“La ciclotimia trágica”
El lado A: lo real
Hay en las relaciones de las personas extraños hábitos. Como creerse cosas inverosímiles de sí mismos o de los demás. Y más en las familias, nidos de costosos hábitos.
La familia es el epicentro íntimo y silencioso donde germinan, crecen y florecen los más oscuros o encubiertos hábitos del amor, que sustentan el origen de toda fábula dramática. Bajo el techo del hogar se diseñan esas tenebrosas tramas que anudan el destino de los parientes. Y sus costumbres, habitadas bajo el cómodo lema de “lo llevamos en la sangre”, se repiten cotidianamente, en el infierno de una serie de vidas castigadas al apego del amor familiar. Al cobijo de la casa. Al amparo de una idea sostenida en la fuerza de un núcleo genético. Una hábito afectivo lleno de fe, que duele más y alivia poco.
Pero ya lo han dicho los poetas: en las casas los muros oyen, tienen memoria, y desde sus grietas se leen historias silenciadas. Las paredes se deslavan o quiebran, y dejan ver a través de ellas. El óxido de las ventanas anuncia el peso de las manos que las tocaron, esas emociones contenidas dejan huellas en los metales. Ni qué decir de los objetos olvidados, los muebles abandonados, los platos perdidos, y ese zapato que nadie recogió. Los restos son testigos chismosos.
Quiénes miran o penetran al interior de esas paredes agrietadas son las tragedias, dispositivos literarios que en su mirada penetrante interpretan poéticamente las vidas de los habitantes del hogar. Son las lectoras de los restos. Y también de los habitantes. Y de la interacción entre restos y personas. Y, más aún, de los huecos que quedan entre los restos y las personas. Las tragedias nos han mostrado cosas terribles, muchas veces insoportables, tanto que parecen inverosímiles. Han penetrado a los últimos rincones de las casas, ahí donde no hay ventilación ni posibilidad de testigos. En esos rincones, donde los parientes se creen solos y protegidos por la intimidad, la mirada de la tragedia lo ve todo. Atraviesa no sólo muros, también túneles, territorios ignotos, o se filtra al interior de los cuerpos. Y es el sudor. Y la sangre. La saliva. Órganos vitales expuestos. La mirada trágica tiene habilidades para ver todo aquello que es negado, para descubrir lo oculto, quitar cortinas, destapar pozos, abrir heridas mal cicatrizadas. Y, a veces, hasta describe alucinaciones o pesadillas con nefastas consecuencias en el mundo de la objetividad.
Esta mirada implacable de la tragedia ha visto cómo los hijos matan a sus madres, cómo se prolongan los incestos, cómo las mujeres se comen a sus hijos, cómo los hermanos deshonran a sus hermanas, cómo se violan las reglas por todos medios irracionales, cómo los parientes se contagian de locura, cómo se llega al límite de todas esas cosas que no son fáciles de enunciar. Y, entre todos los mecanismos literarios o poéticos de los que damos cuenta en la historia escrita: la tragedia es el intento más lúcido para describir el horror de las acciones humanas. Y el dolor. Es la literatura más constante en su intento de romper los límites de lo inefable.
Pero, también, la tragedia piensa. En su mirada arrastra ideas. Y entre líneas puede verse esa necesidad de encontrar un lenguaje propio, esa inventiva que rasca en la historia del lenguaje para encontrar las palabras difíciles de enunciar. A veces no hay palabras que tengan lugar en la mirada trágica. Y entonces la tragedia encuentra otros recursos que van más allá del lenguaje. Como el silencio. O las metáforas de las acciones. Y la música. Como sea, en sus ideas, sus palabras y sus narraciones se encuentran descritos individuos y acciones excepcionales. Grandes. Ejemplares. La tragedia representa lo que siempre pasó, y lo que siempre está sucediendo: las personas se destruyen. Mucho, y más, en la familia. Y aunque el alcance del lenguaje cruel de la tragedia parece interminable, y su pensamiento rebaza toda frontera lógica, nunca supera la verdadera crueldad de la existencia.
