El tiempo de una comunidad, más allá del instante, más allá del acontecimiento. Ahora

Christian Rojas

I

Creemos que este ensayo lleva por título ya una primera hipótesis sobre nuestro tema de investigación, dicho tema, sin embargo, no trata ni de la comunidad, ni del tiempo directamente, o al menos hasta este momento, es importante no pasar por alto que el acontecimiento y el instante es ya un tipo de tiempo que referirá a un modo de vida. Nuestro proyecto de investigación, durante los próximos cursos, intentará más bien abordar cierta noción sobre el poder. Esta investigación, de hecho, se intitula “La noción de poder en Apocalipsis, Estrella del alba del atardecer y Fénix, de D. H. Lawrence. Una valorización nietzscheana”. Un título quizá bastante académico y que, a decir verdad, no dice nada de antemano sobre la relación entre poder, tiempo y comunidad, salvo en todo caso, si se hablase de una comunidad académica. Habría entonces que preguntarnos si la academia pudiese pensarse como una comunidad o, mejor aún, preguntarnos ¿qué es una comunidad, por qué poseería ésta un tiempo característico y, finalmente, cuál es su relación con aquella noción que hemos decidido nombrar, junto con Nietzsche y Lawrence, como poder?

Pensar en un primer momento en la filosofía –en su sentido etimológico– podría permitirnos pensar un lugar o un posicionamiento sobre una idea de comunidad: quizá a partir de cierto afecto, de cierta tendencia a, cierto cuidado, cierta procuración. Un vínculo. Casi tentados a decir “vínculo social”, pero he ahí la trampa que sobre todo quisiéramos salvar.

Reparemos en lo que Nietzsche (1887) dice de la genealogía de una comunidad, de lo que hay de oculto y mortífero en el hilo conductor de una filiación.

En la comunidad de estirpes originarias (me refiero a las épocas primitivas), cada generación viva reconoce una obligación jurídica hacia la generación anterior, y en particular hacia la generación más antigua, la que funda la estirpe (y en modo alguno se trata de un mero vínculo afectivo: no sin razón podría ponerse en cuestión este último vínculo incluso para el más largo periodo del género humano). Rige la convicción de que la estirpe existe únicamente gracias a los sacrificios y los logros de los antepasados; y de que hay que pagárselos con sacrificios y logros propios: de este modo, se reconoce una deuda [Schuld]. (La gnealogía de la moral, págs. 130-131).

Un lazo común, entonces para Nietzsche sería la deuda, deuda, que, sin embargo, con el paso del tiempo preparará el auge del monoteísmo y al eventual dios cristiano, para trastocarse, según su genealogía[i], en culpa [Schuld].

Así mismo, Freud  (1930), en El malestar en la cultura, elabora un análisis en el que a partir de las dilucidaciones obtenidas al respecto de la pulsión de muerte dirige su mirada crítica a Eros, como elemento de ligazón libidinal al exterior, y sin embargo muy difícilmente homogénea. Algo de la destrucción en la unión, algo de aparente unidad en la destrucción:

Partiendo de especulaciones acerca del comienzo de la vida, y de paralelos biológicos, extraje la conclusión de que además de la pulsión a conservar la sustancia viva y reunirla en unidades cada vez mayores, debía de haber otra pulsión, opuesta a ella, que pugnara por disolver esas unidades y reconducirlas al estado inorgánico inicial. Vale decir: junto al Eros, una pulsión de muerte; y la acción eficaz conjugada y contrapuesta de ambas permitía explicar los fenómenos de la vida. Ahora bien, no era fácil pesquisar la actividad de esta pulsión de muerte que habíamos supuesto. Las exteriorizaciones del Eros eran harto llamativas y ruidosas; cabía pensar que la pulsión de muerte trabajaba muda dentro del ser vivo en la obra de su disolución, pero desde luego eso no constituía una prueba. Más lejos nos llevó la idea de que una parte de la pulsión se dirigía al mundo exterior, y entonces salía a la luz como pulsión a agredir y destruir. Así la pulsión sería compelida a ponerse al servicio del Eros, en la medida en el que el ser vivo aniquilaba a otro, animado o inanimado, y no a su sí mismo propio. A la inversa, si esta agresión hacia afuera era limitada, ello no podía menos que traer por consecuencia un incremento de autodestrucción, por lo demás siempre presente. Al mismo tiempo, a partir de este ejemplo podía colegirse que las dos variedades de pulsiones rara vez quizá nunca aparecían aisladas entre sí, sino que se ligaban en proporciones muy variables, volviéndose de ese modo irreconocibles para nuestro juicio. (págs. 114-115)

En este mismo sentido, el cineasta Antonioni ha dicho al respecto de sus películas, a las que siempre asistimos a una ruptura amorosa o a un tedio de los personajes modernos que termina siendo abyecto por su vacuidad, que no se tratarían sino de una crítica histórica a Eros.

