Destino y juicio

Francisco Santamaría

Y todo lo que hoy consideramos como cultura, inteligencia, civilización, debe comparecer un día en el
tribunal de Dionisos, el infalible juez.
Friedrich Nietzsche

En tus brazos, el destino dejaría para siempre de encontrarme.
Walter Benjamin

El derecho moderno, al pensar su propia legitimación, comúnmente opone el orden de la ley a un estado de naturaleza anárquico y desbocado en el que todos pueden hacer lo que les plazca de manera impune. De esta forma el derecho establece una frontera entre la violencia que queda por fuera y su propio ordenamiento, el cual, considera, ha logrado mitigar los impulsos naturales y la mera arbitrariedad, aunque para ello tenga que recurrir a medios violentos. La violencia, así considerada, es un medio necesario para la consecución de un fin que se aprecia racional y deseable, pero una crítica más aguda, no solo constataría la violencia como medio sino como sombra ineludible y condición estructural del propio ordenamiento jurídico. La tragedia ática, en este sentido, nos brinda la posibilidad de vislumbrar este trasfondo violento del derecho en la medida en que éste no surge de un estado natural ficcional, sino como transformación posterior de un orden primero: la violencia de lo vengativo.

Este trasfondo trágico emerge todo el tiempo y señala el fracaso del proyecto moderno, ya que, aunque la modernidad se creyó capaz de dominar las esferas de lo trágico por medio de la razón, éste se muestra como un sustrato que se resiste, un pequeño espacio que le indica una imposibilidad para su soberanía. En este sentido no es una sorpresa, si acaso un movimiento casi natural, que el Romanticismo y aún después de él, de Schelling a Nietzsche y de ahí hasta Benjamin o Rossett, la reflexión sobre la tragedia sea también, y al mismo tiempo, una reflexión sobre la modernidad. Como apunta Christoph Menke, La actualidad de la tragedia no es únicamente la pervivencia en el presente del género literario, sino que lo trágico tiene significado aun para nosotros, “los modernos”, en la medida en que significa su contenido experienciali y nada delata con mayor con mayor evidencia este contenido que la experiencia jurídica, pues la tragedia es el género del derecho.ii¿No es acaso la sala de audiencias un escenario trágico? Aunque de pequeñas dimensiones y pobre diseño, sus paredes blancas y muebles de madera vieja son testigos de innumerables historias cruentas y sombrías que erizan la piel de la sensibilidad más rígida; con todo ello, no es lo ruin de lo que ahí se ventila y se decide lo más aterrador de lo trágico jurídico, sino la persecución y caza que da el destino en forma de juicio a tan pobres infelices.

En Para una crítica de la violencia Benjamin habría situado el derecho en un triple anudamiento entre violencia, ley y destino, de tal forma que el derecho se presenta como “la conservación de un orden establecido por el destino”iii y es justamente esta predestinación lo “corrompido en el derecho”iv. Para Benjamin, “la operación que consiste en fundar, inaugurar, justificar el derecho, hacer la ley, consistiría en un golpe de fuerza, en una violencia realizativa y por tanto interpretativa”,v esta es la violencia impositiva de derecho, pero una vez fundado debe conservarse. De esta forma el derecho no puede dejar atrás el acto de su instauración; repetirlo infinitamente es el destino del derecho. Si bien esta crítica ya implica de suyo un posicionamiento diverso respecto al fenómeno jurídico, es posible profundizar más en ella hacia las formas en que recae la fatalidad del destino y esta no es otra sino la del juicio, lo que nos lleva a las preguntas por su adjudicación: ¿quién lo lleva a cabo? ¿quién lo dicta?, “qué sabe usted, señor juez del alma de este hombre?”,vi preguntaría Francisco Pereña; en definitiva, ¿cómo hemos llegado al punto de creernos en la capacidad de dirigir los destinos de los otros?

