Escritura desde el vértigo

Carlos Fabián Gómez Navarrete

En El creador literario y el fantaseo Freud reúne algunos elementos sobre la creatividad poética, en particular a propósito del material a disposición del artista para inventar sus historias. La literatura resulta ser un tema propicio para establecer los nexos entre el arte y las fantasías infantiles. Habría que considerar, en la escritura, un componente pulsional relacionado con el fantaseo, cuya persistencia se delata tanto por la espontaneidad singular de la obra como por la repetición de los motivos temáticos en gran cantidad de ellas. El fantaseo es una actividad frecuente para el adulto relacionada con el juego en la infancia, el primero tiene lugar cuando se ha logrado resignar el apuntalamiento en objetos reales. Juego, fantasía y escritura comparten entre sí la función de recrear escenarios alternos, como si respondiera a una necesidad que, sin importar la edad del individuo, lo acompaña a lo largo de su existencia. Cuando niño, para recrear el mundo en el juego de una manera más placentera; cuando adulto, en la fabricación íntima de escenarios donde, a diferencia de la realidad, el yo es capaz de modificar el mundo para conquistarse la satisfacción de las apetencias eróticas. El caso del poeta no deja de asombrar a Freud, quien intenta descifrar en su actividad creadora el misterio del paso del fantaseo a la escritura.[i]

A diferencia de los niños, quienes disponen del juego para poner sus deseos en acción, los adultos se avergüenzan de su actividad fantaseadora porque se supone que han debido fabricarse los recursos necesarios para aceptar la realidad con seriedad, aun cuando ésta se constituye como una carga pesada, difícil de sobrellevar.[ii] Por tanto, solo desde la perspectiva del adulto podría restarse importancia al juego y, aún más, la carga pesada con la cual hay que cargar cumplida cierta edad cronológica no es la adultez en sí, sino el concepto que hemos construido de ella. Pareciera que volverse adulto consiste simplemente en aceptar con resignación las insatisfacciones que la realidad impone. ¿Cómo podemos volver a formular la adultez sin reducirla a la seriedad del deber ser y la vergüenza de desear en secreto? Afortunadamente, el adulto cuenta con el humor para sobrellevar mejor las exigencias de la madurez, en tanto éste le aporta una ganancia de placer semejante a la del niño que juega.[iii]

En un texto posterior, Freud se centra en el humor y destaca la intervención del superyó para que éste se produzca. Habitualmente consideramos el superyó como la voz que exige, de manera sádica, el sometimiento al imperativo categórico. Sin embargo, en el caso del humor, el adulto se encuentra frente a una situación que le resulta adversa y recibe consuelo del superyó. Éste trata al yo del adulto como a un niño, y entonces aquél que se comporta de manera humorística, es como si exclamara: “Véanlo, ese es el mundo que parece tan peligroso. ¡Un juego de niños, bueno nada más que para bromear sobre él!”[iv] Freud distingue el chiste y lo cómico del humor en tanto éste, además de facilitar el ahorro de sentimientos displacenteros, no se resigna. No sólo sitúa al yo como triunfante ante la adversidad, sino que consigue el triunfo del principio de placer frente a las circunstancias reales.[v] Este particular lugar del humor como restaurador del principio de placer, entre lo patético y lo grandioso, forma parte de una serie de métodos dispuestos por el ser humano para evitar el sufrimiento. Entre los elementos de dicha serie se encuentran la neurosis, el delirio, la embriaguez, el abandono de sí y el éxtasis.[vi]

Humor y novela

El humor como recurso del adulto para sobrellevar la existencia guarda una relación íntima con la experiencia literaria, si la consideramos como la implicación que pueda tener alguien, ya sea lector o escritor, con un texto. Joan-Carles Mélich explora precisamente la relación entre el humor y la novela. Afirma que ésta no es solamente un género literario, sino “una forma prosaica de existir”.[vii] Entreteje un diálogo entre Nietzsche, Heidegger y Kundera para contraponer a la metafísica un modo de ser narrativo, existencial.[viii] Contrario a la búsqueda de esencias universales e inmutables, los novelistas construyen un mapa de la existencia, desde donde se puede explorar las posibilidades de la vida sin tener que apelar a un ideal para valorarlas. Los personajes de las novelas, como pueden ser Emma Bovary, Gregor Samsa, Raskolnikov o Anna Karenina, son seres cotidianos y triviales, cuya vida transcurre normalmente aun cuando les ocurre algo extraordinario. Todos ellos son contingentes, no se les puede atribuir una condición intrínseca que no sea mediada por el juego de relaciones implicadas en el relato como su historia.[ix] Mélich establece una relación entre la prosa y el humor, sobre todo para señalar éste como un recurso ante una metafísica que busca la totalidad. Mientras la metafísica ordena una moral que sustrae al sujeto de su contexto, que indica juzgar antes de comprender, la novela relativiza los imperativos morales y los trivializa introduciendo múltiples perspectivas mundanas. El humor no es contrario a tomarse las cosas en serio, sino que “surge en el momento en el que se descubre el mundo en toda su ambigüedad, en el momento en el que las cosas pierden su significado trascendente y aparece la prosa en toda su belleza y en todo su vértigo.[x]” Los personajes y problemáticas que destaca Mélich son susceptibles de relacionarse con la adultez, pues se insertan en existencias donde, entre el aburrimiento, la repetición y la mediocridad nos encontramos con preguntas  sobre cómo vivir y la seguridad de que tendremos que vivir muchas veces atravesados por la dolorosa incertidumbre resultante de la falta de respuestas definitivas.[xi] De este modo, interrogar la condición adulta con humor puede resultar en lo que Mélich describe como “habitar el mundo prosaico”: vivir en el vértigo, “en la atracción y en la repulsión del abismo al mismo tiempo”.[xii]

