I. Pérdida y muerte
El pequeño pedazo de recuerdo que nos agobia sin cesar, ese que se esconde y parece no existir. La inexplicable muerte que nos acecha, que sabemos que nos acecha y buscamos evitar sentir, lamer, vivir. Quizá por eso, porque sabemos de la pérdida irremediable, es que tendemos a lo uno, lo mono, a los monolitos que prometen ser unidores de todo, buscamos algo que suture la herida trágica, el origen del mal, la pérdida que ya tuvimos.
Es probable que sea porque la muerte nos acecha todos los días, en todas partes, que queremos creer en un solo dios, un amor, una pareja, una patria, un género; la angustia que propone la pérdida original pareciera que nos empuja a la búsqueda de alguna certeza inmóvil. En todos estos casos podemos pensar que la palabra solo o sola cae muy bien, encuentra acomodo ahí donde no está escrita, tal vez porque somos así: solas y solos, suelas y suelos. Ese es el camino de la muerte, un camino que se recorre solo, a veces acompañados sí, a veces queridos, odiadas, amadas o despreciados; siempre en relación con otros, otras. Pero solamente somos solos. La idea de lo mono parece salvarnos, redimirnos, juntarnos; hacernos uno en el todo, unificar para deshacer la muerte en solitario. Deleuze va y se mete con el tema:
Así pues, el problema es saber cómo el individuo podría superar su forma y su relación sintáctica con un mundo para alcanzar la comunicación universal de los acontecimientos, es decir, la afirmación de una síntesis disyuntiva más allá no sólo de las contradicciones lógicas, sino incluso de las incompatibilidades alógicas. Sería preciso que el individuo se captara a sí mismo como acontecimiento. Y que el acontecimiento fuera captado como otro individuo injertado en él. (…) este es el sentido último de la contraefectuación.i
El buen Gilles se tira a matar con estas afirmaciones a sus cuarenta y cuatro años, en 1969; de eso hace cincuenta y cinco años; y por acá seguimos tratando de encontrar más o menos qué quería decir, seguimos yo y mis otros, porque hay quien sí ya entendió. Para nosotros ese párrafo sigue difícil, sigue diciendo cosas que se vuelven a construir.
Entonces intentemos: La relación sintáctica del individuo con el mundo es la relación con las palabras, con la escritura, con el lenguaje. Esa relación, que de alguna manera nos es dada cuando aprendemos a representar el deseo con la palabra, puede modificarse para alcanzar algo bien raro: “la comunicación universal de los acontecimientos”, se trata de un acto de la escritura, de escribir, de relacionarse con las palabras de una manera diferente, una manera en la que en ese trayecto la palabra ya no representa al mundo: lo hace, lo crea; a partir del deseo que sigue ahí, y que ya no es representable y que, al momento de nombrarlo, ya no es el mismo. Se posibilita ahí la síntesis disyuntiva, una síntesis a partir de la diferencia, unidad que se forma por la diferencia y que no exige que lo diferente desaparezca, unidad que genera nuevas disyunciones en las singularidades, en las contradicciones alógicas, las contradicciones que escapan al mundo lógico y ordenado, sospecho que es de ahí que es posible que el individuo se capte como acontecimiento, porque se vuelve ahí impredecible, ese rompimiento con la relación representativa sintáctica desestabiliza y desorganiza, así pareciera que hay otro injertado en mí, uno otro que está siendo acontecimiento. La síntesis disyuntiva produce la multiplicidad, pero no por ser contaría a la unidad, sino precisamente porque acontece en el centro de su creación, en el centro de una unidad cualquiera.