El paso que se da de Esquilo a Sófocles en el drama trágico nos brinda la posibilidad de analizar las diferentes formas que adquiere el juicio en los modos en que se sella el destino de sus héroes, Orestes y Edipo. Entre la instauración por parte de Atenea de un tribunal ciudadano y la investigación, juicio y condena del Rey de Tebas aparecería la forma más acabada en que la ley despliega toda su violencia y logra tender su red sobre la subjetividad misma.

Esquilo y ¿el fin de la venganza?

Como se ha apuntado, desde la concepción trágica, el derecho busca romper con la violencia que surge a partir de la venganza, no porque esta sea irracional o arbitraria, sino porque está forzada a prolongarse infinitamente. La venganza no pertenece a una libertad natural no reglada, sino que ella misma es una esfera de la justicia; una quizá más arcaica como se aprecia en el reclamo que las Erinias alzan cuando se lamentan: “¡Oh, dioses jóvenes, habéis pisoteado, cual caballos, las antiguas leyes”vii al respaldar a Orestes en el asesinato de Clitemnestra. La venganza, entonces, es una dimensión de la justicia porque no se trata de una primera acción gratuita o inicua, sino de una respuesta, cuyo problema es repetir la infracción que ha de ser vengada, inaugurando, de este modo, una nueva acción que reclama una nueva reparación. La venganza, como se advierte, alberga una ambigüedad de origen porque siempre se cuenta dos veces, lo que genera que se valore siempre de manera contradictoria y que quede siempre sin respuesta la pregunta de cómo puede darse un acto justo que responda a una infracción sin que requiera una nueva respuesta. Es esta la problemática a la que se enfrenta Esquilo en La Orestiada.

La trilogía se presenta como un sinuoso ciclo de crímenes y venganzas que finalmente se clausura con la ascensión de la justicia institucionalizada y sus formas jurídicas arcaicas de tribunal imparcial y debido proceso. El inicio del derecho aspira a superar la justicia de la venganza al percatarse del carácter doble del acto vengativo; es decir, el derecho sabe que toda narración es solo una narración posible y que depende del punto de vista del sujeto que la narre. Por ello, el derecho requiere de un sujeto distante que asegure su imparcialidad, ya que lo justo aquí, a diferencia del régimen de la venganza, no significa compensación, sino comprensión objetiva, por lo que la verdad deviene el núcleo problemático del derecho.

A partir de estas dos condiciones (exigencia de partes procesales y un tercero imparcial, por una parte, y búsqueda de una verdad única, por otra) el derecho está en posibilidad de clausurar el ciclo infinito de actos vengativos, ya que, a través del juicio, el juez habla en nombre de la ciudadanía y juzga como un todo. Es así que, a diferencia de lo que comúnmente se piensa, la venganza no opera en un mundo sin ley, sino por el contrario despliega un número demasiado amplio de leyes; el derecho, en cambio, viene a imponer una ley única que representa la unidad política de los ciudadanos, es así que podemos congeniar con la afirmación de Robert Cover, en el sentido de que la labor de la justicia institucionalizada es intervenir en un campo “polinómico” e imponer un único derecho.viii

Esta es la operación que lleva a cabo Atenea en el cierre de la trilogía esquilea; sin embargo, la compensación de las Erinias por su derrota jurídica no muestra, como entiende Martha Nussbaum, la transformación de lo barbárico e iracundo en algo humano, razonado y calmado, sino, por el contrario, la permanencia de la doctrina crática que representan las diosas de la venganza, según la cual solo hay justicia cuando está basada en el temor.

