Violencia, política y vacío

Sergio Reyes Ramos

Real, “Realidad” y Política.

De manera consciente o inconsciente, los seres humanos viven inmersos en dos mundos diferentes siguiendo la teorización de Hume; uno real o natural (animal, pobre de mundo, objetivo, carente de reglas sentido, valoración, normatividad o simbolización), donde humanamente, sólo es posible intentar conocer cómo son las cosas o la causalidad de ese mundo fáctico, intercambiando a cada instante proposiciones susceptibles de presentarlas como falsas, verdaderas o diluirse en aspectos diversos.

Pero también hay otro mundo completamente diferente, surgido a partir de la exclusión de lo animal permeado de todos los aspectos anteriores: la posibilidad de “lo humano”, “abierto” (en términos de Agamben), imaginario social, subjetivo, pleno de sentido, simbólico, moral, normativo, deóntico, de “deber ser”; mundo plagado de doctrinas justificadoras pero siempre imposibles y por ello, la pretensión de allegarse siempre de legitimidad impotente ante lo irreductible, basándose para ello en el principio de imputación dado que sus proposiciones, con independencia a su verdad o falsedad, sólo existiría la posibilidad de ser aceptadas o rechazadas, produciendo por ello innumerables fuentes de conflicto.

Hume advertía la imposibilidad de derivar proposiciones lógicamente válidas del mundo del deber ser referidas al ser o viceversa; violar esta situación, produciría falacias naturalistas derivadas del ser o normativistas derivadas del deber ser. Es decir, no porque las cosas sean deben ser y no porque deban ser, sean; es totalmente diferente, aunque ambos mundos se encuentren involucrados.

Política.

La política o ciencia del “poder”, Duverger la define como estrategia, arte y práctica del gobierno de las sociedades humanas en el sentido de poder organizado y las instituciones de autoridad y sujeción de toda comunidad, distinguiendo dos niveles de análisis: micropolítica (relaciones interindividuales fundadas en el contacto interpersonal) y macropolítica (de los grandes conjuntos, donde el contacto personal se pierde y es remplazado por una relación mediatizada, administrativa o un contacto teatral y ficticio.

Para quienes detentan el poder, la política les permite asegurar su dominación sobre los demás manteniendo privilegios de una minoría sobre la mayoría, encontrando una sociedad armoniosa donde el poder les garantiza un orden auténtico. Para los carentes de poder, la política es un esfuerzo por alcanzar y asegurar la “justicia”, el interés general y el bien común, contra la presión y los intereses particulares; oprimidos, para los que el poder es un orden grotesco tras el cual se oculta la dominación de los privilegiados; para ellos, la política comprende la reivindicación y la lucha o el enfrentamiento.

En ambos grupos, los detentadores del poder y los desposeídos del mismo, la política está definida por la integración y el enfrentamiento, predominando este último porque siempre se luchará por ascender y prevalecer en el poder tornándose partidista. Para los que detentan el poder la finalidad de integración es con el fin de persuadir a los oprimidos, que las luchas políticas son negativas, intentando desvirtuarlas y ganar ventaja, es decir, despolitizar, para favorecer el orden establecido, el inmovilismo, el conservadurismo, su dominación; de lo contrario se muestran extremadamente reaccionarios.

Así la contienda política se desarrolla en diversos planos: aquellos quienes luchan por conquistar, participar o influir en el poder; el poder que manda y los otros que deberán soportarlo, haciendo que lo específico del evento político, sea las relaciones sociales del poder; es decir, la lucha por alcanzarlo y su ejercicio, evidenciando con ello relaciones de violencia en todos los sectores sociales y en todas las posiciones interpretadoras y explicadoras de la realidad, incluido el ámbito científico, pretendiendo imponer sus teorías de verdad y acusando de ideológica falsedad a sus opositores (politización de la ciencia y producción de falacias en términos de Hume).

Existe además en lo político, una incongruencia entre los fines que se proclama y lo realmente perseguido, quedando relativizados sus conceptos. Por ello, la esencia misma de la política radica en que siempre y en todo lugar, es ambivalente.

