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Sobre el cuaderno y sus cortes
El personaje dramático está deprimido. Mejor dicho, la idea del personaje está en modo crítico. Parece moverse en un híbrido sube/baja entre el retrato de las personas y la posibilidad de separarse de la persona.
De algún modo, o de todos los modos posibles, el personaje representa lo que las personas piensan que son las personas, en determinadas condiciones de tiempo y espacio. No sólo es una cuestión de inspiración. El reflejo del personaje en las personas expresa cómo las personas se parecen a los personajes de su tiempo. Y, del mismo modo, este reflejo muestra cómo los personajes quieren ser las personas, o parecerse a ellas, para en un punto ser ellas mismas.
Este intercambio entre persona y personaje es algo más allá de la aspiración, es casi un instinto, como un inevitable e involuntario paso desde la persona hacia la idea de la persona.
Personas y personajes se buscan, porque se usan. Hay una necesidad parecida al deseo. Como un beso que busca reconocerse en el otro. La persona se ve en el personaje, y el personaje sin la persona sólo es un símbolo huérfano. En este espejo de identidades, la ficción ha trazado esa línea recta y misteriosa que es la dramaturgia, una línea que describe a las personas, desde la metáfora del personaje.
Estas metáforas caminan en las fábulas, primigenias rutas que buscan un destino, un final. En las fábulas el personaje no lo es todo. Aunque es el protagonista, hay en la fábula la llegada de lo imprevisto, lo inefable, lo raro. Si el personaje estuviera sujeto exclusivamente a su identidad, sin el impacto de lo raro de su entorno, la ficción dramática sería una fotografía desdibujada de la observación que el dramaturgo hace de su mundo, o su tiempo, o las dos cosas.
El personaje necesita a la persona y a la fábula para tener una vida. Esta vida, que es como sea, navega en el mundo fabulador de un autor, y de las personas. Por esto, y otras razones, podemos decir que los personajes son la expresión del modo de estar y sentir de un tiempo. Y aunque los tiempos se repiten cíclicamente, los personajes no siempre.
En la historia del personaje, que perseguimos a través de los textos dramáticos, descubrimos cómo hemos sido y cómo somos. Nos entendemos un poco, o a veces mucho, en el espejo del personaje. Y, si no queremos vernos hoy en el rostro del personaje contemporáneo, podemos imaginar y jugar a la fabulación en los personajes de otros tiempos, y en este viaje podemos ir tan lejos como queramos.
Lo más lejos, el punto cero o punto de partida del personaje es la narración mitológica. O la pre narración mitológica, esos esbozos de acciones divinas o heroicas. Pero cuán atrás vayamos en la búsqueda del origen del personaje, lo que encontramos es hacer, hechos, acciones, verbos.
Rastreando estos sinuosos primeros esbozos de personaje, es posible que la primera vez que se habla del personaje, como esa figura del drama, sea en la Poética de Aristóteles. Y es ahí donde apenas es descrito como “el que actúa”. Y poco más. La definición que tiene Aristóteles del personaje es esta: aquel que acciona, aquel que hace suceder la fábula.
Esta breve y parca definición en el cuaderno de notas que es la Poética, sugiere que las ideas sobre el personaje no están terminadas, que apenas es un asunto señalado, a modo de índice, un pendiente más de todos esos hilos sueltos o inacabados que encontramos en ese cuaderno, que es como el diario de recuerdos sobre la dramaturgia, una de las pasiones de Aristóteles.
Pero, con todo y su parquedad en menciones y posibilidad de exploración, la definición es implacable: el personaje hace. Ya lo sabíamos, pero una definición es la afirmación. Y esta afirmación ha dado la vuelta a la ficción a lo largo del tiempo, y de hoy.
Así, hacer es la esencia del mecanismo dramático. Lo que no hace el personaje no forma parte de su identidad. Pensamientos o discursos desligados del hacer, son sólo eso: aire alrededor de una figura, una sombra. Son las cosas que hace, y no las que dice, las que determinan y configuran el pasaje del personaje en el trayecto de la fábula. O dicho al revés: la fábula es todo lo que el personaje experimenta en el hacer, incluso es así cuando le llegan cosas inesperadas o raras, que lo obligan a actuar de una forma diferente a la planeada.
Los planes de un personaje en la fábula son como los planes de las personas en sus sueños: desean que las cosas sean de una forma, pero siempre hay algo que impide que así sean.
La mayor de las veces ese algo que modifica los planes del personaje es otro personaje. Algo así como que la fábula es el cruce de al menos dos personajes en un camino, mismo que debería ser transitado por solo uno de ellos. A los personajes el compartir les complica su existencia. Este tener que compartir es la semilla del conflicto, esa interacción ríspida y vital.
En el hacer hay un conflicto, un tope, una crisis. Se necesita la fricción del otro para caminar, para experimentar, para soñar. Digamos que el hacer no es un acto blanco o inocuo, es, siempre, difícil, imposible, perjudicial, doloroso. E inevitablemente: toparse con otro.
El otro del personaje es necesario. Sin el otro tampoco hay identidad. Hacer con otro es la materia prima del conflicto y de la fabulación. El juego de cartas de un dramaturgo.
