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Sobre lo turbio
El filo de la subjetivad en el drama son esas cuchilladas que rebanan los pensamientos y los hechos más íntimos de los personajes. Son las aporías que tensan el territorio turbio, lo más oculto, dentro de la compleja biografía del personaje.
Estás cuchilladas son los restos profundos de sus secretos.
Los personajes creen que tienen secretos. Esto gracias a la generosidad propia de la ingenuidad, sin la cual el drama no sucedería.
Estos secretos viven ingenuamente en los pensamientos que el personaje mastica diariamente. Son, inevitablemente, parte de su identidad, de la singularidad de su hibris.
Creerse poseedor de un secreto es sentir poder. Y este poder es, en el epicentro de su imaginada realidad, el nudo más turbio de sí mismo.
El personaje cree que los secretos, y el suyo en particular, existen. Pero los secretos no existen. Al menos en el drama, donde todo sale a la luz.
Los secretos solo duermen, o están hundidos en el río secreto de cada historia. Pero… no existen. No son posibles en su supuesto silencio o escondite. Ni en su temible candado que cierra las puertas de la verdad. Porque la verdad es otra cosa que no existe. Y no porque no exista algo que pueda defenderse como un acontecimiento fundacional, si no porque está manipulada.
Y porque la ficción dramática se sostiene, entre otras vulnerabilidades, en la creencia de los personajes implicados en la trama, de que hay “al algo, hay alguien, hubo algo, hubo alguien entre nosotros que se esconde”. Es una verdad, que no es verdad, que todos creen, o creen creer.
Esto escondido, es un molesto ruido lleno de sombras, que permea la incertidumbre de la trama. Es un manoseo, donde todos los implicados deforman la verdad. Y llegar al punto cero, a ese lugar que marca “lo que verdaderamente pasó”, es un lío.
El lío de las versiones, de las distintas miradas, de las mentiras, y de las auténticas necesidades de encontrar a un culpable.
Lío y trama son dos palabras que hablan de hilos, y de cómo esos hilos se enredan o son enredados por alguien. Por alguienes, al mismo tiempo y en distintas direcciones, aunque con el mismo propósito: encontrar el punto del error o del mal que contamina el tiempo presente de la acción dramática.
Lo liado y lo entramado pierden su origen en la totalidad del tejido. El punto inicial de la hebra se pierde en el flujo de todas las hebras.
Ya en la totalidad de las vueltas y los nudos, ese manoseo, qué fue primero y qué fue después ya poco importa. Y aunque el tejido esconde sus hebras, son las hebras escondidas el tejido propiamente dicho.
No son los secretos, si no la forma en qué estos son guardados, lo que permite que sean importantes. O, al menos, necesarios. Y, a veces, útiles.
Según el caso, los personajes no saben que los otros personajes saben lo que saben sobre ellos mismos. Dicho de manera más clara, la mayoría de los personajes son paranoicos. Creen que los demás saben sus secretos o, al revés, no son capaces de ver que los demás personajes no conocen sus secretos.
Y, cuando ninguno de estos casos es, la paranoia camina por otros lugares, aunque no muy distintos. Los paisajes turbios de los personajes pertenecen al mismo continente: una subjetividad doliente.
Esta hostilidad, entre temer que los demás sepan quién soy, y creer que los otros no saben quién soy, es la cuchillada de esa neurosis, propia de un intenso argumento dramático.
Lo que guardan de sí mismos los personajes y lo que esconden, es la tensión aporética de sus relaciones. La manera en que los personajes se vinculan entre sí, o con su entorno, suele ser turbia. Alguna de las dos partes en ese vínculo está mintiendo, o cree tener un secreto, o piensa lo contrario, o se aprovecha del vínculo.
Hay en los vínculos dramáticos un afecto fantasmagórico. Es decir: los otros no son lo que creo que son.
Las decepciones son tan comunes. Ese momento de: ¿por qué no me di cuenta antes?
Lo que guarda de sí mismo un personaje es doliente. Pero lo que no esconde también. Hay aquí una invitación a reconocer que ningún secreto puede sobrevivir secreto.
De eso paga sus rentas un dramaturgo: de encontrar ese amalgama tramposo, llamado ingenio. Que es el acordeón de la incertidumbre trágica, y el mecanismo de la burla cómica.
En cualquiera de los casos, esconderse o creerse no ser visto, engañar o ser engañado, es terreno sumergible para el clavado de la anagnórisis.