Dice Antonioni: “Estamos enfermos de Eros porque Eros está enfermo objetivamente y las relaciones, se anudan a él, en su enfermedad” Por eso es que casi siempre en sus películas, según los estudios sobre cine de Deleuze (1985), “encontramos parejas que pueden romper con todo canon incluso cientificista y técnico, pero nunca a la idea de un núcleo moral o inmoral, que, en ambos casos, desemboca en la desventura”.

Es nuestro interés entonces plantear la cuestión de la comunidad en esta misma línea e insertar la problemática menos del lado de la renuncia pulsional que en el de la materia aglutinante que es Eros “en sí mismo”, si algo así podría decirse. Eros en este caso para nosotros no sería la inauguración o condición de una comunidad, sino uno de los rostros del Leviatán de Hobes. Contrato social que se yergue como positivo acuerdo de paz, mas si miramos a sus pies, los cuales, no es curioso, siempre se encontrarán disueltos en la polis, es la negatividad, su espalda, el miedo al lobo, quien la presupone, la funda y mantiene operante. Resultaría en alguna medida sintomático recordar que a Hobes le divertía el hecho de que su madre le diera a luz bajo el padecimiento del terror. Algunos[ii] dirían al respecto que, nacido por el miedo, fuese lógico que tan solo viera el miedo a la muerte en la vida. Visión enfermiza de la existencia en la que, una vez más, la enfermedad se propone como método de salud.

He aquí que nos es importante enfatizar en la ruptura y diferencia respecto a un mismo concepto, como la salud y la enfermedad, la vida y la muerte, la tristeza y la alegría. Un pensador que ha realizado este tipo de distinciones de manera excepcional y, según nuestra lectura, han sido tan profundas que valdrían aún para calcular los alcances de cualquier proyecto de gestión administrativa con pretensiones salvíficas, incluso en la actualidad, ha sido Spinoza[iii]:

Proposición XII

La esperanza es una alegría insegura surgida de la idea de una cosa futura o pretérita de cuya realización dudamos en alguna medida.

Proposición XIII

El miedo es una tristeza insegura surgida de la idea de una cosa futura o pretérita de cuya realización dudamos en alguna medida.

Explicación:

De estas definiciones se sigue que no se da la esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza. En efecto, quien pende de la esperanza y duda de la realización de la cosa, se supone que se imagina algo que excluye la existencia de tal cosa futura; y así, entre tanto se aflige y por consiguiente, mientras pende de la esperanza, teme que la cosa no se realice. Por el contrario, quien tiene miedo, esto es, quien duda de que sobrevenga la cosa que odia, también se imagina algo que excluye la existencia de esa misma cosa; y así se alegra, y por consiguiente tiene, entre tanto, esperanza de que no sobrevenga. (Ética, págs. 206-207)

Vemos entonces que la composición de una comunidad pacífica a partir de un contrato, tan político como libidinal, tan destructivo por su tendencia unitaria, no puede sino partir de un afecto triste, que, por cierto, nos recordaría a Hegel en su concepción dialéctica del tiempo y de la historia cristalizada en el Estado.

Nietzsche, quien por cierto, reconoce en Spinoza a un primer precursor de su pensamiento[iv], no es curioso, aborrecerá y denunciará el concepto de una paz absoluta, a la cual opondría los inquietantes conceptos activos de guerra y lucha. Nietzsche, dirá en Así habló Zaratustra[v] que la paz solo es aconsejable a condición de que ésta sea breve. Pero traemos a Nietzsche a colación no solo para resaltar su vínculo con Spinoza, y figurar cierto espacio común. Le traemos a esta primera discusión porque creemos que es Nietzsche quien llevará el concepto de lucha a dimensiones filosóficas originales, léase vitales; es decir, Nietzsche, no hará sino recalcar las condiciones de multiplicidad del acto volitivo, el cual, insiste, nunca ha sido unívoco ni en suave transición, sino más bien en tensión y agresiva, además que heterogéneas a una idea de acuerdo pacífico:

