El leer el texto de Heidegger[i] me produjo cierta melancolía.
Si Heidegger planteaba que hablar del habla es peor que escribir sobre el silencio, a mí me parece que escribir del habla se asemeja a esa imposibilidad. Escribir del habla y hablar del habla me resulta tan complejo como escribir en prosa este sentir melancólico. Me siento como Heidegger, si es posible esta comparación, al describir lo que puede ser el habla en tanto marco conceptual, pero no es: imposibilitada. Es decir, se habla del habla en tanto expresión, capacidad comunicativa, gramática, y es, pero a la vez no. Me parece que hablar del habla no es hablarla, es sentirla. Quizá puedo hablar del habla, corrijo, escribir del habla. Quizás, a través del acto poético puedo invocar el habla: la propia.
Melancólico abismo
certidumbre imprecisa
invocar-me en el silencio no prescrito
desdibujar los límites marcados por códigos,
inútiles herramientas.
Difícil pensar cuando no es la intención
Absurdo intento de entender lo que se siente
Invocar-se en el silencio del habla
Momento preciso de encuentro
Melancólico arrebato
Íntima complicidad
Propio arrebato de lo otro,
del otro
Del otro en mí en tanto que le invoco
Del mí en mí en tanto me invoco
Invocar-se
Diferencia íntima en este silencio
Melancólico silencio.
Quizás haya cierta melancolía porque me parece que al invocar creamos intimidad, invitamos a lo que ya sabemos que existe, algo que está ahí suspendido, casi esperando ser llamado. Me parece que al invocar lo que está, es cuando creamos esa intimidad entre la cosa y una/uno mismo, sin embargo, la cosa deja de ser cosa para convertirse en parte de mí, en tanto que lo invoco, lo nombro, me vuelvo cómplice de esa intimidad. Arrebato de esa intimidad al invocar.
Al leer invocar, me produce melancolía porque es hacer salir. Arrebatar. Hacer erupción lo que habita en mí.
[i] Heidegger, Martin (1979). El habla, en De camino al habla. Del Serbal-Guitard.
Escritora nocturna de desvelos (in)necesarios e infancias distraídas. Poeta en recuperación. Amante de la melancolía y los pies calientitos. Danzante de amistades para reinventarse en el acto amoroso y el abismo espontáneo. Dice ya no ser psicóloga ni psicoterapeuta, sino caminante de un laberinto que palpita. Acompañante de adolescentes que no hacen más que recordarle las angustias de lo incierto y las risas de lo auténtico. Y aunque haya nacido en la ciudad donde la vida no vale nada, concuerda en que vale la pena ser vivida al arriesgarla.