La huella
La hibris es una huella. Está impresa de modo permanente en lo más profundo del personaje, en su corazón. Ahí vive, a modo de herida que nunca cicatriza y que, por lo mismo, es vulnerable a todo proceso de destrucción.
Esta huella es el testimonio, viviente y encarnado, de que en algún momento el personaje se partió en dos. Hay una raja dentro del personaje desde siempre. No es un hecho que modifica el destino, es un ser de este modo singular que construye un destino. No es un incidente que llegó, es un modo de empezar a estar vivo. No es que “a partir de este momento”, es que “así se es desde el primer día”. La raja, herida o huella de la hibris no tiene un origen. Y es por está razón, que no se puede modificar, que es trágica.
No hay modo de no tener hibris. Es la vida misma. Y siempre es la misma que es, aunque su devenir diga o aparente lo contrario. Porque hay hibris farsantes, o camaleónicas. Y su falsa expresión solo es un mecanismo de ocultamiento, de vergüenza de ser quien se es. Hay autores creadores de hibris farsantes, como Tennessee Williams, Pirandello y Strindberg. Sus personajes se sienten avergonzados de ser quienes son, o de vivir lo que les ha tocado vivir. A estos autores les pasaron cosas así en sus propias vidas: la vergüenza de ¿cómo llegué hasta aquí?
La vergüenza de la hibris solo puede suceder si se conoce, si se ha tomado contacto con ella. Y conocerla no es fácil. A los personajes les cuesta mucho trabajo conocer su hibris. La mayoría de ellos la evita. Pasan de largo. Es como una coladera o una trampa que se esquiva. Pero esta trampa es la más oscura y cruel de las trampas: sí, evítame, pero cuando te caigas de bruces contra mí y nos veamos cara a cara, será tu calamidad. Algo así decía su hibris a Edipo cuando dormía y despertaba con pesadillas. Pero Edipo pensaba que era una pesadilla más, de las muchas que debió tener, y seguía dándole la vuelta a la cama y a la hibris.
Algunos personajes no tienen problemas para estar con su hibris a carne viva. La han visto siempre, la tienen clara. Estos personajes se parecen a sus autores: Esquilo, Genet, Kristof. Como sus creadores han tocado fondo, y con miedo o sin el, han visto la mayor cloaca humana sin parpadear. Tal vez parpadearon, o lloraron, o las rodillas se doblaron, pero algo los mantuvo ecuánimes: la buena relación con su hibris.
Aunque siempre la misma, la hibris está viva, es sensible. Se mueve dentro de su propio perímetro: el carácter. Hay cosas que le gustan, otras le molestan, otras le asustan y otras la envenenan. El mayor veneno de una hibris es su némesis, y su mayor tranquilizante es su pathos. Entre némesis y pathos, la hibris se estira o contrae, en una aporía de dolor.
La hibris sabe lo que es el dolor. El gran archivo de dolencias lo guardan las hibris. Y no solo las mitológicas, también las contemporáneas. Todas. Es una huella afligida que late en sintonía con los males de su tiempo histórico. En la historia del personaje, podemos leer entre líneas cómo los espíritus de las épocas están marcados por estas huellas. Se reconocen. Las hemos visto, aprendido, reconocido y sentido: la huella de Antígona, de Segismundo, de señorita Julia, del Tío Vania, de Ubú Rey, de Vladimir y Estragón… Las hibris regresan, van y vienen en el tiempo, se vuelven tendencia. Las modas de los caracteres en la ficción, o revival, son este ir venir de las huellas, prueba de que son inmortales.
Esta huella, que es propia, única, no puede ser cambiada. Solo puede transformase en algo más grande o más pequeño de su propia naturaleza. Hay cicatrices que con el tiempo quedan imperceptibles, pero ahí siguen. Hay huellas que se lastiman a sí mismas, y cada vez son más profundas y pronunciadas. Ese lastimarse y hacerse más propiamente lo que se es, es la mella del drama, un mecanismo imprescindible para que el conflicto pueda suceder. Y para que la destrucción encuentre sus rutas.
Lo inevitable
La destrucción es la fuerza más activa del drama. Siempre está ahí, hambrienta y acechando a la menor oportunidad. Habitante de los rincones, sabe esperar. Es como el cielo de un paisaje, no importa si es de día o de noche, pero ahí está, y no se ve, a menos de que estalle algo bello, terrible o misterioso.