El ser humano no busca el placer y no evita el displacer: se comprende a qué famoso prejuicio me opongo yo con esa afirmación. Placer y displacer son meras consecuencias, meros fenómenos concomitantes, -lo que el ser humano quiere, lo que quiere cada una de las minúsculas partes de un organismo vivo, es un plus de poder-. Al esforzarse por conseguirlo se producen tanto el placer como el displacer; a partir de esa voluntad el organismo busca resistencia, necesita algo que se ponga en contra. El displacer, en cuanto impedimento a su voluntad de poder, es, pues un faktum normal, el ingrediente normal de todo acontecer orgánico, el ser humano no lo elude, al contrario, lo necesita constantemente: toda victoria, todo sentimiento de placer, todo acontecer presupone una resistencia superada.

[…] El displacer, por tanto, tiene como consecuencia necesaria una disminución de nuestro sentimiento de poder en tan minúscula medida, que, en casos medios, actúa justamente como estímulo de este sentimiento de poder, -el obstáculo es el stimulus de esa voluntad de poder-” (Fragmentos Póstumos IV, págs. 173-174)

Suponer entonces que un acuerdo de paz por vía del pacto dialéctico es posible, indica ya una batalla perdida del pensamiento y el sometimiento al orden, por demás falso. 

Como nota: Sabemos de lo polémico y problemático que ha sido el pensamiento nietzscheano y de las manipulaciones de las que ha sufrido por interpretaciones viles de parte de su hermana a favor del nacional socialismo.  Pero ello es importante enmarcar que la condición del espíritu guerrero en Nietzsche es de hecho ya una postura política en su época, época en la que se advertirían los alcances que un ideal de paz y Estado total requerirían de lo vivo llamado social.

 La paz en este sentido no podría pensarse sin su proceso de pacificación, estratificación y organización de las formas de vidas heterogéneas al Estado. Y ya a esta altura valdría la pena reparar, en que, precisamente, el antónimo de democracia no es totalitarismo, sino irrepresentabilidad y multiplicidad.

II

He aquí quizá un primer acercamiento a los elementos de una comunidad, no en simple guerra sino guerrera contra la paz y su ordenamiento, y a su vez, fuera del seno de la esperanza y el miedo. Y es ya en este punto en que dos paradigmas se nos muestran inevitables e insolubles, heterogéneos a sí mismos: la comunidad o la tribu como formas distantes y distintas a la civilización o la sociedad.  Y en esta misma media dos tipos de tiempos, dos formas de pensar a la historia y a la vida, radicalmente distintas.

La comunidad o la tribu, a diferencia de la sociedad, se separaría o lucharía por separarse de la tristeza y del tipo de tiempo e Historia que G. Agamben (2010)[vi] detecta en la lectura de la historia de Hegel: “En la consideración de la historia también se puede adoptar el punto de vista de la felicidad, pero la historia no es el lugar de la felicidad.  En la gran individualidad histórica se encarna el alma del mundo. Los grandes hombres no son más que instrumento de la marcha progresiva del Espíritu universal. Como individuos en sí mismos no son lo que comúnmente se dice felices. Una vez alcanzado su propósito, se ablandan como bolsas vacías. El sujeto real de la historia es el Estado”.

Desde tal concepción, este trabajo intentará remarcar que la comunidad, en tanto heterogénea a la sociedad, no se funda en la tristeza ni en el tiempo cronológico, sino a partir, fuera de ellos.

Decimos a partir en la medida en que el gesto de la comunidad tratará de una decisión y un quiebre en el sentido. Una decisión que supondría en sí misma una forma singular y particular del tiempo.

Precisemos.

En un inicio mencionábamos que nuestra investigación general del doctorado abordaría más el problema del poder que de la temporalidad, pero a estas alturas es importante notar que cuando decimos poder, pensamos en Nietzsche, y es justamente Nietzsche quien propone un concepto como la voluntad de poder ¡siempre a lado! de otro pensamiento original como el del eterno retorno. Como si pensar al poder fuese problematizar inevitablemente el tiempo, o al menos cierta idea de tiempo y temporalidad, y con ella la historia. Pensemos, por ejemplo, en su segunda intempestiva o en su misma “nueva concepción del mundo” en la que pasa a denunciar las viejas ideas sobre el tiempo, y que, sin embargo, lo sabemos, hacen aún hoy posible una determinada idea de creación y mundo:

1)        El mundo subsiste; no es nada que devenga, nada que transcurra. O mejor: deviene, transcurre, pero nunca ha empezado a devenir y nunca ha acabado de transcurrir –se conserva en ambos– Vive de sí mismo: sus excrementos son su alimento.

