Un caso ejemplar de desacralización del poder
Durante febrero de 2012, el colectivo ruso de rock punk Pussy Riot tomó por asalto la zona reservada al sacerdocio de la principal catedral ortodoxa de Moscú, para cantar una “plegaria punk” que duró 40 segundos antes de que la policía las detuviera. En las palabras de las integrantes del colectivo, aquello fue una suerte de “intrusismo litúrgico”, donde levantaron su plegaria a la Virgen María para que se adhiriera a la causa feminista y, al mismo tiempo, enviara al purgatorio a Vladimir Putin.i
La canción escenificada como oración lleva el título de “Una plegaria punk por la libertad”, donde las tres primeras estrofas dicen:
Virgen María, Madre de Dios, llévate a Putin
¡Llévate a Puntin, llévate a Putin!
Sotana negra, charreteras doradas
Los feligreses se humillan en reverencias
El fantasma de la libertad en el cielo
El orgullo gay, a Siberia encadenado
El jefe de la KGB, su santo patrón,
Dirige a prisión a los disidentes escoltados
Para no ofender a su Santidad
Las mujeres darán niños y amorii
Un mes después, el colectivo declaró que “Nuestra actuación en la Catedral de Cristo Salvador fue un gesto político que tenía por objeto abordar el problema de la perversa comunión entre el Gobierno de Putin y la Iglesia ortodoxa rusa”.iii Y agregaron: “era fundamental que recitásemos la oración, no en la calle, delante del templo, sino en el altar, es decir, en un espacio terminantemente prohibido a las mujeres”. La persecución que siguió en su contra después del asalto a la catedral, y el enfado que Putin expresó sobre el colectivo, parece explicable por un hecho previo, donde las Pussy Riot cantaron en la plaza roja de Moscú su canción “Putin se ha meado”, en el que el coro lanza:
Revuelta en Rusia: ¡el carisma de la protesta!
Revuelta en Rusia: ¡Putin está cagado!
Revuelta en Rusia: ¡existimos!
Revuelta en Rusia: ¡desorden! ¡revuelta!
Y en una estrofa más adelante, dicen:
Descontento con la cultura de la histeria masculina
La salvaje adoración del líder devora cerebros
La religión ortodoxa del pene enhiesto
Los pacientes han de dar su conformidad.iv
Finalmente, en agosto del mismo año, tres integrantes del colectivo fueron sentenciadas a dos años de cárcel por el delito de vandalismo e incitación al odio religioso.v En realidad, lo que está en juego en los episodios anteriores es la representación que articularon las Pussy Riot a través de un gesto fugaz de poder blasfemo. Mezcla de música, anarquía y feminismo, sus actos desacralizan al gran poder, ya que visibilizan el propósito de su protesta al golpear en inicio a la Iglesia ortodoxa rusa, en un acto contra-litúrgico de blasfemia religiosa y, al mismo tiempo, con sus dardos alcanzan al comandante supremo de Rusia, Vladimir Putin, ya que previamente interpretaron una canción en contra de él, lo que se reafirma en el acto de la catedral.
¿En qué sentido un acto de blasfemia de un lugar considerado como un contenedor por excelencia de lo sagrado del cristianismo ortodoxo es acto de transgresión política y cultural? La desacralización no solo es la apropiación de ese espacio, sino que el lugar mismo es colocado por el colectivo como un umbral de entrada para perforar el núcleo secreto del poder, entendiendo a éste como una parte prohibida a la mirada del individuo. Incluso está clausurada para el detentador del poder, que no sabe qué es lo que esconde bajo su figura. Dicho en otras palabras, en el proceso de desacralización que lo golpea revela toda la debilidad simbólica que contienen los emblemas que inventa para desplegar su poderío, porque lo que custodia y oculta es el vacío que contiene, la nada que actúa como una evocación de la fragilidad del nacimiento, pero que también permite la reproducción circular de sus obsesiones de control total. Quizá es esto lo que ocasionó el enojo de Putin, ya que la auténtica operación blasfema fue aquella que logra mostrar el vacío al que se aferra el poder a través de su delirio de grandeza, es decir, pone en entredicho precisamente “La religión ortodoxa del pene enhiesto” presente en el desnudamiento de la representación ritual y simbólica, y constata el exceso que la arropa: la catedral, el aparato de justicia, los medios de comunicación, el contubernio entre ortodoxos y Putin, la fuerza imbricada de lo masculino en el binomio iglesia-Estado, etcétera.