El lado B: la ficción
Lo esencialmente trágico, son las ruinas. Es lo que queda después de la cadena de errores, dolo, violencia y mella del tiempo, lo que ya no tiene remedio. Es ese camino sin retorno o hechos sin nuevas costuras lo que nos arrastra a la mirada desoladora desde una grieta, donde ya nada y nunca volverá a ser como fue. Ese ojo lúcido que es la tragedia, deja ante nosotros una mirada desnuda de la monstruosidad destructiva, la tendencia humana más constante e inevitable. Según el abecedario trágico, la destrucción es lo propiamente humano: donde hay dos, sólo debería haber uno. Y cuando hay tres: sólo debe haber dos. Pero cuando hay dos, solo debe haber uno. Y así sucesivamente, sin pausa.
Antes de las ruinas, incluso antes de ver sobre la escena trágica los cuerpos tirados en el piso, los cuchillos clavados, los venenos circulando en la sangre o los cuerpos copulando sobre carnes prohibidas: hubo algo que destruir. Alguien a quien quitar del entorno. Y hubo motivos. Mejor dicho: un motivo. Este motivo es nada. O es cualquier cosa. En realidad, según el ojo trágico, los motivos dramáticos siempre son pequeñeces. Son ideas obsesivas que caminan en la mente de los personajes. El centro del motivo es, simplemente: el deseo de desear. Que es lo más parecido al hambre: si no tengo esto, si no me como esto, desfallezco. Y antes de mí: que desfallezcan los demás.
El motivo dramático se entiende como un deseo urgente, apremiante. Y no es cualquier deseo, no. Es el deseo del desear. Es tan profundo y vital como un instinto, o ¿por qué no?: es el instinto de ser como debería ser si tuviera lo que debería de tener. Un personaje es en función de lo que desea, y sin deseo no hay personaje, porque este desear es el motor de lo que hace, lo que consigue y lo que tiene. El motivo es parecido al masticar: un deseo que da vueltas dentro de la psique del personaje, a veces se traga, a veces se escupe, y otras veces se recicla.
Cuando Aristóteles nos dice que un personaje es lo que hace, sabemos que lo que hace es desear, y que es este deseo es el que empuja y arrastra la acción dramática hacia su destino. El destino no es la ley que dibujaron sobre los muros esas señoras llamadas Parcas, tampoco es un designio inamovible, el destino en términos dramáticos es: todo aquello que se hace para desear lo deseado, y conseguirlo. De hecho, conseguir lo deseado, es lo más trágico de las tragedias. Esa es la aporía trágica: desear un deseo conduce a la muerte del deseante. Y a la destrucción de los que creyeron desear el deseo del deseante, y peor aún: a la casualidad de formar parte del perímetro del deseante. El deseo es contagioso. El deseante tiene la facultad de hacer del objeto de su deseo un deseo para ser deseado. Y quienes caen en la atmósfera de un deseo deseado, sí caen: terminan destruidos. ¡Cuántos han muerto en la persecución de un deseo ajeno!
Así, el personaje desea cosas, ideas o personas que son nada. En realidad el deseo deseado es una ilusión, es algo que no existe, que se esfuma o desinfla con apenas enunciarlo: poder, amor, fuerza, venganza, identidad, justicia. Esas cosas no existen realmente. Son inventadas. Se fabrican para ser deseadas. Ilusiones bien envueltas. Los deseos son la telaraña sexy en la que todos los personajes caen seducidos. Y una vez envueltos en los hilos invisibles del deseo: ya no hay forma de escapar. De ahí las palabras que son propias del actuar del personaje, los verbos dramáticos: persuadir, arrastrar, hipnotizar, empujar, atraer, mentir, maquillar, ficcionar, simular, actuar y jugar. Verbos todos que tienen doble cara, una ciclotimia entre la verdad y la ilusión.
El objeto del deseo es una invención mortal, que sirve para vivir. Un veneno que sabe bien. Y es tan necesario que sin el… todo sería en vano. La balanza trágica es así: si deseas caes, pero si no deseas te harán caer. Desear es tan importante y grande, que de no hacerlo nada de lo vital tendría sentido. Y el que carece de deseo es un muerto con órganos funcionando. No importa qué, o cuánto, o dónde: pero hay que desear. En el mapa dramático el que no desea está loco. Y los locos no importan a la tragedia. Importa, en cambio, cómo un deseo lleva a la locura, es decir: a la muerte del deseo. Se desea tanto, pero tanto, que se mata el deseo.
