Cómo procurar una alegría o cómo procurarnos de una salud entre la enfermedad o, mejor dicho, a pesar de ella. Pero, sobre todo, ¿cómo identificarlas? ¿cómo diferenciarlas? ¿Bajo qué signos leerlas? ¿Se trataría de una cuestión semiótica, historiográfica, médica, filosófica?
Se trataría, quizá, de un ejercicio de aprendizaje de lecto-escritura sensible, pero sensible hasta la crueldad misma. Se trataría de un ejercicio de guerra, de un combate a muerte, de un verdadero juego. Se trataría de una vida y su alumbramiento; el alumbramiento de una alegría que no sería sino el nacimiento de una diferencia, aquella estrella de mil picos pulverizada en medio de la miseria que narra Lispector[i]. Pero qué pasaría, de nuevo, si esa diferencia no fuera perceptible; aún más, no fuera reconocible sino, de hecho, destruida. Habría que decir entonces que quizá por ello, aquella alegría diferente, saludable, física, no pueda sino tender hacia lo indiferencial, a indiferenciarse con la materia misma que la posibilita. Y he aquí, una vez más, que nuestra pregunta regresa: ¿cómo reconcerla? ¿Cómo identificar aquella alegre salud si ésta carece de representación y representante? ¿Cómo hablar de ella? ¿en qué lengua sensible a la diferencia, al mismo tiempo, indiferenciada de un sujeto-objeto? Y entonces nos preguntaríamos a nosotros mismos ¿por qué ese deseo de reconocerla en su encuentro, sentirla?
Séanos permitidas las licencias de estas hermosas palabras: por la sed, por el hambre, por el desamparo, por el frío y el descalabro, por humildad y furia, pero también, esa es la verdad, por pura exuberancia de vida.
Ello sería, sin más, la preocupación de este breve ensayo: Una salud, una guerra, una alegría.
Para empezar, de manera provisoria, quisiéramos plantear que la salud, la guerra y la alegría a la que nos referimos, claramente, no se tratarían, o no solamente, de una interpretación de las cantidades de glóbulos en la sangre o de la fuerza pulmonar en relación a la cifra del desarrollo biológico llamado edad, o de la cantidad de masa muscular ni del volumen óseo del extraño concepto llamado cuerpo, o bien, de las veces que un rostro reproduce una mueca en forma de sonrisa ni tampoco de cierta disposición servicial o comodina con un estado de cosas presentes, no se trataría tampoco de una guerra en nombre de una abstracción a la que bien podríamos introducir, de momento, con la noción de idealismo. No, no es aquella guerra, no es aquella salud, no es aquella alegría, mas tampoco por ello se deduzca que los términos de salud, guerra y alegría de las que intentamos hablar aquí no tengan una correspondencia con los aparatos cuantitativos que intentan codificarlas. Tampoco evadiremos, por otro lado, que nuestras nociones de alegría, salud y guerra no tengan que ver con la metáfora, la imaginación y la fantasía. Antes bien lo contrario: dichos conceptos se compondrán en tensión a todas las categorías anteriores. Contraponiéndose y mezclándose, a veces diluyéndose, a veces insolubles, y otras veces heteróclitas nos recordarán al título de un ensayo de Montaigne llamado “La fuerza de la imaginación”[ii].
Nosotros diremos entonces que la guerra, la salud y la alegría a la que nos referimos es reflejada en la potencia de ambas literaturas –entre otras–, de ambos mundos –y de tantos otros posibles–, de ambas subjetividades –y de las que no lo son o están más allá de serlo–. Es más, diríamos que el concepto de salud al que aludimos podría tan solo expresarse o diagnosticarse por una serie de indicios que una vida comporta en su relación con la riqueza o pobreza de cada literatura –médica, artística u otra–, pero no más. Pues, aunque digamos que estos signos arrojados por cualquier literatura dicen de una salud, ésta salud nunca vine de ellas, sino que las posibilita: ora las crea, ora las contiene, ora las colapsa, ora las expulsa y ora las interpreta. No para de medirse con ellas. Y, digámoslo de una vez, esta salud, en tanto que matriz y siempre presente en la manifestación de sus signos, no es sus signos ni sus interpretaciones: es lo que ya no hay en ellas, y que, sin embargo, en su huida, en su rastro, es lo que las hace terriblemente perceptibles. Aquel pequeño rastro y residuo, apenas contorno ferozmente difuminado por su persistencia, por su grado de realidad no representativa, antigua y astral, en ruinas y florida, completa no sino en sus fragmentos, es lo que incendiaría de veras a nuestros sentidos, o al menos a uno de ellos. A cierto sentido…
¿Se ha sentido aquella oscura palpitación, aquel sentido que solo sirve en la ceguera del asombro del cuerpo, aquella oscura luz animal intuitiva?