De este modo, la blasfemia como desacralización deviene un ejercicio de audacia que empuja al poder hacia el ámbito de la mundanización, lo vuelve carne, cuerpo, figuración intransigente, logra el desplazamiento de las coordenadas dentro del plano donde se libra la batalla a muerte. Hay un tránsito, un flujo que va de las antiguas coordenadas “arriba-abajo”, propias de la lógica de la dominación y del poder tradicional de la política, hacia la posibilidad de anulación de este campo, con lo que permite, por su parte, el nacimiento de la (im)potencia de lo político. Por consiguiente, aparece uno de los rasgos centrales de la desacralización que es el de develar “que no hay nada, para un ser finito, que le concierna incondicionalmente, porque si hay finitud, si hay ser en el mundo, hay condicionalidad”.vi Es decir, la blasfemia rompe el consenso, muestra la ambigüedad de la condición humana donde no existe determinación última de la vida. El gesto herético rompe la calma de la aceptación del statu quo, incluso en las situaciones más terribles, por ejemplo, en la experiencia del campo concentracionario, la cárcel, la persecución, la represión ciega.vii
En términos de Gilles Deleuze y Félix Guattari, se puede decir que la blasfemia es el “lado disimétrico” de la política. No aspira a la recomposición de un espacio perdido o sustraído, mucho menos a una nueva constitución del conjunto del que se desprendieron. Se coloca simplemente como “pedazos de puzzle que no pertenecen a uno solo, sino a puzzles diferentes”.viii Si el poder de Putin y de la Iglesia ortodoxa, y en general el Estado y las instituciones sociales corresponde con “las perspectivas de los grandes conjuntos”, con un direccionamiento “molar” y “paranoico” en el sentido de que observa en cada ciudadano a un potencial enemigo al que pretende desactivarlo con la anulación o la incorporación a la lógica de “los conjuntos gregarios” propia de la política, la blasfemia, en cambio, activa una forma “molecular” de lo político, en la medida en que “se hunde en las singularidades, sus interacciones y sus vinculaciones a distancia o de diferentes órdenes”.ix
Lo interesante de la perspectiva de Deleuze y Guattari es que la conjunción entre la perspectiva molar del poder y la forma molecular de las singularidades es disyuntiva, pues introduce una “diferencia entre clases de colecciones o de poblaciones”, es decir, ambas son catexis colectivas, que “se distinguen radicalmente, según que una se realice sobre las estructuras molares que se subordinan las moléculas y la otra, al contrario, sobre las multiplicidades moleculares que se subordinan los fenómenos estructurados de masa”.x Esto nos llevaría a pensar a la blasfemia como algo que va más allá de ser una mera construcción de nodos críticos contra el poder, pues los nodos, en tanto puntos de convergencia y expansión, detienen el derrame y suspenden la fuerza de su flujo.
Por lo demás, lo que la blasfema saca a la luz, lo que señala incluso de manera fugaz, es la indicación histérica de que “algo no marcha”, digamos que “desmiente” el privilegio del poder como discurso del amo. En otras palabras, quien blasfema “quiere un amo sobre el que pueda reinar”. De este modo, la blasfemia no es un acto más de subversión en un plano topográfico, porque su concretización solo tiene lugar en el momento en que roza el sistema del poder, al tiempo que produce las condiciones de su desaparición abriendo pequeños agujeros en ese saber de la política pensada “como totalidad”. xi
La blasfemia introduce un nuevo plano topológico: una iglesia profanada es la expresión de un principio de incendio, un hapenning que estropea, aturde y marchita la fiesta del poder a través de una canción que, por su parte, absorbe la violencia del cuerpo que el poder ejerce sobre él. Al mismo tiempo, expande sus retículas, disemina sus múltiples formas moleculares para devenir blasfemo, como si fueran átomos inaferrables a los dispositivos del poder, al grado de que este último solo ve en ellos un horror mundano causado por la profanación de su núcleo constitutivo.