Y esta relación de dos, no sólo hace funcionar la maquinaria de la fábula, también del sentido mismo del drama: la complejidad de las relaciones. La necesidad del vínculo. El designio y lo destinado de cada relación, o lo extraño del devenir en la interacción del contacto entre dos.
El otro no siempre está fuera o delante del personaje. No siempre es aquel que molesta, impide, o engaña. Este otro también está dentro del mismo personaje. La división de afuera está de algún modo en la división propia: es la hibris.
La hibris es esa flecha que parte en dos al personaje. Lo divide, y en esa separación propia está el anhelo de juntar, de reunir. Pero lo roto: roto está. Y recuperar o coser el accidente divisor de la flecha no sólo es inútil, también doloroso. La cicatriz queda, y es la marca que recuerda ese vano afán de volver a ser íntegro.
La hibris puede verse o puede ser un murmullo oculto que no se deja ver, pero que hace ruido. Algunos personajes ven su hibris, otros ni la huelen. Visible o ciega, la hibris está. Y siempre es un peligro. Una amenaza doliente.
Este dolor sin fondo es el corazón, el latido primigenio del personaje. El primer hacer de los personajes es ese intento de recuperar lo roto. Este anhelo es el que tiene todo dios mitológico, todo héroe, todo arquetipo, y todo personaje aporético.
Siguiendo los hilos de Aristóteles, y las pistas que propone, el arquetipo, esa primera figura actuante del drama, es el primer modelo de un actuar preciso. El arquetipo es, pues, ese primer hacedor de algo, que inspira y sirve de ejemplo a siguientes actuantes de ese mismo proceder.
El arquetipo, inspirado en dioses, y en hombres activos de tiempos primigenios, es el primero en su forma de hacer un hacer. Lo que hizo un arquetipo, se repite en otros. O, por qué no, el arquetipo es la metáfora de un hacer que no ha dejado de hacerse. El modo de actuar de un arquetipo es tan humano que no termina. Como si el arquetipo conociera contundentemente un hacer que es inevitable, sin importar el tiempo o la fábula o el conflicto. El arquetipo no tiene tiempo, atraviesa los tiempos sin el tiempo humano.
El arquetipo es un ejemplo. Como primer modelo, no se replica en serie, pero sí se enciende con determinadas coordenadas. Estas coordenadas pueden suceder en la fábula, o en la hibris, o en ambas. Prometeo el generoso, Edipo, el arrastrado por su orgullo, Medea, la que teje el mal, Electra, la que envenena: son los primeros y los últimos. No cambian de nombre, sólo cambian de fábula. Las coordenadas varían, pero no la esencia.
Es el verbo y no el adjetivo lo que fija la sustancia del arquetipo. El verbo es sustancia de la hibris, el adjetivo es sustancia de las coordenadas circunstanciales.
El arquetipo surca un camino en su hacer. Y deja huella. No hay acción en el arquetipo que pueda ser borrada. Personas y personajes de hoy caminamos sobre las huellas de los arquetipos primeros, y también de los presentes.
Hay en el hacer de un personaje algo peligroso. Es el deseo.
Este deseo es el motor del hacer, lo que empuja e inspira a actuar. Y la hibris es quien susurra al personaje el deseo. La hibris dice desde sus oscuros modos de comunicarse: roba el fuego a los dioses, mata a tu madre, incendia a tu rival, acuchilla a tus hijos, enamórate de ti mismo, fornica con tu madre, seduce a la mujer de tu hermano, róbate el tesoro…
La hibris aconseja mal. Pero esos consejos saben bien. Seducen. Ese deseo quiere tener contacto con lo desconocido, quiere llegar tan lejos como los dioses, sin límites y sin miedo. La hibris del arquetipo quiere decir al personaje: para dejar de estar roto y parecerte a los dioses tienes que ser radical en tu actuar. ¡Desea ser como un dios sin límites! ¡Desea!
Desear es, pues, el punto cero del hacer del personaje. Todo actuar nace de un deseo que, de algún modo, ya es un hacer. El deseo es activo, es un verbo potencial, es un mecanismo creador de hechos.
La hibris, un músculo interno y subjetivo del ser deseante, se lastima permanentemente. Desde su rajada por la flecha, practica el golpe del boxeador: desea donde más duele.
…ah, la hibris. Tan nuestra. O tan yo… o tú.
La hibris sería la oscura creadora de daños, dueña de todos los caos y males si no tuviera su propio y adecuado freno. Un límite ideal que la persigue: su némesis.
Némesis, entendida como el castigo “diseñado para la hibris”, es misteriosa, veleidosa, incomprensible. Inspirada en su persona mitológica, nunca se sabe desde qué lugar acecha para llegar y golpear a la hibris, ahí donde más hiere. La Némesismitológicaes perseguida por Zeus y nunca es alcanzada. La némesis no se encuentra, no se alcanza, no se busca: llega cuando sea, sin horario ni fecha predecibles. Cuando ella quiere. Y, la mayoría de las veces, es oportuna.
La némesis no necesita a nadie ni nada. Se las sabe todas por sí misma. Tiene un baúl de castigos, mismos que diseña creativamente para cada ocasión. Como un juego de Lego: arma las piezas reciclando recursos. Si hay un paradigma fabulador en el drama, además del dramaturgo, es la némesis. Su creatividad en castigar es monumental. Imagina venganzas con tanto filo, que nunca yerra.