¿Como la que se abre ante una manzana real?
Aquella manzana, la manzana de Cézanne que Lawrence[iii] ve:
Lo cierto es que con Cézanne, el arte moderno francés dio su primer paso de regreso hacia la sustancia real, hacia la sustancia objetiva, si podemos llamarla así. La tierra de Van Gogh era todavía una tierra subjetiva, era él mismo proyectado en la tierra. Pero las manzanas de Cézanne son un verdadero intento por dejar que la manzana exista en su propia entidad separada, sin impregnarla de la emoción personal. El gran esfuerzo de Cézane fue, por así decirlo, empujar la manzana lejos de él, y dejarla vivir por sí misma. Esto parece poca cosa: sin embargo, es la primera señal certera que el hombre ha dado en varios miles de años de que está dispuesto a admitir que la materia de hecho existe…
Cézanne lo sintió en la pintura, cuando sintió la manzana. De repente sintió la tiranía de la mente, la blanca y gastada arrogancia del espíritu, la conciencia mental, el ego encerrado en el paraíso azul-cielo pintado por sí mismo. Sintió la prisión azul-cielo y un gran conflicto comenzó en su interior. Estaba dominado por su vieja conciencia mental, pero quería terriblemente escapar de la dominación…
Donde Cézanne sí escapó algunas veces por completo del cliché y donde en realidad hizo una completa interpretación intuitiva de los objetos reales fue en algunas de sus composiciones de naturalezas muertas. Para mí, estas buenas escenas de naturalezas muertas son puramente representativas y bastante fieles a la realidad. Aquí, Cézanne hizo lo que quería hacer: hizo las cosas bastante reales, no dejó deliberadamente nada por fuera, y aún así nos proporcionó una visión intuitiva triunfante y rica de unas pocas manzanas y tiestos de cocina. Por una sola vez, su conciencia intuitiva triunfó y prorrumpió en afirmaciones. Y aquí es inimitable. Sus imitadores imitan los accesorios de sus manteles doblados como hojalata, etc. – las partes irreales de sus cuadros – pero ellos no imitan los tiestos y las manzanas, porque no pueden hacerlo: es la manzaneidad real, la que no puede imitarse. Cada hombre debe crearla de nuevo y de forma diferente a partir de sí mismo: nueva y distinta. En el momento en que ésta se ve “como” Cézanne, ya no es nada.
Y estas dos actividades de su conciencia ocupan sus últimos paisajes. En los mejores paisajes estamos fascinados por el carácter misteriosamente furtivo que hay en la escena frente a nuestros ojos; ésta cambia mientras la observamos. Y nos damos cuenta, con una especie de transporte, de qué tan intuitivamente cierto es esto para el paisaje: este no está quieto. Tiene su propia alma extraña y, para nuestra percepción de ojos bien abiertos, cambia como un animal vivo bajo nuestra fija mirada; cualidad que Cézanne a veces aprehendia maravillosamente”. (Cézanne, págs. 9-10)
Hemos querido tomar ese pedazo enorme de la disertación de Lawrence sobre Cézanne porque según nuestra lectura no para de insistir sobre una realidad ontológica no subjetiva, a la cual nosotros hemos querido llamar salud. Una salud que no se opondría a una enfermedad puesto que la contendría, una salud que no tendría opuesto ni final sino siempre capas y capas, pliegues de fertilidad real. Y una vez insertos imaginariamente o no –poco importa de momento– en esta realidad agreste, se vuelve un tanto evidente que la única relación posible en este plano de salud, no puede ser sino la de la lucha, la de la batalla, la de la inmensa guerra. Una batalla que quizá en alguna victoria delate el caos de donde proviene aquella fruta, aquel jarrón:
Después de una lucha con uñas y dientes que duró cuarenta años, tuvo éxito, en efecto, al conocer cabalmente una manzana; y una o dos jarras, no tan completamente. Eso fue todo lo que logró. Parece poco y él murió amargado. Pero es el primer paso el que cuenta y la manzana de Cézanne es un asunto importante, más que la Idea de Platón[iv]. La manzana de Cézanne corrió la piedra de la boca de la tumba, y si el pobre Cézanne no pudo desenmarañarse de sus mortajas y su sábana, sino que tuvo que quedarse quieto en la tumba hasta su muerte, aun así nos dio una oportunidad. Nuestros instintos e intuiciones están muertos, vivimos envueltos en la sábana mortuoria de la abstracción. Y el contacto con algo sólido nos lastima… De manera que la manzana de Cézanne nos lastima. Ella hizo que la gente gritara de dolor. (Ibid., pág.3)
Es este dolor insólito el que pareciese repetir al dolor de un alumbramiento, el dolor del nacimiento de una caída, el dolor de la memoria de aquel primer paso desnudo sobre la tierra también desnuda, inclemente, bondadosa y viva. Por ello, es la memoria del contacto con el campo de la salud inmensa la que nos proporcionaría la ocasión y posibilidad del reencuentro y la batalla con aquel dolor más antiguo y sordo, solar, la que nos permitiría, pues, la conquista y la novedad de un nuevo gesto.
