1
Venía entrando a mi casa de unas vacaciones en la playa, apenas alcancé a contestar el teléfono que insistía: ¿Estás sentada? Se murió Paolo. No mames ¿qué te pasa, cabrón? En serio, lo velamos ayer, estamos en casa de Laura, sólo Jesús y yo, por si quieres venir. Voy para allá. No lo podía creer, era mi gran amigo y yo parecía no sentir nada, ni tristeza, ni asombro ni nada. La cabeza en blanco. Traté de tomar una botella de agua y se me resbaló de forma absurda, una servilleta, todo se despegaba de mis manos, no podía agarrar nada entre los dedos, no lograba sostener ninguna cosa. Entonces pensé “mi cuerpo no puede sostener lo que mi cabeza se esmera en ocultar”.
2
Algo me está pasando, le dije, no me reconozco en el espejo, creo que me estoy volviendo masculina. Tú sabes cómo me gustan los vestidos y ayer en la tarde me probé como diez y sentí que no me volvería a ver bien en ellos. ¿Desde cuándo te sientes así? Desde hace como tres semanas cuando me reuní con mis compañeros de la universidad a los que hacía como veinte años no veía, te voy a enseñar una polaroid de ese día. Ah sí y ¿quién es el chavo de la derecha? Soy yo. No te reconocí.
3
Me ha pasado que llevo mucho tiempo sin ver a una persona determinada y a la que estoy a punto de olvidar, de pronto un día sin más me acuerdo de ella y en ese instante en el que vengo caminando por los pasillos del metro, doy la vuelta y me la encuentro. Y pienso, tal vez si la hubiera olvidado por completo habría pasado de largo sin darme cuenta que coincidimos en un andén, pero aún no la he olvidado y aquel recuerdo que parece asaltarme es más bien una especie de frecuencia en la que sigo sintiendo a esa persona justo antes de dar la vuelta para encontrármela.
4
Cuando no había celulares, la gente hacía fila para hacer llamadas en teléfonos fijos de monedas que no abundaban en la esquinas. Un día estando en la fila acompañada por una amistad cercana vi a un hombre de espaldas que me recordó a un seminarista que en la fiesta de quince años de mi hermana decidió besarme. Después colgó los hábitos, se mudó de ciudad, se casó y se volvió investigador privado. ¿Ya viste a ese hombre? se parece muchísimo a Román y su personalidad de toque eléctrico, sólo que con unos 10 años más. Agucé el oído para escuchar lo que decía. Sí sí señor cura, una semana más y estoy de regreso.
5
En México los hombres no se besan entre ellos para saludarse, es una cultura machista y uno como hombre está educado así, sólo saludas de beso a tu papá, es el único contacto entre hombres socialmente aceptado de manera generalizada. Yo tuve la suerte de vivir en Francia y allí toda la gente se saluda de beso sin importar el género. Me di cuenta que la barba de otro hombre en mi mejilla no era molesta, al contrario, era más bien una forma de contacto físico que me agradaba. A veces me cacho esperando besar a algún hombre para saludarlo y me contengo. ¡Chale! ¿no? pareciera que uno no puede querer acercarse físicamente a nadie que no sea del sexo opuesto sin pasar por el juicio rebanador de la sexualidad reprimida.
6
Un ciego ilustre en el museo de El Prado estaba viendo los cuadros de Goya acompañado por una guía que se los describía. Después de mostrarle el cuadro de La maja desnuda, el ciego dijo a la guía, entonces estamos frente a La maja vestida y la guía respondió tajante: no, estamos viendo a La maja desnuda, a lo que el ciego respondió: estamos frente a la maja vestida, vestida por la mirada de Goya.
7
La gente que está acostumbrada sólo a ver con los ojos está muy segura de la realidad sin darse cuenta que muchas cosas las recrea. Cuando eres ciego, la realidad se impone en sus dimensiones materiales, tienes consciencia de la dimensión de las cosas con las que te topas. Las distancias aparecen, por ejemplo con el sonido, como un tren que se va acercando desde lejos y pasa por detrás de tu casa. Creen que cuando ven un planeta a través de la pantalla que transmite una imagen, están viendo “al planeta” y no que lo están leyendo, no es como mi bastón cuando toca los objetos como una extensión de mis ojos que toca su tamaño y forma.