Si la hibris es eso que queda cuando el personaje es cortado a la mitad por la flecha, la némesis es lo que entra a ese espacio roto, hundido, vacío. La némesis no soporta el vacío, necesita llenar, ocupar, contenerse.
La némesis rellena todos los espacios huecos de la ignorancia. Le gusta aleccionar, y no escatima en látigos crueles o perversos. Tiene algo de demoniaca, pero cerca de lo divino. Es oscura, pero regala luz.
El vínculo entre hibris y némesis no es un abrazo, es una penetración, que estalla en un intenso clímax. En ese momento donde el personaje ve todo blanco, nítido, y perfecto. El clímax del drama es sólo un instante, una ráfaga, el rayo.
Las hibris no conocen a sus némesis. Pero las némesis si conocen a sus hibris. La hibris sabe que su némesis existe, aunque no puede ubicarla y nombrarla.
La hibris, que sabe su némesis deambula por ahí, cerca, acechando con sus misterios silenciosos, le teme. Pero no puede evitar seguir buscando el fondo de las acciones, deseando, sin importar lo que cueste. La hibris sabe que todo deseo tiene un precio. Es lo que cuesta hacer algo.
Sólo la némesis sabe de qué se trata la némesis. Ni la hibris ni el personaje ni los otros personajes saben cuál y cómo será aquel castigo justo que llegará. La némesis tiene secretos y razones tan desconocidos que se pierden en la noche de los misterios de las motivaciones humanas.
Si la hibris aconseja ¡Desea!, la némesis aconseja ¡Cuidado con lo que deseas! Ningún personaje tiene la facultad de crear una némesis, ni la propia ni la ajena. Es derecho exclusivo de la némesis crear némesis. Y por eso la tragedia es inevitable. O el drama, por suave o radical como sea.
Desear, el mal de todo personaje. Desear, la llegada de su propio bien. Y su fin. Porque en el deseo y el desear está la contradicción de la aporía. No hay modo de ser personaje sin atravesar por el dilatado dolor de la aporía.
¿Y quién paga toda la violencia de esta batalla entre hibris y némesis? ¿Quién recoge los restos de esta pelea carnal? El doliente personaje.
2
Sobre las fábulas dentro y fuera del cuaderno
El desear hacer del personaje, que es un accionar en el aquí y ahora del drama, es el epicentro de todos los paradigmas dramáticos y, por lo tanto: la clave para viajar en ese oscuro territorio de actos que resultan ser las obras de teatro: la arena de las acciones.
Esta arena, donde los personajes actúan su deseo, es un tejido de motivaciones y contradicciones: la trama. Arena y trama constituyen las coordenadas de tiempo y espacio en el que los paradigmas se mueven como piezas de juego de mesa.
La trama, inteligente ejercicio de fabulación, suma razones y caminos inesperados a los roces del conflicto. Fabular es, pues, sinónimo de dramaturgia. Es el acto mismo, en tiempo presente y activo, de planear motivaciones y destinos.
Ya desde Homero se debatía el significado del término fábula, y las definiciones y usos se confunden. Los rapsodas y los aedos, gimnastas de la fabulación, habrán tenido algo que ver con la confusión, aunque fueron ellos quienes heredaron a Aristóteles un vasto material mitológico y anecdótico sobre el oficio de fabular.
Cuando Aristóteles dio cuenta de las dificultades del uso de la fábula y del oficio de fabular en su cuaderno, el destino de esta palabra entró más a fondo en el mundo de las interpretaciones. Y ahí seguimos: interpretando la fábula. Y las fábulas.
Éstas primeras aristas poéticas/aristotélicas llegaron por una sencilla frase que, como muchas de la Poética, causan polémica: la fábula es un relato. Ires y venires en la indagación sobre lo que es un relato terminaron cuando el mismo Aristóteles dijo, cambiando el orden de las palabras, que: un relato es la construcción de una fábula. Y, entonces, llegó la pregunta: ¿qué es “construir” una fábula? Y, aunque parece un juego de palabras, es aquí donde empezaron las claridades.
Aristóteles dice que la fábula habla de acciones y que éstas son el motor de los hechos. La estructuración de estos hechos se debe a las causas y los efectos, y la relación entre estos factores debe ser necesaria, como necesarios los hechos. Esto es la trama, la cadena de causas y efectos.
Dependientes unos con otros, los hechos se encadenan por necesidad, y suceden de manera secuenciada en el tiempo. Esta secuencia “construye” el relato. Y, subraya Aristóteles, la fábula es la parte más importante del drama o del relato, porque sirve a los otros elementos retóricos, a tal punto que el talento de un autor está en la fábula, y no en el lenguaje, porque las fábulas bien estructuradas expresan “lo que ocurre” y no necesitan ni adornos ni recursos retóricos.
¿Pero qué es lo que ocurre en las fábulas realmente? O, dicho de otra forma: ¿qué acciones son fabulables? ¿Todas…?
Aquí empieza otra cadena de discusiones, que marcan esa herida abierta entre la creación y la teoría, entre la dramaturgia y las poéticas.
Es inexplicable, pero entre las obras de Eurípides y la poética de Aristóteles hay un hoyo. Un quiebre sustancial en la idea de la fábula.