F. Bacon, otro pintor, también describe en una entrevista[v] a M. Duras esta terrible lucha de la creación:
Es siempre por medio de los técnicos, como se encuentran las verdaderas aperturas. La imaginación técnica es el instinto que trabaja fuera de las leyes, para volver al tema sobre el sistema nervioso con la fuerza de la naturaleza. Hay jóvenes pintores que excavan la tierra, toman la tierra y luego exponen esta tierra en una galería de pintura. Es tonto, y prueba la falta de imaginación técnica. Es interesante que tengan ganas de cambiar de tema, hasta el punto de llegar a esto: arrancar un pedazo de tierra, y ponerla sobre un pedestal. Pero, lo importante sería que la “fuerza”, con la cual arrancan la tierra, “regresara”. Que el pedazo de tierra sea arrancado, sí, pero que sea arrancado a su sistema personal y hecho con su imaginación técnica.
Un poco más adelante dirá sobre la importancia de sus primeras manchas en su trabajo: “Casi siempre son los acontecimientos que me suceden, pero que suceden merced a mí, por mi sistema nervioso que ha sido creado en el momento de mi concepción.” (Bacon, 1971)
Podemos ver ahora que poco vale la pena hablar de la salud sino es en términos de la propia experiencia al ser testigos afectados de ese singular territorio, ya que ella misma carece de idioma pues es solo ella la que provoca el arrebato y el balbuceo, las crestas de una lengua adquirida.
Lo extensivo.
Nos preguntamos de nuevo.
¿Qué es lo que sería entonces transmisible de esa salud?
Nada, ¡ay nada! Ni el dolor mismo del buen Cristo Roto. Pues lo que se apuesta en esa batalla es el habla misma, la posibilidad misma de la expresión. Y como bien se sabe, al menos en las tradiciones guerrilleras, no existe una lengua nativa de la guerra, ya que ésta se encuentra multiplicada por sus propios estallidos, estrellada y cuarsificada, antes de ser evocada. Por lo que no se trataría si quiera de una lengua materna o paterna, sino bastarda y desértica, y aquel desierto eterno sería el lugar de la creación, donde la batalla estallaría y se constreñiría hasta el límite de una superficie con otra. Es en esos linderos donde el todo perece y solo lo que lo ha hecho constituirse como materia permanece, pero ya no como un todo sino tan solo como un germen, una larva, una procarionte, una pequeña alegría; quizá una palabra peculiar, afectada, abierta. Reminisencia y apertura del plano: aquel grito que antecede al Papa Inocencio de F.Bacon, el ojo realmente abierto de Buster Keaton en la película de Beckett[vi], el Aria de las variaciones Goldberg, las manos negativas[vii] que Duras no para de ver y sentir en la noche del tiempo sobre el granito de una antigua cueva. Es la guarida interminable en el humus de Kafka[viii]. Es decir, esta lengua de la guerra dirá tan solo lo que no le es posible decir de otra manera, en otros términos. En este sentido, tenderá a un expresión pobre y sobria, por ser de un tamaño justo; a la vez que violenta e inmensa, por ser de un altísimo salvajismo. Esta lengua dirá tan solo lo que de su propia piel tornasolada se desprenda al arrastrarse, y se arrastrará y desplegará expandiéndose tan solo por verdadera hambre, por verdadera sed, entre la sal de la tierra.