Aconsejo a los ciudadanos que respeten con reverencia lo que no constituya ni anarquía ni despotismo y que no expulsen de la ciudad del todo el temor, pues, ¿qué mortal es justo si no ha temido a nada? ix

El temor a la violencia de la venganza y el temor a la violencia del derecho es el mismo, porque no importa si es la caza inagotable de las Furias o la inminente votación de los ciudadanos de Argos que lo pueden condenar a una muerte por lapidación, una y otra acción son igualmente amenazantes para Orestes. La única diferencia entre ambas es meramente de forma. El temor y la amenaza, como agudamente lo advirtió Benjamin, no quedan expulsados del fenómeno jurídico sino constituyen su posibilidad de conservación, ya que, si el régimen de la venganza no conocía un afuera de la justicia en la medida en que el acto vengativo es a la vez un acto justo, el nacimiento del derecho abrió la posibilidad de un afuera del derecho. Como indica Menke, “Al ganar en el derecho un procedimiento jurídico, un sujeto y, con ello, un contenido político, la justicia debe superar un problema por completo nuevo: imponerse frente […] al no-justo”x. Si el tribunal de Atenea asegura la legitimidad de sus fallos es en la medida en que habla en nombre de una ciudadanía de iguales, ¿cuál sería entonces su fuerza vinculante frente a quienes aquellos que se encuentran por fuera de esta relación (que, por otra parte, nunca está asegurada)? Los jueces solo pueden imponer su juicio por medio del temor, lo que significa que el derecho está condenado a desplegar de manera continua y permanente (diría Benjamin, espectral) la violencia de su instauración. A través de la amenaza, el derecho despliega su poder y logra incluir lo que en principio estaba excluido, de esta forma el derecho reafirma que “hay un solo destino y que justamente lo que existe, y sobre todo lo que amenaza, pertenece irrevocablemente a su ordenamiento”xi.

Sófocles y la interiorización del derecho

El teatro de Sófocles, por su parte, mostraría el desarrollo histórico de la exterioridad del derecho cuyo imperio no tendría otro camino sino ir progresivamente hacía su interiorización, para lo cual necesita la producción de un sujeto autónomo. Como señala Jacqueline de Romilly, “Esquilo había vivido la amenaza de un desastre, mientras que Sófocles vive una grandeza sólidamente afianzada”xii, la cual puede percibirse en la plenitud política de la Tebas con la que se inicia Edipo Rey, pero también en sus personajes que en la “epopeya se convierten […] en portavoces de un mundo nuevo […] y encarnan un ideal que exigía sin cesar más del hombre y lo volvía cada vez más juez único de su deber”.xiii En esta nueva configuración, la relación con los dioses se vuelve más distante; mientras en Esquilo lo trágico señalaría un orden divino en estrecha comunidad subjetiva con lo humano pero difícilmente conocible por éste, en Sófocles lo trágico se encarna en el destino del hombre. Dada esta distancia, los dioses ya no intervienen con tanta fuerza y únicamente es a través del oráculo que los hombres pueden percibir la grieta que los separa de ese orden lejano que pueden presentir mas no penetrar y lo trágico del hombre es caer en el destino aun cuando hace todo por evitarlo, o peor aún, a causa de hacer todo por evitarlo. Esta ironía es la que envuelve la tragedia de Edipo Rey.

En la obra de Sófocles asistimos a una Tebas en la que ya ha quedado atrás el régimen de la venganza. Edipo es un buen rey, un ciudadano modelo y gran descifrador de enigmas. Estas cualidades le permiten cumplir con el oráculo cuyo encargo no es otro sino llevar a cabo la investigación, juicio y condena del asesinato del antiguo rey, que irónicamente, sabemos, concluirá en su autocondena. Como se aprecia, el oráculo adquiere la forma de un caso legal y al mismo tiempo indica la nueva disposición del hombre frente al derecho y a la ley. Edipo, en principio, es ajeno al crimen de Layo, no tendría él, a diferencia de Orestes, que cumplir con algún mandato en el orden de la venganza. Sin embargo, el interés de juzgar y condenar las infracciones cometidas ya no pertenece a la esfera privada sino a la pública, lo que se muestra en que es precisamente esta falta de interés en los ciudadanos de Tebas por investigar y juzgar el asesinato de su antiguo rey la causa de la epidemia que asola a su ciudad. Así, “donde dominan las leyes, uno no es juzgado y condenado por haber matado sino que alguien que ha matado es juzgado y condenado porque hay una ley que prescribe que alguien que ha matado tiene que ser juzgado”.xiv Juzgar significa aplicar una ley general y ello requiere de conocimiento.