Eurípides, con una vida social retirada y peleado con sus contemporáneos, se desmarcó de las tendencias que le tocaron. El contenido crítico de sus obras crearon polémica siempre y, todavía hoy, sigue siendo, un autor de malentendidos. Su complejidad y profundidad lo ubican como el dramaturgo más moderno y contemporáneo, de cualquier época.
Para Eurípides no son las acciones lo fabulable. Según él, al menos lo que leemos en sus obras, la fábula no es el principio y el alma del drama. Esto quiere decir que antes de las acciones aristotélicas hay algo más. Antes de las acciones, y antes de construir el relato con estas acciones, y antes de pensar en todos los elementos del drama: hay algo más. Este algo más es la hibris del personaje. Para él, pues, el principio de toda fábula es la hibris, y no las acciones.
En Eurípides la hibris tiene un significado fuera del diccionario y solo comprensible en la narrativa de sus tragedias. La ve como un error de nacimiento, una marca fallida de origen que se nutre a si misma en el tiempo, y alimenta el destino –las acciones- de un personaje. Sin esta falla o error primigenio, la fábula no puede sostenerse porque las acciones, en esta lógica, dependen y son arrastradas desde la hibris.
La hibris de Eurípides, como falla, es como la hibris moderna: la flecha que rompió al personaje a la mitad. Las fallas de origen son esa rotura primigenia, ese quiebre que hace accionar la fábula desde los deseos más profundos.
Sabemos que la hibris no camina sola. Estaría cojo el relato de un drama sin la llegada de la némesis. Para Eurípides la némesis sí es ese castigo preciso, aquel que ha sido diseñado para cada hibris, de tal suerte que Hibris y némesis son los dos ejes que sostienen la fábula.
Yendo más lejos, o más adentro de su dramaturgia, para Eurípides la fábula se estira en una relación tensa y dolorosa en el corazón de la aporía hibris/némesis. Y es justamente lo que “está en medio”, lo que padece el estira y afloja entre la hibris y la némesis, lo que relata la fábula.
Este centro tenso y doloroso, la aporía, un punto dilatado de explosión, es un cuchillo suspendido, a punto de caer. Según Eurípides, el lugar donde cae la punta del cuchillo es el golpe que provoca la fábula en el espectador. Un impacto que lastima. Una llamada de atención que duele, cuestiona, penetra.
Si toda fábula tiene dentro de sí, en el corazón de su aporía, un cuchillo a punto de caer: entonces una fábula no es cualquier cosa. Y, menos aún, fabular.
Los fabuladores, en todos sus modos y tiempos, cuentan la cosas de otras y diversas formas. Esopo y La Fontaine se divierten con otras maneras de fabular, y son llamados en los diccionarios de literatura como fabulistas. Quienes hemos disfrutado y entendido sus fábulas, además de haber sido entrenados con ellas para entender el comportamiento de nuestros semejantes. Los fabulistas eligen otros puntos de partida para fabular y, usando la síntesis y el humor, crearon un género literario que se consume en sí mismo: la Fábula.
Animales o cosas inanimadas con características humanas, incorporan el hacer del arquetipo para representar acciones privadas, sociales o políticas, que describen las relaciones afectivas en la intimidad. Estas Fábulas suman grandes relatos de la infancia, que van quedando en nuestra memoria como modelos, maneras de ficcionar, o patrones para relatarnos y representarnos. Pareciera que todo es fácil y accesible en la fábula de una Fábula, por su narrativa concisa y amena. Pero estudiando su epicentro son bastante complejas y, algunas nada divertidas. Las hay crueles, pornográficas, sórdidas, injustas. Son una semilla que brota de formas diversas, a pelo con la adversidad. Y, aunque a veces se usan como sinónimos, no es lo mismo la Fábula que un apólogo.
La fábula de la Fábula tiene el modelo de la hibris de Eurípides y, también, las acciones de sus protagonistas construyen un destino. En estas Fábulas las hibris se usan como arquetipos, y los destinos finales de estas acciones como lecciones. Sin némesis, el final de los protagonistas de una Fábula puede ser terrible o no, pero siempre aleccionador. Su espíritu didáctico las pone en el escenario del aula: todos sabemos que el lobo es el fuerte y el cordero el frágil, tomamos partido emocionalmente o discutimos las ideas, pero ante el rigor de la realidad: somos lobos o corderos.
Alegorías o metáforas, las Fábulas de los fabulistas tampoco son mera amenidad, aunque hablen de manera relajada sobre cosas serías y peligrosas. En su sistema narrativo, tienen incorporado el drama. Son advertencias que, además de sugerir moralejas moralistas, recuerdan consejos ancestrales sobre perros, lobos, hormigas, zorras, cuervos, leones: personas. Dioses. Héroes. Anti héroes. Gente ordinaria ante circunstancias y coordenadas posibles y probables.
Dramas y fábulas tratan sobre lo que las personas nos hacemos a nosotros, a los otros, y entre nosotros.
La fábula diaria es otra cosa. La gente habla de y con fábulas cotidianamente, y los hay que no salen de la jaula de su frágil mundo fabulado.