Esta desestabilización del acontecimiento, ese desorden injertado en el cuerpo provoca vida, creación, arte, abismo y desasosiego, al menos eso. Nos coloca frente a la muerte en el cuerpo. Ahí se produce o se puede producir, o no deja de producirse nunca, la comunicación de universal de los acontecimientos, de los abismos, de lo que desestabiliza y crea. Pareciera indispensable que ese hacer común de los acontecimientos se produzca en un tiempo sin fin, el aíón, se presenta el sentido último de la contraefectuación:
Hay pues dos cumplimientos que son como la efectuación (relación de causa-efecto) y la contraefectuación. Por ello, la muerte y su herida no son un acontecimiento entre otros. Cada acontecimiento es como la muerte, doble e impersonal en su doble.ii
Por otra parte, Blanchot menciona: “Ella es el abismo del presente, el tiempo sin presente con el cual no tengo relación, aquello hacia lo que no puedo arrojarme, porque en ella yo no muero, soy burlado del poder de morir, en ella se muere, no se cesa ni se acaba de morir”.iii
La contra-efectuación ocurre cuando el acontecimiento desestabiliza la cadena causa-efecto; y el efecto produce causa, altera la causa, disyunta la causa; así el acto creador de devenir acontecimiento nos abisma, y provoca el desasosiego mortal. Que impulsa a la vida. Una paradoja en el que uno es con lo otro, no en oposición dialéctica. Es como define Deleuze, la otra parte del acontecimiento, la que no sucede en el presente cronológico, “son el futuro y pasado del acontecimiento tomado en sí mismo, que evade todo presente”iv. Ese futuro y pasado en el otro lado del acontecimiento es el aión, otra manera de vivir el tiempo, sin el presente que todo lo colma, sin ese mundo presentáneo que da certidumbre y arraigo, en el que nada se mueve; esa parte de acontecimiento que es una y todas las muertes, en la que no se deja de morir y que impulsa la vida; en ese tiempo en el que la muerte no muere, continúa. La disyunción sintáctica provoca también el desasosiego de la pérdida, la herida que no está suturada, no muere ni cierra; Fernando Pessoa escribe con precisión: “El desasosiego es la sensación de que algo falta, de que algo no está en su lugar, es la sensación de que la vida no es lo que debería ser”.v Es eso que falta íntimo, propio y ajeno, sintáctico, diferenciado, único y múltiple a un tiempo, en medio del acontecimiento; aquello que nos regresa al hueco, a la ausencia de certeza, el origen perdido, la pérdida; nos recuerda la muerte, la idea fantasmal de que algo no es lo que debería ser. No la falta que engendra culpa sino aquello que produce movimiento.
Ese desasosiego puede ser potencia de muchas cosas, de arte, vida, amores y odios. Y también de miedo, y cuando manda el miedo emerge la urgencia del orden, de que el pasado ya no exista y el futuro todavía no lo sea: de que exista la mensura contenida en el presente claro y nítido. Ahí donde el acontecimiento sea prevenible para que deje de ser, donde los límites del tiempo colmado por el presente, lo sea todo; entonces se harán leyes que perpetúen el poder del monarca y lo monárquico, que nos aseguren la unión de la familia, estado, patria, nación, república y mundo. Aquel poder que vestido de tolerancia fabrique, permita, delimite, ordene y mandate la diversidad, evocará a lo múltiple y lo permitirá siempre y cuando no multiplique ni divida, que no sume ni reste, que no rompa ni trasgreda, que no acontezca. Y si transgrede en el algún descuido el marco tolerante se amplia y lo vuelve a recibir. Una multiplicidad permitida, regulada, contenida, y finalmente anulada pero esgrimida como bandera. Se harán y se hacen leyes, de las escritas y de las que no se pueden leer porque están inscritas en la piel y el pasado, el miedo y el presente; sin futuro. En la angustia desbordante de la noche, esa que devora insaciable y que parece que viene de afuera, como un demonio que posee y tortura.