Por tanto, aquel que está facultado para juzgar debe, como condición, adquirir conocimiento, tanto de la estructura del mandato general como del caso particular que queda subsumido a éste; es decir, debe saber qué ocurrió, cuándo, dónde, quién y por qué lo llevó a cabo. Se trata de un proceso no de compensación sino de comprensión, incluso de los móviles internos del actor, lo que nos lleva a la pregunta de entonces por qué Edipo se autocondena si él no sabía, por el contrario, había hecho todo lo posible por evitar el parricidio al que estaba destinado.

La inexorabilidad de la condena de Edipo parece ser fruto de su propio ímpetu por ejercer la instrucción del caso. En cierto momento de la obra se percata de la dificultad de llevar a cabo su encomienda respecto de un suceso que pasó hace tiempo y del que cuenta con pocos o nulos indicios. Ante tal problemática Edipo profiere una solicitud y una maldición.

Edipo.- […] aquel de vosotros que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa contra sí mismo, ya que ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país […]
Si, por el contrario, calláis y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar esta orden, lo que haré con ellos debéis escucharme. Prohíbo que en este país, del que yo poseo el poder y trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre, quienquiera que sea, y que se haga participe con él en súplicas o sacrificios a los dioses y que le permita abluciones. Mando que todos le expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo pítico del dios […] xv

Así, al ordenar que el culpable se expulse de la ciudad, lo que ordena es una autocondena que ya no depende de la mediación de alguien más que la pronuncie. En este sentido, Hölderlin llama la atención de un retroceso del ámbito legal a lo ritual, pues, en su consideración, Edipo no estaría hablando como juzgador de una falta sino como sacerdote en relación a un pecado que debe expiarse en aras de la purificaciónxvi; es decir, que estaría lanzándose al ámbito de la excedencia pura que habita en la esfera de lo sagrado. Advertimos entonces que, si al final de la Orestiada el derecho tenía que recurrir a la amenaza para desplegar su imperio sobre aquello que le excedía, en Edipo recurre a una maldición que, a diferencia de la amenaza, no supone un sujeto que pudiera valorar y reflexionar sobre aquello que le amenaza ante una posible transgresión, sino que la maldición ya la padece, es decir que es receptor de la misma “sin haberse podido decidir en su contra, [pues de hecho] la acción por la cual está maldecido […] ya ha ocurrido”xvii. Así, podríamos decir que al final, cuando Edipo adquiere el conocimiento trágico solo constata que ya ha sido juzgado, pues, como también nos lo indica Agamben, “el tribunal no te acusa, no hace más que recibir la acusación que tú te haces a ti mismo”. xviii

La tragedia de Edipo, como señala Rossett, es entonces la coincidencia consigo mismo, su desgracia es la de ser sólo él y no otro;xix y esta es la misma artimaña del destino comunicado en el oráculo. El suceso realmente acontecido viene a coincidir con el suceso anunciado sin importar lo que se haga para evitarlo. En este sentido, contrario de lo que considera el Eurípides de Aristofanes en Las Ranas,xx el destino no consistiría en un vuelco que precipita al hombre de un estado a otro, sino que, al eliminar la posibilidad de un doble, afirma “la necesidad asfixiante del presente, el carácter ineluctable de lo que ocurre ahora”xxi; por eso no hay escapatoria del destino, porque “lo que es, es, y no puede no ser”xxii; no existe otro sentido posible.

