrarse a la identidad, a lo mismo de lo mismo? ¿Por qué suponerse, e imponerse, a uno mismo como un todo, indivisible, indiferenciado –y, por lo tanto, indiferente–? Traicionar(se) haría que el uno asumiera su división, su imposibilidad de Uno, y se abriera a ese otro, un otro siempre listo para conmocionar. Pero esa apertura a la conmoción no se da sin consecuencias: ¿qué suscitaría abrir mi mundo a esos otros mundos?, ¿hacer un cruce de mundos, un choque de mundos? El temblor de lo desconocido, de lo no pensado, de lo no sabido, de lo inaprensible, de lo otro radicalmente otro. “Temblar hace temblar la autonomía del yo, lo instala bajo la ley del otro —heterológicamente.”[xiv] Ese yo soberano, ese yo-individuo, palidece ante la producción de diferencias, de lo inédito, producción que sólo es posible con los otros. Habría que soportar la diferencia, permitirla, acogerla y sostenerla porque la unidad no es posible, pero la comunidad quizá lo sea… Porque, como dice Barthes, no puede traicionar sino quien ama, haciendo de la traición un acto de amor.

Marc Chagall, sobrevolando la ciudad, 1918.

TRAICIONAR LA DOXA. Ya en el 2004, en la que sería su última entrevista, Derrida insistió en una responsabilidad que nos llama a todos, la de hacerle la guerra, una guerra inflexible, a la doxa, “a quienes se llaman ahora los ‘intelectuales mediáticos’, a ese discurso general formateado por los poderes mediáticos”[xv]. La hegemonía actual no es sólo la del individuo, es la del individuo público que en su publicidad opina. ¿Y cómo no opinar? Habiendo tanto de qué opinar y tantos medios y plataformas para hacerlo, abstenerse de opinar sería el crimen. El pecado de omisión como el más atroz, el que te vuelve cómplice –¿de qué? No importa realmente–, aludiendo a la consigna de que la neutralidad te pone del lado del opresor como si optar por no opinar significara no tener una postura, significara no pensar y por lo tanto no actuar. Encontramos hoy también en la doxa reglamentos sobre quién puede opinar sobre qué y quién debe callar. Lo peligroso es que discursos y posicionamientos que se piensan y se presentan como emancipadores adoptan esta protocolización de la resistencia política, del decir, de la manifestación de las ideas, obstaculizando cualquier posibilidad de intercambio, de diálogo y construcción en común. “No es la lucha de las opiniones lo que ha hecho la historia tan violenta, sino la lucha por la fe en las opiniones, es decir, de las convicciones”[xvi], fe que ensordece ante el cuestionamiento, que cierra ante una postura distinta, que paraliza el pensar. Convicciones que llevan a “morir o matar”, no siempre metafóricamente. Para traicionar la doxa y sus violencias habríamos de apostar por un plural de singularidades, donde lo singular no es lo individual, donde el -ismo se transforme en -ismos, muchos, tantos como subjetividades, tantos como momentos, tantos como situaciones y posiciones. Plural en continua fuga.

Leonora Carrington, Querido diario, Querido diario—Nunca desde que dejamos Praga, 1963.