Y nos recuerda que ese pequeño pedazo de recuerdo sigue ahí, acechando, recordando que la muerte llega primero. Que llegó desde antes, que esa cifra estaba ya dada sin remedio y era anterior a la conciencia, al pleito y al amor; era y es la condición de la vida. Quizá lo monoteísta, la monogamia, lo monolítico y todas las estructuras de opresión que de ahí se desprenden, busquen paliar esa angustia, la del desasosiego, de la disyunción sintáctica. Kristeva dice al hablar de la existencia, de la habitación, el habitus de ser:
(…) Una existencia sin vigor, aunque en ocasiones exaltada por el esfuerzo realizado para continuarla, dispuesta a naufragar a cada instante en la muerte. Muerte venganza o muerte redención, será en lo sucesivo el umbral interno de mi agobio, el sentido imposible de esta vida cuyo peso me parece a cada rato insostenible, excepto los momentos en que movilizo para encarar el desastre. Vivo una muerte viviente, carne cortada, sangrante, cadavérica, ritmo disminuido o suspendido, tiempo borrado o abotagado, reabsorbido en la pena … Ausente del sentido de otros, ajena, renuente a la dicha ingenua…vi
La existencia en medio del desasosiego puede ser entonces sin vigor propio, como algo que es necesario exaltar, darle vida a la vida, generar un respiro artificioso, construir artefactos: trabajo, responsabilidades, obligaciones, compromisos, afectos; hacer un esfuerzo para que la existencia continue por un camino que permite no mirar el naufragio del sentido en todos los instantes, proceso que nos acerca al umbral del agobio, de la angustia desbordada, convertida en brote, personalidad border, locura, histeria, psicosis o mera estupidez, dependiendo de la autoridad médica, académica, religiosa, política, filosófica o artística que juzgue, dictamine, diagnostique y condene. Umbral de muerte venganza o muerte redención. El espanto: depresión, psicosis, angustia; es lo proscrito, la carne cortada, cadavérica, sangrante y que palpita es el mal, ahí se suscribe a un relato que se convierte en verdad, no tiene cabida en la vida aprobada porque es un espanto, un espectro fantasmático que debe ser desterrado: que no tenga tierra.
La desterritorialización debe ser considerada como una fuerza perfectamente positiva, que posee sus grados y sus umbrales (epistratos), y que siempre es relativa, que tiene un reverso, que tiene una complementariedad en la reterritorialización. Un organismo desterritorializado respecto al exterior se reterritorializa necesariamente en sus medios interiores.vii
La desterritorialización asusta porque parece que invoca mi muerte, mi sinsentido, por eso parece natural que el loco sea recluido, marginado, encarcelado, escondida, que no pueda ser visto. Y en ese devenir está el reverso que acontece en el mismo tiempo, como un tejido, una trama en la que podemos toparnos a cada instante con umbrales que abren otras tierras, propias y ajenas; la reterritorialización es complemento no compensa, no es retribución ni resultado: acontece en cuanto permitimos abismarnos a devenir. Es una lucha por territorio, por un territorio posible para existir, por la afirmación de que es posible devenir sendero. En un tiempo que acontece: no empieza ni termina, en el que también preciso de mirar al otro tiempo, el que sí tiene fin (término y sentido):
Todos los cuerpos son causas unos para otros (…) ¿de qué? Son causas de ciertas cosas, de una naturaleza completamente diferente (…) No son presentes vivos, sino infinitivos: Aión ilimitado, devenir que se divide hasta el infinito en pasado y futuro, esquivando siempre el presente (…) enteramente como presente vivo en los cuerpos que actúan y padecen, pero enteramente también como instancia infinitamente divisible en pasado-futro, en los efectos incorporales que resultan de los cuerpos, de sus acciones y de sus pasiones. Solo existe el presente en el tiempo, y recoge, reabsorbe el pasado y el futuro; pero solo el pasado y el futuro insisten en el tiempo, y dividen hasta el infinito cada presente. No son tres dimensiones sucesivas, sino dos lecturas simultaneas del tiempo.viii
Gilles nos presenta la paradoja como camino del pensamiento, de la vida: el presente que todo lo colma insertado en un tiempo que lo esquiva en los cuerpos que actúan y padecen. Los cuerpos en permanente contraefectuación siendo causa unos de otros, el cuerpo carne del cuerpo palabra, del cuerpo rabia al cuerpo orgasmo al cuerpo escrito; en una serie infinita que recuerda, o me recuerda, al abismo del diván, ahí donde se juegan los cuerpos del que habla y el que escucha, en el que el pasado y futuro se tocan esquivando el presente, la inmersión en un mundo escrito que no existe, pero es lo que insiste y desborda,el acontecimiento inesperado de una caricia y de un grito, el dispositivo psicoanalítico que se fuga del psicoanálisis, que permite la línea de fuga como signo, un espacio en el que la contraefectuación hace la trama del territorio perdido y encontrado y vuelto a perder en medio de palabras y silencios, de sentidos y sin sentidos.