Asimismo, en el acto de las Pussy Riot tiene lugar la inauguración de un momento donde lo político femenino es un poder intempestivo, una insurgencia viva, que emana de su desrealización dentro de los confines que le dan vida, que en este caso es el feminismo. En la medida en que por su constitución intempestiva no puede mantenerse de manera exclusiva en ese marco, nunca regresará a él al tiempo de que es empujado una y otra vez a ser la palanca que acelera la crisis del poder de la Iglesia y del Estado. Julia Kristeva sugería que una bifurcación creativa de este tipo es lo que puede aproximar la feminidad con la presencia de Dionisos: “Obsérvese”, dice, “que para ciertos comentaristas modernos, Dionisos es menos una divinidad fálica que quien, en su cuerpo y en su borrachera danzante, delata una complicidad, hasta una identificación íntima, con la feminidad”.xii
Pero la blasfemia puede volverse un acto político de un sujeto cualquiera, colocado dentro y fuera al mismo tiempo de las reglas que establecen la distancia del orden frente al desorden. Con ello, abre la posibilidad de que cualquiera abra espacios de libertad dentro de los espacios sociales que produce el poder. Si cualquiera deviene blasfemo, esto podría permitir, y es solo una hipótesis, la producción de una nueva potencia del impotente. En suma, aceptemos que somos unos cualquiera, libres de toda lucha por el reconocimiento desde arriba o desde abajo, donde la política acorrala a lo político, en la medida en que la blasfemia es un cuerpo infigurable, un cuerpo sin órganos (CsO), “frontera entre lo molar y lo molecular”,xiii un cuerpo-gesto que produce pequeños terremotos micropolíticos.
La blasfema entonces no agrieta el sistema político a través de las llamadas patologías de la voluntad —como sucede en el caso de la moral del esclavo— que están siempre colocadas en el campo de las afecciones y del fanatismo de la acción y que, cuando persiguen como finalidad la obtención del reconocimiento de ese poder que les afecta, revelan su incapacidad para superar la captura a la que sin saberlo estaban irremediablemente destinados.
Al contrario, es una manifestación de una ruptura del continuum temporal. Permite aproximarnos a la suspensión y a la destrucción del dispositivo que captura la vida en la norma. Dinamiza la forma de la inoperosidad que se ve empujada a la adopción de un rasgo “prosaico”, es decir, “algo inseparable del mundo, del tiempo y del espacio, de la inevitabilidad del azar”.xiv Descoloca lo sagrado pensado como “un más allá” del mundo, y lo reintroduce a la vida que se desarrolla “desde la tierra”.xv
Probablemente es el mismo efecto de desactivación el que Walter Benjamin observa en la tesis XV de su texto “Sobre el concepto de historia”, cuando subraya el gesto político de los revolucionarios que, en el episodio de la Revolución de Julio en París, disparaban a los relojes de los edificios públicos para detener el tiempo destruyéndolo:
La conciencia de hacer saltar el continuo de la historia es peculiar de las clases revolucionarias en el instante mismo de su acción. La gran Revolución introdujo un nuevo calendario. El día en que comienza un calendario funciona como acelerador histórico del tiempo. Y, en el fondo, es ese mismo día el que, en la forma de los días festivos, que son los días de rememoración, retorna de siempre. Los calendarios, por tanto, no cuentan el tiempo como los relojes. Son monumentos de una conciencia histórica de la que en Europa hace cien años parece no haber ya la menor huella. Aún en los días de la Revolución de Julio se registraría un incidente donde se hizo valer esta conciencia. Al atardecer del primer día de lucha ocurrió que, en varios sitios de París, independiente y simultáneamente, se disparó a los relojes de las torres. Un testigo ocular, que quizá le deba agradecer su adivinación a la rima, escribiría entonces: “¡Quién lo creería! Dicen que, irritados con la hora, / nuevos Josués, al pie de cada torre, / disparaban a los relojes para parar el día”.xvi
En el hiato que se abre con la intuición revolucionaria —Benjamin señala que fue una acción simultanea y no planeada— entre el mundo que se deja atrás y el porvenir, nace el tiempo de la fiesta trágica que, en el caso de la revolución, siempre supone “una única vez en el mundo”, irrepetible, inimitable e insuperable. Tal vez sea la expresión clásica de “la transgresión de la norma épica por la herejía utópica”.xvii
La blasfemia no tiene rostro
