I. El fijo
Éramos yo, mi compadre Baldomero, Encarnación Jurado y Pepe el babotas. Pepe era el más joven de los cuatro, tal vez por eso le decíamos así, babotas, porque como que nunca se acababa de dar cuenta de lo que estábamos haciendo, o a lo mejor no le gustaba y le daba miedo. Y a veces se quedaba con la mirada fija en algo.
– Ya le dio el fijo – me decía el Baldo.
– Ya despiértese, deje de andar pensando en pendejadas.
Le daba un zape en la nuca, entonces el babotas como que despertaba y sonreía, siempre sonreía como para complacer. Y el Baldo y yo nos reíamos también con él, como para estar todos bien.
Encarnación Jurado era el más serio de todos, yo creo que era el más serio del mundo, hablaba poco, solo lo necesario, nunca sonreía y mantenía ese gesto duro en la quijada, ahí era donde sostenía el mundo, en la quijada atrapada, ahí donde apretaba los dientes y las muelas y los músculos y ve tú a saber qué más. A mí no me gustaba mirarlos a los ojos, menos cuando ya estábamos arriba, digo que no me gustaba mirarlos a los rajados – así les decíamos nomás entre nosotros cuatro–, y no me gustaba mirarlos de ningún modo, pero tenía que verlos a huevo, pues ni modo que no, pero mirarlos a los ojos no estaba bien, porque entonces te miraban también y algo te atravesaba por dentro, como que te pedían que no hicieras lo que teníamos que hacer, pero no había remedio, porque era nuestro trabajo y además nuestro deber, se lo debíamos a don Nicanor Zamudio que nos había aceptado a los cuatro y nos había puesto a hacer el trabajo juntos. Yo tenía veinticuatro años y era el mayor, luego no sé, creo que seguía mi compadre Baldomero o tal vez Encarnación, la cosa es que los dos eran un año menores que yo y después Pepe el babotas que apenas juntaba los dieciocho. La verdad es que estaba bien chamaco, bien pendejote todavía. Yo creo que por eso, por ser el mayor, me puso don Nicanor al frente; el primer día me dijo.
– Tú mandas, y que no te repelen, mandas y me dices si hay pedo con algo, nomás quiero oír cosas de ti, así que si algo sale mal también es cosa tuya. Hizo un silencio y se me quedó viendo con esa mirada vidriosa en la que había una mezcla de cerveza y tequila.
Don Nicanor era teniente coronel, nos daba las órdenes, bueno me las daba a mí para que yo mandara, aunque la verdad es que había poco que mandar, nomás había que hacer el trabajo que provocaba que a Pepe el babotas le diera un fijo siempre que acabábamos.
Yo entré en 1970, despuesito del mundial ese de futbol, aunque en Culiápam de Guerrero se supo poco de eso. Ese era nuestro pueblo, bueno el de mi compadre Baldomero y el mío, que en ese tiempo no era mi compadre, eso fue después cuando nació su chamaco, mi ahijado. Yo estaba ya grande para entrar, pero me animé porque mi Baldo me convenció.
– Está bien eso del ejército, es un buen trabajo y están agarrando a todos, de verdad que no estamos viejos para esto.
En el pueblo no había más que tierra y moscas, gente muerta y la que se moría, por eso había moscas; no había nada para sembrar ni manera de salir de jodidos, así que fuimos y nos metimos, luego supe que a eso se le decía enrolarse.
Nos mandaron para Guerrero, no porque fuéramos de Oaxaca ni porque nuestro pueblo se llamará así “de Guerrero”, sino porque nos tocó nomás. Nuestro pueblo se llamaba así porque ahí se lo torcieron, a Vicente Guerrero, que había estado en no sé qué bando de la independencia y que un día fue hasta presidente, luego se lo chingaron porque seguramente la cagó.
Y ahí con don Nicanor, mi teniente, aprendimos que la cosa consiste en no cagarla, por eso hay que poner atención y que no te de el fijo como al babotas. Él y Encarnación venían de no sé qué pueblos de Michoacán, no del mismo, pero sí de ahí mero.