La crítica que hace Deluze al dispositivo psicoanalítico es un asunto a estudiar desde los conceptos que aquí hemos abordado. Será un trabajo inevitable por hacer. Vivir una muerte viviente, en el antro de la muerte es que la vida es. En la ausencia del sentido de otros, ahí donde es verbo que se encarna, se vuelve carne deshabitada, carne muerta, por habitar, carne carne. Julia insiste:
Mi depresión me indica que no sé perder ¿quizás no supe encontrar una contrapartida válida para la perdida? Se desprende entonces que toda perdida trae consigo la perdida de mi ser o del Ser mismo. El deprimido es un ateo radical y taciturno.ix
¿Qué sería eso de no saber perder? Parece una incapacidad para vivir lo perdido, para aceptar que existe lo que ya no es. Una incapacidad para encarar la muerte, mi muerte en el otro, ser un cadáver en el otro. No saber dónde colocar la pérdida, no poder perder. Quizá esa es la fuente de la melancolía, la sombra de la depresión, ese pequeño pedazo de recuerdo que nos acecha. Como un pedazo de culpa inasible, insostenible, la culpa de la pérdida. Materializada desde niño en esa frase “no sabes perder…”. No poder con la derrota que nos inflige la muerte viviente a cada instante. Somos esa derrota irremediable, la disyunción sintactica, que cuando la encaramos es posible se vuelva potencia que le dé sentido al desastre, la pérdida de los astros, la ruta sin camino, la carrera sin meta, el cuerpo sin órganos.
En el encuentro con la derrota, con la muerte y el desencanto, con el límite al que nos abisma el fracaso Jaspers nos habla de la fallar. Se acerca al proceso que cada uno vivimos en esa muerte cotidiana:
Se quiere castigo y venganza (…) No se quiere oír hablar de culpa, del pasado, uno no se encuentre afectado por la historia universal. Se quiere dejar de sufrir, salir de la miseria, vivir, pero no reflexionar. Se trata sobre todo de un estado de ánimo tal como si después de un sufrimiento tan espantoso se tuviera que ser en cierto modo recompensado, consolado en todo caso, pero no se pudiera cargar encima con la culpa. x
Castigo y venganza para evitar sentir que todo ha sido como debió ser, como si tuviéramos que ser recompensados por haber sufrido, por la pérdida, por el rumbo perdido, por haber perdido el camino, la vida. La vida como el reencuentro con lo perdido, como el camino que nos queda y que abre. Muerte venganza o muerte redención dice Julia, la redención posible a través del castigo.
Caminos comunes que no hacen comunidad, caminos que niegan la muerte, la del otro y la propia. Niegan la potencia y nos arrojan a un mundo sin sentido único, pero sin tregua, monolítico, una guerra que no se gana ni se pierde, solo se sostiene; la guerra por no envejecer, por no pasar, por no morir.
