Esta era tal vez la décima o la doceava vez que veía a Humberto en mi consulta en los últimos seis meses, por el mismo motivo. La más problemática de las enfermedades de Humberto y la más difícil de curar por mucho es la antipatía de algunos de los bati.blancos con los que se ha atravesado en su padecer.

Humberto tiene 63 años. Vive solo en un barrio antiguo de la Delegación Iztapalapa, en un espacio que le rentan o prestan, dependiendo de cómo haya estado la cosa ese mes. Humberto es de oficio herrero, pero últimamente hace de todo: lo que sea necesario por si ese mes si hay que pagar la renta y pues porque hay que comer. Tiene la nariz fracturada seguramente desde que tenía 20 años y cuando lo veo puedo imaginarlo perfectamente a esa edad: “correoso”, boxeador, busca-pleitos, canijo.

En su transitar por la vida, Humberto se infectó con el virus del VIH. Ese hecho es casi anecdótico; pues definitivamente este famoso virus no es lo que lo tiene enfermo. Las medicinas para tratarlo son gratis y Humberto ha decidido tomarlas sistemáticamente, sin importar con qué se las tenga que tomar: caguama, boing, agua, coca cola, tortilla, nada.

Lo difícil empezó cuando nos dimos cuenta de que los riñones (en ese momento aún creíamos que eran dos, como en casi todos los humanos) de Humberto dejaron de colaborar con nosotros. Hace más o menos un año y medio que nos dimos cuenta de ello e iniciamos con el peregrinar de estudios para poder identificar qué aquejaba a sus riñones y cómo lo resolveríamos. La primera sorpresa fue que teníamos que dejar de hablar de “los riñones de Humberto” pues, para su mala suerte, en la famosa  repartición bíblica de virtudes y otros enseres a Humberto sólo le tocó un riñón en vez de dos. Eso no hubiera sido tanto problema, si el que le quedaba hubiese corrido con mejor suerte. Pero no fue así.

El único riñón de Humberto estaba tapado y sin funcionar. Ese problema salía ya de las capacidades y alcances inmediatos: había que echar mano de ese nebuloso e incierto documento conocido coloquialmente como la referencia.médica. Un papel que más sirve para limpiar muy parcialmente la conciencia del médico que para ayudar al sujeto que está al otro lado de la mesa. Un pedazo de hoja que funciona a mi parecer más como un juego de “papa caliente” o de (para los de generaciones anteriores a ésta) “azitrón” (de un fandango, zango zango): al que le tocó el paciente casi moribundo “pierde”; pues tiene que “quedárselo”.

El papiro en cuestión lo llevó a su primera “aventura”; por ponerle un nombre cuasi simpático a la historia. La “aventura” duró más de seis meses, antes de que Humberto pudiera sentarse en frente de alguien que lo asistiera. Había que ir y regresar, volver a ir, volver a regresar.  “Así es la cosa, como es gratis. . . pues hay que aguantar” dice Humberto.

Palabras como reprogramar, vacaciones de riesgo, días económicos, incapacidad, saturación, golpeaban el único riñón de Humberto, una y otra vez. Las citas conmigo eran solo para decirle que no, que desafortunadamente la magia negra y los milagros no estaban ayudando y que su riñón iba de mal en peor. También platicábamos. Así fue como realmente conocí a Humberto. Finalmente, un día en la consulta me dijo que por fin le habían programado la cita con un especialista, más o menos una semana después de nuestro encuentro. Ese día festejamos, se le veía más contento.

El gusto nos duró poco: la siguiente vez que nos vimos, no mucho tiempo después de su primer visita con aquél  bati.blanco, confirmamos el primer fracaso de la referencia.médica número uno. Habíamos esperado mas o menos ocho meses al susodicho médico que sólo alcanzó a decir que no había con qué tratar a Humberto. No hubo opciones, segundas visitas, conatos de ayuda. No se podía y punto.

La situación ya no estaba como para esperarnos  otros ocho meses. De hecho no lo estaba desde el principio. El recurso de la inservible referencia.médica no era opción. Había que usar ese recurso bien mexicano, infalible, bien transversal: la palanca. Que de acuerdo a la quinta acepción de la RAE: “valimiento, intercesión poderosa o influencia que se utiliza para lograr algún fin”. La intercesión poderosa dio su primer fruto: un nombre; un nuevo médico con quien podríamos establecer contacto en un sitio distinto.