Si la blasfemia significa “Hablar en contra de Dios”, “injuriar” “escupir”, y conduce a la semántica de la desacralización del poder, ella necesita para su cumplimiento un cuerpo excedido por la voluntad de poder. Pensemos, por ejemplo, en el Jesús rebelde de Nietzsche, aquel que es un insurrecto, no el de la resurrección, donde la mundanización de su cuerpo es un acto blasfemo que termina disuelto por la institución, a partir de los que se asumieron como sus discípulos, del cristianismo como religión, basada en una sed insaciable de justicia y venganza. En cambio, para Nietzsche, “Jesús que estaba en rebeldía contra el orden [significa] estar libre de todo resentimiento” porque su gesto, dice, “durante la condena y la muerte fue sin duda todo lo contrario [al resentimiento]: Jesús no resiste, no se defiende, ora por ellos”.xviii Es decir, reza por sus verdugos, no los maldice, deviene inoperoso, recordándonos que este es el acto más difícil de transgresión blasfema, en la medida en que Cristo entrega su cuerpo a los hombres para que se atraganten con él, para que sufran al comerlo, confirmando el ansia caníbal de toda religión, incluida la del capitalismo, al tiempo que el descuartizamiento simbólico permite abrir un espacio abismal, una fiesta frente al poder de la política, la moral y la religión. En este sentido, se puede decir junto a Kristeva que “Abandonado por su padre que deroga así su omnipotencia, Cristo muere y arrastra a toda criatura a este abismo”.xix
Esto recuerda el destello blasfemo que arroja el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) al presidente Salinas, cuando en el horizonte de un probable inicio de las negociaciones de paz en Chiapas en la segunda quincena de enero de 1994, el presidente ofrecía el “perdón” a los insurrectos, a lo que los zapatistas respondían con la pregunta lacónica “¿De qué nos van a perdonar?”. Con su gesto, los zapatistas quebraron precisamente el carácter paradigmático de la venganza hecha política, y de la desrealización de la democratización mexicana que perdía el tutelaje del poder sobre los cuerpos y sobre el proceso de ampliación de las libertades que era una necesidad ineludible en aquella época.
El gesto también está presente en las tres integrantes de las Pussy Riot que, al poner su cuerpo como arma simbólica, terminaron encarceladas, aunque su desacralización tuvo ecos profundos en la opinión pública internacional. Mostraron “La religión ortodoxa del pene enhiesto” de Putin y sus aliados, y el solo hecho de mostrarlo, es ya un agujero que indica la inutilidad del poder acorralado en un ámbito en el que es un extranjero: el de la desrealización que nulifica su acción.
En los ejemplos anteriores, la blasfemia frente a la identidad jurídica y política es significativa: los pasamontañas utilizados por los zapatistas, pero también por el colectivo ruso, devienen clandestinidad como signo de transgresión de la rostridad. En el caso del EZLN como en el de las Pussy Riot, hacen de los pasamontañas un anonimato que no es capturado plenamente por el poder político. En Mil Mesetas, Deleuze y Guattari dicen que “el rostro es una política”, un enmascaramiento, a lo que agregan que “deshacer el rostro también es otra política, que provoca los devenires reales, todo un devenir clandestino”, en tanto que es una condición de posibilidad para “permitir las líneas de fuga”.xx
La potencia del impotente a través del anonimato trastoca los términos de la relación entre poder e impotencia. Crece el pasaje que va del ocultar mostrando, típico del modelo molar de la política, al mostrar ocultado de la vida clandestina molecular que lucha, tanto en lo infraordinario como en lo extraordinario, contra la puerilidad y el vértigo que provoca el no-saber en el poder, tan presente como esa ausencia de rostro, la no-identidad que se conjuga con la vida no organizada. Tal vez, aquí exista una conexión con aquello que señala Giorgio Agamben, cuando sugiere que todo individuo custodia una vida clandestina, una mera singularidad, que la hace surgir desde el fondo de la vida para colocarla en el primer plano de lo político.xxi
La blasfemia también es capitalista
En el caso de las integrantes del colectivo ruso, la celebridad en su juicio estaba supeditada a la anarquizante figuración de su asalto a la iglesia ortodoxa, juzgada como delito, así como al símbolo que portaban en las playeras cuando acudieron al juicio y que sintetizaba su demanda: el eslogan ¡No pasarán!, con la imagen del puño alzado, en una recuperación y expansión al mismo tiempo del célebre lema antifascista que nos trae a la memoria a Dolores Ibárruri, la Pasionaria, en el asedio a Madrid por las fuerzas franquistas. Desde un punto de vista simbólico, junto a la imagen de la Pasionaria que regresa al campo de lo político, aparece una larga historia de rupturas en el continuum de la historia por la libertad que se erige como el gran fantasma en el último siglo y que llega a nosotros de nueva cuenta. Curiosa paradoja: el capitalismo absorbe de otro modo esta demanda, no tiene necesidad de confrontarla de manera directa. Su estrategia es indirecta, inofensiva, futil, pero efectiva a la hora de desactivar el potencial que la disrupción introduce en el campo de lo simbólico: hoy podemos comprar las playeras con el rostro icónico de Nadezhda Tolokónnikova con el puño en alto en el sitio de Amazon.