II. La Carmela
Yo escribí eso de los rajados en aquellos años, tal vez en el setentaidós o principios del setentaitrés. Lo hice por un impulso del que no sé dar cuenta ni razón. Así he ido siendo, como si yo sintiera que me toca contar las cosas. Tal vez sería porque teníamos prohibido hablar, decir cosas pues. Pero nadie habló de no escribir, nadie lo prohibió. Yo aprendí eso desde bien chamaco, don Nicanor se empeñó en que me enseñara a escribir cuando él era maestro; antes de que desertara de los salones y los lápices, cuadernos y borradores, y se fuera con las balas, fusiles y metralla; de milico.
– Énseñese a usar bien la palabra, y mejore esa letra. – me repetía a diario, después de revisar mi tarea o mirar mi cuaderno. Yo sentía que me cuidaba, el salón y don Nicanor eran un lugar diferente, una casa buena.
Yo escribí aquello, lo puse en un cuaderno y luego arranqué las hojas, las guardé y no se las mostré a nadie. Siempre las tuve conmigo, la llevaba a todos lados, como si fueran mi credencial personal. Cuando llené de palabras esas hojas, y terminé la contadera me dije: “pa´que no se me olvide eso que hacemos.” Años después me doy cuenta de que estaba bien chamaco y bien tonto. Hay cosas que no se olvidan, aunque quieras. Nomás no se salen.
Baldomero y yo nos hicimos compadres después, cuando nació mi ahijado el Chema. Chemita le decía yo de chamaco, salió bravo, hay gente así, que nace ya bronco y que nada tiene que ver cómo lo eduquen ni qué le digan, así salió este, al mismo tiempo bueno y siempre atravesado. Y yo creo que no le hizo bien cuando mi compadre Baldomero le contó todo el asunto de los rajados y el avión, la base militar, el sótano, la noche y el mar. Yo ya soy un viejo, pero con mis setenta y cuatro años puedo ver que mi compadre Baldomero la cagó varias veces, la peor cuando le contó todo a mi ahijado el Chemita. Y que la cosa era no cagarla; y sigue siendo.
El Chemita no era hijo de mi compadre, pero lo hizo su chamaco y así lo crió. Por eso se querían de manera diferente, no eran amigos; el Chemita siempre supo que mi Baldo no era su papá; había cariño y respeto y pleitos y toda la cobranza que se da entre un padre y su hijo, pero era diferente. Luego supo que el que le dio la vida, el que lo engendró con mi comadre la Carmela, había sido un rajado. Pero de eso se enteró mucho después. De eso nos enteramos todos después. Es de esas cosas que se van armando solas, chingaderas que un día nos van a partir la madre, cosas por las que tendremos que pagar, pero que no sabemos que así va a ser, porque la vida a veces se va enredando sola y no sabemos en qué momento tomamos una mala decisión; o sí sabemos. Pero eso viene después, el saber viene después; porque lo que hacemos en el futuro, sin saber que lo estamos haciendo, va a afectar el pasado y eso se revuelve; hasta que un día nos damos cuenta, casi siempre cuando ya es demasiado tarde para remediarlo, no se puede remediar porque sigue pasando.
La Carmela era de esas mujeres entronas, de las que no hay por todos lados, esas que andan por ahí buscando tener la palabra, de las que siempre tienen algo que decir y que nomás no aprenden a quedarse calladas. Yo creo que en parte por eso van cambiando las cosas, porque esas no se quedan calladas, no están a gusto con que las maltraten y no les gusta ver cómo maltratan a otras, no les gusta ver ni sentir malos tratos, de esos que jalan nomás para un lado. Yo creo que a ninguna le gusta, pero aprenden a callarse; las otras, las que no se silencian, hablan y repelan, y van usando la palabra, aunque ya no quieran. De pronto es como si la palabra esa hablara por aparte de ellas, y de algunos de ellos, y a veces de nosotros. Es como cuando, por una especie de espanto, alguien sigue hablando; habla y habla, aunque ya no le sea para bien; más a la contraria, la palabra se sigue de corrido aunque en una de esas lo lleve a donde no quiere, al abismo de la montaña, o a morir, que a la mera es lo mismo. Y a esas mujeres les va mal, porque a los hombres les gustan un montón hasta que los empiezan a contradecir, entonces las madrean, pero no se callan, ya no pueden. A veces las matan, golpeadas. Así nomás.