Aunque inevitable, la destrucción puede retrasarse. También puede quedar suspendida. Y, a veces, es contagiosa, irrefrenable, y viral. Se replica. En su carácter de dispositivo silencioso y acechante, irrumpe enmascarada de lo anodino, lo normal. En la dramaturgia se llama Incidente desencadenante del conflicto dramático. Y por lo general, se trata de algo tan normal que no se toma en cuenta. La llegada de una mosca al vaso de agua, una copa de más en una fiesta, el ascenso en un trabajo, un cambio de casa, una pregunta fuera de lugar, un mal sueño. Se trata de un pretexto que, arraigado al bulbo de la fábula, se apersona y estalla con cara de yo no fui, fue culpa de la mosca.
El gran aliado de la destrucción es el tiempo. Se necesita tiempo para destruir, incluso en lo espontáneo o radical. El final de las cosas y las personas está fabricado en el tiempo. Los efectos temporales son irreparables. Y en ese imposible de corregir lo pasado y lo futuro, las tramas se consumen en el presente, que es un paréntesis de dolor, confusión, y lodazal peligroso.
El tiempo no es destino. No se llega ni al lugar ni a la fecha, ni a la otra persona, ni al designio. Es la inhalación y exhalación de la destrucción. Y cuanto más se hace esperar, más destructivo es. O, cuanto más quieren los personajes alejarse del pasado, más son perseguidos por el tiempo. Hay algo perverso y cruel en la forma en la que tiempo impone su manera de ser. Nunca dialoga ni hace negociaciones. Simplemente hace lo que quiere y cuando quiere. Tal vez deberíamos dejar de usar la palabra destrucción y solo decir tiempo.
La amistad
Algunos personajes conocen su hibris, otros no. Y algunos tienen una forma personal y propia de relacionarse con su hibris. Los personajes que no conocen su hibris todavía tienen al tiempo y a la destrucción encima de ellos, como un cuchillo suspendido sobre sus cabezas a punto de caer.
La anagnórisis trágica es ese cuchillo que atraviesa el cráneo.
Los personajes que empiezan a conocer su hibris, pueden conocerla de distintas formas y profundidades. Hay quienes apenas la intuyen escapan para alejarse de ella, en una aporética carrera contra lo inevitable. Otros la ven, la huelen, la buscan, entran a ella y la entienden. Y los hay que, incluso, la perforan. Lo mismo pasa con los autores. Genet, por ejemplo, construye sus fábulas con personajes cuyas hibris están a flor de piel, manipuladas y manipulables, todas perforadas. Como él. Tennessee Williams construye personajes que huyen de sus hibris como si fueran fuego que quema. Pero ese fuego sí los persigue y consigue quemarlos. Como él. Pirandello piensa fábulas con hibris confusas, como él.
Los personajes tienen infinitas maneras de relacionarse con su hibiris, si es que ya tienen la suerte de conocerla. Pueden odiarla, pueden amarla. Pueden querer quitársela, o disfrazarla. La forma en que los personajes se relacionan con su hibris dice mucho de cómo tratan a los demás. Un escenario puede verse como un salón de espejos donde las hibris se reflejan una a otras, y unas con otras. Las relaciones entre los personajes son hilos invisibles que se enredan de hibris a hibris.
Los personajes que navegan fácilmente con la propia hibris navegan de igual modo en las hibris ajenas. Son los manipuladores, los abusadores, los políticos, los farsantes, los creadores de religiones e ideologías, Ubú rey, Ricardo III, Dioniso. Sin límites y fronteras entre mi persona y tú, o los otros, estos personajes construyen mundos ideales para sí mismos y letales para los demás.
Ser amigo o enemigo de la hibris no es una cuestión de voluntad. A veces ni siquiera una elección. Es una característica propia de la hibris. En su naturaleza está la facultad de dejarse ver o esconderse. De permitir entrar o expulsar. Y en esa misma naturaleza está su potencial manera de relacionarse conmigo mismo.
La literatura dramática es cruel en su manera de exponer esta mala relación que tiene consigo mismo el personaje.
Los fantasmas
La trama es, pues, la forma en que los hilos de las hibris se van relacionando. Es un prisma de hibris. Estos hilos son invisibles para todos los actuantes del drama. Y esa invisibilidad es, también, la aspirina de la destrucción. Es decir, es gracias a la invisibilidad de las hibris que todo parece estar bien, que todo es normal, que no pasa nada, que todos nos queremos.