¿Se nota que se trataría casi de una mutilación? ¿Un ejercicio de sustracción más que de adición? ¿de una castración creadora?
Un par de franceses dirían que no hay castración, sino intensidad e inestabilidad. “Anos volantes, vaginas rápidas, la castración no existe.”[ix]
Pero no es de momento este tipo de ausencia o negación la que nos interesa, sino la de la idea, precisamente, de una sustracción o una mutilación en lo que se supone una unidad; una inestabilidad dentro de lo que supondría un aparente estado de estabilidad homogénea. Quisiéramos aquel empobrecimiento, respecto a lo total que nos permita un exceso… el hambre:
Si tengo gusto, sólo
es por tierra y por piedras.
Me desayuno siempre aire
rocas, carbones y hierro.
Vuelvan hambres, Pasten hambres,
el prado de los sonidos.
Atraigan el jovial veneno
de las amapolas.
Coman peñascos rotos,
antiguas piedras de iglesia,
guijas de los diluvios
y panes de valles sembrados.
El lobo aullaba bajo el follaje
escupiendo las bellas plumas
de su festín de aves:
como él, así me consumo.
Las ensaladas, las frutas,
esperan la recolecta;
pero la araña del seto no como sino violetas.
A. Rimbaud [x]
Permanezcamos un momento más con la idea de la mutilación en relación al acto de guerra, a la lucha en el territorio innombrable de la salud. Y Digamos ahora que son la destrucción y la sustracción algunas de las actividades primordiales en el devenir guerrero. Mas si en un primer momento hemos dicho que la salud no tendría antípodas que se le asemejen pues objeto y sujeto serían contenidas y posibilitadas en un plano más bien de transducción ontogenética, preindividual, por decirlo con Simondon[xi], en el acto de la guerra es preciso plantear al menos cierto grado de diferenciación material y subjetiva, ya que en ella, si existe la sustracción y la eliminación como acto, evidentemente sería respecto a algo, respecto a un objeto en ínfima relación con un sujeto, y viceversa .
¿Qué es lo que se sustraería, qué es lo que se mutilaría, pues?
En Cézanne, según Lawrence, el cliché; en Bacon, él mismo lo dice, lo decorativo; en Beckett, por otro lado, al haber una gran cantidad de mutilados, cojos, tuertos, mancos y tullidos en casi toda su obra, pareciese que el empobrecimiento sería respecto al personaje mismo, cuestión nada gratuita. Tomemos por ejemplo el caso de la trilogía de Samuel Beckett, en el que cada personaje “se” presenta con cada vez menos extremidades, siendo “El innombrable” (2007) el “personaje” más radical: desbautizado, desposeído, no pudiendo sino crearse y descrearse, y retornándose no podrá sino poder no… con tal de poder…:
Y sin la lejana evidencia de las palmas de mis manos y de las plantas de mis pies, de las que aún no he logrado desembarazarme, no titubearía en afirmar que tengo la forma, si no la consistencia, de un huevo, con dos agujeros en cualquier parte para impedir el estallido. Pues como consistencia, se trata más bien de mucílago. Pero poco a poco, poco a poco, si no nunca llegaré. Pues bien, como posibilidad vestimentaria apenas veo otra cosa, de momento, que unas bandas, con algunos harapos aquí y allá. Tampoco diré más obscenidades. ¿A qué iba yo a tener sexo, si ya no tengo nariz? Todo eso cayó, todas las cosas que sobresalen, con mis ojos, mis cabellos, sin dejar rastro, cayó tan bajo, tan lejos, que no oí nada, quizás eso cae todavía, mis cabellos como hollín siempre, de la caída de mis orejas ni me enteré. Superfluo, pequeña alma siempre, inventé el amor, la música, el aroma del grosellero silvestre, por esquivarme. Los órganos, un afuera, son fáciles de imaginar; otros, un Dios, son cosa forzada, nos los imaginamos, lo que es fácil, eso calma lo principal, eso adormece, por un instante. Sí, Dios, en él no he creído, fautor de calma, un instante. Ya no haré pausas tampoco. ¿No puedo, pues, conservar nada de cuanto ha llevado mis pobres pensamientos, plegado a mis dichos, mientras me escondía? Voy a secar también, a taponar, estas órbitas chorreantes. Ya está, ya no chorrean, soy una gran bola parlante, hablando de cosas que no existen o que quizás existen, es imposible saberlo, la cuestión no es esa. Ah sí, cambio pronto de estribillo. Y, después de todo, ¿por qué una bola y no otra cosa, y por qué grande? ¿Por qué no un cilindro, un cilindro pequeño? ¿Por qué no un huevo, un