Para Luis Arturo Ramos
Despréndete de todas las impresiones de los sentidos y de la imaginación,
y no te fíes sino de la razón.
R. Descartes
La primera vez que me vi fue en la sala de mi casa. Estaba sentado en el sillón púrpura que compré en el mercado de antigüedades de La Lagunilla. Por extraño que parezca, mi primer encuentro conmigo lo tomé con cierta familiaridad, como si hubiera crecido desde niño con un hermano gemelo idéntico. Soy hijo único. Me había levantado a tomar un vaso de agua. El aliento tibio de la noche impedía el sueño. Antes de salir de la cama vi el reloj digital; las tres y media de la mañana. No suelo despertar en la madrugada con sed, mas, esa ocasión sentí la urgencia de un náufrago. Encendí la luz de la sala y me descubrí sentado. Sentado, sí, pero no en posición de descanso, sino inhiesto, con la firmeza del roble. Intenté actuar natural, puse los hielos en el vaso, provocando el tintineo contra el cristal, vertí el agua sin levantar la vista del chorro escanciándose. Dije en voz alta, Nunca antes había sentido tanto calor en la ciudad; un calor tan abrasador que obligue a salir de la cama en busca de un vaso de agua helado. Mi otro yo no respondió. Permaneció con la mirada clavada en la pared sin hacer el mínimo aspaviento.
Mi casa es muy diferente por la mañana que durante la noche, como cualquier morada vieja de la colonia Roma. En la oscuridad puede llegar a ser siniestra, amenazante; en el transcurso del día sólo es una hermosa edificación de principios del siglo XX. Después de mi extraña experiencia de esa noche, desperté de un salto y con el corazón latiendo de prisa. Por suerte, la luz del sol me devolvió un poco de tranquilidad. Pensé que se había tratado de una pesadilla vívida. Corrí las cortinas. El otro yo estaba acostado en el otro extremo de mi cama. Al sorprenderlo ahí, en el mismo tálamo donde yo dormía, sentí mis piernas a punto de doblarse; por poco caigo al piso, pero logré sujetarme de las cortinas, cuya tela es muy pesada. Quise hablarle, preguntarle qué quería, tal vez emití un balbuceo indescifrable. Yo estaba asustado. Uno se acostumbra a que la noche tenga sus propias reglas mientras en el día sólo se prepara para enfrentar al mundo tangible. No pude correr. Tampoco tenía por qué hacerlo. Mi otro yo dormía profundo en posición fetal, inerme y silente, ni siquiera se apreciaba su respiración. Me aproximé a él, a mí; no sé bien cómo contarlo porque era yo, un otro yo que a la vez no lo era. Cuando estuve lo bastante cerca intenté buscarle rasgos diferentes a los míos; a pesar de ser minucioso no los hallé. Era una copia exacta y fidedigna de mí. Estuve a punto de tocar su cara. Justo cuando la yema de mis dedos iba a rozar su mejilla abrió los ojos. Me miró, aunque con fijeza vacía, me miró. Di un brinco hacia atrás. Salí corriendo de la recámara. En la cocina quise convencerme de que se trataba de alucinaciones provocadas por la onda de calor.
La semana pasada el termómetro llegó a 42 grados. He seguido al pie de la letra las recomendaciones de los médicos, aun así algo estoy haciendo mal. Los dolores de cabeza se han vuelto recurrentes. En el momento en que voy a acostarme siento la primera punzada en la parte derecha del cerebro. Incluso por las mañanas he despertado con la sensación de un estilete atravesando mi ojo derecho. Durante el transcurso del día ya no soy el mismo. Ando cansado, con fatiga, encorvado, arrastrando los pies como los ancianos. Por las noches despierto con mucha sed. En realidad la siento todo el día. El ventilador de techo no sirve de gran cosa. Sólo inspira juegos estúpidos. Recuerdo aquel en que intento seguir una de las aspas sin confundirla con las demás. Usualmente le pego un distintivo para saber si gané; sin embargo, el artefacto fusiona todas las aspas en una sola, debido a su velocidad. El ruido del ventilador es hipnótico, a veces desesperante. Resulta imposible dormir sin el poco vaho de viento tibio soplado sobre mí, quiero decir, sobre los dos.