2)        La hipótesis de un mundo creado no debe preocuparnos ni un instante. El concepto de <<crear>> es hoy totalmente indefinible, inaplicable; meramente una palabra todavía rudimentaria de tiempos de la superstición; con una palabra no se explica nada. La última tentativa de concebir un mundo que comienza se ha hecho recientemente varias veces con ayuda de un procedimiento lógico – casi siempre, como se puede adivinar, con una segunda intención teológica.  (Fragmentos Póstumos IV, pág. 604)

Para nuestro caso, y ya que estamos aludidos a pensar históricamente la idea de comunidad y el tiempo, nos es importante preguntarnos de qué historia hablamos y con cuál habría que medirnos. ¿La historia perteneciente al tiempo clásico circular, esférico, la del niño que lanza dados al azar o la cronológica en su deuda cristiana con la teología, línea que instaura un inicio y un fin, como final en cuanto tal? Por otra parte, y dicho sea de paso, respecto a la idea de una comunidad heterogénea, el problema del tiempo y su pensamiento, supone ya una inscripción a un tipo de idea de historia que según Benjamin[vii] no ha sido saldada ni siquiera con la noción de historicidad en la modernidad. Por lo que a la pregunta implacable realizada en el seminario referida a qué tanto más podemos pensar históricamente. En nuestro caso indica un verdadero problema ético-antropológico, de vida y de muerte.

Resultaría ilustrativo entonces el hecho de que nuestros tiempos, pese a no ser ya los de los griegos o los del primer papa de Roma, y que las exigencias de lo social y lo político apremien otras formas de pensarnos y pensar al otro; aun así, muchas de las instituciones, incluso académicas, incluso científicas, sigan siendo arrastradas por un eje más bien escatológico. Baste el ejemplo, ahora inminente, de la pandemia y lo que ella ha mostrado:

Antes de la pandemia eran comunes los debates y cumbres mundiales en torno la idea de un “fin del mundo” a causa del calentamiento global o la crisis ambiental. Dichos debates resultaban ser ruines no por el tema del medio ambiente sino por ser más bien causa de acuerdos entre una religión llamada ciencia y otra llamada capital, para gestionar, entre ellas, un cambio de energías, como si tan solo de indicadores cuantitativos y, sobre todo, económicos dependiera la continuidad o clausura de lo que llamamos vida. Todo ese espectáculo grotesco por su hipocresía “paradójica”, de un día a otro, fue evidenciado en su miseria global por un acontecimiento, supuestamente apocalíptico, llamado virus, el cual, también de un día a otro, ha venido a detener cierto tiempo cronológico, y al parecer, mejorando las condiciones de aquello otro que se nombraba como naturaleza ­—más allá de los pactos de una o la otra religión—. Por otro lado, la alarmante cantidad de muertos y la profundización de la precariedad de los “sistemas sociales” en esta coyuntura pandémica y de distanciamiento no han hecho sino revelar las condiciones de nuda vida y anomia que una civilización como la nuestra requiere para erguirse: la producción de un tipo de sujeto lo suficientemente debilitado y miope como para poner su propia vida en manos de quienes la precisan para sacrificarla en pos de un culto representativo. De ahí lo siniestro en los conceptos de ciudadanía, gestión pública y ordenamiento territorial.

Regresando al tema del tiempo cronológico-líneal y su secularización institucional, diríamos que en realidad el apocalipsis nunca ha dejado de operar y que inevitablemente se volvió una forma constituida del tiempo moderno. W. Benjamin (2006) en sus tesis de filosofía de la historia ya advertía este problema con las políticas de la social democracia y sus lecturas pseudo-marxistas de la historia y la historicidad. Lo citamos:

El historicismo se contenta con establecer un nexo causal entre los diversos momentos de la historia; pero ningún hecho es histórico por ser causa; llegará a serlo sólo después, póstumamente, tras hechos que pueden ser divididos por milenios. El historiador que parte de esta comprobación, no permite ya que la sucesión de los hechos le corra entre los dedos como un rosario. Toma la constelación en la que ha entrado su propia época con una época anterior perfectamente determinada. Y funda así, un concepto del presente como “tiempo-actual”, en el que estén dispersas astillas del tiempo mesiánico. Ibid (pág. 77)

Tarea para nosotros será indagar, al menos de manera preliminar en este trabajo, sobre lo que quiere decir Benjamin con el tiempo mesiánico. De momento habrá que señalar que se trataría de una suspensión del tiempo cronológico en un tiempo presente detenido.