huevo mediano? No, no, es la vieja tontería, me sé redondo siempre, sólido y redondo, sin atreverme a decirlo, sin asperezas, sin aberturas, invisible quizás o grande como sirio. Estas expresiones carecen de sentido. Que sea redondo y duro es lo único que importa, y ciertamente existen razones para ello, que sea redondo y duro, mejor que de una forma irregular cualquiera, susceptible de ahuecarse, de abombarse al azar de los choques, pero se acabaron las razones. Lo demás lo dejo, como ese negro ridículo en el que por un instante creí poderme bañar más dignamente que en el gris. Menudas artimañas esas historias de claridad y oscuridad. Y me las he permitido. Pero, ¿es que ruedo, conforme a mi naturaleza de bola, o estoy en equilibrio en alguna parte, sobre uno de mis innumerables polos? Me siento muy tentado a tratar de saberlo. Menuda tirada de discurso se puede sacar de esa preocupación tan legítima en apariencia. Pero no se me tendría en cuenta. No, entre yo y el derecho al silencio, el reposo vivo, se extiende la misma lección de siempre, esa que sabía bien pero que no quise decir, ignoro por qué, quizá por temor al silencio, o por creer que bastaba decir cualquier cosa, mentiras con preferencia claro está, al objeto de permanecer oculto. Importa poco. Pero ahora voy a decir mi lección, si puedo recordarla. Bajo los cielos, por los caminos, en las ciudades, los bosques, las habitaciones, las montañas, las llanuras, a orillas del mar, sobre las olas y detrás de mis homúnculos, no siempre estuve triste, perdí mi tiempo, renuncié a mis derechos, me esforcé en vano, olvidé mi lección. Después un pequeño infierno a mi modo, no demasiado perverso, con algunos amables condenados a los que largar mis gemidos, algo que suspira de lejos en lejos y a lo lejos esperando por relampagueos, la piedad en llamas, la hora de elevarnos a cenizas. Hablo y hablo, porque es menester, pero no escucho, busco mi lección, la vida mía que en otro tiempo supe y no quise confesar, de aquí talvez una ligera falta de limpidez en algunos momentos. A lo mejor también esta vez no haré sino buscar mi lección, sin poderla decir, a la par que acompañándome en una lengua que no es la mía. Pero en vez de decir lo que erré al decir, lo que ya no diré, lo que acaso diga, si es que puedo, ¿no sería mejor que dijera otra cosa, incluso si no es aún la que tiene que ser? Voy a intentarlo, voy a intentarlo en otro presente, incluso si no es aún el mío, sin pausas, sin llantos, sin ojos, sin razones. (El innombrable, págs. 29-30)
¿Contra qué se lucha?
Estamos tentados a decir que se lucha contra la totalidad, contra aquella voz que dice “en efecto, gran o pequeño señor, es esto, esto es. Usted es. He aquí al hombre y su destino, su identidad.”
Permitámonos aquí un paréntesis. Intentemos preguntarnos, a la manera de Nietzsche, a quién le interesa tal destino, tal identidad. ¿Qué pensamiento tan débil evocaría un destino final, además, de la del sacerdote? ¡Precisamente! No se trataría de alguien sino más bien de una figura, una vena, una región sacerdotal intrincada en el alma. Algo de nosotros que sabe de la fertilidad de aquella gran salud, mas, por alguno o varios motivos, lo que de ella crea es sometimiento y resentimiento, aquel torcido regocijo de pequeño humano demasiado humano intentando encarcelar a la salvaje y pletórica salud. Y en este sentido, un problema queda abierto: pues ya vemos que no basta con que una idea o una forma sean “originales” y “novedosas” en tanto “creadas” para pretender una salud, ya que siempre existe el riesgo de que ésta pueda precisar –lo sabemos bien– de tristezas y miserias por el debilitamiento que supone de los cuerpos, por la percepción que del mundo ofrece. Provisoriamente y para volver a nuestro tema, podríamos sugerir al terreno de nuestra salud, que una etiología de las enfermedades puede ser elaborada a partir de una genealogía de la totalidad y la universalización que en cada presupuesto norme a una forma, y, por otro lado, un tipo de medicina podría pensarse a partir de la problematización en lo localizado, de lo particular que ofrezca la posibilidad de trazar coordenadas a un amplio afuera y constituya una fuerza. Cerramos paréntesis no intentando resolver nada, sino tan solo para dejar esta anotación y en otro momento buscar su cauce.