8
Me dijo, soy inmortal y yo me reí, pero me lo siguió diciendo en el curso de los años. Entonces concluí que había un rasgo de locura inofensivo en su personalidad, no se arriesgaba, confiaba tanto en su condición divina que no necesitaba demostrar nada. Incluso traía una pulsera con una medalla de un San Benito protector que le había regalado su mamá, ¿y eso?, le pregunté. Ah, mira, tiene la nariz rota, creo que está a punto de claudicar, sabe bien que no me puede proteger de la vida.
El sueño de Raquel
Ese día Raquel abrió los ojos un poco antes del amanecer, pensó en asomarse a la ventana y ver el día que comenzaba para ella. Duermevela. Invierno. Vacaciones. Ningún pendiente. Sin darse cuenta cómo, había salido a la calle casi vacía. Miraba con incredulidad los detalles en el piso. La señora de la panadería que barría la entrada se detuvo frente a ella y le gritó —¡Muévete, estás en medio de la calle! Y claro que lo estaba, pero no había nadie más, ningún carro, ningún transeúnte, la vida en la ciudad apenas amanecía. El grito de la señora era una advertencia, por alguna razón, ella, Raquel, estaba parada en el lugar equivocado. Pero las sensaciones son situaciones que duran segundos y provocan movimientos en el cuerpo y el pensamiento. Raquel parecía haber adquirido una visión que le permitía dimensionar las cosas desde otra perspectiva, casi podía verse a sí misma. Parecía haber adquirido un don terrorífico. Su vista era como la del águila en vuelo: podía abrir su campo visual a un amplio panorama y, un instante después, focalizar el más ínfimo detalle. Vio pasar ante sus ojos la cuidad, el transcurrir de la mañana. Se vio a sí misma parada sobre el pequeño círculo de madera formado por la pata de su cama. Y de sólo mirar por la ventana, se encontró en la calle. Su cama parecía haberse estirado tanto que la dejó allí en medio. Los edificios, los árboles y los postes corrieron rápidos frente a sus ojos. A lo lejos, como en un eco, escuchó la voz de la señora que barría la calle sin poder distinguir lo que decía. Miró al cielo amanecido y lo sintió cercano. Las ventanas de cada piso del edificio de enfrente bajaron ante ella como en un elevador. Sus piernas parecían haberse alargado para permitirle ver de más cerca las nubes. Quién sabe cómo pero ahí estaba ella, parada en la cornisa de su edificio, mirando de cara la azotea de sus vecinos. ¡Qué mañana tan iluminada! En el horizonte apareció una nube oscura que se movía a gran velocidad. Se hacía más grande a medida que se aproximaba. Se trataba de una enorme parvada de avecitas ondeando al ritmo del aire como cardúmenes en el mar. La nube, inmensa cubrió gran parte del cielo. Permaneció ahí, un rato, agitando el aire con su danza hipnótica sobre los edificios de la cuadra. Acechando peligrosa cual red sobre su presa. Raquel cerró los ojos para escuchar los trinos y las ráfagas de viento, pero sólo hubo oscuridad y silencio. Titubeó antes de abrir los ojos. ¡El teléfono! Con desconcierto tomó la bocina. Ya había amanecido. ¿Bueno? Ah, hola mamá ¿cómo estás? —Raquel, no vas a creer lo que me pasó.
(Ciudad de México, 1975). Estudió la Licenciatura en Lengua y Literaturas Modernas (Letras Francesas) en la Universidad Nacional Autónoma de México, la Maestría en Traducción Literaria en El Colegio de México y actualmente cursa el Doctorado en Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. Es profesora de traducción y traductora independiente. Ganó el premio a la traducción literaria-teatral por la revista Punto de Partida de la UNAM en 2017. Le gustan los sabores no muy dulces, conversar y llegar caminando