La Carmela siempre andaba repelando, era de las que andaban echando pleito a la menor provocación o sin provocación, de las que son broncas y diferentes; quién sabe cómo, pero diferentes; porque no necesitan motivo. La Carmela decía que los motivos ya estaban ahí desde antes y que iban a estar a estar desde después.
Peleaba con su abuela desde bien chamaca, no le gustaba le impusieran que quedara callada. Ni frente a las órdenes, ni frente a las miradas. Las del abuelo que eran secas y áridas, las de la abuela que eran directas y feroces, peleaba a con ellos. Las dos cosas, las órdenes y las miradas; sabía cómo hacerlo, no se trataba de ganar o perder, ni siquiera de pelear, sino de ponerse de frente, y así lo hacía todos los días, se ponía de frente pues cuando menos a los dos, pero la que le pegaba nomás era la abuela.
Hasta que un día no se dejó. En medio de una gritadera la abuela trató de pegarle con su bastón, un palo de madera de esos que no se rompen, la Carmela se lo agarró en el aire, y la miró derechito a los ojos. Se hizo un silencio en todo el pueblo, de veras que todo dejó de sonar y se sintió frío por todos los cuerpos. Doña Aurelia era bien poderosa, le decían Kux con respeto y un chingo de miedo, así la llamaban desde niña en todo el pueblo; que así se dice serpiente mixe, una serpiente que nomás con mirarte a los ojos podía cortarte por dentro, controlarte; una forma de ponerte muerto, pero sin muerte. Tenía esa mirada extraña que asustaba, por eso la gente bajaba la cara cuando se la encontraba en la calle, para que no pudiera mirarte a los ojos. Porque a la Kux le gustaba eso de andar poniendo muerta a la gente. Acercarte a la muerte pues, que eso da más miedo, porque si nomás te mata seguro que nomas dejas de sentir y ya. Pero la Kux, con la mirada, te metía en esa cueva que era como un pasadizo largo y oscuro, húmedo con un olor a quemado, del que era difícil salir o de a tiro imposible. Siempre andaba enojada, como queriendo regañar y corregir al mundo, impaciente y atorada, cobrando una deuda eterna por quien sabe qué.
Esa tarde, cuando empezaba a caer el sol y el pueblo salía de la modorra media tarde, la Carmela le arrebató el bastón al vuelo y le sostuvo la mirada; aunque las campanas no sonaron como cuando ocurre una catástr ofe, el arrebato estaba ahí, en silencio, transcurriendo un tiempo muerto, en esa mirada sostenida, en el atrevimiento que procuran rebeliones atoradas, pospuetas, invisibles y calladas; y el silencio volvía a avisar a las calles polvorientas, las paredes monótonas, los niños sin juego y a las matronas que esperan; el anuncio de que algo sin vuelta estaba pasando, que no se puede definir ni atrapar, pero que pasa en los cuerpos. Dicen que doña Aurelia tuvo miedo por primera vez, que ya nunca se le quitó y se enfermó de espanto. En ese momento el silencio en el viento del pueblo duró un montón, aunque fuera un segundo o dos, ese momento, el de la Carmela y la Kux mirándose, nos caló en la carne, parecía que no iba a terminar, aunque no supieras lo que estaba pasando te calaba y se sentía en las piernas, en la palma de las manos, en el culo y la planta de los pies, en la panza. Ahí donde cala el miedo.