Para los trágicos griegos e isabelinos el ejercicio de desear algo intangible es tan vívido en la mente del deseante, que parece real. Esta ciclotímica relación entre lo inexiste y lo vívido del deseo, es la sustancia misma del dolor, el error trágico, y la muerte. Los grandes personajes trágicos o cómicos son grandes deseantes. Sus objetos de deseo pueden intercambiarse (es lo que sucede con las adaptaciones de los clásicos) pero no la intensidad de su deseo. Son deseantes delirantes, a veces afiebrados, confunden las cosas y las realidades bajo el barniz de su percepción paranoica. Porque el deseo reinventa la realidad. La construye a su imagen y semejanza.
El deseo se mueve hacia el desear gracias a que no se tiene, y que pasa en la imaginación. Obtenerlo es la estamina que nutre la hibris del personaje, y su posterior trama en la fatalidad. Pero no es la ilusión fantasmagórica del deseo lo que verdaderamente atrae lo trágico y lleva a unos personajes a la muerte, y a las ruinas a otros. Es el hecho de que el deseo no es cuestión mía, es que lo que se desea lo deseas tú y otros más. A veces todos. Se desea porque alguien diseñó ese deseo, alguien lo señaló y lo escogió. Y este afán, a veces veleidoso, a veces implacable, sostiene la bisagra del drama: el conflicto. Entendido el conflicto como una oposición de fuerzas es algo inútil. En realidad, el conflicto dramático consiste en que dos personajes desean lo mismo, pero por diferentes razones. Es el desear la misma cosa lo que pone a los personajes en la encrucijada compleja del conflicto. Y es ese esfuerzo por conseguirlo que el dramaturgo busca o escarba en lo más profundo de su caja de herramientas, para encontrar cuáles serán las estrategias de los personajes para ganar, ser los primeros en apropiarse definitivamente de lo deseado. Lo deseado es un tesoro, que brilla y llama con música de sirenas. Caer en sus fauces es el éxtasis dramatúrgico.
Así, el conflicto, que es aliento de la fábula, hace crecer la obra dramática con la motivación, que a su vez es la fuerza del deseo, que se propone obtener un tesoro que no existe. Es lo inexistente lo que cobra sentido dentro de las fantasías del personaje, para apropiarse de un pretexto vital. ¿Es el desear lo deseado una mímesis? Para Platón la mímesis es peligrosa (porque invita a imitar y en el teatro vemos lo peor). Para Aristóteles la mímesis ocurre en la cabeza del espectador, quien al ver en la escena la representación de su propia subjetividad, se apropia de la ficción y hace suya esa realidad. Aristóteles abre un sesgo en la mímesis dramática que es fundamental en la creación dramatúrgica: el drama nos ayuda a observar la realidad. Es un espejo convexo, donde la ficción define lo real. La tragedia se eleva a las alturas filosóficas.
Tomando de la mano las propuestas aristotélicas, el asunto del drama no son los escándalos de la vida, ni lo patológico o crítico de las condiciones existentes. Es, más bien, eso que no se ve, que está ahí resguardado debajo de lo evidente, es desear en silencio y en secreto a los otros y lo que los otros han obtenido. El drama es la escritura de los hechos guardados. Y en esta mirada, la mímesis penetra, cual cuchillo afilado, al origen de toda identificación o afinidad con el otro: el deseo. La fuerza suprema de tener lo que otros desean. Y destruirlos en el camino.
En el filo de la bisagra: el ejemplo mítico
El misterio, el mito y lo místico son deseos que se parecen: en todos en necesario cerrar los ojos o los labios para experimentarlos. Ante los tres el rostro se cubre, para soñar en la propia intimidad. Cuántos deseos se han diseñado para sostener un misterio, para adentrarse en un mito o para habitar lo místico. Los deseos oscuros son lo mejores. Son los más deseados. El acto de desear se vive con los ojos cerrados. Los labios se cierran para callar el deseo o, a veces, porque no hay palabras que describan los deseos más íntimos. Y de este modo oscuro y silencioso, se han creado monumentos deseables llamados mitos.
Los personajes imaginan su deseo cuando están solos, para luego salir al mundo como deseantes activos, protagonistas de una trama mítica. Cada trama es una mitología, con sus propias y singulares coordenadas míticas. Vivir un mito es algo muy deseado. Es la gran experiencia de la mímesis. Algo que alguna vez pasó, ahora puede pasarme a mí. Eso que otros han experimentado, ahora quiero vivirlo yo. Necesito ser y actuar como aquellos que han atravesado circunstancias como las que estoy viviendo. O, quiero resolver este conflicto que me atraviesa haciendo lo que ellos hicieron en el pasado. Deseos de este tipo pasan por la hibris de los personajes. Y deseándolos con todo su espíritu, se entregan al mito en cuerpo y alma.