Pero los personajes saben que aunque algo no se ve, eso no quiere decir que no exista. Y, de hecho es peor no ver, que ver. Y no ver es peligroso: porque es lo que se necesita, se busca y se provoca.
Los hilos invisibles crean suposiciones. Paranoias. Fantasmas. Estos fantasmas son lo que los personajes creen ver en los demás, pero también en sí mismos. Y todavía más, en los acontecimientos del pasado y en las proyecciones del futuro.
Los fantasmas dramáticos son perfectos aliados del tiempo. Es en las líneas del tiempo subjetivo donde los personajes creen que suceden o sucedieron, o sucederán sus paranoias. Los personajes autobiografían su linaje y sus premoniciones. Y esas autobiografías están plagadas de fantasmas, de irrealidades, de monstruos, de pulsiones. Arrastran voces inexistentes, dolores inventados, escenarios manipulados al antojo de los propios huecos y carencias. Porque los fantasmas no llegan con las manos vacías, siempre traen de regalo algún dolor. A veces ese dolor es una verdad. Pero otras veces ese dolor es algo que no es necesario.
Aristóteles dice que al personaje debe ocurrirle lo necesario. Y esto no son anécdotas o narrativas entre la trama y la subtrama. En la hibris está lo necesario. La hibris contiene en su naturaleza todo lo que es necesario para construir un destino, o trama. Es lo innecesario lo que estropea el destino. Y el destino no es un designio. Es la consecuencia, natural y necesaria de la mecánica acción/reacción que empuja la hibris.
Pero los personajes, en su interioridad fantasmagórica, todo lo tergiversan. Los fantasmas entorpecen todo. Y permiten crear escenarios donde todo parece innecesario, o malvado, o cruel. Pero todo es mentira, es una autoficción.
La autoficción es lo más natural dentro de la familia. Es por esto que las grandes tramas suceden dentro de la familia que, en términos dramáticos, es el gran criadero de fantasmas. Difícilmente hay fantasmas entre desconocidos. Como tampoco hay conflicto entre desconocidos. Y tampoco interacción de hibris entre desconocidos. Solo donde hay lazo, amor, vínculo profundo y ancestral las hibris y los fanstasmas crecen. Y se reproducen.
En su forma de imágenes flotantes y difusas, los fantasmas generan ruido interior. Pero, sin ese ruido, el carácter no… sería necesario.
¿Qué es el carácter? Es algo que vuelve siempre al mismo sitio: el carácter dirige al personaje a su hibris. El carácter es persistente. Y no tiene salida. Va del fantasma a la hibris, y de la hibris al fantasma. Y en su ir y venir duda: ¿ser o no ser?
Los fantasmas son también memoria de agravios. Y en los agravios, propios y ajenos, se reflejan los deseos, las motivaciones, y las debilidades de carácter.
Algunos fantasmas consiguen encarnar. Son las improntas del cuerpo, del rostro, las máscaras involuntarias. Una joroba, un apestado maloliente, serpientes en lugar de pelo, Erinias sobre la cabeza. De algún modo, los fantasmas se van apropiando de la vida del personaje, de su casa, de su mundo. Hay fantasmas tan poderosos que borran en el personaje cualquier principio de identidad. A veces les llaman posesiones, a veces dioses, a veces locura, el susurro de una voz divina dominante e implacable.
También los deseos son fantasmas. Lo que un personaje desea para sí, o para los otros, se vuelve un diálogo interno fantasmagórico.
Sin motivos los deseos se vuelven locura.
Los personajes desean algo o alguien, pero es la motivación lo que empuja la posibilidad de que el deseo sea real y no una ilusión inaccesible. Cada fantasma se dibuja de fantasías. Las fantasías son sombras, películas que se auto-inventan día con día. El personaje quiere borrar sus fantasías y cumplir sus deseos. Busca motivos, el antídoto de la fantasía. Pero, el problema es que algunas son más poderosas y omnipresentes que un motivo real y posible.
Los motivos son cómo los órganos: necesitan cosas concretas, agua, descanso, minerales, alimentarse de razones singulares y naturales. Los motivos son sensatos y buscan lo apropiado. El problema es que entre fantasías, fantasmas y el río secreto los motivos se hunden en la oscuridad… y quedan perdidos.
El río secreto
El gran fantasma del drama es el río secreto: las aguas turbias donde vive el dolor dormido de la destrucción y del tiempo.