TRAICIONAR EL MORALISMO ACTUAL HECHO CONSIGNA. ¿Qué leer y qué escuchar en las consignas? ¿Cómo hacer de las consignas un mensaje de fuga y no sólo mandatos ensordecedores, sentencias de muerte como trabajan Deleuze y Guattari siguiendo a Canetti[xvii]? Las encontramos en todos lados, desde las que surgen ante las injusticias y las tragedias (“Yo soy 132”, “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, “#TodosSomos[elija su tragedia de moda]) hasta las que pretenden convertirse en fórmulas de bienestar (“Ámate a ti mismo”, “Si duele no es amor”, “Vibra alto”). Estas consignas se ven casi inmediatamente banalizadas y transformadas en simples frases retuiteables, a la moda y, en ocasiones, a la venta o desvirtuadas en un arma de escarnio público y anulación. La masa digital y anónima se convierte en el juez que condena y otorga la pena: el escrache y la cancelación como el trazado y la evidencia de un destino, eres lo que hiciste –o dicen que hiciste–, eres lo que fuiste, eres lo que quisiste. Eres y serás, no hay posibilidad de cambio; el individuo peligroso foucaultiano ya no es el loco, ahora es el hombre, al que ya no se le pedirán explicaciones sobre quién es él porque ya se sabe quién es él y, al contrario, entre más pronto pierda la palabra, su empleo, a sus amigos, su obra, en resumen, entre más pronto desaparezca, mejor. Se le sentencia a muerte, su muerte como individuo público. Hablamos de banalización y desvirtuación porque de lo que parecía ser el rompimiento del silencio, sumamente urgente, de violencias atroces que se han vuelto bastante habituales, como el feminicidio y la violación, la denuncia se transformó en la exposición de la intimidad y sus desaciertos, como la infidelidad, la mentira o la insistencia y torpeza de cualquiera en la seducción. Como dijo Alexandra Kohan, “acostarse con un boludo no es violencia”[xviii], no tener claridad de lo que quiere el otro no es violencia, que el otro no sepa lo que quiere tampoco lo es, lo que yo interprete de lo que hace o no hace, dice o no dice el otro tampoco es necesaria e incuestionablemente violencia. Eso es la vida, la vida con otros, desencuentros, malentendidos, faltas… “‘¿No es cierto que la infidelidad empieza con uno mismo?’, le dije tan suavemente como podía, con el desconocimiento infinito que tenemos de nosotros mismos, con las mentiras, las coartadas, los pretextos y las excusas que nacieron, con el lenguaje mismo, como armas del deseo.”[xix]

“En la consigna, la vida debe responder a la respuesta de la muerte, no huyendo, sino haciendo que la fuga actúe y cree”[xx], habría que crear a partir de la potencia de las consignas o potencializarlas, movilizarlas, no permitir que se cristalicen y monumentalicen, resistir a que sean capturadas por el Estado o por discursos alienantes, y si eso llegase a ocurrir, habría que moverse de ahí, responder con la fuga, inventarse otros modos, otras formas, otros caminos de acción. “Hay que pensar y actuar a destiempo, contra la corriente,” nos pide Derrida[xxi], eso sería sobretodo traicionar.

Hablamos de moralismo porque las nuevas consignas se han visto reducidas a eso, a la protocolización de los vínculos, en donde se declara en la diferencia de edad, de estatus, de rol, una violencia inherente, donde cualquier incomodidad, inquietud, angustia o dolor se establecen como alertas, señales de que “ahí no es”, de que “eso no es amor”, “eso está mal” y sería mejor buscar por otro lado. ¿Pero qué otro lado se plantea? ¿Existe ese lado donde no hay dolor, donde nada incomoda, donde no hay lugar para la angustia porque todo marcha? ¿Existe ese lado donde todos sabemos lo que queremos y en ese querer seremos compatibles y por siempre felices?

Edvard Munch, Separación, 1896.


TRAICIONAR LA VIDA POR LA VIDA. Ante la defensa de la vida por la vida, donde no importa de qué vida se trata, de donde surge una suerte de infra-vida, habría que resistir como traidores. Traidores para los que la vida es frágil, para los que vivir es sobrevivir, en el sentido de una sobrevida, como decía Derrida: la vida más intensa posible. Porque “las condiciones que hacen posible la vida son al mismo tiempo las condiciones que la preservan aun precaria”[xxii]. No hay garantías ni de invulnerabilidad ni de seguridad absoluta. No hay certezas. No hay infalibilidad ni Verdad. Traicionar sería una afirmación de la vida, pero no la vida por la vida, sino una vida con la muerte, una vida con la angustia que implica vivir, la vida con todo y su malestar. La compulsión actual por conservarlo todo, por proteger la vida de la vida misma, pretende que no se sufra, niega la pérdida y así lleva la vida a su aniquilación. Porque, ¿qué sería la indolencia –como insensibilidad al dolor– sino indiferencia? La vida que se pretende como vida indolora, incolora e insípida, donde sólo, se dice, hay lugar para la felicidad, la armonía y el bienestar, es una farsa sumamente cruel, que ignora el sufrimiento y la barbarie, que termina culpabilizando a quien no “piensa positivamente” y no logra “ser feliz”, que termina por anestesiar el vivir. La angustia es constitutiva de la vida. La angustia hace al sujeto y lo pone en jaque constantemente. Llegamos a este mundo dando un primer respiro que posibilitará el grito y el llanto, haciendo de éstos señal de que estamos vivos. “La apuesta freudiana es la construcción íntima y a la vez común de alguna clase de porvenir para el malestar, dignificándolo como lo más propio del ser hablante”[xxiii], un quehacer con nuestro malestar, y no su (intento siempre fallido de) erradicación, nos posibilitarían otras formas de estar en este mundo de mundos, estar con otros, sobrevivir, intensamente.