En El reverso del psicoanálisis, Jacques Lacan decía que “frente a la frase del anciano padre Karamazov, Si Dios ha muerto, entonces todo está permitido, la conclusión que se impone en el texto de nuestra experiencia, es que a Dios ha muerto le corresponde ya nada está permitido”.xxii A pesar de que la blasfemia es desacralización, no puede escapar de la restitución del campo de lo sagrado. En el campo capitalista es moneda corriente bajo una continua explotación icónica que pretende ser precisamente la sutura a la respuesta de continuidad de una figuración imposible de reproducir, más allá del instante originario que escapa a la captura de ley. Recordemos que el asalto a la Iglesia ortodoxa duró solo 40 segundos. Todo lo que se quiera agregar a este instante inasible es un juego continuo sobre las representaciones que produce en tanto vacío, pero no sobre el agujero que deja abierto.
El punto es la constatación de que dentro de la forma capitalista no hay salida, ni posibilidades de emancipación, en el sentido clásico de esta palabra-acción. Además, es necesario problematizar esa imposibilidad como sugiere el acto político de las Pussy Riot, a partir del constante puntilleo al machismo y a la fustigación litúrgica. En este sentido, tendríamos que preguntarnos sobre el sentido que introduce la blasfemia dentro del capitalismo actual: ¿es un acto instituyente o destituyente? Es decir, ¿es un disparador para erigir un nuevo poder y/o imitar a los ya existentes o es una auténtica forma de vida inoperosa, fragmentada y condenada a su errancia perpetua?
Como lo comentamos líneas arriba, la blasfemia, al igual que cualquier potencia que produzca pequeños agujeros en el poder, una vez que toca el reino del reconocimiento, perece —como sucedió en nuestro contexto político y cultural con algunos caricaturistas y su matrimonio con el presidente Andrés Manuel López Obrador. El reconocimiento funda una política que acorrala a lo político. De no hacerlo así, pierde su lugar de privilegio en la presión que ejerce sobre los gestos, la ambigüedad del lenguaje desacralizado y la singularidad molecular liliputiense.
El príncipe pornócrata y lo cómico
El poder del amo capitalista que está en el vértice en las democracias, es una forma molar que pervierte las maneras ordinarias de representación que le otorgan la legitimidad de los emblemas que son el fundamento de su entereza. Esto corresponde a que jamás puede mostrarse desnudo frente al público, pero sí puede ocultarse mostrando el hecho de que no tiene más fortaleza que la fuerza hóstil que suprime su representación. Transparente y opaco, el príncipe deviene pornócrata porque toma como bandera la “política virilista” que utiliza como recurso frente al herético, acompañado de la “metáfora eufórica de la erección de un poder”,xxiii que es paradójicamente inalcanzable para su condición corpórea.
Así, la blasfemia anuncia el desenmascaramiento del príncipe pornócrata. Su singularidad no es exclusiva de los regímenes totalitarios que todos conocemos, donde el imperativo cultual al Padre era el fundamento de su dominación. Al contrario, el pornócrata es la forma obscena y perversa de la representación en el centro de la vida en común de las democracias. Quizá es un efecto de la política de la transparencia, en sí misma pornográfica porque introduce el principio de prohibición de los secretos, que es exigida y que además produce tanta vanagloria cuando se habla de democracia saludable.
¿Cuáles son los rasgos esenciales de esta figura? El príncipe pornócrata eyacula retóricas y fantasías de orden por medio de una “espectacular y perpetua verticalidad” de su “miembro frío y rector: derecho”.xxiv Con más precisión, el pornócrata es el derecho. Hombre paraguas, Rey Ubu, monstruo delirante, tirano insaciable, determina al ciudadano pero también es determinado por la lógica lineal, por la causalidad de los pequeños placeres que inventa en la plaza, en la declaración, en los gestos rutinarios, en el modo de andar, en la risa cínica, en el éxtasis de las pequeñas bagatelas recubiertas de ropajes simbólicos.
La blasfemia puede ser cataclismo, ventana al vacío que sobreviene en cada movimiento estratégico del poder, si la potencia que pone en acto deviene táctica y descoloca la vertical que traza el pornócrata. Esta es la razón por la que Putin ve en las Pussy Riot “algo más” que una escaramuza. Antes bien, son una amenaza, un principio de guillotinamiento de la “cabeza enhiesta” del poder. Moviéndose en forma rizomática y no arbórea, hacen que el pornócrata las deteste, ya que quiebran la paz obcena y las victorias pírricas.