En fin, toda una genealogía de los personajes mutilados en su devenir guerrero, y contrapuestos con la figura de la soberanía y el control, mas no como una antítesis sino como una fuerza a intentar. Carmelo Bene en su teatro dedicado a Shakespeare elaborará a un inédito Ricardo III, constitución de una figura tullida que desmantelará al poder centralizado de todo un reino. Pensemos también en Tezcaltipoca, dios de la guerra y el inframundo, sol nocturno, que en varios de los códices en que le representan, siempre se le mostrará cojo, pues según algunas narraciones orales ha ofrecido su pie a la criatura de antes del mundo –Cipactli– para crear junto con Quetzalcoatl, de aquella bestia, un nuevo plano. Notemos que Tezcaltipoca será la figura heterogénea a Quetzalcoatl soberano. Otros personajes en los que no podemos no pensar y nos obsesionarán serían al tlacuache, descuartizado y torturado por haber robado el fuego para llevarlo a los hombres, junto con Dionisos desmembrado, casi devorado, unidad multiplicada.
Así, esta guerra marcada por el signo de la sustracción y la mutilación, nos encamina a pensar que esta batalla es por la multiplicidad, es lo que de ella se desprende como verdadera conquista, como signo de salud. Es un mensaje en multiplicidad y condensado, cifrado incluso. De ahí la dificultad de su lectura, del enrarecimiento de aquella lengua tan extranjera. “El guerrero siempre ha sido considerado en las mitologías como de un origen distinto al del hombre de Estado o al Rey: deforme y tortuoso, siempre viene de otra parte.” (Deleuze & Carmelo, Une manifeste de moins, 1979)
En una pequeña narración de William Faulkner existe un hermoso pasaje que describe la primera entrada, y sin embargo ya repetida en lo sueños, de un niño, a la inmensa vida de la selva, al encuentro con un oso. Este pasaje, por ejemplo, creemos, que describe perfectamente una de las tantas relaciones que se despliegan en la guerra singular de la salud. Más allá de cualquier tristeza, de cualquier resentimiento, el acento se encuentra en la sensibilidad a la altura de lo vivo:
“Estuvo en su conocimiento antes aun de que lo hubiese visto. Se parecía y resaltaba en sus sueños antes aun de haber visto los bosques vírgenes donde había dejado su ganchuda huella, peludo, tremendo, con los ojos rojos, no maligno sino grande, demasiado grande para los perros que trataban de acorralarle, para los caballos que intentaban arrollarle, para los hombres y las balas que éstos le disparaban; demasiado grande para la misma región donde se circunscribían sus actividades.
Era como si el muchacho hubiera adivinado ya lo que lo que los sentimientos y su entendimiento no habían comprendido aún: aquella selva condenada a muerte cuyos bordes eran constante y ferozmente mordisqueados por los arados y las hachas de los hombres que la temían porque era la selva, miles de hombres incluso desconocidos entre sí en la tierra donde el viejo oso se había ganado un nombre, y por lo cual no corría siquiera como una bestia mortal sino como un anacronismo indomable e invencible surgido de un tiempo ancestral y muerto, un fantasma, compendio y apoteosis de la antigua vida salvaje que los pequeños y mezquinos humanos acuchillaban en caterva con una furia de odio y temor, como pigmeos en torno a las patas de un elefante dormido, el viejo oso, solitario, indomable, y único, viudo sin hijos, y absuelto por la muerte, viejo Príamo privado de la vieja esposa y sobreviviendo a todos sus hijos” (El oso, págs. 9-10)
Es de destacar que este oso demasiado enorme de Faulkner, cojea, pues ha perdido un par de sus garras.