Edvard Munch, La muerte en el timón, 1893.

TRAICIONAR LA SOLEMNIDAD. Bien, no es todo dolor, sufrir por sufrir, hacer de cada uno un mártir. Se trataría más bien de no negar ese dolor, de no recurrir a la apatía para velar el padecimiento, de darle su lugar, de alojarlo como lo que es: el riesgo de vivir. Ya se ha hecho, maravillosamente, el elogio del riesgo y aquí se sostiene: vivir es arriesgar y en el riesgo habría que apostar por el juego, por la pasión, por la aventura, por la risa. Jugar con los roles y las normas, amar y crear con pasión, aventurarse a lo desconocido, reírse de la autoridad[xxiv], ¿no serían formas de la traición? “Quien desee, aunque sólo sea en cierta medida, llegar a la libertad de la razón no tiene derecho, durante largo tiempo, a sentirse sobre la tierra más que como un viajero, y ni siquiera como un viajero hacia un objetivo final, pues no lo hay. Se propondrá, sin embargo, observar y tener los ojos abiertos para todo lo que sucede realmente en el mundo; por eso no puede ligar demasiado reciamente su corazón a nada en particular: es preciso que haya siempre en él algo de viajero, que encuentra su placer en el cambio y en el paisaje.”[xxv] Hacer de la vida un viaje, con todo lo que implica un viaje: la aventura, lo desconocido, ser y sentirse extranjero, el idioma extraño, el aburrimiento momentáneo, los accidentes e imprevistos, la nostalgia, la alegría, el encuentro y desencuentro con los otros, perderse, encontrarse, el cruce de fronteras, acercamientos, distancia, cambio y paisaje como dice Nietzsche. Ante la exigencia de solemnidad, de tomarse todo demasiado enserio y de “protegerse” mediante formalidades, líneas ya trazadas, predeterminadas, anestesias y severidad, la fuerza de arriesgarlo todo y arriesgarse en la traición, la potencia de lo inédito del juego y la creación y la fuga implícita en lo pasional, la resistencia frente a lo ineluctable en el chiste, “más fuerte que toda tiranía”[xxvi].

Y que de las fracturas, del roce de las placas tectónicas de la traición, de la tensión y la fricción de las pasiones, salten chispas y se esparzan como partículas “muy suaves, pero también duras y obstinadas, irreductibles, indomables”[xxvii] por doquier, entre uno y el otro, en los intersticios de la vida y la muerte.

Remedios Varo, Creación con rayos astrales, 1955.

Es hermoso callar juntos;
más hermoso aún reír juntos,
bajo un cielo azul de seda,
apoyados contra el musgo del haya,
riendo afectuosamente como amigos, con una risa clara,
dejando ver el brillo de los dientes.

Si obro bien, nos callaremos;
nos reiremos, si obro mal;
y cuanto peores seamos, más nos reiremos,
hasta que descendamos a la fosa.

¡Sí, amigos, así tiene que ser!
¡Amén, y hasta la vista![xxviii]

Referencias


[i] Anne Dufourmantelle saca la traición del ‘uno mismo’ y lo lleva a la relación entre uno y el otro preguntándose: “[…] la traición es interior al vínculo, su condición de existencia. ¿Cómo sería un vínculo que no pueda ser denunciado, traicionado?”, en En caso de amor, México, Paradiso Editores, 2020, p. 93.