La anagnórisis es la tajada certera que ilumina todo lo turbio.
Debido a que los secretos de los personajes siempre llegan a saberse, el sentido de la acción dramática consiste en estirar el tiempo y enturbiar las aguas. Y cuánto más se tarde en llegar el secreto del secreto, o más turbias sean las aguas del río secreto: más dramático es.
Estos tirones de la subjetividad, las aporías neuróticas, son
lentes que dilatan las visiones fantasmagóricas. Crean las tensiones, las obsesiones y los miedos que los personajes arrastran hasta el punto de la locura o la muerte.
¿Qué es lo que más perturba a un personaje? Su propia subjetividad. Su propia persona. Su hibris, que maliciosamente se asoma a la conciencia para saludar y decir: “Hola, ¿duele? Pues que duela más. Jajaja”
Los propios caminos internos, los laberintos de sus pensamientos, son los líos del pesar de ser quien se es. El personaje se pesa a sí mismo. Y se cansa.
Si el carácter shakespeariano o Ibseniano está divido, el personaje aporético está estirado. Los primeros piensan y sienten como si el mundo fuera A o B. Los segundos se desgarran de tanto ser estirados.
El personaje estirado vive una tensión permanente, con el pánico de que en cualquier momento uno de los extremos que lo tensan se va a soltar y, al soltarse, se disparará una tragedia.
El rebote es lo peor. Es un martilleo de sí mismo. La más cruel de las pesadillas.
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Sobre las aporías neuróticas
En el entendido de que el personaje aporético está estirado por dos paradigmas del drama, las duplas neuróticas serían así:
1: Hibris/Némesis: la aporía del conocimiento.
En su Poética, Aristóteles dice que la fábula “habla de acciones y que éstas son el motor de los hechos.” “La estructuración de estos hechos se debe a las causas y los efectos, y la relación entre estos factores debe ser necesaria, como necesarios los hechos.” Dependientes unos con otros, los hechos dramatúrgicos se encadenan por necesidad, y suceden de manera secuenciada en el tiempo.
Según Eurípides, al menos lo que leemos en sus obras, la fábula es el principio y el alma del drama. Para él, antes de las acciones aristotélicas, hay algo más. Antes de las acciones, y antes de construir el relato con estas acciones, y antes de pensar en todos los elementos del drama: hay algo más. Y ese “más” es el ombligo de la acción dramática.
Se trata de la hibris del personaje. El principio de toda fábula es la hibris, y no las acciones. En Eurípides la hibris tiene un significado fuera del diccionario y solo comprensible en la narrativa de sus tragedias. La ve como un error de nacimiento, una marca fallida de origen que se nutre a si misma en el tiempo, y alimenta el destino –las acciones- de un personaje. Fedra, pro ejemplo, tiene una hibris heredada de su madre, su abuela, su bisabuela: todas han sido mujeres con una sexualidad desbordada, sin control. La hibirs de Fedra, es la que lleva en la sangre, con la que sueña, la ve en cada cerrar de ojos.
Sin esta falla o error primigenio, la fábula no puede sostenerse porque las acciones, en esta lógica, dependen y son arrastradas desde la hibris. Pero la hibris no camina sola. Estaría cojo el relato de una tragedia o un drama sin la llegada de la némesis.
La némesis es un castigo preciso, aquel que ha sido diseñado para cada hibris. Es esa idea de que los objetos se rompen justo ahí donde ya estaban rotos. La némesis es inevitable. Toda hibris lleva adentro, o como si fuera una sombra, su propia némesis. Es el monstruo que llega en el insomnio, el pensamiento recurrente, la obsesión, el fantasma propio. Un castigo bien merecido, bien trabajado, una consecuencia natural, orgánica, didáctica y, aunque sentida como injusta, es justa.
Hibris y némesis son los dos ejes que sostienen la fábula. Yendo más lejos, o más adentro de su dramaturgia, para Eurípides la fábula se estira en una relación tensa y dolorosa en el corazón de la aporía hibris/némesis. Y es justamente lo que “está en medio”, lo que padece el estira y afloja entre la hibris y la némesis, lo que relata una tragedia, y una obra dramática. Es ese turbio mundo, neurótico, lleno de fantasmagóricos secretos. Por ejemplo, en Las Bacantes de Eurípides, Penteo es asesinado por su propia madre, que lo confunde con un animal. Penteo muere por su orgullo, pero el castigo cae sobre su madre. Y todo fueron visiones, ideas equivocadas, alucinaciones.