Suspender el juicio. Nietzsche y el nacimiento de la tragedia

La tragedia esquila y sofoclea, como se aprecia, hilvanan dos dimensiones de lo trágico que a la vez son dimensiones del juicio. Para Nietzsche “la falta de conocimiento que se da en el ser humano acerca de sí mismo es el problema sofocleo, la falta de conocimiento que se da en el ser humano acerca de los dioses es el problema esquileo”.xxiii No obstante, en cualquiera de los dos, lo trágico es la imposibilidad del juicio, pues la insuficiencia de conocimiento lo único que muestra es un sinsentido, el sinsentido de la existencia; de ahí la sabiduría del dios del bosque: “lo mejor de todo es no existir, lo mejor en segundo lugar, morir pronto”. xxiv Sin embargo, “el griego quería una huida absoluta de este mundo de culpa y de destino”xxv, y aunque precaria y fugaz, contaba con una opción que ahora le es negada al hombre moderno. Para Nietzsche, la náusea provocada ante el absurdo y horror de la existencia, el griego podía, a través del arte trágico, transformarla en representaciones que le permitían vivir. Por ello, para este autor, la estética no es nunca la simple contemplación o producción de algo bello, sino un experiencia de lo más allá de lo objetivable, mensurable y cuantificable, se trataría de una intuición que permite aprehender el mundo en cuanto tal.

En este sentido, lo apolíneo y lo dionisíaco, en la medida en que “brotan de la naturaleza misma”, no se reducen a potencias artísticas sino podrían considerarse fuerzas naturales o principios ontológicos. La tragedia ática constituye la síntesis más clara y en cierto modo más viva de estos contrarios, en donde se revela su lucha y su discordia, y es esta unión de las deidades, en consideración de Nietzsche, “un milagroso acto metafísico de la voluntad helénica”. xxvi

Dioniso es el “dios que viene”; un dios nómada conocido en otros lados y en otros tiempos. Ni siquiera hace patria en Tebas, lugar donde el mito marca su doble nacimiento. Es el dios que siempre llega de afuera, de un más allá; pero también una máscara que surge de las profundidades del mar como rostro desconocido que produce espanto y locura, a la vez que propone un enigma, una efigie a descifrar. Es, como lo llama Marcel Detienne, “un extraño extranjero”, según el doble significado del término xenus.xxvii Para Nietzsche lo dionisíaco es lo indeterminado, una voluntad ciega, irracional y azarosa que siempre aspira a más; es lo oculto, lo que no se muestra salvo a través de máscaras; una potencia siempre insatisfecha con sus representaciones fenoménicas. Como decíamos, no se trata de una deidad ni culto privativamente griego, desde Roma hasta Babilonia -y sobre todo la India, pues la imagen primigenia de Dionisos la encontramos en Shiva- puede rastrearse la existencia de festividades dionisiacas que, en consideración de Nietzsche, consistían en un “desbordante desenfreno sexual donde eran desencadenadas precisamente las bestias más salvajes de la naturaleza”. xxviii

Los griegos, siendo un pueblo tan “excepcionalmente capacitado para el sufrimiento”, xxix podían intuir o sentir, por así decirlo, los horrores y el dolor de la existencia; por lo que, ante la desconfianza en los poderes titánicos de la naturaleza y ante lo despiadado de la Moira, el griego tuvo que construir un mundo olímpico como “espejo transfigurador”,xxx en cuyo reflejo la existencia aparecía como lo apetecible de suyo, logrando así invertir la sabiduría del sileno, pues el dolor desde ahora era la separación de la existencia, como lo muestra el lamento de Aquiles en La Odisea. En esta operación, Nietzsche rescata, por encima de Zeus, la figura de Apolo como un dios padre, pues solo a través de la bella apariencia aparecen los dioses antropomorfos y se deja atrás el mundo indeterminado de las potencias titánicas. Apolo es el principio de individuación a partir del cual es posible la escisión o separación de la unidad originaria, por lo que también es principio de razón e inauguración del logos en la medida en que solo con la individuación aparecen las cosas en tanto entes separados de otros entes, de ahí la máxima inscrita en el templo de Apolo en Delfos: conócete a ti mismo. Sin embargo, así como en La Transfiguración de Rafael, en la transfiguración del olímpico optimista, el mundo violento de lo indeterminado no podía ser erradicado, sino que permanecía como auténtico fundamento. La bella apariencia solo funcionaba como un velo provisorio que intentaba ocultar este substrato sufriente; un velo que ante la irrupción de lo dionisíaco se hacía jirones haciéndole saber al heleno apolíneo que él también estaba “emparentado íntimamente con aquellos titanes y héroes abatidos”xxxi. Fue así que, a través de la embriaguez dionisíaca, la desmesura se abrió paso para develar la contradicción y el dolor desde el corazón de la naturaleza, un dolor acallado y prisionero en un mundo apolíneo de imágenes.