Si etimológicamente fabular es hablar, entonces pensar es fabular. O, sin pensarlo demasiado, hablamos fabulando el mundo. La conversación privada y pública es un mapa de fábulas pasadas y presentes. Las relaciones sociales son una especie de promiscuidad de fabulaciones, a veces nítidas, a veces turbias. Y gran parte de nuestros desacuerdos podrían arreglarse si la narrativa de las fabulaciones fueran modificadas. Estamos tan inscritos en el relato fabulador que sin éste seríamos primitivos, cuerpo, carnada.
La fábula de cada vida privada, arraigada a la hibris propia y de la familia, construye el relato biográfico. La forma en que cada quien cuenta su propia vida no es nada sin las Fábulas que, con el tiempo, se suman, modifican, reinventan. La vejez en una reescritura de las fábulas adquiridas y voluntarias. Y ni qué decir del amor, el enamoramiento, y todo lo que hay alrededor del otro fabulado al extremo de quererlo propio y para siempre…
Si somos atentos al fabular cotidiano notamos que estamos insertos en la fabulación colectiva: el cuento del asalto del vecino, la mentira del marchante del mercado, la burla de los adolescentes al salir de la escuela, la ficción romántica de los novios en la banca del parque, los políticos que encubren alguna verdad, los taxistas que son objeto de murmuraciones, la radio que habla y reproduce fabulaciones, las redes sociales que fabulean personas e ideas. Todas las invasiones fabulísticas que, a fin de cuentas, ordenan las acciones y las palabras en escrituras públicas.
Cuando algo es extraordinario se dice: está de fábula. Las mentira es una fábula. Lo fabuloso es excepcional. Fama, fecundo y nefando tienen el mismo origen: hablar de más. Si la fábula se excede es famosa y horrorosa. La persona carismática fabula con su presencia y provoca involuntarias fabulaciones. Incluso lo inverosímil se llama fabuloso, cuando la materia prima de la fábula es lo verosímil…
Pensarnos políticamente supone fabular, estructuramos los hechos de nuestros dramas sociales como un relato poético. Damos a los relatos colectivos la construcción aristotélica poniendo un principio, un nudo, un desarrollo y un desenlace. En la fábula pública, nos reconocemos como animales políticos. La tendencia fabulística de fabular al líder, darle de más o quitarle de más, nos permite identificarnos con él. O detestarlo. O matarlo. Los tratamientos fabulísticos que damos los asuntos sociales se han vuelto una gran Fábula, que leemos como espectadores infantiles: esperando la lección. Somos veleidosos y temperamentales en la fabulación social. La moda social nos inserta en sus fabulaciones, caemos ahí, enajenados y luego asombrados. Buscamos un sentido moral. Hacemos del sentido moral cuentos. De los cuentos mitos. Y no salimos de ahí. Las apologías de nuestros apólogos son fabulosas. Curioso que, en otro momento de su Poética, Aristóteles dijo que la fábula instrumenta los elementos de un orador para persuadir. Esto puede traducirse en que nuestros pensadores políticos podrían ser: fabulistas.
En nuestro afán de fabulación social, escarbamos en las acciones ajenas para encontrar hibris y, ya con ellas en las manos, amasarlas con escarnio o admiración.
Se usa la fábula y se fabula como un músculo o un sentido más. Fabular es un verbo incorporado a nuestro cuerpo y nuestra memoria. Tenemos una familia, raza, profesión, sueños y fábulas. Pertenecemos a un modo determinado de fabular. Al caminar exhibimos nuestra autofábula. Conocer a alguien es conocer su constelación de fabulaciones. En un beso se descubre la otra fábula, aquella que nos emociona. Nuestra identidad tiene sus fábulas y nuestra forma de fabular también arraiga nuestra identidad. Dios es la bestia de nuestras fabulaciones miedosas.
Fabular intencionadamente supone un ejercicio de ficción, para arrastrar o estirar la médula de una historia hacia los fines de una escritura. Como enseñan los rapsodas, Aristóteles, Eurípides, los fabulistas, los filósofos: es un ejercicio que requiere observación e inventiva. Hibris, arquetipos, destinos, coyunturas: las coordenadas fabulísticas necesitan además de los hechos, al observador y la mirada creativa y singular. La inventiva en una fábula crea al autor. Para fabular fábulas hay que perder el tiempo, tener ocio, mirar a los demás. Como dice Eurípides: indagar destinos.
Si la fábula es un material que reúne un grupo de motivos, entonces fabular es, esencialmente, escarbar la hibris y arrastrarla hasta su némesis, que no es otra cosa que las últimas consecuencias posibles en el mundo de las relaciones humanas.
Toda fábula puede ser resumible, trasladable y reconocible en su iterabilidad. Hasta aquí: no hay fábula sin hechos, no hay fábula sin drama y no hay fábula sin humor.
A la mitad de camino, entre la ficción fabuladora y la Fábula aleccionadora hay otro género literario: la filosofía.
Entre la fábula cotidiana, mítica, filosófica y política: ahí está la arena dramática. El lugar donde las hibris y las némesis juegan a colocarse y descolocarse en el cuerpo del aquejado personaje.
Una fábula no es cualquier cuento. Habla, a fin de cuentas, de lo que las personas hacen a las otras personas, aunque las figuras retóricas, o metafóricas, sean las que sean.