La advertencia que sugiere que el placer del pornócrata es imposible, significa que la monopolización que el príncipe se confiere sobre él como “objeto” de uso exclusivo, es puesta en entredicho. La tiranía del placer que propone es una lucha en contra de su propia destrucción, incluso después de que es encumbrado al palacio por los millones de átomos que llama ciudadanos, ya que el rasgo fundante del placer es la interrupción de la continuidad generativa de la existencia con el ámbito filial. Todos los días necesita recordarles a los creyentes y no creyentes que él es el inicio y el fin, el círculo infernal y celestial, como pasa con el activismo global del Papa Francisco.
El pornócrata eyacula dentro y fuera de los cuerpos enloquecidos a su vez por su propio placer, para producir, no para garantizar la reproducción de la herencia, ya que el placer “se afirma en no ser reproductor”.xxv Termina carcomido lentamente por el “onanismo político de una repetición más fatigada que lasciva: pronto, el Príncipe pornócrata goza sólo de sí mismo”.xxvi Enloquece con la pulsión ingobernable que ha liberado y que ya no puede desanudar, porque su destino es la pérdida en la soledad total del delirio que propone como la única forma política.
Hacia el final de su seminario La ética del psicoanálisis, Jacques Lacan afirma que “La felicidad devino un factor de la política”. Algunas líneas más adelante, remata diciendo que “No podría haber satisfacción para nadie fuera de la satisfacción de todos”.xxvii Entonces, la condición de posibilidad para la realización de una política como happiness, que se expresa como un gusto descarado por la tiranía, partiría de la constatación de que la felicidad es un delirio, una mezcla de angustia e insatisfacción, en el que la operación de ocultamiento de la desrealización a la que está destinada, hacen que la blasfemia sea un índice de la falta que existe dentro de la articulación del poder como pretensión de totalidad. En este sentido, se puede sugerir que la “pornocracia es el desastre del deseo”,xxviii ya que en política solo quien está en el vertice del poder toca la felicidad. Embriagado de los centellos de su frenesí, el pornócrata sucumbe a su delirio de felicidad y satisfacción total. Su placer efímero es su cárcel, no para nunca, y no porque no quiera, simplemente no puede hacerlo, es una máquina mortífera que es constitutiva de la lógica del capitalismo, ya que también parte del presupuesto de la satisfacción total con los productos-objetos que introduce en el mercado.
Cuando la blasfemia rasga el monopolio del placer en manos del poderoso, introduce una distancia inquietante con el cuerpo-Leviatán repleto de los cuerpecillos que la locura de Schreber representa, y que así es presentado en el AntiEdipo, donde “El presidente Schreber aglutina sobre su cuerpo a los pequeños hombres por millares”.xxix Al mismo tiempo, confirma el dictum de Pasolini en su demoledora crítica al paroxismo fascista expresado en su película Salò o los 120 días de Sodoma: “la verdadera anarquía es la del poder”.xxx Todo poder erecto es fascista y cualquier blasfemia es apodíctica. Entonces, ¿es posible sugerir que estamos frente a una rivalidad mimética entre el placer del Uno y el placer de lo Múltiple? O bien, ¿entre la imposibilidad que construyen como contrato sexual y como cesura en el resto del Uno frente al resto del otro?, ¿entre la falta de los muchos y la saturación de los nombres del Uno?