En un intento por entender qué me pasa –soy matemático con especialidad en lógica, por ende, amante del raciocinio bien construido y las discusiones objetivas–, visité en su casa de Santa María la Ribera a mi amigo y colega, Luis Arturo, académico de la universidad donde ambos damos clases. Él imparte literatura. Es especialista en hermenéutica y literatura comparada. Luis Arturo investiga el tema del doble a partir del otoño en que vio a su novia, Eloísa, cruzar la calle desde la otra acera, en el momento exacto en que ella estaba asida a su brazo. Los dobles siempre nos circundan, me dijo, se ha escrito mucho sobre ellos y nadie en realidad sabe a ciencia cierta qué son. Le pedí consejo, ¿cómo librarme de mí mismo?
Luis Arturo me explicó que los dobles se van de la misma manera que llegaron. Me sugirió paciencia, si bien algunas veces aparecen para no irse jamás, y uno mismo no puede desterrarlos. Hizo una pausa y acotó, Maupassant convivió con su doble hasta el final de sus días. Escribía sobre el que camina al lado en un intento por mantenerlo satisfecho. Al fin se hartó de su presencia. Su tentativa de suicidio fue para librarse de él.
Yo no estaba de acuerdo con Luis Arturo y así se lo hice saber. Ésas son creencias románticas y absurdas que te has formado sobre los escritores. Luis Arturo me miró fijamente y, con suma seriedad, aseguró que, según sus estudios, las grandes historias sobre los dobles no fueron escritas bajo influjo de la imaginación. Son relatos y novelas realistas de quienes no sabían, al igual que tú, cómo librarse de sí mismos. Piensa en Stevenson, continúo, he leído cartas de los hijos de su esposa, Fanny, en las que, ya adultos, cuentan aterrados que el Sr. Stevenson, porque así lo llamaban, no era el mismo todos los días. Incluso mencionan que al esconderse el sol, sus rasgos tomaban un cariz primitivo y exigía le llamaran Hyde.
Luis Arturo atribuía la escisión del yo al lado derecho del cerebro, es decir, al identificado como femenino. Por eso consideraba que los escritores eran más propensos a sufrir la persecución del doble. Los literatos suelen tener el lado emocional más desarrollado y la percepción agudizada. Eso los hace creativos e histéricos de manera que, sin darse cuenta, se provocan desdoblamientos. Si bien entendí a mi amigo, no estuve de acuerdo con él. Soy hombre de discusiones racionales, mi creatividad es nula; no soy escritor ni artista, soy profesor de lógica- matemática, y si algo funciona bien es mi hemisferio izquierdo. Todas las mujeres me han abandonado por mi uso extremo de la lógica para desarticular sus tramas manipuladoras y sus demandas irracionales. Siempre he sido claro con ellas respecto a mi nulo deseo de tener descendencia. Los niños nunca provocaron en mí ni una pizca de ternura. No soy del tipo emocional. Toda mi vida la he construido mediante cálculos con los cuales puedo adelantarme a conocer las consecuencias de mis actos. No soy propenso a errores. Soy el hombre más ecuánime y sensato que podrían imaginar. No pierdo tiempo introduciendo en mi pensamiento premisas inválidas, con la intención absurda de enfrentarme a silogismos que, si bien serían posibles, quedan en la categoría de lo falso desde el principio. En mis juicios utilizo premisas verídicas. Quizá pueda pensarse en mí como conservador o anticuado; no obstante, gusto de guiar mi pensamiento por leyes que garanticen juicios válidos o una certificación de racionalidad. En consecuencia, si Luis Arturo tiene razón y el doble es provocado por el hemisferio del lado derecho, ¿por qué yo, que casi no lo utilizo, soy perseguido por mí mismo? Si lo analizo resulta simple: Todos los escritores son emocionales. Todos los desdoblamientos son de escritores. Por tanto, todos los desdoblamientos son emocionales. Y lo que sigue a ello: yo no soy escritor, ergo no soy emocional, entonces no puedo padecer desdoblamientos.