Diríamos entonces que se trata de una guerra negativa más que productiva, pues a diferencia de la guerra pensada como mecanismo de producción de pacificación y homogenización de las formas de vida en función de la permanencia o asentamiento de un estado de cosas dominantes, una guerra negativa y localizada, lo que pone en juego es a la posibilidad de una creación inédita, la creación de un inmenso afuera, un aire fresco, incluso demasiado fuerte para los pulmones, un afuera que trastocaría cualquier idea de encierro, una alegría en intensa relación con la salud que quebraría al rostro en su fuga, dejando una palpitante herida abierta. ¿Un gesto de risa, de dolor, de llanto? Demasiado fuerte para decirlo. Imposible decirlo sino en su negación.
Citemos a Freud, justo al respecto de la negación:
Un contenido de representación o de pensamiento reprimido puede irrumpir en la conciencia a condición de que se deje negar. La negación es un modo de toma noticia de lo reprimido; en verdad, es ya una cancelación de la represión, aunque no, claro está, una aceptación de lo reprimido. Se ve cómo la función intelectual se separa aquí del proceso afectivo. Con ayuda de la negación es enderezada sólo una de las consecuencias del proceso represivo, a saber, la de que su contenido de representación no llegue a la conciencia…
[…] Por medio del símbolo de la negación, el pensar se libera de las restricciones de la represión y se enriquece con contenidos indispensables para su operación. (La negación, págs. 253-254)
Esa riqueza es creación de aquel ejercicio de negación activa. ¿Pero esta riqueza no correría el riesgo de volverse de nuevo en una supuesta positividad, de subjetivarse?
¿Pero por qué no lo haría? ¿No es en realidad inevitable y en alguna medida deseable? Pues por fuerza, toda alegría se desvanece, de ahí su procuración e insistencia, además del aprendizaje estratégico que de ella podría emanar. En este sentido el fin de esta guerra no es una catastrófica y engañosa paz absoluta sino la conquista de una cartografía, de una alegría cada vez más anónima, comunicable tan solo a la inteligencia de la sensibilidad de un cuerpo a cuerpo.
Tomemos el final del mismo ensayo:
Armoniza muy bien con esta manera de concebir la negación el hecho de que en el análisis no se descubra ningún «no» que provenga de lo inconciente, y que el reconocimiento de lo inconciente por parte del yo se exprese en una fórmula negativa. No hay mejor prueba de que se ha logrado descubrir lo inconciente que esta frase del analizado, pronunciada como reacción: «No me parece», o «No (nunca) se me ha pasado por la cabeza» (Ibid, pág.257)
¿No este paciente habla también literalmente? En efecto, dice de lo inconsciente reprimido en forma de su negación, pero también es verdad que esa negación es el residuo de un fuerza afirmativa y amplia que le impide mentir: no; eso no, no se parece, porque nada se le puede parecer; no, nunca ha pasado por la cabeza, porque ya ha afectado a todo el cuerpo.
Finalmente, al respecto de la alegría, recapitulamos nuestro inicio donde decíamos que no existiría alegría que no sea diferencia y que al mismo tiempo no se indiferenciara. Lo que queríamos decir, y que ahora lo podemos hacer, es que no hay alegría que no sea fruto de una verdadera creación, carne de la carne de una verdad engendrada, singular, traída de la catastrófica salud del cuerpo.
A esa alegría nos gustaría pensarla como otro plano dentro del gran plano de la salud y nos interesaría ser sensibles a ella debido a los momentos donde la enfermedad obstaculiza toda memoria, donde el adentro muestra su rostro de clausura e impide el encuentro y el recuerdo de que el afuera es creación, porque a veces la enfermedad es también exceso de significantes que anulan toda posibilidad de palabra pues las representaciones se tornan universales. Y ya en este punto estamos siendo injustos al intentar definir a la alegría como concepto, ya que hemos dicho que si existe es porque es real en tanto singular, anónima y desamparada, alegría de condición huérfana que propiciaría cualquier enlace y contacto en tanto se esté dispuesto realizar un ejercicio de guerra por su búsqueda.
Este texto, no quisiera ya delimitarla por ahora, pues seguramente cada cuerpo la conoce, a aquella, a su propia alegría, lograda y creada por tantas otras guerras y batallas; incorporada y encarnada ya en la suave mirada que ha aprendido las palabras camino, dolor, polvo, deseo, color, luz, amor, y que las invoca sobre todo en estos extraños tiempos de emergencia.