¿Pero qué querrá decir un tiempo detenido en su cronología y qué sería la verdadera historia y la verdadera crítica historiográfica?

Se trataría en un primero momento del concepto marxiano de la historia en que se separa del tiempo y de la historicidad Hegeliana en cuanto cronológica, según la lectura que G. Agamben (2010) encuentra en Benjamin de Marx :

 “El hombre no es un ser histórico porque caen en el tiempo, sino todo lo contrario, únicamente porque es un ser histórico puede caer en el tiempo, temporalizarse.”

Esa temporalización no sería sino su práxis, desalineante ya del dominio de cronos. Agamben, dirá que habrá un punto de coincidencia entre los análisis de historia de Marx junto con las del ser y tiempo de Heidegger, en la medida en que ambas posturas buscan a su vez separarse de la noción metafísica del instante, como punto determinado en la eternidad.  Lo resumiría de esta manera:

“Es en el pensamiento de Heidegger donde la concepción del tiempo puntual y continuo es sometida a una crítica radical desde la perspectiva de una repetición-destrucción que inviste a la metafísica occidental desde su conjunto. Desde sus comienzos, la búsqueda de Heidegger está orientada hacia una situación de la historia que supere el historicismo vulgar y donde la afirmación: el ser ahí es histórico deberá aparecer como principio fundamental de carácter ontológico-existencial, que no tendría ninguna relación con la simple constatación óntica del hecho de que el ser ahí reingresa en la historia universal. La novedad de El ser y el tiempo es que la fundación de la historicidad se efectúa a la par de un análisis de la temporalidad que elucida una experiencia diferente y más auténtica del tiempo. En el centro de esa experiencia ya no está el instante puntual e inasible en fuga a lo largo del tiempo lineal, sino el momento de la decisión auténtica en que el Ser-ahí obtiene la experiencia de su propia finitud, que en toda ocasión se extiende del nacimiento a la muerte. El ser ahí no tiene un fin, alcanzado el cual simplemente cesa, sino que existe finitamente y proyectándose finitamente a sí en la cura, asume libremente como destino su historicidad originaria. El hombre no cae en el tiempo, sino que existe como temporalización originaria. Sólo porque es, en su ser, anticipante y a-caeciente puede asumir su propio ser arrojado y ser, en el momento, “para su tiempo”. Ibidem.

Vemos entonces cómo una crítica al estado de cosas presentes no está completa sin reparar en el mismo suelo de donde son enunciadas dichas críticas ni del suelo del que el estado de cosas presentes se nutren. A este suelo podríamos denominar como condiciones de posibilidad; es decir, multiplicidad. Y en esta multiplicidad no cabría el tiempo, sino ideas particulares del tiempo, así como ideas particulares de la historia, ambas más o menos legítimas respecto a los intereses o valores culturales, epocales. Por eso, diríamos con Nietzsche –en su Genealogía de la moral ya antes citada—, que no existiría una ciencia o un arte inocente, sin motivos, y resultaría tanto más sospechoso cualquier lugar, cualquier ideal que se suponga verdadero/bueno tan solo por el acto de manifestarse desde un supuesto lugar oficial, concreto y natural.

Otro pensador quien intentó llevar esta idea genealógica-topológica nietzscheana hasta sus últimas consecuencias ha sido M. Foucault. De ahí su historización filosófica y su filosofía arqueológica que a nuestro parecer no intentarían sino dar cuenta de las dos dimensiones de una antigua palabra, que, sin embargo, no deja de ser actualizada: arke, en tanto origen y mando.

 En esta inquietud encontramos en Foucault la importancia de la crítica al tiempo y a sus estructuras que, denuncia, nunca han sido por y para siempre dadas de antemano, sino un resultado de un conjunto de fuerzas y sus desviaciones, de rupturas y fisuras en los saberes y sus relaciones de poder. Y así, como ninguna ciencia, ni ningún arte es ingenuo, las búsquedas, los estudios y las críticas foucoulteanas tampoco lo serán. ¿Cómo arrancar de ahí a lo vivo? Es una pregunta que escuchamos fervientemente, entre líneas, en los trabajos y las indagaciones, incluso más académicas de Foucault.