[ii] Friedrich Nietzsche, Humano demasiado humano, Madrid, Editorial Edaf, 2020, pp. 302-310.

[iii] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil Mesetas: capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 2004, p. 206.

[iv] Pierre Fédida, “El soplo indistinto de la imagen”, en El sitio de lo ajeno, México, Siglo XXI, 2006, p. 211.

[v] Jacques Derrida, “¿Qué hacer de la pregunta «¿Qué hacer?»” en Tiempo de una tesis, Barcelona, Proyecto A Ediciones, 1970, p 29.

[vi] Jacques Derrida, “¿Cómo no temblar?”, en Acta Poética, Vol. 30, No. 2,México, UNAM, 2009, p. 29.

[vii] “Estoy en guerra contra mí mismo, es verdad, usted no puede saber hasta qué punto, más allá de lo que usted adivina, y yo digo cosas contradictorias, que están, digamos, en tensión real, me construyen, me hacen vivir, y me harán morir. Esta guerra, yo la veo a veces como una guerra terrorífica y penosa, pero al mismo tiempo yo sé que es la vida. No encontraré paz más que en el reposo eterno.” Derrida en Estoy en guerra conmigo mismo, 2004, p. 14. Disponible en: http://www.medicinayarte.com/libros-digitales/oficina/biblioteca/entrevista_derrida.pdf

[viii] Deleuze y Guattari, op. cit., pp. 190-191.

[ix] Pascal Quignard, El sexo y el espanto, Barcelona, Editorial Minúscula, 2005, p. 80.

[x] Quignard, op. cit., p. 98.

[xi] Del verbo francés méduser, que significa dejar pasmado o estupefacto.

[xii] Deleuze y Guattari, op. cit., p. 208.

[xiii] “‘Alguien o alguna cosa me hace temblar’ (solamente en ese sentido puedo entonces ser, en efecto, sujeto, pero no en el sentido de un sujeto dueño de sí mismo, sino de sujeto sometido al temblor”, asegura Derrida en “¿Cómo no temblar?”, op. cit., p. 26.

[xiv] Ibid., p. 25.

[xv] Derrida, Estoy en guerra conmigo mismo, op. cit., p. 5.

[xvi] Nietzsche, op. cit., p. 304.

[xvii] Deleuze y Guattari, op. cit., p. 109.

[xviii] Alexandra Kohan, “Acostarse con un boludo no es violencia”. Disponible en: https://panamarevista.com/acostarse-con-un-boludo-no-es-violencia/#:~:text=Acostarse%20con%20un%20boludo%20no%20es%20violencia.&text=Si%20no%2C%20se%20banaliza%20y,Es%20as%C3%AD.

[xix] Anne Dufourmantelle, Elogio del riesgo, México, Paradiso Editores, 2015, p. 60.

[xx] Deleuze y Guattari, op. cit., p. 112.

[xxi] Derrida, «¿Qué hacer?», op. cit., p. 37.

[xxii] Isabell Lorey, Estado de inseguridad: Gobernar la precariedad, Madrid, Traficantes de Sueños, 2016, p. 34.

[xxiii] Julián Ferreyra, “Malestar en la cooltura”. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/292576-el-malestar-en-la-cooltura

[xxiv] “El mayor enemigo de la autoridad es el desprecio y el más seguro medio de minarla es la risa”, dice Hannah Arendt en Sobre la violencia, Madrid, Alianza Editorial, 2006, p. 62.

[xxv] Nietzsche, op. cit., p. 309.

[xxvi] Dufourmantelle, op. cit., p. 31.

[xxvii] Deleuze y Guattari, op. cit., p. 278.

[xxviii] Poema “Entre amigos” con el que Nietzsche cierra su obra Humano, demasiado humano, p. 310.

Frida Marcela Heras Villarreal

Es licenciada en psicología por la UIA, certificada en tanatología por la Universidad de Maryland, así como maestra y doctorante en saberes sobre subjetividad y violencia por el Colegio de Saberes. Especialista en práctica psicoanalítica, se dedica a la consulta privada. Temas de interés y pasión: psicoanálisis, violencias, narcotráfico, frontera, muerte y cuerpo.