Fue don Nicanor el que nos explicó cómo había que hacerle. Me dijo bien clarito:
– De tres en tres, unos vivos y los otros ya no, primero pones a unos muertos, bien amarraditos de las muñecas, y luego tres vivos que ya van a ir bien madreados, ya nos habrán contado lo que necesitamos saber, y luego otros tres muertos hasta juntar veinticuatro. Los vivos tienen que cargar a los muertos. Y ni te preocupes, van a ser bien obedientes, para ese momento ya los rajamos bien y bonito.
Y por eso les decíamos los rajados. Era el año de mil novecientos setenta y dos que fue el año de Juárez, y cuando te enrolabas, entre un chingo de cosas que no entendí, te explicaban que el presidente era el jefe supremo de las fuerzas armadas. El más chingón pues, y mi teniente nos hizo entender que estábamos en una guerra y que el enemigo eran los rajados y que obedecíamos las órdenes del mero presidente, yo me imaginaba que era el mismísimo Benito que en su año me daba las órdenes, se me quedaba viendo y me decía:
– No la cagues, acuérdate de Vicente.
Y la verdad es que no la cagamos nunca, los rajados sí eran bien dóciles, nomás les decíamos bien clarito, en cuando los bajaban del camión de redilas, que nos tenían que ayudar a bajar a los muertitos. En Pie de la Cuesta hace un chingo de calor, y con el pinche uniforme pus peor; así que a veces nos poníamos de malas, sobre todo en la tercera tanda, que cuando había era ya en la tarde cuando estábamos hasta la madre del sol y la picazón. Bien amarraditos los trepábamos al avión que era de esos de carga. Ya conocíamos la maña para que los rajados cargaran a los muertitos. Había que colocarlos en hilera ahí dentro, y dejar en la mera puerta a tres rajados ya bien fríos. Y nosotros nos acomodábamos a los lados: en la puerta Encarnación, luego Baldomero mi compadre y después Pepe el babotas, al final yo, su mero jefe. Les daba la orden a esos tres de que se pusieran el seguro para que no fuera a haber ningún pedo, como me había ordenado mi teniente, cuando todo estaba listo daba tres palmadas en la pared del fondo y entonces el avión despegaba; era de esos que llevaban todo el tiempo la puerta con la rampa abierta, con un chingo de ruido y aire por todos lados. Nadie hablaba. Y si alguien abría la boca era fácil callarlo con la culata del rifle. Ahí era donde no me gustaba mirarlos a los ojos, muchos se parecían a mis amigos del pueblo, tristes y jodidos, estos además rajados; rajados por dentro y por fuera; ya les habían sacado todo; si los mirabas a los ojos era difícil pensar que eran el enemigo; que no eran de los buenos, que no eran como nosotros. El avión volaba mar adentro. Ellos, los rajados, ni que se iban a imaginar lo que iba a pasar. Cuando yo escuchaba que desde la cabina de pilotos daban tres golpes en la misma pared del fondo que yo había golpeado minutos antes, hacía una señal bajando mi cabeza; Encarnación, que nomás me iba mirando todo el tiempo, empezaba a tirar por la puerta a los tres rajados muertitos, y como estaban bien amarraditos pues se iban jalando. Por eso era bien importante que fueran muy bien amarraditos. Mi compadre Baldomero y el babotas tenían que asegurarse de que ningún rajado de los vivos se pudiera agarrar de algo en el avión, o de ellos, entonces se ayudaban con la culata y la botas con casquillo en la punta. Había gritos y mentadas, patadas y madrazos, pero todo terminaba bien rápido. Luego nomás el silencio y el ruido del avión.
Ahí le daba el fijo a Pepe el babotas y yo le daba el zape, venía la sonrisa y ya todo estaba bien otra vez.
Se lo debíamos a mi teniente.
Y yo imaginaba a don Benito que nos miraba satisfecho desde el cielo.
Potencia y Muerte
II. La franja de la angustia
Pensar la muerte como potencia. No sé si como la potencia. Quizá sí.
Creo que no se trata de un asunto dado, es decir que para poder pensar esa potencia es necesario acariciar la muerte, saberla en el gusto de la boca, en la sal de la piel, en el miedo de la noche. Y atreverse a sentirla. No lo pienso como un saber consciente desde el principio de la vida, ni siquiera consciente en la madurez, nunca en la consciencia, más bien como algo que vamos sabiendo que sabemos de a poco. Una manera de darse cuenta, la vida como una manera de ir muriendo.