El río secreto existe antes del drama mismo. Lleva en su flujo las ondas sentimentales, los fluidos emocionales, las partículas genéticas, las acciones secretas. Y todo lo que ha sucedido antes del presente, del Status Quo que es el punto de partida de cada historia.
Es la corriente del dolor familiar. Es eso que fluye dentro de cada familia, de su linaje, y de las futuras generaciones. Es una corriente viva, oscura, silenciosa y densa que guarda todo lo debe ser guardado: los fantasmas, los hechos prohibidos, los objetos perdidos, las cartas robadas, los testamentos malditos, las enfermedades, las muertes, los crímenes, la vida sexual, los miedos, los abusos, las fotografías que nadie quiere, el mal en todas sus formas…
Este río es el guardián del horror, y no se ve.
Pero el horror tiene una verdad. ¿Dónde esta la verdad del río secreto? Abajo. Siempre abajo. De la cintura para abajo de los personajes. Porque de la cintura para arriba es el territorio de los fantasmas. Los personajes caminan sobre el río secreto. Y no se dan cuenta, o no lo saben. Y cuando lo saben: caminan despacio, porque a río revuelto, ganancia de pescadores.
La verdad está en construcción. No es algo cerrado ni bajo llave dentro de un baúl enterrado bajo las aguas. La verdad, o la posibilidad de las verdades que tienen todas las familias dramáticas, no termina de ser. Y no terminar de terminarse. La verdad, en su construcción, está fragmentada, descuadrada e incompleta. En las tramas hay una pelea entre los personajes por saber quién es el portador de esa verdad. Y cuando un personaje iza la bandera de su verdad, otro tiene su otra verdad lista para derrocarla. De tal suerte que no hay verdad sin invención. Es decir: sin fantasmas.
Entonces: ¿qué es lo real en un drama?
Cada tiempo, cada autor, cada género aporta su visión. Pero, en todo caso, lo importante del drama no es la verdad ni lo real. Es, en todo caso, el dolor.
La historia de la literatura dramática es un álbum de dolores.
La forma en que los personajes experimentan su dolor es la sustancia de la trama. La trama necesita una contingencia para que el río secreto se detenga y pueda suceder un Status Quo: el escenario de cada drama.
La contingencia es el paréntesis en el tiempo. Es un está pasando esto a partir de hoy.
La contingencia delimita el tiempo del drama. Debajo, en el río secreto está el pasado. En el presente la trama misma. En le futuro la posibilidad del nuevo drama, que nacerá de las ruinas.
En realidad, toda contingencia crea barreras de escenarios en ruinas. Una tetralogía griega es eso: desde las ruinas, nuevas ruinas. Los límites de una contingencia son un mal que sirve para que suceda la acción. Entonces es un bien.
En el universo aristotélico la trama es la construcción de la futura ruina. Pero, a su vez, la trama es la posibilidad fantasmagórica de un mundo sin ruinas. Y esta es la aporía del dolor dramático.
La contingencia, el río secreto, la fábula, la trama: son los matemas que dan aliento al mecanismo dramático.
El mecanismo
La fabulación dramática es un mecanismo. Cada una de las partes da trabajo y fuerza a la otra. Una maquina perfecta y precisa, que camina con calma o furia, según su naturaleza. Este mecanismo dispara la acción, que es el roce de las hibris en el ambiente de la contingencia.
El roce de las hibris, o interacción híbrica, es el conflicto dramático. El conflicto no empieza en la contingencia, ya vive en el río secreto. Es su hábitat. Hasta la llegada del incidente desencadenante del conflicto, que rompe los límites de la contingenica y abre las grietas por donde el río secreto sube a la superficie para soltar su mugre guardada. Hay ríos que inundan, hay ríos secos, hay ríos claros, los ríos pueden ser de formas y cauces infinitos. Pero siempre violentos y radicales.
Cuando sube a la superficie de la contingencia, el río fluye de acuerdo a su secreto. No importa cuánto o cómo suba, lo que importa es lo que trae consigo. Algunos autores suben el río a cuenta gotas, otros como una cascada voluptuosa. La mayoría de los autores prefieren repartirla en la incertidumbre.
Pero, sin olvidar los fantasmas y las fantasmagorías, el río secreto trae consigo la luz y la sombra. El dolor y la cura. La verdad y lo falso.