A este punto traemos lo que Deleuze (1995) dice de al respecto de los trabajos históricos de Foucault:

Foucault analiza entonces los modos de existencia griegos, cristianos, el modo como se introducen en los saberes y alcanzan compromisos con los poderes. Pero su naturaleza es en el fondo otra. Por ejemplo, la iglesia como poder pastoral no deja de intentar conquistar los modos de existencia cristianos, modos que a su vez, no dejan de cuestionar el poder de la iglesia, incluso antes de la Reforma. Y, de acuerdo con su método, lo que esencialmente le interesa a Foucault no es retornar a los griegos, lo que le interesa somos nosotros aquí y ahora: cuáles son nuestros modos de existencia, cuáles nuestras posibilidades de vida o nuestros procesos de subjetivación… ¿tenemos algún modo de constituirnos como “sí mismo” y, como diría Nietzsche, se trata de modos suficientemente “artísticos”, más allá del saber y del poder? ¿Somos capaces de ello (ya que, en cierto modo, en ello nos jugamos la muerte y la vida)? (Conversaciones, pág. 161)

En algún punto de esa misma conversación, Deleuze, lo resumirá de esta manera: “La historia es lo que nos separa de nosotros mismos, y lo que tenemos que franquear y atravesar para pensarnos a nosotros mismos.” He ahí que encontramos ubicada la labor filosófica de Foucault en relación con la historia y su tiempo.

Para este caso, nosotros no separaríamos aquella misma inquietud de Foucault por la historia y el tiempo, y más bien la anudaríamos a una noción revolucionaria de la historia y el tiempo que propondría G. Agamben (2010) , leyendo a Benjamin y a Heidegger:

Cada concepción de la historia va siempre acompañada por una determinada experiencia del tiempo que está implícita en ella, que la condiciona y que precisamente se trata de esclarecer. Del mismo modo, cada cultura es ante todo una determinada experiencia del tiempo y no es posible una nueva cultura sin una modificación de esa experiencia. Por lo tanto, la tarea original de una auténtica revolución ya no es simplemente “cambiar el mundo”, sino también y sobre todo “cambiar el tiempo”.

III

A partir de ello es que nos preguntamos, ¿en qué lugar en el tiempo, entonces, ubicaríamos al acontecimiento de una comunidad revolucionaría, en los términos antes descritos, fuera de “La Historia”, fuera de Cronos? Derrida[viii] dirá que un acontecimiento nacerá solo a partir de un sí, pero no sin dejar de un lado a un no; por lo que se trataría entonces de una posibilidad en tanto imposible. Literalmente, realización de lo imposible. Inventar aquello que no existe y no es posible aún — ahí el perdón (de lo imperdonable), el don, (de lo que no se tiene) y la hospitalidad (siempre abierta e inesperada) —. En algún punto de su conferencia Derrida dirá que el acontecimiento será radicalmente vertical, en tanto que cae, fuera de cualquier margen de espera y percepción; como del cielo, de arriba. Nosotros aquí, nuevamente, nos detenemos pues en dicha advertencia filosófica encontramos ya una idea antropológica en la que de acuerdo a la disposición del ombligo impediría naturalmente al animal hombre mirar de facto hacia arriba, salvo en particulares ocasiones. Esta advertencia sobre el acontecimiento y su llegada nos recordará entonces también que hay una época en la historia y el tiempo del hombre, llamada infancia, en el que el juego, el lenguaje, la vida y la muerte se encuentran imbricadas de manera violenta en una pura posibilidad llamada cuerpo. Cuerpo dispuesto, todo puesto en el juego, en el que el ombligo y la mirada es en varias ocasiones puesto al cielo y puestas al suelo.  Sin más espera que la entrega misma del ahora. 

Diríamos, pues, que el tiempo de la infancia y su memoria, marcan ya un paradigma del tiempo y la historia de una comunidad ahora.