De esta manera, las representaciones, conceptualizaciones, interpretaciones de la realidad humana y sus aspectos valorativos, vienen a evidenciarse como manifestaciones políticas. La filosofía política real, refiere cómo se interpreta y enfrenta históricamente, un hecho social (humano), conceptualizado de manera concreta en parámetros binarios impuestos arbitrariamente en parámetros de bien, justicia, verdad y la necesaria construcción de sus opuestos a fin de intervenir, siendo el primer momento de la política, el momento de problematizar la realidad; hecho que puede signarse desde diversas nominaciones: problematizar, apalabrar, conceptuar, dar sentido, significación, hacer diferencia o realidad binaria, polarizar, etizar, valorizar, criminalizar-victimizar, erogenizar, falicizar, en(a)morar, sexuar; en un afán de pretender posibilitar que la cosa sea; que de nada, sea todo: “en-carnación” del verbo, in-corporación del significante.

Política entonces es esa violencia del poder instituido (política) para problematizar hechos sociales en referencia a determinadas temáticas caracterizadas y conceptualizadas por ese mismo sector (poder sistémico-institucional), adecuando los hechos sociales (sólo los que los humanos hacen), a un sentido predeterminado; hechos en lo real permeados de sentido convertidos en realidad, evidenciando su condenación o justificación en cada momento histórico determinado; es decir, permisiones y prohibicionismos en diversas épocas alternativamente; construcciones de realidad social y sus “necesidades” de intervención, solución supuesta o apoyo benevolente a “necesidades” subjetivas creadas.

El criterio dominante siendo tal por la relación de violencia o de poder manifiesta, es la puesta en acto de lo político, y por la violencia que involucra, concretamente política criminal (en el sentido amplio, no reduccionista y diferente al sentido tradicional). “Política criminal” entonces en estricto sentido, se refiere a los elementos valorativos e interpretativos alrededor de aquello conceptualizado como crimen por el detentador de la fuerza; el primer momento de la política criminal, es el momento de polarizar valorativamente un acto específico señalando su positividad o negatividad supuesta, pudiéndose afirmar entonces el crimen, como una construcción social de la realidad, producto del mismo acto de política criminal.

Foucault se refiere a la ciencia de la política criminal, como aquellas indagaciones sobre cómo se ha interpretado históricamente un hecho social previamente conceptualizado como crimen o delito; en el caso del fenómeno “delincuencial” oficialista, conceptualización y valorización del sujeto delincuente y su hecho previamente tipificado.

Otro aspecto importante, es que las relaciones sociales, siendo de poder y de violencia en virtud de los antagonismos sociales, culminan siempre en la conceptualización legislativa, cuyo objetivo es el sometimiento de los sujetos a través de la ley. Nuevamente Foucault: frente a un poder que es ley, el sujeto (el que está sujeto), es el que obedece y si no obedece, es peligroso.

En la modernidad, la diversidad y en consecuencia la emancipación del sujeto, aparecen como disidencia; pretender la reivindicación, que no haya sujetos, implicaría que deje de haber sujeción no habría ley, crimen ni Estado; tampoco necesidad de política. El Estado es la consecuencia, lo último del poder, lo terminal, pero a la vez; lo político, es lo inicial, siendo autorreferencial. La ley, solamente sella el pacto: sujeta y norma (evidente en la “teoría tridimensional del derecho”: hecho, valor y norma)

Derecho.

En el discurso de la dogmática penal, el “derecho penal subjetivo”, es la potestad punitiva del estado (razones y justificaciones de poder); fundamentos que éste tiene para criminalizar (convertir una conducta en ilícita mediante la ley penal) y castigar a los autores que las concreticen. En lenguaje jurídico, es el derecho que tiene el estado para determinar las conductas que vendrán a ser calificadas como delitos (posicionando lugares simbólicos), y para señalar las consecuencias de su concreción; lo que hoy se conoce como “esfera punitiva del estado”, jus puniendi, derecho de castigar, violencia legalmente establecida: “derecho penal subjetivo y objetivo” (el estado, la violencia socialmente organizada).

En este sentido el derecho siempre ha existido, aunque sólo a partir de la Revolución Francesa se hable de Estado de Derecho; es decir, poder constituido con fundamento en la ley, argumentación tautológica pues siendo el derecho resultado de un acto de poder, se convierte en su variable dependiente y a la vez independiente el mismo acto de poder, autoproduciéndose y autovalidándose a sí mismo

El poder (violencia política), crea así sus propias justificaciones y sus propios fundamentos; expresión de poder que se legitima a sí mismo. Luhmann: los sistemas se autoproducen, autolegitiman, autovalidan; Kelsen: el derecho como sentencia judicial, encuentra validez en su validez y fuerza en su fuerza.