Lo falso, que no es lo mismo que lo fantasmagórico, es esencial en el drama. Porque da la cara. Es la máscara de la hibris. Es la posibilidad de lo auténtico. Un llamado a lo escondido. Pero siempre como una posibilidad. Como la mascara: no es la persona, pero anuncia a la persona. Lo falso anuncia la verdad, o verdades, que trae el río secreto en sus aguas turbias.
Las apariencias y maquillajes de lo falso exponen las posibilidades de encontrar lo perdido, reconocer lo confuso, iluminar lo oscuro. Hay en la falsedad de las palabras, de las acciones y de las suposiciones un mundo de dolores auténticos. ¡No desestimemos lo falso! ¡Dice la verdad!
Además, lo falso da tranquilidad. Mientras lo falso no sea disparado, el río secreto duerme. Así que cuando los personajes mienten, o se mienten a sí mismos, una densa anestesia parece despertar.
A río secreto dormido, más falso es todo. A río secreto en ascenso, más se caen las máscaras. A río secreto abierto, lo falso huye. Y entonces: llega la fábula.
La fábula es el origen de la historia. Está escondida dentro del río secreto, es su perla. Vive ahí, protegida por la oscuridad de las aguas, hasta que la normalidad, la nimiedad, la idiotez de un día tocan el vulnerable escondite donde se guarda, para hacerla estallar en la contingencia, y una vez ahí crecer como una trama.
Trama y fábula no son lo mismo, pero se besan. Son promiscuas. Se juntan con otros y otras. Interactúan con todos las partes del mecanismo dramático y juntas explotan en el clímax. Después del clímax la fábula descansa y la trama termina de recoger el tiradero, las ruinas.
La fábula es a la historia lo que una semilla a la planta. Lleva consigo la posibilidad de ser, del destino. La trama, a través del ejercicio de fabulación, es el ingenio de hacer florecer esa semilla. Fabular es, pues, hacer que la fábula viva. Y no vive de ser alimentada, vive de ser doliente. El dolor es esa sustancia primaria que hace que todo en el drama tenga sentido. Incluso aquello que Aristóteles llama lo necesario.
La belleza mala
¿Y por qué nos gusta el drama? ¿Por qué, si todo es falso, fantasmagórico, secreto, turbio y enmascarado?
Freud dice que llegamos tarde a la cita cuando queremos comprender algo. El drama es el recuento de todos los retrasos y de las citas perdidas. El testimonio de esos boicots o accidentes que impiden la puntualidad.
Los accidentes son necesarios, dice la tragedia. Sin ellos la anagnórisis perdería su impacto explosivo. Detienen el flujo de las cosas y en esa pausa los personajes entienden algo.
Eso que entienden los personajes gracias a la tardanza y al accidente: ha estado en sus narices siempre. O, mejor dicho, ha estado en el río secreto. Ese algo también puede estar en los sueños, en las premoniciones, en tangenciales avisos o señales que están por ahí cotidianamente. Las anagnórisis no vienen de la nada, vienen de la hibris. Para llamar la tención la hibris tiene que hacer uso de males, necesarios.
Perder la cita duele. Y tiene consecuencias. Los accidentes dejan cicatrices de algún tipo. Edipo perdió los ojos. Orestes la razón. Electra la familia. Casandra la credibilidad. Las marcas, marcan.
Hay algo bello y placentero en la mímesis de un mito o de un drama: Es Edipo quien pierde los ojos, y no yo. Es Casandra quien pierde credibilidad, no yo. A los otros les pasan cosas, a mí no. Es bello estar salvo, y es bello aprender del dolor ajeno. Ni modo. La belleza es mala.
El mundo dramático es un mundo imaginario, habitado por personas imaginarias que creen que todo es real. Y, quizá, por eso: el drama es necesario y placentero.
Dramaturga, guionista, directora. Maestra en Saberes sobre subjetividad y violencia. En 2019 gana el Premio Juan Ruiz de Alarcón de dramaturgia. Sus obras se han traducido a 8 idiomas y se han presentado en distintas partes del mundo. Si bien la temática de su teatro se basa en la mitología y la deconstrucción de la tradición literaria, sus trabajos como guionista en cine y televisión están inspirados en problemáticas sociales y femeninas. Ha sido miembro del SNCA y dirige el Consultorio de dramaturgia en el Centro de las Artes de San Agustín, Oaxaca. Actualmente es doctorante en Saberes sobre subjetividad y violencia en el Colegio de saberes.