La fábula de toda la mediática fabulación que nos rodea nos invita a usar el lenguaje de una forma personal, para que podamos usarlo, en lugar de ser usados por él.
El drama sin lenguaje no es nada. Ni siquiera acción. La narrativa de la fábula, cualquiera que sea su lenguaje, es el espejo de la ficción.
3
Sobre las aporías paralelas al cuaderno
Y en esta fabulación ruidosa es donde el personaje aporético cae: se sitúa en un estar en medio, tensado por dos opuestos implacables: los cuchillos del mito que amenazan el presente, y la pelea entre la persona de hoy y el arquetipo del pasado.
A partir del arquetipo se van desencadenando otra figuras actuantes, que según la forma en que la ficción dramática observa al hombre de su tiempo, así se configuran.
El arquetipo, primer modelo de construcción de un personaje, inspira la cadenas de personajes que le suceden en esta cronología:
1: El arquetipo (desde quién sabe cuándo hasta quién sabe cuándo).
2: El tipo (desde Aristófanes hasta hoy).
3: La alegoría (Símbolo parlante, desde el Siglo de Oro hasta siempre).
4: El carácter shakesperiano (desde Hamlet hasta hoy).
5: La criatura pirandelliana (desde Seis personajes en busca de autor hasta Beckett).
6: El carácter moderno (desde Shakespeare hasta Arthur Miller).
7: El personaje épico (desde Brecht hasta hoy).
8: El anti personaje (desde Alfred Jarry pasando por Beckett hasta hoy).
9: La muerte del personaje (desde Henrik Ibsen hasta nuestros días).
10: El personaje aporético (Empieza con Eurípides, muere durante siglos, y regresa hoy).
La historia del personaje esta inscrita en sus propios archivos: las obras de teatro. Hay en estos archivos algo de tumba y algo fantasmagórico. El fantasma de la interpretación y el peso de las tramas, que son lápidas, movibles por los ladrones del tiempo que son los directores de escena y los propios autores que se entierran en las tumbas de sus colegas antepasados. Lo vivo del drama es el teatro, la función, el espectáculo. El texto es un pretexto, textual.
El drama es un mecanismo curativo para el dolor. Desde su lugar de ficción facilita un dispositivo imaginario, que purga y alivia. Este dispositivo tiene los mismo mecanismos clínicos de una medicina paliativa. Incluso, a veces, preventiva. Algunos dramas –particularmente la tragedia y la comedia- son como una gran farmacia: en sus fábulas se encuentran remedios para algunos malestares profundos, a veces desconocidos.
Las tramas, las fábulas, los personajes, los agravios, el lenguaje, son todo un aparador de frascos homeopáticos que curan con lo mismo que enferma: las pasiones de carácter, los errores de los vínculos, el tiempo que llega o que se va.
Al interior del dispositivo dramático están sus paradigmas. Los que Aristóteles definió en su cuaderno como lo intrínseco del drama:
Los paradigmas:
-Imitación: mímesis de la realidad. Los personajes imitan a las personas, que imitan a los personajes.
-Fábula: de dónde viene y cuál es la historia. Cada historia viene de un lugar, y desde ahí se construye su destino.
-Hibris: error trágico. Esa rotura cortada por una flecha, que determina un deseo, que determina un hacer.
-Pathos: el dolor y el abandono. O toque del destino. La nube ciega y lastimada que crea el roce permanente de la hibris con el mundo.
-Conflicto: el choque de la hibris con el otro. La interacción, penetración de hibris con hibris.
-Némesis: el golpe o castigo de la hibris. El castigo preciso, diseñado para cada personaje, según su hibris.
-Hamartia: accidente o errores. (Error de cálculo). Todo eso que el personaje no ve, o evita ver, o le hacen ver los golpes raros de su realidad.
-Peripecia: cambios en la dirección de los hechos. Los imponderables del deseo del personaje, la relación con los otros provoca cambios en los propios deseos.
-Anagnórisis: darse cuenta. La llegada de un reconocimiento, algo que se sabía, pero que no quería saberse, y termina por caer.
-Clímax: punto de no retorno. El rayo, el instante de extrema claridad.
-Catarsis: alivio e inicio de nuevo ciclo. Relajación, distensión, al fin, suspirar.
El personaje es el protagonista, el actuante, de todos los paradigmas, y esto lo sitúa en un punto de vulnerabilidad.
Los paradigmas pueden ir juntos, separados, cambiar de orden, caerse bien o caerse mal, crear complicidades, detestarse: entre los paradigmas hay modos de relaciones infinitas, singulares, no determinadas, sin orden ni reglas.
Los paradigmas son los ingredientes del dramaturgo, son los cubiertos de la fabulación, son lo visible del drama.
Las épocas, los autores y los pensamientos alrededor de las obras dramatúrgicas crean modelos y tendencias en el uso de los paradigmas. Ningún modelo es definitivo.
Desde Hamlet hasta hoy, el personaje está en medio de los paradigmas. Se siente estirado por ellos, yendo de un extremo a otro.
El ser o no ser es la metáfora de su incomodidad, su duda, su incapacidad de decidir. La hibris de hoy ya no susurra ¡Desea! Hoy susurra: ¡Sí/no! ¡Da/quita! ¡Ve/ven!