En otro lenguaje, derecho es el nombre que encubre las cosas y somete con base a ese derecho, donde el bien es el derecho y el mal es la obligación. Para José Gil, la fuerza acumulada hizo posible que el estado se autoengendrase, adjudicándose el uso legítimo de la fuerza monopolizando y acumulado la violencia de los particulares; forma tecnocrática que exigió para sí la obediencia y de esta manera, alcanzar el acto de sumisión  de la sociedad acaparando las potencias individuales, creando carencia de bienes y de fuerza donde los servicios del estado, representan las condiciones mínimas de vida de la comunidad (estado paternalista); aquello que consiente la reproducción de la carencia simbólica de las unidades sociales particulares. Es por esta razón, que el ideal de igualdad perseguido por la justicia es imposible de alcanzar; devolver la potencia a cada individualidad, equivaldría a volver a quitar al estado su propia potencia.

Entonces tres variables a tomar en cuenta indispensables para la explicación de las relaciones sociales: valor, verdad y poder. A través de la historia se conoce sólo los sistemas que han permanecido por la dominación, pero se desconoce los paradigmas o modelos que se opusieron tal vez de mayor validez; la historia se representa así, como el discurso del sujeto vencedor.

La violencia dice Benjamin, es un producto natural; es un medio no un fin. Único medio adecuado a todos los fines vitales de la naturaleza; representa la selección natural y obedece únicamente sólo una ley (si se puede decir que la naturaleza tiene “leyes”): la sobrevivencia (agresión o instinto; energía, fuerza y potencia natural)

La problemática se presenta en lo social-humano, donde los “fines” para los cuales la violencia será un medio, dejan de ser naturales transformándose en “jurídicos”, mismos que no admiten fines naturales. Al penetrar al mundo valorativo y por lo mismo cualitativo, los fines jurídicos se legitiman exhibiéndose como “justos” para deslegitimar lo in-justo de su alteridad.

Desde esa falacia normativista, se pretende hablar de derecho “natural”, refiriendo que la validez de tal “derecho natural”, lo es en cuanto intrínsecamente justo (aspectos inherentes como la vida, libertad, integridad), y la violencia como medio legítimo, justificaría sus fines por su justeza; pero tal validez es meramente “formal”.

En el derecho “positivo” en cambio, el medio violento no es legítimo sino legal, pudiendo los medios ser injustos, pero teniendo validez material, no necesita tomar en cuenta la justicia o injusticia de sus preceptos; depende del dogmatismo discursivo y doctrinas de justificación; es decir, no todo lo que es legal es legítimo y no todo lo que es legítimo es legal, lo cual evidencia que en toda litis, se defiende la verdad de derecho, no de hecho. Por esta razón, la violencia en el ejercicio de un derecho se enfrenta a la violencia en el ejercicio de un fin legítimo; violencia legal vs violencia legítima; discurso de legitimidad frente al discurso de legalidad. La violencia prohibida como delito escribe Hacker, es preceptuada, rebautizada y justificada como sanción, pero entre delito y pena, no hay diferencia ontológica sino meramente formal.

La violencia legal es así el medio para asegurar aquello que se quiere en el mundo del deber ser del poder político estableciendo desde su racionalidad, sus conceptualizaciones de bien y de verdad y en base a ello, decidir realidad, destino, vida, libertad, bienestar y posesiones de unos y “otros”.

De esta manera el derecho menciona Benjamin, viene a representar las razones y justificaciones de la violencia del poder constituido que, como un derecho (ius), se evidencia como un poder ius-to a través de niveles de ius-tificación, precisamente la “jus-titia” convertida en un derecho (razón, “derecho” a decidir el estado de las cosas), evidenciando prácticamente como menciona Tenorio Tagle, dos grandes proyectos que han regido las sociedades, que han decidido el estado de las cosas y han pretendido ser derecho: la Edad de la Fe y la Modernidad.

Realidad e interpretación.

En todas las épocas los sistemas han pretendido explicar o interpretar la realidad adjudicándose para sí la pretensión de la “verdad” y del “bien”, pero dicha pretensión no sería posible si no cuenta con el elemento que legitima a ambas: el poder de la violencia (lo político). Así, los fundamentos no solo son “buenos” sino “verdaderos”, siendo los poseedores del poder (asumiéndose re-presentantes), también de la verdad y del bien y sus opositores, los representantes de los valores antitéticos; es recurso estratégico del poder, la invención del “mal”, sus “poseedores” y por ello “trasgresores”.