Luis Arturo no tolera mi forma de pensar. La juzga obtusa, así que sólo se limitó a ponerme sobre aviso. Hay diferentes tipos de doble; dependiendo de cuál sea el tuyo, será tu destino. Puede ser una simple fragmentación metafísica y, en cualquier momento, esa parte tuya que anda libre volverá a alinearse contigo. También podría ser un doble complementario, la fracción femenina que dices no tener, persiguiéndote para tomar el lugar que le corresponde. O en el peor de los casos, un doble rival buscando sustituirte. Pero también existen dos últimas opciones. En ese momento se quedó callado, evitando enunciarlas. Le rogué decirlas. Pues bien, existe la probabilidad de que sea el aviso de tu muerte o la locura. Continuó. Tal fue el caso del poeta Percy Shelley, quien poco después de haber visto a su doble señalando el mar murió ahogado. O como le sucedió a Maupassant, quien al borde del delirio insistía en que su doble le había dictado Lui.
Mi cara se descompuso ante lo lapidario de sus sentencias. Al verme consternado añadió: sólo hay una forma de saber si es un doble o si simplemente te estás volviendo loco. Lo sacudí de los hombros y le exigí hablar sin preámbulos. Los dobles son políglotas, hablan todos los idiomas y todas las lenguas, muertas o no. Al salir de casa de Luis Arturo descubrí a mi otro yo parado en la esquina de Dr. Atl, mirando hacia el quiosco. Lo ignoré. Al cruzar el parque se puso en movimiento y siguió el ritmo de mis pasos. Fue la primera vez que lo vi en marcha. Caminaba junto a mí, en una posición equidistante a la mía. Se había convertido literalmente en el que camina al lado, la misma forma en la cual, según Luis Arturo, el novelista alemán, Richter, bautizó el fenómeno del doble.
Ya en casa, preparé la comida desoyendo los gruñidos del perro de la propiedad contigua, que no paraba de ladrarle a mi otro yo. Conmigo jamás lo había hecho. Caí en cuenta de que la agitación de Drago, así se llamaba el perturbado animal, podría deberse a que mi doble fuera emisario de la muerte. Algunos ignorantes confían en la sensibilidad de los perros para este tipo de cosas. Llevé la comida a la cama y consumí los alimentos con la música a todo volumen, para no escuchar el escándalo de Drago.
Me quedé dormido.
Desperté en la madrugada con un dolor en el lado derecho de la cabeza y la boca tan seca que recordé mis días de alcohólico en vías de recuperación. Salí del cuarto, saboreándome el agua helada. Al llegar a la estancia descubrí a Drago, un magnífico ejemplar de Rottweiler, despedazado en la sala de mi casa, con la cabeza achicharrada con una hornilla de la estufa y las patas colocadas en los cuatro puntos cardinales. Escritas en el suelo, con la sangre de la víctima, se leían las palabras Norðri, Suðri, Austri y Vestri. El resto del cuerpo yacía esparcido por la estancia. Mi alarido quedó atragantado. En vez de éste surgieron jadeos intermitentes. Corrí a buscar el broncodilatador que guardo en el cajón de la cocina, pero por desgracia yo también estaba ahí, en la puerta, interfiriendo el paso. Me pedí hacerme a un lado. Me rogué. Me exigí. No me hice caso. Continué, perdón, continuó con su mirada perdida y glauca. Entonces lo supe. Si el que camina al lado habla todas las lenguas, por consiguiente, habla lenguas germánicas. Yo no hablo lenguas germánicas, ergo el que camina al lado fue quien escribió esas palabras. Se trataba entonces del emisario de la muerte ¿Acaso de la locura?
Volví a la recámara ahogado por la falta de aire. Alcancé a ver a mi otro yo asomado desde el fondo del pasillo, vigilando mi trayecto a la habitación. Fue la única vez que me pareció verme (verlo) sonreír. Más que sonrisa fue una especie de mueca burlona. Limpié mis lágrimas con las sábanas de la cama. Prendí el ventilador. Llevé la perilla hasta el número diez, la velocidad máxima. Me paré sobre la cama para estrellar mi cabeza con las aspas metálicas. Tuve cuidado de acomodarme, mirando hacia el punto Austri, marcado con una de las patas de Drago, para así tener la certeza de que el daño lo recibiría el lado derecho de mi cabeza; después de todo, no soy escritor.
Escritora. Maestra en Saberes sobre subjetividad y violencia. Ha publicado novelas, cuento y ensayo. En 2007 recibió el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares de novela. En 2011 y 2017 fue distinguida con el Certamen Internacional Sor Juana Inés de la Cruz en el rubro de ensayo por La luz detrás de la puerta y Las 7 virtudes contemporáneas. Es miembro del SNCA.