Estos mitos no tienen por qué ser los historiados o antiguos, los mitos creados y vivos en el presente también son inexplicables y difusos. Es que el mito tiene este componente, su propia semilla, de intentar explicar algo que pasa todo el tiempo, pero con una claridad tangencial, poco nítida. Intenta abordar, de manera tan turbia como profunda, quién soy. El mito simula lo real. A la persona real, o a los hechos reales que vivió la persona real. Entonces, vivir aquella otra lejana realidad en carne propia y en presente es un deseo tremendo, un deseo que se acerca a lo divino. Es la razón para estar en este mundo.
Dado que el mito se adentra a lo desconocido, está dotado de instantes místicos. Y misteriosos. Imágenes simbólicas que impactan y mellan. No importa que sean incomprensibles, son, según el deseante mítico, trascendentes. Y, por distantes e inalcanzables, son genuinamente deseables. Así, los personajes se sienten extasiados al vivir en carne propia el mito para el que fueron llamados. Este éxtasis se vive como un deseo único, que no tiene igual. Son elegidos. El deseo de mímesis mítica puede transportar a los personajes a fantasías supremas, donde se viven tan altos y elevados que pueden sentirse casi dioses, inmersos en un misterio que los arrastra hacia una verdad, un límite donde se abren todas las puertas del saber. Preguntemos a Agamenón si esto no es verdad. O a Edipo. O a Aquiles. O a Hamlet.
La tragedia nos ha dicho innumerables veces que los legados familiares son un gran mito. Y que cuando un miembro de la familia asume/desea este mito para el que fue llamado, lleva consigo las voces de sus ancestros, como las guías místicas y sabias que lo conducirán con éxito a la cúspide prometida. Este deseo, del héroe leal, es un mito tan ordinario y corriente, que a cualquiera le pasa. Es decir, se lo cree. Es un deseo que ocupa un porcentaje altísimo de tramas en la historia de la literatura trágica.
La tragedia también nos ha dicho que la fidelidad del amante es un deseo mimético mítico muy socorrido. Shakespeare lo explica muy bien. Su habilidad para romper la solemnidad del mito y dotarla de deseos cotidianos nos hace sentir que el mito quedó atrás. Pero su escritura es un espejo, donde los mitos se reflejan con la cara del presente. Shakespeare estudia el deseo del deseante con tanta profundidad real que, más que doloroso, resulta cómico. Ese es un accidente de los deseos míticos, pueden volverse anacrónicos. Su aliento mítico cercano a lo trágico cae estrepitosamente a los ojos de un mundo donde su mitología ha perdido sentido de verdad o realidad. Es sabido que algunos mitos caducan, dejan de hablar en el presente. Estos deseos míticos caducados son materia prima de escarnio, hay que burlarse de aquellos que desean cosas obsoletas. Los buenos deseos, en la mente ordinaria de los deseos miméticos míticos masivos, es que éstos deben ser contemporáneos.
La tragedia repite e insiste en decirnos que algunos deseos miméticos míticos nunca morirán ni caducarán. Son los deseos más deseados y más mitificados. Como el poder. O Dios. En la mirada trágica, el mito del poder se codicia de la A la Z en el relato de la Ilíada, donde comprobamos que el deseo de poder es un pretexto mimético que viene embarazado de otros deseos miméticos míticos:
-El mito de ser leales a la palabra prometida.
-El mito de la belleza femenina.
-El mito de la fidelidad amorosa.
-El mito del valor heroico.
-El mito de la amistad incondicional.
-Otros mitos como: hacer de los prisioneros esclavos, conocer el amor y el sexo en el campo de batalla, el mito de morir honorablemente, el mito del sacrificio, el mito de regresar a casa después de la batalla… entre otros.
-Y, finalmente, el más serio y trágico de todos los mitos: el mito de la importancia de creer en un mito.