Muy pronto, mientras trato de escribir, me doy cuenta de que la muerte es un proceso personal y social, singular y múltiple; atravesado por una forma de tiempo que no corresponde a la mesura, a lo que podemos medir y contar; tiene una forma distinta de transcurrir. La muerte tiene una forma de discurrir, la vida como discurso de la muerte. Se trataría de un tiempo sin segundos, sin minutos, aunque sí estén ahí. Un tiempo sin orden, sin la organización programada de días y noches, semanas, meses y años, décadas y siglos. No es en ese tiempo en el que puedo (re)sentir la muerte y vivirla como potencia, significarla potencia. Esa forma del tiempo la busco pensar como tiempo sin órganos, como cuerpo sin tiempo. Trato de pensar en eso que propuso Artaud desde la desesperación, en la franja de la angustia en el cuerpo, un grito que es difícil escuchar. Tal vez una escucha latente serviría:
Átenme si quieren,
Pero tenemos que desnudar al hombre
para rasparle ese microbio que lo pica
mortalmente
dios
y con dios sus órganos,
porque no hay nada más inútil que un órgano.
Cuando ustedes le hayan hecho un cuerpo sin órganos
Lo habrán liberado de todos sus automatismos
y lo habrán devuelto a su verdadera libertad.
Entonces podrán enseñarle a danzar al revés
como en el delirio de los bailes populares
y ese revés será su verdadero lugar. i
Trato de pensar en eso, en el cuerpo sin órganos y la potencia que puede significar la muerte, no morir, eso es otra cosa de la que no tengo noticia. Y sospecho que a la muerte no me va a servir de mucho nomás pensarla, ni tratar de desentrañarla académicamente o buscar escriturarla en mi cuerpo como un proceso intelectual. Todo eso habrá de suceder, o no, pero en ese camino hay que meterse a la muerte. Intentar el proceso de vida en medio de la muerte que está deviniendo, intentarlo al menos, aunque falle muchas veces, porque parece que se trata de una anti-prótesis, un devenir que es casi susurro: devenir cuerpo sin órganos. Es complejo porque estoy escribiendo, porque este proceso se hace así, tratando de pensarlo y dejando de pensar al mismo tiempo. Pero creo que escribir no bastaría, al menos no me basta a mí. Se requiere de otro proceso que implica pasarlo por el cuerpo, (aunque la escritura, cierto tipo de escritura solo se hace en el cuerpo) una experiencia mortuoria, una cosa que toque el miedo por dentro, porque de no ser así se vuelve una experiencia sin experiencia, una casa de cartón, una casa que no se puede habitar; se convierte en una sensación que no es que no se sienta, porque algo se siente en ese acartonamiento de conocimiento sin tierra, pero justamente aniquila la potencia, me quita la posibilidad de aterrarme. Artaud parece convocar, provocar, asistir. La poesía y la filosofía (después con Deleuze y Guatari) como una experiencia que habrá de in-corporarse, pasar y pesar en el cuerpo. Un cuerpo entonces liberado de automatismos para producir el baile al revés. Porque si estas dos cosas, la poesía y la filosofía, no aparecen en la vida como experiencia que afecte al cuerpo y la paz, si no trastoca nada, se queda en la erudición brutal capaz de interpretar al mundo, elucubrar la alteridad, construir un relato sabio, con éxito o no. Pero se vuelve tan inútil como un órgano, tan inútil como dios. Tan inútil como la guerra, sucia o limpia, tan inútil como vivir en la creencia de un orden organizado, con jefes supremos y servidores bajos, tan inútil como la utilidad de cumplir el deber trazado en un registro imaginario convertido en verdad. Inútil veracidad: importante delirio que constituye el mundo.