El tiempo se paró o ya no dejó de pasar, o pasaba todo en un momento, lo que había pesado y lo que iba a pesar, como si se abriera un hoyo en la tierra. Cuando la nieta le quita algo a la abuela regresó lo mal dicho, la maldición, el maldecir de la gente con la gente. Con la mirada y la terquedad, la rebelión de no soltar el bastón. Ese arrebato dio forma a la muerte, de esos muertos sin olor a nada, aunque los velen varios días y noches, no huelen porque son muertos que no se terminan de morir, viven en medio de algún pendiente, una venganza que no terminaron, un amor que se malogró, un embuste del que no se dijo verdad. Y así se quedó el pueblo, mal dicho, porque el arrebato se quedó flotando en el aire, algo que estaba muriendo mientras otra cosa nació, como los brotes inesperados de entre las piernas de los árboles, que nomás miraban. Como siempre, porque los árboles nomás miran, no intervienen, miran nomás, son testigos. El más grande del pueblo se partió por el tronco, fue el mismo día y yo digo que a la misma hora, y quedó así, abierto, expuesto por mitad, como si lo hubiera partido un rayo que no cayó, o si cayó nadie lo vio, nomás apareció así el árbol en medio de la calle, una sin pavimento ni agua, de esas polvosas, las del pueblo; se partió por su en medio, a todo lo largo. Se podían ver las venas, los adentros de la savia, las astillas largas como venas rotas. Las gruesas ramas que colgaron columpios, el sitio de niños escondidos y enamorados prohibidos, el refugio del sol para animales, personas y alimañas, un espacio querido; todo en el suelo, pisando la tierra. Era el árbol, hasta los que no hablaban mixe le decían ta kaj, fue para mí, para para el pueblo, lugar de encuentro, referencia y norte; esa tarde se cayó ta kaj, dejó de hablar, ya no tenía palabra.
Algo pasó también entre las piernas de la Carmela, algo que tiene que ver con su sexo y su sangre, con la suya nomás; la verdad es que ni sé qué, pero todos en el pueblo sabemos que así fue, lo sabemos de veras porque nos repercutió a uno por uno; un sabor a sudor y sangre, algo así en la boca, olor a tierra seca, lo sabemos y lo sentimos de vez en cuando, aunque nadie hable de eso, porque junto con ta kaj perdimos palabra.
La efrentada de aquella tarde no fue fácil ni rapidita, la abuela también sostuvo mirada buscando abatir a la chamaca, y de pronto tembló desde los pies hasta la barbilla, el temblor le llegó a los ojos hasta que la rompió en dos, abrió la boca y torció la mirada, ese momento se quedó flotando en el pueblo, como que la abuela viendo al suelo nomás y la Carmela con los ojos sostenidos en la cara de la Kux se salió del tiempo, y eso, ese temblor, es uno de los fantasmas muertos que rondan por las calles, por todas las calles y senderos, en medio de las venas y la tierra. Si vas al pueblo lo vas a sentir, vas a escuchar que huele a tiempo que no pasa, se huele con los oídos; aunque no seas de ahí, aunque no sepas qué pasó, aunque nadie te lo cuente. Porque hay cosas que no se pueden hablar, no porque estén prohibidas sino porque no hay nada que decir, nomás se sienten, se huelen, se oyen y se viven. El saber vendrá después.
Doña Aurelia abrió la mano y el bastón rodó por el piso y luego ella, como una vara tiesa. El abuelo Pancho, sentado en su silla de la cocina, miraba lo que estaba pasando sin hablar. Se paró despacio, tomó el bastón y con un movimiento veloz y preciso, golpeó con todas sus fuerzas tres veces a Carmela en la espalda. Se retorció del dolor y cayó al piso, pero no gritó ni se quejó, ni dijo nada, solo una lagrima en su mejilla cuando don Pancho la tomó del pelo largo, negro y ondulado, la obligó a mirarlo y le dijo despacito.
Lárgate – con esa voz que escupe aguardiente lleno de odio.
La soltó y salió de la cocina dejando a las dos mujeres en el piso, ahí tiró el bastón que se quedó ahí, lo habían usado.