En esta “realidad”, los poderes antagónicos pareciera que invalidan la violencia del poder pero al contrario, el consenso fundamenta los procesos de la estructura y el disenso legitima puesto que en el acto de la negación, la existencia de lo “otro” se reconoce materializando la existencia de la construcción binaria; lo que permite la vida es lo que la niega porque la abre a su manifestación.

De esta manera todos los sistemas interpretativos o explicativos de la “realidad” al autoproducirse, en consecuencia ellos mismos se otorgan sus propios criterios de validez para justificar su existencia y a la vez su permanencia y aunque todos son intrínsecamente “iguales”, son alternativos; es decir, el criterio dominante de unos sobre otros se hace evidente por las relaciones de poder violento impuesto o establecido a través del acto político: “el poder no se pide, se arrebata”; “la razón no es de quien la tiene sino de quien la posee”; “el poder que prevalece no es el bueno, el verdadero o el justo, sino el más “fuerte”. A lo que Sartre concluye que las pasiones que mueven al hombre son el poder y la riqueza, siendo el hombre, una pasión inútil.

La política es entonces el enfrentamiento de un hecho a partir de la hipótesis de que el hecho en cuestión representa un problema social; problematización que implica una carga negativa sobre lo que representa el “mal” y donde el titular de la política, representa la carga positiva, el “bien”; el fenómeno se constituye según a óptica de la instancia que lo enfrenta; toda idea sobre el bien, implica necesariamente, toda idea sobre el mal.

Las interpretaciones o explicaciones de la realidad siendo manifestaciones políticas y autorreferenciales (proceso de legitimación con acepción positiva que simultáneamente va a tener una faceta negativa deslegitimando cualquier otra pretensión), son doctrinas de justificación. Las doctrinas de justificación, siendo violentas de origen, requieren para no incurrir en falacias y minimizar dicha violencia, de coherencia entre medios y fines para alcanzar aquello que se pretende, además de la propia valoración; es decir, el fin representado como “positivo”, ser valorado como un bien y el medio, con carga negativa, valorado como mal, pero se justifica por ser el medio para alcanzar el fin (siempre se atribuye bondad a los medios): “El fin justifica los medios”, “Todo lo que cueste en política para alcanzar el poder, es barato”, “La sangre, el dolor y la muerte es el precio a pagar por el progreso”.

Siempre se problematiza (politiza) una realidad para intervenir y controlar. Todo tipo de control será visto como un mal, una forma de violencia que debe justificarse; es doctrina que sirve para justificar o condenar un sistema (sirve para las dos cosas, porque en ambas sólo se juegan representaciones). Así, los sistemas de poder definen la conciencia colectiva, misma que es impuesta culturalmente y donde los valores coinciden con los intereses de la clase dominante y el sometimiento y obediencia a ellos; la violencia y todo lo que en ella se representa (un ejemplo es el crimen en sentido amplio), es cuestión política, política criminal organizada y en tal historia, sus sujetos, son los que obedecen.

Violencia, creación, ritualidad y metamorfosis conservadora.

Sobrevivir como “deber” natural y matar o morir como “ley” natural. Ante tal afirmación, no se trata de enfrentar los hechos desde un ámbito valorativo (polaridad positiva-negativa), como tampoco se refiere a la “posibilidad” o probabilidad del más fuerte; se trata de cuestionar el aspecto de la re-presentación simbólica en el ámbito de la ritualidad sacrificial en base a las indagaciones de Tenorio Tagle; lo sagrado del sacrificio y del dolor, destinado a la divinidad en las sociedades arcaicas como característica únicamente humana; es decir, lo político-teológico, atendiendo a las razones y justificaciones de las funciones declaradas o manifiestas y las funciones latentes, concretadas y materializadas en la figura y ritualidad (representación simbólica con que se encubre) del pharmakon (“chivo expiatorio”), cuya práctica manifiesta representa el carácter terapéutico (veneno o panacea indistintamente), y del homo sacer (maldito y sagrado), de los grupos sociales ocultando con ello la función latente: control de la vindicta (violencia vengativa).

Lo importante referente a la violencia, es que esa ritualidad, igual a la violencia sagrada en las sociedades arcaicas en todos los hemisferios, sin importar los sentidos con que se encubren, continúan hasta nuestros días, con la violencia secularizada que paulatinamente va asumiendo el sistema de justicia penal (sacrificio en Girard y sacralidad de la vida en Agamben).