Deleuze y Guatari proponen, miran el cuerpo sin órganos de Artaud, lo huelen y pesan, al hablar del cuerpo sin órganos se tiran al abismo así:
No podéis desear sin hacer uno – os espera, es un ejercicio, una experimentación inevitable (…) No es tranquilizador, puesto que podéis fallarlo. O bien puede ser terrorífico y conduciros a la muerte. Es no deseo tanto como deseo. De ningún modo es una noción, un concepto, más bien es una práctica, un conjunto de prácticas. En él dormimos, velamos, combatimos, vencemos y somos vencidos, buscamos nuestro sitio (…) penetramos y somos penetrados, amamos.ii
El cuerpo sin órganos vinculado al deseo, una operación-experimentación inevitable, es decir que el cuerpo sin órganos está y no está ahí, palpita. Lejos de tranquilizar sabemos que nos conduce a morir, pero es distinto morir a la experiencia de la muerte. De morir no sabemos nada, salvo como metáfora. Pero de la muerte sí sabemos, tampoco es una idea ni un concepto, es una experiencia cotidiana que habita en el cuerpo sin órganos, un recuerdo del porvenir, permanente, sucio, oxidado, silencioso y corpóreo. Por eso es terrorífico. Por eso el cuerpo sin órganos me aterra. Y aterrarme sería eso, meterme en la tierra de la muerte, como el torero al que se le viene encima la bestia que lo quiere embestir, y tiene que permanecer aterrado, porque si mueve los pies, si se quita frente a la muerte que se le presenta de frente, la bestia descubrirá el engaño y entonces el desterrado morirá. Y ahí, al morir, la muerte deja de existir; porque para experimentar la muerte se necesita estar vivo, un cuerpo, deseo, mocos, saliva, mirada. Por eso no habría que verlos a los ojos, ni a los vivos ni a los muertitos, para no ver la muerte, porque en esa mirada que se cruza habita la muerte de los rajados que recuerda la propia y ser alguien dentro de un cuerpo organizado nos parece que nos salva, pero nos destierra de la potencia que me obliga a aterrarme al deseo de vivir; por eso creo que la muerte, la mía y la del otro, es potencia que aterra, amenaza a los estratos organizados, si me miro ahí es potencia de vida y eso asusta. Se trata de una potencia intensa que puede torcer mi voluntad de verdad hacia la voluntad de poder, de poder en la muerte como proceso de vida.
Detrás de nuestra voluntad de verdad nos topamos con nuestra voluntad de poder, de determinar las condiciones de conservación y selección de un modo de vida (…) la verdad es una balsa pequeña para mantenernos a flote al constante devenir.iii
La muerte como experiencia en el cuerpo, un saber que sabe, que tiene sabor, que habita en los actos que hacemos, actos que nada más podemos hacer con el cuerpo.
A mí no me gustan los toros, no voy a una plaza porque no me gusta. Pero sé de qué se trata. Sé de lo que se trata ahí; lo sé porque lo he sentido, no porque me lo contaron, ni lo leí en algún texto reflexivo, tampoco accedí a ese saber, si es posible llamarlo así, por un documental o película. De algún modo lo sé, aunque no sepa de toros, sé que importa quedarse aterrado, en un espacio de tiempo, y que la muerte venga, que se haga presente para que entonces pueda hacerme “consciente” de ella, hacerme de ella. Es decir que la pueda hacer (in)corpórea, ponerla en el cuerpo, en un cuerpo que no se sabe, que no se explica ni se entiende, un cuerpo sin órganos, ahí donde no hay organización posible, ni desorganización concebida, solo la potencia que permitirá que se haga un pase. Un pase que intente la vida. Ahí donde se juega la muerte.
El cuerpo sin órganos como algo que se teje y desteje, con paciencia y cuidado, ansiedad y temor. Así como para aspirar a lo dionisiaco es preciso conservar algo de lo apolíneo es necesario conservar algo de los estratos del organismo organizado, Deluze y Guatari advierten:
No se puede andar a martillazos, sino con una lima muy fina (…) deshacer el organismo nunca ha sido matarse, sino abrir el cuerpo a conexiones que suponen todo un agenciamiento (…) distribuciones de intensidad, territorios y desterritorializaciones medidas a la manera de un agrimensor. (…) también hay que conservar pequeñas dosis de subjetividad, justo las suficientes para poder responder a la realidad dominante. Mimad los estratos.iv
No se consigue un cuerpo sin órganos de una vez y para siempre, es un límite no una meta, no se logra sin falla, se fracasa y se logra a un tiempo, con diferencias en las intensidades y flujos, con el agrimensor de adentro, el que mide los territorios y encuentra los límites, el que puede borrar los territorios cuando los encuentra.