Cuando el personaje se encuentra en el centro de la aporía del conocimiento, entiende que entender es tan cruel como no entender, y que la sabiduría lejos de ser una salvación es una llave triste y solitaria.
2: Pathos/Kleos: la aporía del dolor.
Pathos es el dolor, el punto dañado, la enfermedad. El pathos es algo que el personaje oculta. A veces porque ni siquiera lo sabe. Otras veces porque no quiere que los demás lo vean.
Pero ya sabemos que lo que un personaje oculta es, en realidad, la ilusión de ocultar. Una ilusión visible a los demás, que observan con intereses propios.
Pathos es lo que duele al personaje, o lo que se hereda y no se puede evitar. Pathos es lo más oscuro e íntimo, el ruido interno de cada quien. Los hijos de Edipo heredaron el pathos de un incesto. Hamlet vive el dolor de la traición familiar.
El rey Lear muere sabiéndose tonto. Pero no lo grita a los cuatro vientos, huye, para no mostrar su pathos, para no hacer pública su ex vanidad ni hacer el ridículo con su cuerpo ya sin fuerza.
Kleos es la gloria, celebrar la fama, lo que los otros dicen de nosotros. O la importancia que damos a que los otros hablen, nos vean y piensen bien de nosotros. Es el: “vean quién quiero que ustedes crean que yo soy”. Algo así como el Instagram de la tragedia.
Kleos necesita demostrar el lado exitoso, bello y dulce de la vida. Kleos quiere demostrar a los demás que se ha salido del fango, que el dolor –pathos- es pasajero y necesario, que el éxito llega cuando se supera el pathos.
Kleos es la mentira. La necesidad de ocultar o la necesidad de demostrar.
Fingir que todo está bien, sonreír con el estómago hirviendo de rabia, saludar con la navaja en la mano, besar con el veneno en la lengua, hablar de más, decir de más, aparentar y maquillar. El perfume que oculta lo podrido.
En la dramaturgia Kleos es importante, porque es el reflejo de los miedos, la inseguridad, el pavor de los personajes de no estar a la altura de las circunstancias. Como las vitaminas de la neurosis.
Aristóteles insiste en su poética que un personaje es lo que hace, no lo que dice. Con Kleos podemos entender qué no hace el personaje, o qué oculta cuando dice algo, o qué contradicción hay entre sus actos y sus palabras.
Muchos personajes de la Ilíada están atrapados en la aporía del dolor. También los personajes heroicos de Esquilo, las tragedias arcaicas, como Prometeo encadenado. Y Hamlet y su aparente locura.
Kleos es clave en el teatro contemporáneo. No solo en la escritura, también en su representación y en su recepción. Kleos es la forma en que los espectadores deciden, observan y publican sus opiniones sobre la experiencia de ser espectador.
Cuando el personaje se encuentra en medio de esta aporía del dolor se esconde para verse en el espejo, y decirse a sí mismo que no es nadie. Ya sabemos que el neurótico a solas es más… estable.
Cada personaje vive las aporías de manera singular y única. En esta diversidad, donde la singularidad es infinita, se escribe la dramaturgia.
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Sobre la promiscuidad
Algunas aporías neuróticas harían estos cruces promiscuos, que son atracciones inevitables, no permitidas, y desobedientes:
Conflicto/Catarsis: la aporía del cruce.
La tensión dramática empuja hacia lo que vendrá, la catarsis. Y la catarsis empuja hacia el pasado, hacia el principio del río secreto. En el cruce de sus caminos, que es la trama, la catarsis y el conflicto se dan golpes.
La catarsis no tiene forma y es impredecible. Siempre es un vómito que no avisa.
Psiche/Eros: la aporía húmeda.
Psiche es el deseo de querer saber la verdad. Eros es el maquillista de la verdad, para ocultarla y solo susurrarla. Psique necesita, para encontrarse con la verdad, perderse en la oscuridad. Necesita no ver. Cree que en el mundo turbio hay algo propio e importante. Eros sabe que la verdad no es nada, que es mejor sostener el encanto de la posibilidad de una verdad. Eros susurra que en los sueños está esa verdad… pero sabe que no existe tal verdad. La aporía húmeda sucede en el encanto sinestésico del amor, la pasión, el enamoramiento. Psiche, enamorada, pierde la memoria. Eros enamorado, goza fingiendo. La humedad de sus cuerpos, bañados en aguas estigias, los mantiene… entramados.