Así, la violencia del derecho penal se reafirma como fuerza que sostiene los pactos políticos (razones y justificaciones de poder) que se constituyen a lo largo de la historia, confirmando con ello que estado (gobierno, régimen, sistema) y derecho (ley, orden normativo, control, castigo), son coincidentes y necesarios entre sí como manifestación realizativa, parafraseando a Derrida, del acto político violento. 

Al analizar el pasaje de las sociedades sin estado a las estatalmente organizadas, la teoría sociológica y la historia, ofrecen una explicación económica de la violencia (ambición en Rousseau), sobre dicho tránsito; es decir, el aspecto de la “propiedad privada”.

Las originarias sociedades sin estado (premodernas), se regían por reglas de igualdad en términos económicos en tanto que las estatales, hacen evidente las sociedades desiguales en los mismos términos, lo cual constata tal desigualdad, no el tránsito de una sociedad a otra. En el campo antropológico, dicho pasaje se vincula con la cuestión arcaica de todos los hemisferios vinculando la fuerza mágico-religiosa como base de una carencia fundamental.

Las sociedades arcaicas regidas por la denominada “ley de la sangre”, guiaba el sentido inicial del valor “justicia” a partir del deseo de venganza, provocando estragos entre los participantes, lo cual dio lugar a la necesidad de límites formales para detener tales excesos ya desde entonces: Talión, compositio, exposición (hoy campo de la “penología”).

Tal imposición de límites no tenía como objetivo promover la violencia contra los victimarios, sino satisfacer las exigencias de sangre de los ofendidos en los mismos términos, lo que Girard denomina “violencia recíproca” y Fanon expone como violencia circular, descolocando la violencia causal o efecto sistémicamente hablando, implicando la necesidad de una nueva ritualidad a fin de satisfacer en las comunidades, tal carencia (falta) fundamental.

Así, la violencia de la venganza pareciera se transforma en la ritualidad del sacrificio que recae en el chivo expiatorio a fin de contrarrestar las penurias sociales como función declarada o manifiesta, encubriendo el monopolio de la violencia y el control de la reciprocidad, siendo esto último la función latente.

En las sociedades estatales de la modernidad, la bio-necro-política y sus manifestaciones, vienen a ser la nueva ritualidad de la racionalidad instituida contractualmente y su monopolio, escribe Tenorio Tagle, no porque sea mejor o peor estrategia cualitativamente, sino la más fuerte; intento de prohibición de la venganza y justicia por propia mano (imposible e impotente como aún puede observarse).

Monopolio de la violencia, racionalidad del más fuerte o sanguinario y su ley contractual (derecho) que viene a sostener el pacto; mantener y conservar el orden decidido, decidir el orden de las cosas (Ius; Iustitia), jus-tificar el suplicium, súplica a los dioses, sacrificio, castigo sobre los que no poseen tal Ius de venganza; fuerza para la venganza y enfrentar el crimen de la fuerza del Otro.

Así, todas las formas de sacrificio y suplicio, se fueron transformando paulatinamente como castigo (violencia) legal impuesto por el derecho penal sostenido en el Ius puniendi. El sentido de aflicción del castigo premoderno sostenido en instancias mágico-religiosas como súplica a los dioses, se convierte en el sacrificio que el proyecto humanista de la Modernidad pretende limitar y con ello evidenciando su fracaso ya que tales prácticas sociales, continúan guiadas por los aspectos simbólicos iniciales; las penas modernas siguen siendo tan aflictivas como las premodernas. 

El haber asumido por parte del derecho penal la violencia sagrada del sacrificio, se hace manifiesto con la variable de la construcción del receptor de esa violencia. Girard menciona que los receptores de la violencia sacrificial son miembros de los segmentos inferiores (débiles, vencidos, marginados, “mal-echo(re)s”, vulnerables); los que no tienen posibilidad de venganza; los sin fuerza, sin voz (infans), sin economía; “víctima”: sin derecho a la violencia

En las sociedades estatalmente organizadas, cuando los sistemas asumen el poder sobre las comunidades, se inaugura igualmente la práctica de la exclusión al interior de la sociedad; construcción del “otro”, su otrificación en términos de Young, segmentos “inferiores”, débiles en términos económicos; receptores de la violencia del derecho penal. Con el nacimiento del estado, la necesidad de “estratificación social” y ahí la extracción de materia prima para la ritualidad del sacrificio convencional.