Aquí la voluntad helena no podía negar más ni difuminar el estado dionisíaco, pero tampoco podía arrojarse a él sin correr el riesgo de su propia destrucción. Para ello el griego tuvo que recurrir al arte. En la figura de Arquiloco, Nietzsche ve el primer artista dionisiaco, alguien liberado de la imagen y del concepto, identificado con el Uno primordial, con su dolor y su contradicción. A través de sus poesías líricas, el artista dionisiaco lanza “chispas-imágenes” en las que resuenan ditirambos y por eso su yo de artista retrocede. No es entonces ni su amor ni su pasión los que escuchamos, sino es la pasión dolorosa de Dionisio y sus ménades las que se nos aparecen. Es así que, en la medida en que el artista ha sido redimido de su voluntad individual, la irrupción de lo dionisiaco disuelve la antítesis de lo objetivo y lo subjetivo, y el artista “puede dar vuelta a los ojos y mirarse a sí mismo; ahora él es a la vez sujeto y objeto, a la vez poeta, actor y espectador”.xxxii

La forma más lograda del arte griego que permitió la reconciliación de Dionisos y Apolo fue la tragedia ática. Con su musicalidad en sus coros, por un lado, las imágenes oníricas del escenario, el lenguaje y el color, por otro, lo dionisiaco lograba objetivarse y dejar de ser una fuerza solo sentida pero no condensada. Así, a través de lo sublime y lo ridículo, el griego podía acceder a un mundo intermedio en el que el juicio quedaba en suspenso. En la conmoción de lo sublime y de la risa podía ir más allá de la bella apariencia sin al mismo tiempo buscar la verdad; unir lo dionisiaco y lo apolíneo, aunque sea de manera momentánea.

El griego civilizado se sentía así mismo en suspenso en presencia del coro satírico: y el efecto más inmediato de la tragedia dionisiaca es que el Estado y la sociedad y, en general, los abismos que separan a un hombre de otro dejan paso a un prepotente sentimiento de unidad, que retrotrae todas las cosas al corazón de la naturaleza. El consuelo metafísico -que, como yo insinúo ya aquí, deja en nosotros toda verdadera tragedia- de que en el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de las apariencias, la vida es indestructiblemente poderosa…xxxiii

Ahora, si aceptamos la suspensión del juicio como el punto más alto de la tragedia, lo trágico, como indica Rossett, debe permanecer como la “revelación de un súbito rechazo de toda idea de interpretación”.xxxiv Lo trágico es el misterio que sorprende. Lo trágico nos prohíbe buscar el porqué, la explicación, el sentido de lo que sucede. Pero el moderno es incapaz de vivir la experiencia trágica sino solo de manera caricatural, parcial e inauténtica, pues al constituirse la modernidad teleológica y cristiana, el lenguaje cristiano arroja una respuesta y por tanto una interpretación; niega lo trágico porque lo justifica con el pecado -y más aún, cuando el pecado ha sido vencido por el sacrificio de Cristo-. A través de la justificación y la interpretación, el moderno cree exorcizar el demonio trágico y librarse de la angustia, es por ello que alberga siempre un optimismo secreto en el fondo de sí. Optimismo que se traslada en optimismo por el derecho y en su figura primordial: el juez; ¿acaso no es el juez aquel a quién se le encomienda la tarea y misión de salvar y conservar? ¿de enseñar a vivir a aquellos que no aprenden por sí mismos y al mismo tiempo defender la tradición y la autoridad de la costumbre y de la ley? ¿de reparar los cimientos sin importar que todo se esté haciendo añicos?