Ficción/Destino: la aporía peligrosa.
Parece que la ficción provoca destinos. O, que los ejercicios creativos jalan hebras en los trazos de los destinos. Como si la mente creativa sirviera de vehículo para ciertas desgracias que han de suceder.
Interesantes y raros casos en la vida de los dramaturgos dan prueba de los misteriosos caminos entramados entre la vida cotidiana y la inventiva autoral. Parece que a veces, y por extrañas razones, el acto creativo invoca a los entes o criaturas de la ficción para que efectúen sus acciones en el plano de la realidad. Otra veces, es la realidad quien invoca a las criaturas de la ficción para que, desde el universo de lo no real, sucedan las historias más reales que lo real puede crear.
Pruebas nítidas de esto: las muertes de los trágicos griegos. Esquilo, aplastado por la caparazón de una tortuga, vivió en carne propia la predicción del oráculo, que anunció “moriría aplastado por el techo de una casa”. Después del miedo a vivir trazado por este designio, Esquilo se cambió de casa y, precisamente durante la mudanza, cayó del cielo su muerte proveniente del pico de un pájaro. Eurípides, tan profundo en sus descripciones sobre el dolor y la traición: muere destajado por los perros de su mejor amigo. Y Sófocles, tan sabio en describir los horrores de la vida familiar, muere engañado por su propio hijo, quien le robó toda su fortuna.
Pero no sólo los trágicos griegos sufren estas rarezas, otros dramaturgos han padecido los rigores de la venganza de la ficción. Albert Camus, que repetidas veces habló sobre la estupidez de morir en un accidente automovilístico, él mismo al volante se estrelló contra un poste de la manera más estúpida… O Arthur Miller, quien siempre presumido de su talento, su atractivo físico, su fortuna y su inteligencia, tuvo un hijo con síndrome de Down a quien escondió en un internado, en el rigor de una miseria castigadora. Tennessee Williams, cuyos personajes fueron todos víctimas de las adicciones, muere ahogado en un plato de sopa en lamentable estado de sobredosis.
Ni qué decir del millonario y guapo Pirandello: escribía solo en su tiempo libre y sobre temas que le interesaban. Se burlaba del compromiso incondicional de los escritores que dedicaban la totalidad de su tiempo a la escritura, incluso escribiendo cosas vergonzosas para poder pagar las facturas del mes. El día que recibe el telegrama donde le informan que está en la bancarrota, su mujer se desmaya, por el golpe enloquece de por vida y él, el autor sarcástico con la escritura comprometida, tuvo que escribir de tiempo completo incluso ¡teatro!, género que despreciaba…
Racine, quien deseaba ser recordado en la historia como el cronista de Luis XIV. Debido al incendió que quemó la biblioteca del rey donde se guardaban sus archivos y manuscritos, es recordado en la historia como el representante de la tragedia francesa, paradójicamente la menos trágica de todas las tragedias. Y, como remate de estos ejemplos, aunque no dramaturgo, pero amante y estudioso del teatro, Walter Benjamín: cuya escritura errante, lo arrastra a constantes errores, hasta morir erráticamente, confundiendo su destino con otro destino.
La subjetividad en el drama no se escapa de su modelo de inspiración: el sujeto. Los personajes aporéticos, aquellos que se desgarran por los tirones de los extremos de los paradigmas dramáticos, son neuróticos. Son sus propios y principales enemigos. Quedan perturbados y marcados ante su propio reflejo en el espejo. Se creen ser lo que no son, y en su intimidad fantasmagórica, se asustan con su propia voz.
Los personajes aporéticos nos describen. Salen de nosotros.
Como ellos, estamos en medio de las aporías, al capricho del estira y afloja de las paradojas de la realidad, a punto de ser atacados por algún tipo de filo, ya sea subjetivo o social.
Dramaturga, guionista, directora. Maestra en Saberes sobre subjetividad y violencia. En 2019 gana el Premio Juan Ruiz de Alarcón de dramaturgia. Sus obras se han traducido a 8 idiomas y se han presentado en distintas partes del mundo. Si bien la temática de su teatro se basa en la mitología y la deconstrucción de la tradición literaria, sus trabajos como guionista en cine y televisión están inspirados en problemáticas sociales y femeninas. Ha sido miembro del SNCA y dirige el Consultorio de dramaturgia en el Centro de las Artes de San Agustín, Oaxaca. Actualmente es doctorante en Saberes sobre subjetividad y violencia en el Colegio de saberes.