Territorios del terror, de lo aterrador en un avión de la muerte, donde se hace una potencia y se termina con otra, ahí donde puede crecer el cuerpo sin órganos del fascista, del que impone el plan de consistencia, del estrato que aplasta en forma de obediencia y disciplina, de deuda por pagar:
Veamos el estrato de la significancia: también en este caso hay un tejido canceroso de la significancia, un cuerpo proliferante del déspota que bloquea toda circulación de los signos, pero también impide el nacimiento del signo asignificante en el “otro” CsO. (…) Los estratos engendran sus cuerpos sin órganos, totalitarios y fascistas, terroríficas figuras del plan de consistencia.v
Deleuze y Guatari, a partir de Artaud, oponen el cuerpo sin órganos al Juicio de Dios, entendido como ese cuerpo organizado que impone estratos y órdenes a partir de valores e ideales uni-versales: un solo verso para todos. El CsO intenta encontrar alguna línea de fuga de la embestida de esa bestia que representa el Juicio de Dios. Supongo que de ahí o de por ahí, de esos flujos e intensidades, es que la idea de que el terrorismo tiene que ver con la muerte, con la muerte y el miedo, con aterrar al otro, con invocar la muerte y el miedo y la (im)potencia en el otro. La bestia embiste con forma de mirar sin mirar a los ojos, una perspectiva, lo hace desde el lugar del que no sabe lo que sabe, ese es quien estaría en el lugar de la bestia.
En los discursos de Lacan, ¿dónde estaría la bestia?, la bestia que no sabe pero que (in)voca a la muerte. Parecería que la bestia del Juicio de Dios busca el sitio del amo, pero la bestia embiste sin saber, renuncia al saber, no le importa y está en silencio. Yo sospecho que la bestia puede estar en el discurso del analista, justo en el sitio del agente, el lugar de quien provoca el terror (lo quiera o no), que, en ese discurso, es precisamente el analista:
Así vemos que en el discurso del amo, lo que resuelve es la palabra del amo; en el discurso universitario, la institución de un saber universal; en el discurso de la histérica, el sacrificio; en el discurso del analista, el silencio. Del mismo modo, por el mismo motivo no podemos responder sobre el agente desde el ámbito del conocimiento: está ahí como apuesta ética. (…) Por eso le tocará soportar la cuota de malestar que le será atribuida: eso lo puede hacer cualquier agente de cualquier discurso, no es preciso ser analista.vi
Es el sitio del que no sabe, del que ha renunciado a tener razón así como proponía Borges hacia el final de su vida:
Cada vez que muere alguien, uno piensa: no me hubiera costado nada ser más bueno. Sin embargo, no lo he sido. He insistido en tener razón, lo cual es una mezquindad. Discutir… Uno debe tratar de no tener razón en las discusiones; es una descortesía y una crueldad, además, intentar tener razón.vii
Borges nos propone abandonar la lucha absurda por ganar el discurso del amo, por ser quien tiene el falo ya que no lo puede ser, de ser aquel que ganando el lugar de quien tiene la razón, la verdad, el que pretende obtener (y lo obtiene) un poder sobre el otro, poder que oculta y enmascara su castración, la castración del no saber lo que demanda. Así que, de diversas maneras se apunta a algo por ahí: el que ocupa el lugar del analista, lo sea o no, en el diván o fuera de él, en el consultorio o al pie de una milpa, se convierte en la bestia que enviste invocando a la muerte, con una pregunta, un silencio, una peregrina intervención, una (casi siempre equivocada) interpretación, un semblante. Es quizá Borges convocándose a no tener razón, a esquivar la crueldad propia, a no ceder a la tentación de romper el aterramiento que provoca escuchar, la escucha que requiere silencio.
El cuerpo sin órganos se me presenta como una idea extraña, casi absurda:
El CsO es precisamente ese germen en el que no hay, no puede haber, padres ni hijos (…) como consecuencia, el cuerpo sin órganos nunca es el tuyo, el mío… Siempre es un cuerpo. (…) Es una involución creadora y siempre contemporánea (…) el CsO es deseo él y gracias a él se desea.viii
En la producción de publicidad o en el cine es frecuente escuchar respecto de la ejecución de una toma o secuencia “es más orgánica así”, ese acento se propone como una virtud, algo que debemos aceptar como bueno. Porque reduce la complejidad y embona en un sistema de ideas que ya opera de manera activa y productiva en favor de algo organizado previamente. La búsqueda de lo orgánico, al menos en esos casos, cancela la búsqueda de la diferencia, la cela y la oprime. Reduce el espacio para perderse. Hace que nos movamos por perímetros ya pensados, que respetan convenciones y ritmos, maneras y tamaños, jerarquías y deberes. Para hacer frente a esos estratos (lo que eso quiera decir) habría que pensarlo de otro modo. Por supuesto yo no sé cuál, pero será no con un discurso desde el saber del amo.