Visto así, hay en el deseo mimético mítico una aporía cruel en la que desde su lado A todo es real, verídico y doloroso. Y desde su lado B todo es ficticio, con apariencia de verídico, y también doloroso. El personaje trágico deambula, pues, en esta ambivalencia entre lo ficticio y lo sincero. Tratando de decidir, a tientas, de qué lado quedarse. A fin de cuentas: el dolor es inevitable. Cuántas anagnórisis no se tratan de instantes donde el personaje se reconoce dentro de una farsa o, simplemente, despierta del delirio falso que ha habitado por un largo periodo. Y al revés: de tanto ver la luz, mejor esconderse en el cuento interior, donde la ficción es más razonable.
En esta ciclotimia interna, el personaje padece su naturaleza desde su hibris, abierta y palpitante como la carne viva que es. Y hoy, el personaje contemporáneo se burla tanto de su verdad como de su mentira, habita su bipolaridad con cierto escarnio, protegiéndose de sí mismo. Ya lo había visto así, premonitoriamente, Jean Genet: el teatro de las cosas es más real que las cosas mismas. ¡Cómo no reírse de sí mismos en estas imágenes deformadas!
Artículos de farmacia para la ciclotimia
Si la mirada trágica nos advierte que la destrucción entre las personas es normal, habitual y hasta necesaria, también nos consuela con artículos farmaceúticos. Ancestrales recursos clínicos que alivian las dolencias de las ruinas, o los deseos catastróficos. La más antigua y sana de todas las curas es la purga. Las hay individuales y las hay colectivas. Y ambas son útiles. Aunque la colectivas pueden ser peligrosas, en ellas los deseos miméticos míticos pierden la proporción de los límites y la locura se vuelve viral. Pero, desde su latente peligro, estas purgas colectivas han sido en el tiempo histórico potentes dispositivos de alivio o, al menos, eso creen quienes las han vivido. Como los sobrevivientes de las pestes.
Aunque las alarmas del dispositivo trágico siempre están activadas, alertando de los peligros, parecen mudas o sordas a los oídos de una vida cotidiana ensimismada, en la que los deseos miméticos míticos suceden con los ojos cerrados. Eso de vivir alarmados es como una pesadilla constante, sin los beneficios del sueño. Y entonces es mejor ser purgados eventualmente, que constantemente atentos. La farmacia trágica tiene recursos para todos los estados de la ciclotimia: mecanismos para adormecer los deseos (el temor trágico), curas para aliviar los escombros desastrosos que restan después de satisfacer los deseos (la fábula), aliento y esperanza de vida (mímesis de la representación), relajación para el sistema nervioso (el castigo o némesis) y, además de otros, combinaciones y mezclas diversas a criterio de cada autor. El asunto es que, de todos los deseos, los deseos miméticos míticos son los más necesitados de curas y artículos de farmacia. Es comprensible, los mitos tienen secretos inesperados en su reducto oscuro, enfermedades desconocidas que brotan de repente. Es por esto que hay que considerar en los stocks de estas farmacias los imponderables, ya que el poder amenazante de los mitos nos rodea ominosamente, y puede hacer efectiva su crueldad en cualquier instante, sin posibilidad de retorno.
La otra cura que la farmacia trágica pone al servicio de los deseos miméticos míticos es la catarsis. Es una medida tanto emergente como paliativa. Incluso, a veces, preventiva. Dice la mirada trágica que algunas tragedias son, más que poemas, centros de emergencia espiritual para los personajes y para los espectadores. En estos centros de emergencias, los llantos y la carcajadas borran dolores guardados en el fondo de la mente o el alma. Hasta tienen ambulancias: el Deus ex machina, por ejemplo. Llega desde la nada, modifica las circunstancias, transporta al enfermo al hospital – o antro divino- y todo vuelve a quedar en relativo orden. Ya lo que pasa dentro de la ambulancia a nadie le importa. O, en todo caso, se escriben las tetralogías para dar seguimiento al hilo de esa trama.