La embriaguez es la única experiencia en la que nos cercioramos de lo más próximo y de lo más remoto, y nunca de lo uno sin lo otro. Pero eso quiere decir que, embriagado, el hombre solo puede comunicar con el cosmos en comunidad. La temible aberración de los modernos es considerar este experiencia como fútil, como irrelevante, y dejársela al individuo como delirio en bellas noches estrelladas.xxxv

La crítica Benjamiana del derecho tiene la virtud de mostrar su principio, su procedencia y sus sustancias míticas. De la amenaza a la maldición, el orden del derecho logra capturar todo el tiempo de una vida, pues desde que existe derecho no existe nacimiento ni muerte que no sea legal. Así, en tanto el juicio ya está dictado, la violencia de derecho es una violencia que se presupone así misma, que precede a su uso y que secuestra de antemano el tiempo de una vida, este es el sentido de lo que se llama destino. Sea castigo, represalia, retribución o en definitiva expiación, se cierne sobre esa vida como espada suspendida. Si concedemos razón a Nietzsche, la voluntad helénica tenía, en su arte trágico, una escapatoria momentánea de este orden, una salida que para nosotros, los modernos, ha quedado vedada; y en esa medida la insuficiencia actual de la experiencia trágica es también la insuficiencia de la experiencia jurídica. Así, queda planteada la pregunta: ¿es posible recuperar la embriaguez de aquel al que Baudelaire llamaba “el dios misterioso en las fibras de la vid”?xxxvi Pero quizá más importante aún, ¿es posible recuperar la embriaguez sin sucumbir a lo irracional, irrepresentable y destructor de lo absoluto afuera?


Referencias

i Menke, Christoph, La actualidad de la tragedia. Ensayo sobre juicio y representación, La Balsa de la Medusa, Libro digital EPUB, 2008 p. 8.

ii Menke, Christoph, Por qué el derecho es violento, Siglo XXI Editores Argentina, Libro digital EPUB, 2020, p. 60.

iii Benjamin, Walter, Para la crítica de la violencia, en “Ensayos escogidos”, Ediciones Coyoacán, 4ª ed., 2012, p. 180.

iv Idem.

v Derrida, Jacques, Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad, Tecnos, 2ª ed., 2008, p. 33.

vi Pereña, Francisco, Soledad, pertenencia y transferencia, Síntesis, 2006, pp. 11-19.

vii Esquilo, Euménides 778.

viii Cover, Robert, Derecho, narración y violencia. Poder constructivo y poder destructivo en la interpretación judicial, Gedisa, 2002.

ix Esquilo, Euménides 697-699.

x Menke, Christoph, Porqué el derecho es…, Op. cit. 88.

xi Benjamin, Walter, Op. cit., p. 181.

xii de Romilly, Jacqueline, La tragedia griega, Gredos, 2011,p. 82.

xiii Ibid, p. 89.

xiv Menke, Christoph, La actualidad de…, Op. cit., p. 42.

xv Sófocles, Edipo Rey 225-245.

xvi Oyarzún, Pablo, Friedrich Hólderlin. Anotaciones al Edipo, anotaciones a la Antígona, en “Revista de Teoría del Arte, Núm. 4, abril de 2001, pp. 79-115.