Rápidamente contacté al Dr. Eulogio, el nombre que había sido proporcionado por mi palanca. El Dr. Eulogio aceptó tomar el caso de Humberto: lo vería en una semana en su lugar de trabajo. El riñón de Humberto se colaba como aquel flaquillo listo que se escabulle entre la gente para subirse al metro aún con su mochila en la espalda. Se quería subir al tren y no aceptaría un no como respuesta.

Ahí fuimos, sin referencia.médica, muy “vi ai pi” con el Dr. Eulogio. Finalmente, íbamos por buen camino: se hacían los estudios necesarios, había un nuevo papel donde se anotaban fechas próximas, lo que quería decir que el Dr. Eulogio se subía al barco con nosotros.

Un día el médico en cuestión me contactó, para decirme que mi paciente; al que evidentemente atendía “por buena voluntad y no porque le tocara” era un poco “arrogante”. Cuando traté de ahondar un poco en la explicación de aquellas actitudes que lo habían hecho enojar, me di cuenta de que la raíz de la molestia surgía de aquella exigencia de Humberto por ser atendido, de que Humberto no era el sujeto “humilde” que bien aceptaba la despertada a las 3:00 am para ser “visto” (en su sentido más literal) por un bati.blanco a las 14:00 hrs  y despachado a las 14:03 sin respuesta a sus preguntas. Me di cuenta de que la concepción del Dr. Eulogio sobre el acceso a la salud se basaba más en la percepción del muy mexicano “favor” que del derecho que claramente representa (no sólo para mí sino en un libro llamado Constitución).

Ante la amenaza de que abandonara el barco, le pedí una gran disculpa, le comenté que no volvería a notar esas actitudes y que agradecíamos muchísimo que “ayudara” a Humberto.

Así que seguimos; por ese camino de citas y promesas que se veía un poco más iluminado. Íbamos bien. Tuvimos un penúltimo encuentro: aquel en el que se definiría el día en que finalmente se destapara ese riñón y saliera valeroso del metro atiborrado como un campeón, con la mochila entera, sin que le hubieran robado nada, nada; ni un boletito.

-Pues ya hablé de nuevo con el Dr. Eulogio doctora y pues ya se decidió que no me voy a operar.

Esta posibilidad no estaba en mis planes: mi cara de póker se acabó. Mientras Humberto me contaba la historia, yo veía como lentamente nuestro bati.blanco abandonaba el barco en una lanchita de emergencia amarilla.

-Si no hay operación, ¿cuál es la alternativa? le pregunto a Humberto.

-No, pues no hay alternativa, dice.

No estoy entendiendo muy bien y sólo alcanzo a ver la lancha del Dr. Eulogio a lo lejos.

-Y ¿entonces?

-Es que me dijo el Dr. Eulogio que es un albur.

Albur: (Primera acepción de la RAE: Contingencia o azar a que se fía el resultado de alguna empresa: No deja nada al albur).

-Que igual y me puedo morir en la plancha.

La sonrisa de lado de Humberto me decía que había decidido no morirse en la plancha. Como si eso no implicara otra muerte que yo en ese momento veía pasar frente a mis ojos y no lucía ni rápida ni bajo anestesia.

Se había terminado la ciencia. No había explicaciones, porcentajes, incidencias, prevalencias, sobrevidas, nombres raros de medicinas o enfermedades.  Eulogio había dejado de ser un bati.blanco clásico para lograr convencer suficiente y profundamente a Humberto de que no hacer nada era la mejor opción.

Se había fiado el riñón.empresa de Humberto al azar. Un volado. Contingente, impredecible, irresponsable, cobarde. Ni el mejor estadista podría convencer ahora a Humberto de operarse. Podría morirse cruzando la calle, ahogado comiéndose un totopo, asaltado en una esquina de su barrio. Pero lo más probable, era que si no le entrábamos al albur, se moriría con el riñón sin funcionar, ahora sí atrapado entre las dos puertas del metro, sin caminar, ni hacia delante ni hacia atrás. Todas esas imágenes representaban ya, en la cabeza de Humberto, una especie de fábula: la realidad, contundente, irrevocable, absoluta de que operarse era un “albur”.

Nos encontramos una vez más. Humberto me veía tranquilamente, como quien asienta una decisión sabiendo que no hay para dónde hacerse. Ya no había números, ciencia, ni cuadradas diferencias estadísticamente significativas. El albur nos ganó. Y eso es lo que hay.