Visto así, las tramas, los personajes, los agravios, el lenguaje, los mitos mismos, son un aparador de frascos homeopáticos que curan con lo mismo que enferman: las pasiones de carácter, los errores de los vínculos, los deseos. Pero, hoy, hay escases de productos farmacéuticos. O, mejor dicho, los males trágicos de la tragedia trágica se extinguen lentamente, como si los anticuerpos de los personajes hubieran detectado una manera de sobrevivir sin grandes y estruendosas pasiones. Aunque lo trágico nos persigue y es inevitable, la tragedia trágica literaria parece agotarse. El misterioso universo mítico, de profundo y largo aliento dramático, donde los personajes se topan ante lo insoportable, parece no encontrar su norte en la ficción contemporánea y deambula quién sabe dónde. Hay un luto en el presente por la tragedia trágica. Errante y desorientada, hoy no se asoma a la ficción dramática con toda su fuerza. Estos son tiempos de comedia, farsa, o dramas complacientes que se valen de eventos drásticos o tremendos para intentar aproximarse a los horrores de los clásicos deseos miméticos míticos. Al parecer, los sucesos cotidianos y reales, dolorosos o paradójicos, entretienen más que la ficción trágica mítica. Los deseos miméticos de hoy desean algo más parecido al morbo y al goce que al síntoma extático mítico. Para Aristóteles o Nietzsche, el entretenimiento es lo menos importante del teatro. Para ellos la visita a una tragedia supone una catarsis profunda, un desequilibrio del sistema nervioso, la llegada de una epifanía. Hoy hablamos de satisfacción. Ansiedad por el chisme. Rápida resolución de la incertidumbre. Morirían sobre sus tumbas otra vez los trágicos de todos los tiempos al ver cómo, hoy, la catarsis se borra para dar entrada al voyerismo.
Por suerte,los personajes no mueren. Sobre todo los trágicos, que no deben morir. Porque son medicina eficaz y universal en esta farmacia trágica. Desde su final ficcionado, donde su muerte calmaría en algún punto los agravios cometidos, el drama de sus vidas persiste doliente tanto en el tiempo de la realidad como en el limbo de la ficción. Edipo, Electra, Orestes, Hamlet, Nora: no pueden morir. Su muerte en la ficción persiste en otras ficciones, que los usan para perpetuar, reinventar, reacomodar los daños de su Pathos. Y, no solo eso, sirven de pretexto para explicar los misteriosos desastres de su arquetipo, que se replica en la realidad, como semillas de deseos miméticos míticos.
Según Esquilo, los personajes pueden ser perdonados por los dioses, y sus faltas corregidas o borradas. Y en este perdón, se alivia la estirpe, la familia, la cadena humana vinculada al incidente trágico. Es el caso de Orestes. Fue juzgado, perdonado y su agravio quedó borrado junto con los otros crímenes cometidos en la familia. Pero a Esquilo nadie le hizo caso, y su recurso no inspiró a otros autores que usaron el mismo mito. Ningún otro autor siguió su camino. Porque es mejor castigar a los personajes que liberarlos. Como si en ese castigo irreal se limpiaran los castigos reales. Orestes siempre será un loco que vaga por el mundo, en geografías extrañas, ciudades estridentes, viajes sin destino. El asesino de su madre no quiere ser perdonado por nadie. Y como los dioses han muerto, el perdón de los personajes murió con ellos.
Electra, cuya vida es inútil para ella misma, lo que más desearía en su vida literaria es la muerte. Detesta muchas cosas, demasiadas para soportar una vida ordinaria. Su mayor incomodidad existencial es su propia madre, y como ella no es capaz de matarla, pide a su hermano que lo haga por ella. Pero, el hecho de ser la autora intelectual del crimen, la coloca en el reinado de las mujeres oscuras, raras, odiosas, peligrosas… e inteligentes. Electra, y el manojo de sus debilidades, se ha vuelto un ejemplo de mujer virtuosa, digna de ser copiada. Es el origen de las Darks: aquellas que no toleran el mundo y el mundo no las merece. Si ella misma se viera caminando en las ciudades del mundo, si viera su nombre pintado en los muros de las calles, si conociera los cómics hechos en su nombre: se odiaría más a sí misma y desearía doblemente su muerte.
Sobre Edipo se ha dicho demasiado, al punto de que cualquiera habla de él, sin tener la menor idea de quién es. Mencionar a Edipo es moneda corriente. Él, el gran buscador de su destino, encuentra su designio en boca de habitantes del presente: gente que habla de tópicos, sin saber el origen de las cosas. A Edipo le alcanzó con el tiempo el otro complejo de Edipo, la aporía de muchos destinos urbanos: gente que no sabe que debe buscar el origen de las cosas, y la más importante de todas, el nacimiento de sus problemas.