Desde la economía (utilidad) política del castigo, es evidente que la cárcel nace así para el control de la pobreza, asumiendo los sentidos originarios (manifiestos y latentes) de aquella carencia fundamental que viene a satisfacer el sacrificio. Haciendo la distinción entre delincuencia convencional y delincuencia y criminalidad no convencional y organizada, se selecciona a los sujetos receptores de la violencia punitiva no por la comisión de delitos supuestos, variable que se constituye en pretexto para la intervención en lo social y posibilidad de castigo general, sino más bien para canalizarlos, argumenta Tenorio Tagle, socialmente como chivos expiatorios, desiderátum de la ideología disciplinar. Administración de la venganza y violencia recíproca (circular).

Otra forma de violencia sagrada fue el ostrakismo griego (originaria forma de destierro; des-aparición), de la cual derivará la práctica latina del homo sacer, sujeto santo y maldito que cualquiera puede matar sin represalias; vida sagrada sin valor alguno. La diferencia entre el farmakon (veneno y panacea del chivo expiatorio) y el homo sacer (santo y maldito), viene a ser solamente formal.

Ambas formas de violencia sagrada contra los considerados “otros” y su “otrificación”, se puede argumentar por considerarlos un peligro social en términos aristotélicos o disfuncionales, siguiendo a Merton, pero más bien el peligro es para la unidad política; la violencia de los otros representa la posibilidad de violencia (potencia-fuerza) creativa y con ello la pretensión de que la unidad política asumiera una forma diversa; en términos de Freud, Otro que toma fuerza de masa contra el Uno. En términos sistémicos, se asesina por inutilidad o por temor del “otro”; sacrificio de los “inferiores” o destierro, para los considerados “potencialmente” superiores.

Así, sacrificio y destierro exigen unanimidad en la violencia; ambas formas destinan a la muerte. En el ámbito cultural la vida no tiene valor alguno; biopolítica como administración de la vida; necropolítica como administración de la muerte; transiciones hacia las sociedades estatales de progreso, “civilización y humanismo” nada distintas de las sangrientas sociedades arcaicas sedientas de satisfacer deseos de sangre, asumen el pacto creativo político y la necesaria metamorfosis de carácter conservador para su sostenimiento.

Benjamin refiere que la violencia siendo creativa, produce la legalidad como un acto de creación y éste a su vez, promueve la violencia ilegal que se presenta como posibilidad de una nueva forma de creación al oponerse al orden formalmente fundado; pero en ambos casos, la necesidad de conservarse, a lo que Sorel agrega que la violencia, es capaz de abrogar, no de crear.

Economía política y carácter materialista de la violencia.

Respecto del crimen-delito como producto de la violencia política y siendo de carácter creativo en términos del concepto de anomia de Durkheim, las investigaciones empíricas del denominado Nuevo Realismo de Izquierda, dio lugar a nuevas conjeturas; ubicando no a los actores sino a sus víctimas, se argumentó que así como la violencia criminal de la legalidad se aplica sobre los segmentos inferiores de la sociedad, éstos su vez, violentan esos mismos sectores inferiores, produciendo el fenómeno denominado “sobrevictimización”.

En la hoy denominada “informalidad” de la justicia como en la corriente Law and Economics, tanto el crimen como el castigo en las relaciones contractuales adquieren la característica de mercancías en una lógica de “costo beneficio”; economía política del castigo que se refleja en la economía política de la criminalidad y ambas finalmente, en la economía política de la violencia; ya no de carácter creativo en términos de Benjamin, sino eminentemente conservador, como refiere Tenorio Tagle.

El sistema de justicia penal sustentado en la violencia del castigo (ius puniendi), administra así tanto la delincuencia convencional (no organizada), como la no convencional (organizada), manteniendo en absoluta impunidad el crimen organizado de la administración del sistema (management del crimen), quedando como receptores de la violencia legal, únicamente las clases inferiores cuya vida y existencia (víctimas de la violencia criminal jurídico-política), carecen de valor alguno, reviviendo así una vez más, las arcaicas figuras del homo sacer y pharmakon; hombre sagrado y chivo expiatorio.