Así, la aporía dramática es la relación de interacción que tienen dos fuerzas, que operan en la subjetividad del personaje, en el corazón mismo de la rajada hecha por la flecha de la hibris.
El personaje aporético tiene la incomodidad doliente de estar en el lugar del medio. Es el punto vulnerable, como una herida permanentemente abierta. Dos extremos lo llaman y lo expulsan al mismo tiempo.
Cae en este punto porque llega, irremediablemente, a la crisis que lo estaba esperando. Y, una vez ahí, inmerso en las dudas sobre sí mismo, se siente atrapado en el espacio y en el tiempo, en un atormentado mundo propio. Intuye la posibilidad de que aquí, hoy, todo termina, pero se va dando cuenta de que nada termina por terminarse. Porque su crisis sigue siendo alimentada por sus propias contradicciones, las que él mismo incubó con sus errores pasados y presentes.
Los errores cometidos escarban en el dolor del personaje dramático hasta la naturaleza más profunda del drama: las aporías vivientes. Estas aporías son sólo un pasaje. Un atravesar a ciegas, a tientas, apenas. El pasaje cruel de estar en el lugar de en medio. Donde la liga de las paradojas se estira y afloja, y el dolor de estar ahí es parecido a ser usado, a ser objeto sentimental del rigor dramático y sus paradigmas.
Este lugar del centro, tenso y doliente, un punto latente de explosión, parece estar amenazado por un arma. Es como el lugar donde la gravedad atrae la caída de un arma que al impactar golpea, un choque que lastima, mella, cuestiona, penetra.
Si todo drama tiene dentro de sí, en el corazón de la crisis del personaje dramático, un arma urgida de actuar para herir, entonces: ¿qué o quién manipula esta arma?
Son las aporías dramáticas, que van como duplas aristotélicas/mitológicas, son parejas porque son parte de lo mismo: la materia prima de lo trágico o inevitable. Se complementan y se sirven a sí mismas y entre sí. Y son esa liga que estirada lleva al personaje a experimentar su mayor claridad, y comprimidas llevan al personaje a sentirse cerca de algo peor que la muerte.
Intentar definir la aporía en el drama, ese mecanismo peligroso que es, supone entrar al corazón mismo de la dramaturgia. Y, más que tratarse de una definición de la aporía entendida como una suspensión, un retraso o una situación sin explicación, aquí la aporía es la mala suerte de llegar al lugar de en medio, donde las armas del destino individual dialogan… o se dan un festín cruel.
Las aporías dramáticas son diversas, y se basan en la relación contradictoria de la tensión entre dos extremos. Las puntas de cada extremo son fuerzas que ejercen acciones físicas y subjetivas en el personaje. Estiran de forma doliente el epicentro de la hibris, tensando la aporía en un juego dulce y cruel.
Las aporías dramáticas están formadas con la suma de los paradigmas del drama y las constantes mitológicas que han nutrido las acciones humanas, hasta hoy.
A veces los paradigmas del drama se diluyen en el mito, a veces al revés y, también, hay mucha promiscuidad en la forma en que interaccionan entre sí adquiriendo raros elementos: como las contingencias del presente.
Las primeras dos aporías están relacionadas con el tiempo y la memoria.
1: CRONOS/KAIROS: LA APORÍA DEL TIEMPO
Cronos es el tiempo, el paso, los años, los días, los minutos, las historias que han sucedido, las que van sucediendo, las que suceden y las que sucederán. Es el tiempo del tiempo. Lo que cubre todo, y controla todo. En el universo dramático es lo peor, lo único que no puede ser manipulado ni intervenido por nadie ni por nada, y desde donde se gestan todos los males. Es el hilo del destino, y nada humano puede intervenirlo. Es mayor a toda posibilidad, insondable e incuestionable.
El tiempo de Cronos es crucial para que el drama de un personaje suceda. Se necesita tiempo para que el dolo, el mal, el agravio, y la inconsciencia, se preparen. Planear un daño necesita tiempo, no ver que el mal va a llegar, necesita tiempo, y padecer el mal necesita tiempo.
La tragedia y el drama podrían ser entendidos como el camino del tiempo en los daños.
Kairos, por el contrario, es el tiempo que tiene tiempo. Es el tiempo que llega. Es el tiempo del aquí y ahora, el “no hay plazo que no se cumpla ni deuda que nos pague” de Lope de Vega. A Kairos se le venera como un culto casi Dionisiaco, pues a él se le piden los favores más íntimos y secretos, los que nadie debe escuchar ni conocer. Kairos es el único que rompe y domina el tiempo de Cronos y sus favores son excepcionales. Kairos es el tiempo personal, la manera en que cada personaje decide cómo vivir y cómo tardar o apurar en hacer lo que hay que hacer. Kairos es cuando el presente es cortado, cuando el cuchillo penetra, cuando se abren las puertas, cuando Medusa ve su reflejo en el espejo del escudo. Kairos es la oportunidad y el acontecimiento que parte la realidad. En su faceta trágica es el quiebre irreversible, en su faceta cómica es el ingenio y el chiste que desata la risa.