Ninguna descripción puede ser tan precisa y detallada como el carácter de Hamlet para hablar de un nini: hipster, mantenido, confundido, enamoradizo a medias, conflictuado con su madre, universitario eterno, melancólico que opina sobre la existencia, harto de la familia y negado para ganar dinero. Hamlet, que siempre si sintió único y original, se sorprendería de que hoy toda una generación de individuos merecen llamarse como él. Si él, como Electra, se viera reflejado en las calles de las ciudades del mundo, actuaría como Ofelia: llenar de piedras sus bolsillos y hundirse en el río.
Finalmente, Nora: ese personaje creado por Ibsen en Casa de muñecas, ese modelo de mujer que con tal de encontrarse a si misma abandona la casa, el marido y las normas impuestas a una feminidad espantosa. Nora se pone de moda cada cierto tiempo. Se usa su nombre como bandera en distintos episodios feministas, o causas que ayudan a fortalecer a las mujeres. El #METOO la usa como ejemplo de mujer íntegra y emancipada. Pero ella, tal cual fue concebida, al salir de casa lo único que desea es pasar desapercibida, no ser juzgada ni etiquetada, y poder caminar en el mundo con la conciencia tranquila. Sin embargo, todo se ha especulado de ella después de su salida de casa. Le adjudican oficios como prostituta, secretaria, sirvienta, psicoanalista, y algunos defienden que es una faminazi, lesbiana, yonqui. Pobre Nora. Según los hombres y las mujeres convencionales nunca debió salir de casa. Según las modas sirve de modelo one size fits all. Mientras que Ibsen solo quería contar el drama de una familia burguesa, la antípoda de una farsa mimética feminista.
El espectador, último eslabón de la ciclotimia trágica. El ser humano real. El más vulnerable de todos los participantes en la aventura de la ficción dramática o teatral. Esta persona, sentada ahí, ante el escenario, observando la vida de otros. Deseando, o bien ser como esos otros, o bien deseando no ser como esos otros. En cualquier caso: opera en su subjetividad un deseo mimético, secreto y silencioso que nadie puede conocer. A menos que ría, llore o tenga ataques de tos, lo que siente un espectador ante la mímesis de la representación es un misterio. Los teatros oscuros y las salas de cine oscuras, son una invitación a cerrar los ojos, a cerrar los labios, a vivir cualquier ficción bajo el posible cobijo de una mímesis de aliento mítico. Ante mí está esa posible otra vida mía, en la que yo en esas circunstancias actuaría de este modo, yo sería mejor, yo haría las cosas más, mejor, mucho… yo, yo, yo… Para el espectador, la simple experiencia de ser espectador ya es una cura. Su inmersión en la mímesis lo limpia de sí mismo. Más ficción es capaz de mimetizar un espectador, más limpia estará su alma. Y es que el placer de la ficción nos da esto: la experiencia falsa de un deseo deseado íntimamente, y se parece tanto a la realidad, que es real.
Qué útil es el actor. Quizá la medicina más antigua que ha tenido la farmacia trágica. El medicamento ideal: un vehículo que transporta la sustancia mágica/curativa y cuya dosis depende de quien la recibe. Es orgánica. Sobredosis inocuas. Fascinación al alcance. Estados alucinógenos permitidos y fantasías eróticas también. Inofensivo siempre. ¿No son los actores unos deseantes que habitan el deseo del personaje como propio? Y, más lejos aún: ¿no es el espectador un deseante cobarde que vive el deseo de un mito a través de un actor, que no es nadie y necesita de un personaje para habitarse a sí mismo?
En la ciclotimia trágica nos buscamos, deseando ser los protagonistas de un mito. No es un afán inútil. Vale tanto como la vida misma, divertida y cruel.
Dramaturga, guionista, directora. Maestra en Saberes sobre subjetividad y violencia. En 2019 gana el Premio Juan Ruiz de Alarcón de dramaturgia. Sus obras se han traducido a 8 idiomas y se han presentado en distintas partes del mundo. Si bien la temática de su teatro se basa en la mitología y la deconstrucción de la tradición literaria, sus trabajos como guionista en cine y televisión están inspirados en problemáticas sociales y femeninas. Ha sido miembro del SNCA y dirige el Consultorio de dramaturgia en el Centro de las Artes de San Agustín, Oaxaca. Actualmente es doctorante en Saberes sobre subjetividad y violencia en el Colegio de saberes.