Cuando el príncipe pornócrata es mostrado en su desnudez por el acto blasfemo, se pone en evidencia, más allá de su fealdad o monstruosidad, la vacuidad que hace que la ley “desfallezca”, por lo que esta última es instrumentalizada por el poder a través de los emblemas de los uniformes, las placas, las armas, etcétera, como un disparador que tiene el propósito de maniatar al sujeto al goce de la ley y del poder, determinándolo y exprimiéndolo al grado de que es la ley quien forma al sujeto y no viceversa. La obsesión por mantener erecta a la ley, con independencia de que sea posible llevarla a su cumplimiento efectivo, es lo que perturba al poderoso. Más aún, cuando el corte es indicado por la locura del poder femenino. En este sentido, Robert Damiens sugiere que “El desfallecimiento de la orden implica siempre la sospecha de una feminidad pérfida, la insultante pasividad de una desbandada, la obsesión del fiasco. El espasmo frenético del goce en los espantos del jadeo, tal es el fascinus principesco”.xxxi En la política contemporánea, la galería de pequeños grandes monstruos pornócratas es amplia, su expresión lúbrica y mortífera es innegable en personajes como Nicolás Zarkozy, Silvio Berlusconi, Donald Trump, Daniel Ortega, Hugo Chávez, Christina Kirchner, Nicolás Maduro, Giorgia Meloni, Javier Milei. No importa que sean hombres o mujeres, importa no perder de vista el modo en cómo se comportan cuando bailan sobre el vacío que anuncian con la decadencia de sus movimientos y dichos, o cuando perciben que se están quedando sin enemigos y sin perseguidores. El mayor miedo del príncipe pornócrata, sugiere Damien, “es no tener, paradójicamente, ningún verdadero enemigo. Su ansiedad al vacío lo conduce a multiplicar los allegados enemigos, para probar su existencia, conferirse el ser y consagrarse ontológicamente autor de todo”.xxxii
Si la blasfemia introduce la ambigüedad de la condición humana es porque no hay blasfemia sin apropiación desrealizada de la dimensión cómica de la vida. Al respecto, Milan Kundera dice que “la única certeza [es] la sabiduría de lo incierto, [que] exige una fuerza igualmente notable”.xxxiii La comedia es un arte trágico, su diferencia radica en el modo en cómo presenta el problema de lo humano. Piénsese, por ejemplo, en Cervantes, donde el quijotismo revela el abismo del afuera, la locura ingobernable, el límite imperfecto a través de la ambigüedad. “Don Quijote”, dice Kundera, “salió de su casa y ya no estuvo en condiciones de reconocer el mundo”.xxxiv
Por su parte, para Lacan lo cómico es “la relación de la acción con el deseo y de su fracaso fundamental en alcanzarlo”. Líneas adelante, puntualiza: “lo que nos satisface [de lo cómico] no es tanto el triunfo de la vida, como su escape, el hecho de que la vida se desliza, se hurta, huye, escapa a todas las barreras que se le oponen y, precisamente, a las más esenciales, las que están constituidas por la instancia del significante”.xxxv Así, inoperoso sería aquel que acepta la herida trágica de la vida, pero no se resigna, blasfema, histeriza, ya que confirma que no hay salida adecuada, mucho menos motivada, quizá es un modesto recordatorio al poder de que vivimos en un mundo fisurado.
Goethe decía que “Hay quienes andan golpeando con el martillo acá y allá en las paredes y creen siempre haber dado en el clavo”.xxxvi La blasfemia jamás da en el clavo. Su singularidad no es predecible, en realidad es una forma trágica de colocarse frente a la seriedad del príncipe pornócrata, por lo que puede ir al encuentro de la belleza encerrada en lo cómico que siempre escapa al dominio político. Así, puede ser interpretada como un arte de la transgresión en la medida en que es un arte de la improvisación. Camina aprisa, va de un lado a otro, da vuelta, traza circunferencias imaginarias, pero nunca regresa, ya que su fiesta no es intencional. Cuando introduce la ambigüedad en la línea temporal de la sociedad, la empuja a un mundo que se nos presenta en transfiguración constante donde nada es lo que parece ser, ya que rompe la fuerza identificante de la metafísica y el principio de unidad que le subyace. Por ello, “la metafísica no soporta el humor”.xxxvii
Nuestra época es renuente a la aceptación de la ambigüedad. Esto significaría “degradación y progreso a la vez y que, como todo lo humano, contiene el germen de su fin en su nacimiento”.xxxviii En contra de la usura del tiempo, la sociedad lucha a través de una serie de servomecanismos que pretenden llevarnos al nuevo paraíso artificial: el de las redes sociales, el de la tiranía del self, el de la inmediatez causada por la aceleración del tiempo, el de las drogas digitales, que acompañan en gran medida a las sustancias de viejo cuño, el de la estupidez y la fragilidad como condición necesaria aunque no suficiente de la realización social. Dice Kundera: “el espíritu de nuestro tiempo se ha fijado en la actualidad, que es tan expansiva, tan amplia que rechaza el pasado de nuestro horizonte y reduce el tiempo al único segundo presente”.xxxix
En la condición cultural actual, cuarenta segundos son insignificantes, pero también son una marca tenue de la eternidad desde el punto de vista blasfemo. Sin duda, hay algo de humor encerrado en todo esto. Quizá es una ironía de la vida que no puede ser atrapada en ninguna red conceptual, mucho menos en la desacralización de sus contenidos.