Por ello Pavarini hace evidente el antónimo de la comunidad en la que los órdenes que se van escenificando, establecen para su gobierno la inmunidad en la que los representantes y promotores del “orden”, lo son por la violencia que detentan y les caracteriza, posición que les hace inmunes a las consecuencias de ese mismo orden violento pues de lo contrario, no habría posibilidad de establecerse. La ilegalidad criminal impune que a la vez se promueve, es necesaria para mantener la idea de un “orden legal”. Nuevamente sin involucrar la cuestión valorativa (impunidad como un mal); nada personal, puro negocio.

El derecho sostiene así a la política criminal en stricto sensu; derecho “administrativo-penal”; management del crimen; law and Economics. Zaffaroni afirma que el deber ser es el que no es; es esa violencia fundadora y siempre conservadora del original pacto político, instituyendo al derecho penal como la fuerza que lo sostiene; no es la fuerza constitucional de las unidades políticas, sino los instrumentos que inscribe las funciones declaradas o manifiestas encubriendo el pacto político real que promueve un orden y exige la construcción, existencia y necesidad de “otros” inferiores en contra de quienes se actualiza la violencia punitiva y la ilegal (circularidad) y la criminal impune, distinta a los fines que pretende perseguir.

La cultura jurídica ha insistido en diferenciar el mundo del ser del deber ser en términos de Hume, colocando al derecho, ahora sí, de manera valorativa, en este último, pero de manera insensata cínica, hipócrita y cómplice de la mentira al derecho, proyectando si puede aceptarse la definición, como crimen de lesa humanidad y retorno eterno a la misma tragedia.

Benjamin refiere que la tradición de los oprimidos confirma que el estado de excepción (que hoy vivimos de manera global), es la regla. Tenorio Tagle manifiesta que todo estado de excepción narrado en todo pacto constitucional moderno, configura esa zona de indistinción dicha por Agamben que posibilita la “inclusión” en el mismo acto de exclusión; el problema valorativo es que tal inclusión servirá para destinar a la exclusión, desaparición y la muerte, al incluido (centrar para descentrar en el propio acto de inclusión-exclusión)

Así, la violencia de la política criminal administra al derecho penal, mismo que administra la violencia legal e ilegal; con ello, la violencia criminal adquiere el carácter creativo y a la vez conservador que sostiene el pacto político real de la violencia que se anida en un vacío; vacío que sin violencia y violencia que sin vacío, nada habría.

La política criminal de lo real se aboca así a lo real del crimen si es que así fuera, no a los aspectos ficcionales que, al no advertirse, hacen funcionar declarativamente un sistema, omitiendo evidenciar las metamorfosis de lo real político. La violencia convencional hace funcionar la “realidad” política erigida, sustentada y sostenida en un vacío.

Ejemplo de ello es la justicia por propia mano misma que se manifiesta ante la ausencia institucional; autodefensa frente a la actividad criminal en el sentido fuerte y amplio de la palabra y ante la cual, la violencia legal (justicia aparente), castiga tal autodefensa, no lo criminal por su carácter creativo y oposición al pacto político real; lo cual hace manifiesto que el sistema penal, ese “deber ser” que así es, es “crimen organizado”, no su “solución”; nuevamente, violencia punitiva que provoca y violencia ilegal que administra directa o indirectamente; fuerza que sostiene un pacto político real.

El carácter creativo de la violencia no va con las prácticas legislativas fundantes o reformadoras, mismas que constituyen ese “deber ser” que no es, sino con el orden material que dichas prácticas encubren. El estado de excepción en términos de Benjamin, es así el único deber ser que siempre “es”, sin necesidad de actualizarse. Representa la violencia pura y cultural que ha guiado la evolución del ser humano mismo que ha fracasado tanto en su “humanidad” simbólica como en su “animalidad” natural como refiere Sloterdijk, pero aun jactándose y regodeándose en sus fantasías imaginarias, creyendo todavía ser la excelencia evolutiva o de la creación, sin advertir su decadencia, justificándola o negándola con los medios a su alcance (incluida la tecno-ciencia), sin advertir la violencia que comanda (eros / tánatos), ni el “mirar” desconsolador e irremediable del Angelus novus de Klee, que ya no podrá remediar.

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Yong, Jock. El vértigo de la modernidad tardía. Ediciones Didot. Buenos Aires, 2011.

Sergio Reyes Ramos

Lic. En Derecho; Mtro. En Ciencias Penales con Especialidad en Criminología; Mtro. En Teoría Psicoanalítica; Doctorando en Derecho; Doctorando en Saberes sobre Subjetividad y Violencia.