Tendría que poder verme ahí, como parte de ese cuerpo. Como parte de los cuerpos múltiples que me son propios y ajenos en ese tiempo que se mueve de una forma diferente a la mesura. Lo mismo pasa en la relación con los afectos, con lo que podría llamar, nada más por economía intelectual, mi pareja, mis amigos o mis padres, mi teniente. En el CsO no cabe el mi. Todo se mueve. Nada es fijo, nada está fijado ni es de una manera. Esas relaciones también son un cuerpo no organizado, sin órganos clave, sin claves ni pistas definidas. Ahí cabe la posibilidad, o viene a cuento para ese proceso infinito de darme cuenta, de descifrar la voluntad de poder. Pensarla como herramienta que permite aterrarse de una manera distinta. Pareciera que no se trata de echarle ganas, de pensar que sí puedo, de querer, es obvio que no se trata del poder de la voluntad.
Tal vez en el no querer, en el reconocimiento de lo inútil de ganar, en esa voluntad de poder que se presenta como el reconocimiento de no saber ninguna verdad, en el reconocimiento de que lo múltiple trastoca el pensamiento unívoco que tanto seduce y que está presente en todo: en la manera de manejar y de rabiar, en las elecciones del vino o la comida, en la búsqueda de recetas para todo, en la tendencia a aprender fórmulas eficaces para repetirlas.
Así la muerte como experiencia aterradora de la vida, la vida como el antro de la muerte que, en su aterramiento, propicia la búsqueda del CsO. Como una línea de fuga en la que siempre podremos fallar, en la que fallar es quizá el camino sin garantías:
Artaud no ignora los los peligros de una desestratificación demasiado brutal, imprudente. Artaud no cesa de afrontar todo eso y perece en ello. (…) Incluso si Artaud no lo consiguió para él, es innegable que, gracias a él, algo se ha conseguido para todos nosotros.ix
Para todos nosotros.
Referencias
i Artaud Antonin. Para terminar con el juicio de dios y otros poemas. Ed El cuenco de plata, Mexico 2013 Pp 31.
ii Deluze Guilles, Guatari Felix. , Mil mesetas. Editorial Pre-textos, Valencia-España, 2020. P. 197.
iii Virgina Cano, Nietzche, La revuelta filósofica. Editorial Galerna, Buenos Aires, Argentina 2015, P. 33.
iv Ibdem. Pp 208-209.
v Ibdem Pp 212.
vi Araceli Teixidó, “El analista como causa de deseo: donde el saber da la vuelta”, NODVS Publicats, consultado en: https://www.scb-icf.net/nodus/contingut/article.php?art=687&rev=74&pub=1, 20 de junio 2024.
vii Borges Jorge Luis, entrevista de Joaquín Soler Serrano RTE programa A fondo, 1980, consultado en: https://bloc.com.ar/historica-entrevista-a-borges/ 20 de junio 2024.
viii Deluze Guilles, Guattari Felix, Op cit, P. 213.
ix Ibdem Pp. 213, 214.
Bibliografía
Antonin Artaud, Para terminar con el Juicio de Dios, . Ed. El cuenco de plata, Mexico 2013.
Deluze Guilles, Guattari Felix, Mil Mesetas, Editorial Pre-textos, Valencia-España, 2020.
Virgina Cano, Nietzche. La revuelta filósofica, Editorial Galerna, Buenos Aires, Argentina 2015.
Araceli Teixidó, El analista como causa de deseo: donde el saber da la vuelta, NODVS Publicats, consultado en: https://www.scb-icf.net/nodus/contingut/article.php?art=687&rev=74&pub=1
Entrevista de Joaquín Soler Serrano con Jorge Luis Borges, RTE programa A fondo, 1980, consultado en: https://bloc.com.ar/historica-entrevista-a-borges/ 20 de junio 2024.
Actualmente estudia el programa de doctorado en el Colegio de Saberes.