En esta aporía del tiempo, el personaje dramático cree que Cronos es cruel y que Kairos es implacable. El personaje sabe que el tiempo puede ser su peor enemigo o su mejor amigo. Sabe que haciendo las cosas en el momento preciso y en el lugar adecuado, todo lo bueno y todo lo malo puede llegar a ser.
Cuando el personaje dramático se encuentra en medio de esta aporía sabe que el mal necesita cuajar hasta llegar a manifestarse. O, visto desde el otro lado, no hay mal que por bien no venga.
2: ANAGNÓRISIS/HAMARTIA: LA APORÍA DE LA MEMORIA
La anagnórisis es un punto en la estructura de la tragedia griega luminoso: todo lo guardado sale, lo desconocido se conoce, lo incomprensible se vuelve comprensible. Es un momento de alivio, es el punto donde la crisis cambia el estado de las cosas, da sentido a los errores cometidos por el personaje y, después de pasar por la ignorancia y el error, llega la comprensión.
La anagnórisis está relacionada con la enfermedad. En el estado febril y de agotamiento el personaje ve todo mal, borroso o simplemente cree ver bien, cuando todo es un espejismo. La llegada de la anagnórisis es cuando ya pasó la fiebre, deja de sangrar la herida, se fueron los dolores y entonces hay luz. Darse cuenta, entender, atar cabos, desandar lo andado, comprender profundamente las razones y los hechos.
El rey Lear, de Shakespeare, llega a su vejez en una prolongada anagnórisis, dándose cuenta de que nunca es tarde para ser sabio.
La hamartia es la más traviesa y maleducada de todos los paradigmas aporéticos. Tiene aires de verdugo, disfrazada de víctima.
Entendida como errar el tiro, es la causa de todos los accidentes y errores que comete un personaje. O los que llegan a él. Estos accidentes pueden ser propios o ajenos, privados o colectivos. La hamartia es la no facultad de ver, la incapacidad de darse cuenta aún cuando las evidencias son evidentes. Es aquí donde los dramaturgos disfrutan su maldad, donde su ingenio sale a la luz, donde le personaje fabrica su propio mal. Edipo, por ejemplo, mató a su padre y fornicó con su madre cuando ya era advertido de matar a su padre y casarse con su madre. El viejo acuchillado en el cruce del camino, la mujer madura en su cama… ¿cómo no darse cuenta de eso? El pañuelo de Otelo, ¿cómo no ver que es una trampa de su mejor amigo? Hamartia disfruta la ceguera de los personajes, es el testigo de la estupidez.
Esta es la aporía de la memoria porque se mueve en la liga del recordar/olvidar/posponer/confrontar. Es la auto ficción del personaje.
Cuando el personaje se encuentra en el centro de esta aporía entiende que la crisis no tiene verdades o soluciones, al contrario más preguntas e incertidumbres que están estiradas por el tiempo y a la forma de recordar.
3: APORÍAS PROMISCUAS DEL TIEMPO Y LA MEMORIA
Estas aporías resultan de la combinación de paradigmas desconectados, pero tienen encuentros furtivos, e intensos.
-Anagnórisis y Kairos, crean la Aporía de Medusa: al verse en el espejo todo lo cambia, al momento del impacto de la propia mirada lúcida, hay un tipo de muerte, una petrificación. El espejo refleja lo olvidado. (Hedda Gabler, de Henrik Ibsen, donde reconocerse envidiosa la lleva al suicidio).
-Hamartia y Kairos es la Aporía del retraso: todo accidente, retrasa el curso del tiempo, pero termina por llegar. Trae el recuerdo, la llegada de la imagen perdida, el objeto no encontrado, la carta con la verdad y los secretos guardados. A veces es nostalgia. (Casa de muñecas, de Henrik Ibsen, donde la verdad de un falso amor al fin se resuelve a través de una carta.)
-Cronos y Hamartia es la Aporía maldita: produce daños, goza con paciencia los efectos y el alcance de sus daños, alimenta el mal, y su amistad con la oscuridad ha sido la predilecta de ciertos autores como Jean Genet, Tristán Tzara, Paul Claudel, Maurice Maeterlinck. En las obras de estos autores el mal es libertad. Y saben que todo mal necesita de tiempo para cuajar.
El personaje aporético tiene una mala relación con el tiempo y la memoria. En su duda constante tiene la dificultad de ver hacia el pasado con claridad, se reinventa o fabula a sí mismo, para poder explicar la angustia de sentirse en medio. Y, cuando se trata de ver hacia delante, la posibilidad de un futuro: se topa con pared. El muro trágico de Eurípides ha vuelto, y no deja ver hacia el otro lado ni siquiera por el hoyo de un clavo.
Dramaturga, guionista, directora. Maestra en Saberes sobre subjetividad y violencia. En 2019 gana el Premio Juan Ruiz de Alarcón de dramaturgia. Sus obras se han traducido a 8 idiomas y se han presentado en distintas partes del mundo. Si bien la temática de su teatro se basa en la mitología y la deconstrucción de la tradición literaria, sus trabajos como guionista en cine y televisión están inspirados en problemáticas sociales y femeninas. Ha sido miembro del SNCA y dirige el Consultorio de dramaturgia en el Centro de las Artes de San Agustín, Oaxaca. Actualmente es doctorante en Saberes sobre subjetividad y violencia en el Colegio de saberes.