G. Agamben dirá que a lo largo de la historia se encontrarán diferentes paradigmas que romperán tanto con la idea del tiempo clásico, así como la del tiempo cristiano; dirá que este otro tiempo se encontrará por ejemplo en la religión gnóstica y en los estóicos, quienes opondrán al tiempo cronológico, el cairológico:

Contrariamente a lo que afirma Hegel, sólo como, lugar original de la felicidad puede la historia tener un sentido para el hombre. Las siete horas de Adán en el Paraíso son en este sentido el núcleo originario de toda autentica experiencia histórica. La historia no es entonces, como pretende la ideología dominante, el sometimiento del hombre al tiempo lineal continuo, sino su liberación de ese tiempo. El tiempo de la historia es el cairos en que la iniciativa del hombre aprovecha la oportunidad favorable y decide en el momento de su libertad. Es el tiempo cairológico de la historia auténtica, y así liberado el tiempo en el ahora. (Infancia e historia, págs. 154 – 155)

Situados ya en este plano, decimos que la comunidad de la que intentamos, en este primer ensayo, dar lugar se trataría de una comunidad ya existente y ya viva, incluso en la memoria, y por tanto en resistencia, en la medida en que se funda no en contra del tiempo ni en contra de la historia, pues hemos visto que existen otras nociones de historia y de tiempo, sino en su insistencia en diferenciarse en su originalidad.

Una compañera en el seminario ha dicho que Freud en el Moisés y la religión monoteísta (1939) propone una nueva y original idea de comunidad a partir del extranjero, a partir de la diferencia, a partir de lo fragmentario. Nosotros nos uniríamos a su peculiar lectura, añadiendo lo que Gianni Carchia diría en su Glosa sobre el humanismo, en la que detecta la dialéctica escondida y anquilosada de lo humanista y antihumanista, para encontrar una vía fuera de ella:

Así, lo no humano, puesto que no cae en el movimiento de la historia, tampoco es la inmovilidad del mito: más bien, es la detención de la historia; puesto que no coincide con la expansión del sujeto, tampoco es su mera anulación: es más bien su agrietarse; puesto que no es uno solo con la exaltación de la conciencia, tampoco es el silencio informe del inconsciente: es más bien su voz irreductible. Desintegración de las identidades, deshacerse de las totalidades: no porque sus fragmentos —las asimetrías y lo informe forzados a «salir fuera»— se vuelvan otra vez contradicciones, momentos motrices del destino del mundo, pero tampoco porque se abandonen a su ciega deriva, blancos fáciles de nuevo del veredicto de la dialéctica: sino más bien porque persisten en su no-identidad. (Carchia, 1977)

Tal vez haya sido previsible, cómo un tiempo otro y una historia otra como elementos de una comunidad otra, desembocarían necesariamente a un no humanismo y a la exigencia de un pensamiento no humano. Tal vez ahora sea previsible que esto que ahora llamamos elementos sean en otro lugar simplemente sensibilidades de un tipo de deseo, de un tipo de poder, de un tipo de querer, de un tipo de vida otra.

En un hermoso libro llamado La comunidad que viene, inspirado en parte por un escritor suizo llamado Robert Walser, quién hizo de sus paseos parte de sus pensamientos y viceversa, al punto de ya no ser sino un paseante, G. Agamben (1996) ha dicho que el tiempo del Limbo y los que los habitan indican una posibilidad otra de vida humana: 

Pues si en los terrenos de la ley, la pena más grande es -la carencia de la visión de Dios- los niños del limbo se vuelcan así en alegría natural: definitivamente perdidos, habitan sin dolor en el abandono divino. No es que Dios los haya olvidado, sino que ellos lo han olvidado a Él desde siempre, y el descuido divino resulta impotente contra su olvido. Como cartas que han quedado sin destinatario, estos resucitados han quedado sin destino.

Ni bienaventurados como los elegidos, ni desesperados como los condenados, están llenos de una alegría para siempre sin destinación

Irreparablemente extraviadas, pero en una región situada más allá de la perdición y de la salvación: su nulidad, de la que están orgullosos, y sería ante todo una neutralidad respecto a la salvación, la objeción más radical que jamás se levantó contra la idea misma de la redención. Propiamente insalvable es, desde luego, la vida en la que no se ve nada que salvar y contra ella naufraga la poderosa máquina teológica de la «oeconomia» cristiana, se trataría sencillamente de una impasibilidad límbica frente a la justicia divina.

