Está recostado con los ojos abiertos. Observa las manchas en la plancha de cemento sobre él. Mira el rostro deforme de la vieja que grita. Lo descubrió el primer día que llegó aquí. Hace unos minutos la franja de luz que se filtra por la ventila delgada se desplazó hacia el piso. Pronto vendrán a anunciar la hora del almuerzo. Las mejillas se le enfrían pero no se mueve como otras veces que se recuesta en el suelo. Quiere darse un toque. Su caja de zapatos está al alcance de su mano izquierda pero no se mueve.
Aunque le ofrecieron piedra no quiso comprarla. La última vez que quemó un poco se puso muy mal. Ese pinche plástico de las pipas de aquí adentro hace mucho daño, piensa. No se le calmaba la taquicardia ni con los diasepanes del Doctor. Estuvo como cuarenta minutos seguidos bien pinche arriba y solo podía pensar que se iba a morir en el siguiente instante. Un pinche horror. De por sí la coca nunca ha sido lo suyo. La consume con los cuates nada más para socializar.
Quiere, mejor, pensar en su moto, aunque ya hasta esos recuerdos se le han podrido después del accidente. Se forma la imagen de las lámparas del hospital sobre su cabeza. Los ruidos del ventilador mecánico que le da vida se confunden con los golpes intermitentes de las macanas sobre los barrotes de las puertas intercalados con la madera raspando la pared. La voz grave del Tío anunciando la hora del almuerzo empieza a tronar por todo el pabellón. Espera hasta el último momento para salir de su depa y camina hacia la cafetería.
Ahí esta Mercedes. Esta sirviendo el pollo con quelites. Trae la blusita, esa holgada con la que le enseña las chiches cuando se agacha a servir. Se forma en la fila. Espera su turno. El Chino está en la mesa de la esquina, al fondo. Está bien metido en la plática: las carcajadas suenan por toda la cafetería. Se acerca pacientemente a la Meche. Antes de pasar a que le sirva mira de reojo a la esquina del salón y se tranquiliza. Se para frente a ella con su plato extendido al frente y le sonríe: Hola Meche. Mercedes se agacha, raspa con el cucharón el fondo de la cazuela y le avienta una sustancia verde y viscosa en el plato. Se queda ahí parado mirándola hasta que siente el empujón del Ardilla. La sonrisa se le desvanece cuando se da cuenta que ya no escucha las risas. De reojo ve que el Chino y el Chiquilín lo están mirando.
Ya me cargó la chingada. Siente un calor que le va subiendo por el cuerpo. Recoge su ración de tortillas. Se sienta y remueve con la cuchara el sanco verde en el plato. Tiene la mirada fija en la cuchara. Le tiemblan las manos. El calor le quema la cara.
—¿¡Qué pedo Muñeca?! —le dice el Ardilla riéndose. —¡Te dio la pálida culero! ¡Éntrale a los quelites! pa que se te pase —le dice mientras le sirve un vaso del agua de papaya y se lo acerca. —¡Ándale!
Deja la cuchara en el plato. Le da un trago al agua helada, hace rollito una tortilla, le da una mordida. Está caliente. La mastica lentamente. La sensación de la masa caliente moviéndose entre las encías lo tranquiliza, así que la vuelve a morder. Se concentra en el calor en su boca y la suavidad de la tortilla en el paladar. Cierra los ojos. El Ardilla está cagado de la risa.
—¡Pinche Muñeca! ¿Qué te he dicho de andar quemando en ayunas? —y se agarra el pito, y hace los ojitos chiquititos como siempre que se ríe.
El Muñeca sonríe con desgano.