Walter Benjamin advertía que el humor cómico es la expresión de un “juicio sin sentencia, es decir, sin palabra”.xl Y agrega: “Mientras el chiste se basa esencialmente en la palabra […] el humor lo hace en la ejecución”.xli El pequeño príncipe pornócrata siempre es objeto de escarnio, pero también de enjuiciamientos imperceptibles, repentinos, silenciosos, porque él sabe que no puede romper el cerco de la potencia molecular, y además es consciente de que si “la palabra ya no comunica, aún nos queda el humor, estrictamente”.xlii
Al final, lo único que queda en pie de manera enhiesta es la pregunta sin respuesta: ¿el humor es aquello que salva?
Referencias
i Pussy Riot, Desorden público. Una plegaria punk por la libertad, Barcelona, Malpaso, 2013, p. 11.
ii Ibid, p. 19.
iii Ibid, p. 21.
iv Ibid, p. 43.
v Ibid, p. 23.
vi Joan-Carles Mèlich, La religión del ateo, Barcelona, Fragmenta editorial, 2019, p. 56.
vii Ibid, p. 55.
viii Gilles Deleuze y Félix Guattari, El AntiEdipo. Capitalismo y esquizofrenia, Buenos Aires, Paidós, 2010, p. 48.
ix Ibid, p. 289.
x Ibid, p. 290.
xi Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 137.
xii Julia Kristeva, Sol negro. Depresión y melancolía, Caracas, Monte Ávila editores, 1997, p. 131.
xiii Deleuze y Guattari, El AntiEdipo, op. cit., p. 290.
xiv Mèlich, La religión del ateo, op. cit., p. 14.
xv Ídem.
xvi Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia, en W. Benjamin, Obras, libro I, vol. 2, Madrid, Abada editores, 2008, p. 316.
xvii Carlos Fuentes, Tiempo mexicano, Ciudad de México, Joaquín Mortiz, 1971, p. 41.
xviii Friedrich Nietzsche, “Mi teoría del tipo Jesús”, en F. Nietzsche, Fragmentos póstumos (1885-1889), Vol. IV, Madrid, Tecnos, 2016, pp. 479-480.
xix Kristeva, Sol negro, op. cit., p. 138.
xx Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 2002, p. 192.
xxi Cf. Giorgio Agamben, El uso de los cuerpos, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2017.
xxii Lacan, El reverso del psicoanálisis, op. cit., p. 127.
xxiii Robert Damien, “El príncipe pornócrata”, en Yves Charles Zrka (dir.), Jacques Lacan. Psicoanálisis y política, Buenos Aires, 2004, pp. 201-202.
xxiv Ibid, p. 201.
xxv Ibid, p. 206.
xxvi Ibid, p. 204.
xxvii Jacques Lacan, La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 2007, p. 348. Cursivas del autor.
xxviii Damien, “El príncipe pornócrata”, op. cit., p. 210.
xxix Deleuze y Guattari, El AntiEdipo, op. cit., p. 289.
xxx Agamben, El uso de los cuerpos, op. cit., p. 489.
xxxi Damien, “El príncipe pornócrata”, op. cit., p. 203. Cursivas mías.
xxxii Ibid, p. 210.
xxxiii Milan Kundera, “La desprestigiada herencia de Cervantes”, en M. Kundera, El arte de la novela, Ciudad de México, Vuelta, 1988, p. 16.
xxxiv Ibid, pp. 13-14.
xxxv Lacan, La ética del psicoanálisis, op. cit., p. 373.
xxxvi Johann W. Goethe, “Máximas y reflexiones”, en J. W. Goethe, Obras completas, tomo I, Madrid, Aguilar, 1991, p. 346.
xxxvii Mèlich, La religión del ateo, op. cit., p. 55
xxxviii Ibid, p. 16.
xxxix Ibid, p. 24.
xl Walter Benjamin, “El humor”, en W. Benjamin, Obras. Libro VI, Madrid, Abada editores, 2017, p. 169.
xli Ídem.
xlii Ibid, p. 170.
Bibliografía
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Doctor en ciencia política por la Universidad de Florencia, Italia. Actualmente es profesor investigador de tiempo completo en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Algunos de sus libros recientes son La fascinación del populismo. Razones y sinrazones de una forma política actual (Debate, 2023), y Festina lente. El relato democrático en el contexto pandémico (Gedisa, 2021). Asimismo, es director de Estancias. Revista de Investigación en Derecho y Ciencias Sociales.