xvii Menke, La actualidad de…, Op. cit., p. 50.

xviii Agamben, Giorgio, Desnudez, Anagrama, 2011.

xix Rossett, Clément, Lo real y su doble. Ensayo sobre la ilusión, Tusquets, 1993,pp. 37-38.

xx Aristófanes, Las Ranas, Gredos, 2022.

xxi Rossett, Lo real y…, Op. cit., p.47.

xxii Idem.

xxiii Nietzsche, Friedrich, La visión dionisiaca del mundo, en “Obras completas”, vol. I, Tecnos, 2011, p. 471.

xxiv Ibid, p. 465.

xxv Ibid, p. 469.

xxvi Nietzsche, Friedrich, El nacimiento de la tragedia, Alianza, 9ª. reimp., 2009, p. 42.

xxvii Detienne, Marcel, Dionisio a cielo abierto. Los mitos del dios griego del desenfreno, Gedisa, 3ª reimp., 2003, p. 28.

xxviii Nietzsche, El nacimiento…, Op. cit., p. 50.

xxix Ibid, p. 55.

xxx Idem.

xxxi Ibid, p. 71.

xxxii Ibid, p. 69.

xxxiii Ibid, p. 79.

xxxiv Rossett, Clément, La filosofía trágica, El cuenco de plata, 2010, p. 17.

xxxv Benjamin, Walter, Calle de sentido único, Akal, 2015, p. 78.

xxxvi Detienne, Marcel, Dionisio a cielo…, Op. cit., p. 11.


Bibliografía

Agamben, Giorgio (2011), Desnudez, Anagrama.

Benjamin, Walter (2001), Para una crítica de la violencia, en “Iluminaciones IV”, Taurus, 3ª ed.

Benjamin, Walter (2005), Calle de sentido único, Akal.

Cover, Robert (2002), Derecho, narración y violencia. Poder constructivo y poder destructivo en la interpretación judicial, Gedisa.

de Romilly, Jacqueline (2011), La tragedia griega, Gredos.

Derrida, Jacques (2008), Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad, Tecnos, 2ª ed.

Detienne, Marcel (2003), Dionisio a cielo abierto. Los mitos del dios griego del desenfreno, Gedisa, 3ª reimp.

Esquilo (2017), Tragedias, Alianza, 2ª ed.

Kerényi, Karl (1994), Dionisios. Raíz de la vida indestructible, Herder.

Menke, Christoph (2008), La actualidad de la tragedia. Ensayo sobre juicio y representación, La balsa de la Medusa, Libro digital, EPUB

Menke, Christoph (2020), Por qué el derecho es violento, Siglo XXI, Libro digital, EPUB.

Nietzsche, Friedrich (2003), La filosofía en la época trágicas de los griegos, Valdemar, 3ª ed.

Nietzsche, Friedrich (2009). El nacimiento de la tragedia, Alianza, 9ª. reimp.

Nietzsche, Friedrich (2011), La visión dionisiaca del mundo, en “Obras completas”, vol. I, Tecnos.

Nussbaum, Martha (2018), La ira y el perdón. Resentimiento, generosidad, justicia, Fondo de Cultura Económica.

Otto, Walter F. (2017), Dioniso. Mito y culto, Herder, Libro digital, EPUB.

Oyarzún, Pablo (2001), Friedrich Hólderlin. Anotaciones al Edipo, anotaciones a la Antígona, en “Revista de Teoría del Arte, Núm. 4, abril, pp. 79-115.

Pereña, Francisco (2006), Soledad, pertenencia y transferencia, Síntesis.

Rossett, Clément (1993), Lo real y su doble. Ensayo sobre la ilusión, Tusquets.

Rossett, Clément (2010), La filosofía trágica, El cuenco de plata.

Sófocles (2022), Edipo Rey, Gredos.

Francisco Santamaría

Abogado, actualmente estudia el programa de doctorado en el Colegio de Saberes.