Al terminarse la tortilla, se levanta con prisa y se va a buscar a Don Pascual. Don Pascual es un viejito que está a cargo del taller. Nadie sabe bien porqué, pero los custodios lo tratan con respeto. Es bajito, tiene toda la cara surcada de arrugas profundas y una risa ágil con la que presume su único diente. Alguna vez el Chino quiso poner a alguno de sus chalanes a cargo del taller y mandar a la verga a Donpascua. Le contaron que los Soldados del 9 llegaron a amenazarlo. Don Pascual no dijo nada. Nada más los miró muy serio y siguió trabajando en cuanto se fueron. Los custodios, como siempre que así lo deciden, presenciaron todo. Uno de ellos, al que le dicen el Ratamojada, siguiendo la orden que el Commander le dio con la mirada y un movimiento muy rápido con la barbilla, salió del taller. Al rato mandaron llamar al Chino de la torre y salió hecho un toro, bufando y mentando madres y ahí quedó el asunto. Ni los soldados ni el Chino ni nadie de sus pinches putos se volvieron a aparecer por el taller.
—¡Buenaaas Don Pascual! —le dijo con respeto.
—¡Uuuuujulé! ¡Qué milagro Muñeca! ¡Benditos los ojos que te ven! Yo pensaba que ya estabas frío… —Le dice muy sonriente mientras le muestra su diente solitario y los surcos en la cara se le profundizan tanto que le parece extraño estar viendo la cara de una persona.
—Pssss… aquí Don Pascual. Vengo a preguntarle si habrá alguna chamba para mi aquí en taller.
Don Pascual sigue sonriendo mientras le responde, pero siente el peso de su mirada escrutándolo. Ese pinche viejo cabrón le esta leyendo el alma con esos ojitos brillantes y obscuros que apenas y se alcanzan a distinguir entre las dos rendijas de pellejo que le penden sobre la cara y que son como unas líneas surcadas en un campo de cultivo infinito. Mientras intenta poner atención a las palabras de Don Pascual se siente como flotando en una bruma que lo envuelve todo. Entiende súbitamente por qué nadie toca a Don Pascualito.
—No pus…chamba siempre hay. —Le dice con una voz dulce que parece amable pero que encierra una autoridad aplastante. —Lo que no hay es donde…
—No pus, ya ve que estoy reflaco Don Pascual. Aquí en cualquier rinconcito me acomodo.
Don Pascual se carcajea y el Muñeca siente en esa risa, que corre como el chorro frío del agua que sale de las mangueras negras de los lavaderos en el patio trasero, una burla atroz que lo humilla profundamente.
¡Hijodesuputamadre! piensa el Muñeca. La claridad de esas palabras en su cabeza viene acompañada de una certeza que no puede escuchar ni el mismo. La certeza alojada en algún sitio entre el pecho y los huevos, que le hormiguean, de que Don Pascual sabe que tiene miedo. No entiende cómo se pudo haber enterado tan rápido que el Chino se dio cuenta que estaba intentando, otra vez, ligarse a la Meche.
—¿Y ora? ¿por qué tan afanoso Muñequita? Tan a toda madre que te la has pasado desde que te trajeron paca —y se sigue riendo mientras da la media vuelta y se inclina sobre la mesa para seguir trabajando en el torno.
El Muñeca se acalora al darse cuenta de que está perdiendo a Don Pascual. En cualquier otra situación sabría qué hacer. Aquí todo tiene un precio: una lana, unos cigarros, un poco de mota, un guagüis, el culito de tu vieja o el tuyo, silencio, sumisión. Don Pascual parece un ser de otro mundo. Actúa como si no estuviera aquí adentro.
—Pus es que ya me aburrí Donpascua. La neta sí quiero trabajar pero nomás no hallo bien qué hacer. Y yo veo que la banda se la pasa chido aquí en el taller…
Don Pascual sonríe con un espasmo que sacude su cuerpo diminuto y con esa risa parece estarle diciendo al Muñeca: Ya te cargo la verga.
Médico Cirujano egresado de la UNAM, con especialidad en Medicina Interna e Infectología en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán. Cursó una maestría en Ciencias de la Salud Global en la Universidad de Oxford y el doctorado en Salud Internacional con enfoque en epidemiología y control de enfermedades globales en la Escuela de Salud Pública de la Universidad John Hopkins. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores y sus áreas de interés en investigación son la epidemiología, epidemiología clínica y la atención del VIH y enfermedades emergentes.