Como el condenado liberado en la colonia penal de Kafka, que ha sobrevivido a la destrucción de la máquina que debía ajusticiarlo, ellos han dejado atrás el mundo de la culpa y de la justicia: la luz que se derrama sobre sus frentes es aquella -irreparable- del alba que sigue al día más nuevo del juicio. Pero la vida que comienza en la tierra tras el último día es sencillamente la vida humana. (La comunidad que viene, 1996, págs. 11-13)

Nuestra conclusión se acercaría a este crisol, donde el tiempo y la historia, y sus calendarios, se quiebran para dar paso a una heterogeneidad fragmentaria en su pura posibilidad y latentes en su persistencia y lucha en su diferenciación de sus modos de vida. Con lo que con este ensayo solo intentamos delimitar algunos puntos y nociones en los que quisiéramos dirigir nuestras posteriores inquietudes, pero, sobre todo, hemos querido intentar sentir la corriente de vida de nuestro tiempo. Posicionarnos. Y ante la pregunta de ¿cuánto más podemos pensar históricamente? no vemos, por ahora, una sola respuesta, más bien, vemos surgir un par de preguntas más: ¿Cuánto de justicia, vida y autonomía somos capaces de procurarnos fuera de cualquier dispositivo cronológico? y ¿Cuánto de poder estamos dispuestos a seguir otorgando? 

Finalizamos, por ahora, con un pasaje de los viajes de D.H. Lawrence en su visita a nuevo México y que creemos enlaza de alguna misteriosa manera a estas últimas preguntas:

La vasta religión antigua que alguna vez rigió el mundo entero permanece en la práctica de una tribu (…) Nunca olvidaré los danzantes que salían de San Gerónimo con pieles de zorra balanceándose sobre las nalgas, y las mujeres, detrás, con las sonajas de semillas. El pelo largo, suelto, brillante y negro de los hombres. El pelo largo entre los hombres era sagrado incluso en la antigua Creta, y aún lo es entre los indios. Nunca olvidaré la concentración total en la danza, tan quieta y sostenida intemporalmente rítmica y callada, con el paso agachado, constantemente, siempre hacia el centro de la tierra, el reverso mismo del elevado éxtasis dionisiaco y cristiano. Nunca olvidaré el canto profundo de los hombres del tambor, creciendo y hundiéndose, el sonido más hondo que jamás haya escuchado –más hondo que el trueno, más hondo que el océano Pacífico, más hondo que el resonar de las cascadas: el hondo y maravilloso sonido de hombres que claman hacia las profundidades innombrables. (…) nunca olvidaré las carreras indias donde todos los jóvenes, y hasta los niños, corren desnudos untados de tierra blanca y con trocitos de plumón de águila pegados, para tener la ligereza de cielo, ni a los viejos que ungían con plumas de águila para investirles poder. Y corren arrojándose hacia el frente, sin apresurarse demasiado. No pretende ganarse la carrera. No es una competencia ni un concurso. Es un esfuerzo acumulativo. La tribu, ese día, suma la energía masculina y la ejerce hasta el límite –¿para qué? Para obtener poder, para obtener fuerza: para lograr, mediante la mera acumulación del esfuerzo de los cuerpos de los hombres, un contacto con la gran fuente cósmica de la vitalidad misma que les dará fuerza, poder, energía a los hombres que logren tomarla, energía para el celo de sus logros. (…) No hay Dios, ni concepto de un dios. Todo es dios. Pero no es el panteísmo el cual estamos acostumbrados que se expresa en “Dios está en todas partes y todo es Dios”. En la religión más antigua todo vive de una manera natural, no sobrenatural. Sólo hay corrientes de vida más y más hondas, vibraciones de vida más y más vastas.” (Nuevo México, págs. 81-82)


[i] Ibidem.

[ii] (Artilleria Inmanente, 2020)

[iii] (Spinoza, 1977)

[iv] (Nietzsche, Epistolario, 1999)

[v] (Nietzsche, Así habló Zaratustra, 1972)

[vi] (Infancia e historia, 2010)

[vii] (Tésis de filosofía de la historia, 2006)

[viii] (Derrida, 1977)

Agamben, G. (1996). La comunidad que viene. Valencia: PRE-TEXTOS.

Agamben, G. (2010). Infancia e historia. Argentina: Adriana Hidalgo.

Artilleria Inmanente. (30 de Marzo de 2020). Obtenido de Artilleria inmanente: https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=1394

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Christian Rojas

Actualmente estudia el doctorado en Saberes sobre Subjetividad y Violencia en el Colegio de Saberes.