Aquella alegría del inmenso tamaño de una mano, de un ojo o de un movimiento, terminamos, es la que ha conquistado una geografía de la gran salud para traer algo de ella: quizá otro plano, otra superficie aprendida, otro pliegue sensible que ahora figura una nueva profundidad. Tarea nuestra será llevar a dicha profundidad a su límite, a su estallido, tal vez al estallido de la pantalla, al de una idea de enfermedad, al de cualquier idea de normalidad asfixiante al cuerpo.
La alegría del contacto es siempre un gesto a descubrir.
[i] (La hora de la estrella, 2015)
[ii] (Los ensayos, 2007)
[iii] (Cézanne, 2014)
[iv] En el sentido de Lawrence, y pese a él mismo y a Platón, es posible pensar que la idea de platónica también venga de un lugar en relación al cuerpo; es decir, como una creación material más que una supuesta verdad dada de antemano.
[v] (Bacon, 1971)
[vi] (Film, 1965)
[vii] “Las manos negativas” (2007) es un escrito o más bien una idea que Marguerite Duras ensayará en varios formatos, desde pequeñas narraciones hasta en libretos para sus películas o como tema que le permitirá explicar otros trabajos. Una suerte de núcleo o imagen que se desplaza por distintas formas de su pensamiento.
[viii] En el cuento de La Guarida, de F. Kafka, encontramos ese momento en el que sujeto y objeto son ya solo elementos para señalar una relación más profunda con la vida mineral. Cierta construcción de mundo a partir de la procuración incesante de un refugio siempre por defender, siempre en construcción en tanto que extensa. La guarida o Psique es extensa, nada sabe de ello. O bien la guarida como forma de vida: “Cada cien metros he ampliado los corredores y los he convertido en pequeñas plazas o recintos, ahí puedo estirarme a mi gusto, calentarme y descansar. Allí duermo dulcemente y en paz, mis sueños reflejan el fin de la ansiedad, la tranquilidad del objetivo logrado: la posesión de una casa. No sé si es una costumbre de otros tiempos o si los peligros de esta casa son aún lo suficientemente fuertes como para despertarme, el caso es que de cuando en cuando me despierto aterrorizado de un sueño profundo y me pongo a escuchar, escucho en el silencio que aquí reina inmutable noche y día, luego sonrío tranquilo y, con los miembros relajados, me sumo en un sueño aún más profundo. Pobres vagabundos, sin casa, por esos caminos, en el mejor de los casos acurrucados en un montón de hojas o junto a sus compañeros para darse calor, expuestos a la intemperie. Y yo reposo aquí, en un lugar protegido —de estos lugares hay más de cincuenta en mi guarida—, donde elijo las horas que pasaré entre el letargo y el sueño profundo.” (La Guarida, págs. 358-359)
[ix] (Deleuze & Guattari, 2000)
[x] (Hambre, 1981)
[xi] “El espacio no es solamente un campo de fuerzas; no es solamente hodológico. Para que sea posible la integración de los elementos a un sistema nuevo, es preciso que exista una condición de disparidad en la relación mutua de esos elementos […] La acción, individuación que engloba ciertos elementos del medio y ciertos elementos del ser, sólo puede cumplirse a partir de ciertos elementos casi semejantes […] el mundo anterior a la acción no es solamente un mundo en el que existe una barrera entre sujeto y la meta; es sobre todo un mundo que no coincide consigo mismo, porque no puede ser visto desde un único punto de vista. (La individuación de los seres vivientes, pág. 312)
Bacon, F. (1971). (D. Margueritte, Entrevistador)
Beckett, S. (Dirección). (1965). Film [Película].
Beckett, S. (2007). El innombrable. Barcelona: Lumen.
Deleuze, G., & Carmelo, B. (1979). Une manifeste de moins. En G. Deleuze, & B. Carmelo, Superpositions (págs. 87-131). Paris: LES ÉDITIONS DE MINUIT.
Deleuze, G., & Guattari, F. (2000). ¿Uno sólo o varios lobos? En G. Deleuze, & F. Guattari, Mil Mesetas capitalismo y esquizofrenia (págs. 33-46). Valencia: PRE-TEXTOS.
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Actualmente estudia el doctorado en Saberes sobre Subjetividad y Violencia en el Colegio de Saberes.