Don Pancho era así, con la furia enroscada en cada paso, en todo gesto, en cada mirada. Un animal de los que siempre puedes esperar que sea salvaje, y que desaparezca en él todo resto de piedad. Aunque esté quieto. Nadie recordaba ni pensaba por qué era así, esas cosas no se preguntan. Pero así es. Parte del paisaje del pueblo. De lo que somos.
Carmela sabía que se tenía que ir de esa casa para siempre. Su padre no podría intervenir, la casa era de los abuelos y el que mandaba era Don Pancho, aunque la que gritaba y daba órdenes era doña Aurelia. Todo el mundo sabía que la mamá de Carmela se había sometido al mando de su padre desde niña, que casó con Arturo porque se embarazó en una noche de cervezas sin pasión, de esas cosas que pueden pasarle a cualquiera a cualquier edad y en todas partes. Don Pancho casó a su hija en cuanto se supo que esperaba criatura, sin festejo ni alegría, sin gesto ninguno. Cuando fueron con el cura nomás no la entregó. Entró al templo con su hija y llegando al altar se paró junto al padre, sin que nadie se atreviera a decir nada; y le hizo saber a Arturo que estaba en deuda para siempre, que no tendría voz y que nada se podría a los votos. Eduvijes se llamaba la mamá de la Carmela. Tuvo otros cuatro hijos, hombres todos, cuatro más que se quedaron en silencio también, bien calladitos.
La Carmela se puso de pie sin mirar a su abuela, no la ayudó y tampoco le quiso decir nada, tomó el bastón del piso y se metió en la casa para sacar algo de ropa, no podía recoger sus cosas porque no existían, ahí se dio cuenta de que esas cosas, todas las de la casa de la Kux, no eran de ella, ni una. No tenía cosas, se robó el bastón y se dio cuenta, tendría que hacer afuera un mundo suyo.
Los hermanos no hicieron nada, ni palabra ni gesto, ni defendieron a la Carmela ni levantaron a la abuela del suelo, si desde antes vivían en un charco de miedo ahora ya ni pensar en escapar. La Carmela era otra cosa, se le engendró a la panza de Eduvijes antes de que la rabia se diera cuenta. Los otros cuatro nacieron muertos, nomás manos para obedecer, cuerpos para el trabajo y la labor. Pero no aguantaron quedarse con las palabras en el pecho, después lo contaron por todo el pueblo, repetían la historia con los ojos pelones, emocionados y muertos de miedo. Que el abuelo pegó con toda su fuerza, pero no dijo nada, que después le soltó el pelo la Carmela, la corrió y ella lo siguió mirando, que el abuelo se quedó callado, que algo se había muerto para siempre y que eso se sentía en el pueblo, como si otro fantasma vistiera los cuerpos, que había otro vestido en los cuerpos de cada quien.
Lo contaron todo.
Referencias
i Deleuze, Gilles, La lógica del sentido, Editorial Paidós, Madrid España, 2023, p. 213.
ii Ibidem, p. 186.
iii Blanchot, Maurice, El espacio literario, Editorial Paidós Mexicana, México, 2004. P 160.
iv Ibidem, p. 185.
v Pessoa, Fernando, El libro del desasosiego, Editorial Alianza, Madrid – México, P 73.
vi Kristeva, Julia, Sol negro. Depresión y melancolía, Monte Ávila Editores, Caracas Venezuela, 1991, p. 10.
vii Guattari, Felix y Deleuze, Gilles, La geología de la moral. ¿Por quién se toma la tierra? – Mil mesetas. Capitalismo y Esquizofrenia, Editorial Pre-textos, 2020, p. 75.
viii Deleuze, Gilles, Op cit., p. 30.
ix Ibidem, p. 14.
x Jaspers, Karl, El problema de la culpa, Ediciones Paidós, Barcelona – Buenos Aires – México, 1998, p. 50.
Actualmente estudia el programa de doctorado en el Colegio de Saberes.