Si consideramos al poeta como un adulto que ha logrado, mediante sus dotes artísticas, obtener una satisfacción vinculada a lo infantil, quizá el nexo entre legos y poetas que buscaba Freud sea precisamente el humor. Señala que los poetas encuentran un modo de perpetuar el fantaseo infantil en la creación artística. La secuencia que establece entre juego, fantaseo y escritura, se sostiene en la observación de la imposibilidad que encontramos para renunciar al placer una vez experimentado.[xiii] Bajo esta perspectiva, la creación poética es paralela al fantaseo diurno:

“(…) una intensa vivencia actual despierta en el poeta el recuerdo de una anterior, las más de las veces una perteneciente a su niñez, desde la cual arranca entonces el deseo que se procura su cumplimiento en la creación poética; y en esta última se pueden discernir elementos tanto de la ocasión fresca como del recuerdo antiguo” (Freud, 2007: 133).[xiv]

Así es como Freud considera que el poeta se procura una satisfacción pulsional, aunque resta considerar la disposición particular del poeta para conseguirlo; qué es lo que posibilita al poeta escribir en vez de fantasear. Si entonces consideramos el caso donde la actitud humorística se manifieste en la escritura, la satisfacción pulsional vendría de la modificación en la relación entre el yo y el superyó descrita anteriormente, donde el yo se coloca en el lugar de un niño. La creatividad poética serviría, por tanto, a un cumplimiento de deseo y al mismo tiempo puede ser un recurso para evitar el sufrimiento, dependiendo si se la observa desde el punto de vista del recuerdo antiguo o desde aquél vinculado a la ocasión fresca. Mediante el humor, el escritor se identifica como niño y se encuentra en disposición de recrear sus fantasías.

Entonces la actitud humorística, en el tiempo presente, habilita al poeta para escribir en vez de fantasear. La escritura no puede ser solamente una continuación de la fantasía infantil a manera de desplazamiento, habría que sostener la conjetura sobre el caso donde escribir podría convertirse en una actividad susceptible de sustituir la fantasía en la economía libidinal, si no cabalmente, al menos de un modo que posibilitaría al adulto neurótico tramitar sus complejos como alternativa al fantaseo. Considerarla como una sustitución implicaría resaltar su heterogeneidad; hay un imposible en el franqueamiento del paso a la escritura referente a la satisfacción y su inevitable búsqueda. Entonces el poeta, ahora degradado a “adulto neurótico”, sería aquel que escribe para la satisfacción de sus deseos infantiles y al mismo tiempo sabe sobre el fracaso anunciado de su empresa, aunque este conocimiento no le impide, precisamente, escribir. Escribir, pues, retomando las palabras de Mélich, desde el vértigo.

Novela como objeto transicional

Un modo de pensar la diferencia entre escritura y fantaseo es mediante el uso del concepto de espacio transicional. Winnicott propone un parámetro singular para determinar la pertinencia del análisis, así como sus efectos. Frente a la tradicional dicotomía enfermedad/salud, tan inadecuada cuando se trata del psiquismo, pues adjetivar la subjetividad de ese modo conduce inevitablemente a un intento de enderezarla, cuyo trasfondo sitúa la felicidad como ideal a perseguir, el psicoanalista británico otorga mayor importancia a la capacidad del individuo por atribuir valor a su vida y considerarla digna de ser vivida. El desarrollo de dicha capacidad dependería de las circunstancias ambientales de la primera infancia,[xv] aunque al considerar su obra podría afirmarse que en el análisis pueden tener lugar ciertas experiencias que lo promueven. Estas experiencias quedan englobadas en su noción de juego, la cual no es exclusiva de los niños, en tanto se refiere no tanto a los límites temporales y espaciales del juego como creación como a un impulso creador que los trasciende. Winnicott, en este sentido, encuentra un paralelismo entre el juego infantil y la creación artística, así como en el acto mismo de vivir de manera creativa.[xvi]

Esta noción de juego se centra en el fenómeno transicional, donde un objeto del mundo exterior simboliza un objeto parcial,[xvii] pero no es dicho objeto. Entonces, se inaugura un espacio de ficción conforme se le contrasta con la realidad. En otras palabras, en tanto el sujeto sabe que lo que se simboliza no es lo simbolizado, puede jugar; inventar. Aquí conviene establecer la distinción entre fantaseo y juego. El primero obstaculiza la acción, la creatividad y el soñar.[xviii] O quizá sea más acertado afirmar que el fantaseo sustituye la acción. En contraste, el juego tiene un lugar y un tiempo: “Para dominar lo que está afuera es preciso hacer cosas, no solo pensar o desear, y hacer cosas lleva tiempo. Jugar es hacer”.[xix]

Al seguir esta diferenciación, puede considerarse que jugar consiste en un modo de construir la realidad de manera activa. Por ello, Winnicott lo considera tan relevante, pues es la actividad donde, tanto un niño como un adulto, pueden implicarse de manera subjetiva, “usar toda su personalidad”,[xx] para descubrir su persona, es decir; reconocerse creadores. En su observación de los niños, anima al analista a considerar cómo el juego se reviste con las cualidades de una intensa realidad donde el momento más importante es cuando se sorprenden de lo que aparece en él.[xxi] Esto es lo que significa reconocerse creador: el sujeto se reconoce en el surgimiento de lo inédito hasta entonces; el sujeto aparece ahí donde se alcanzan los confines del yo y, desde la producción lúdica, una otredad íntima destella con el ritmo de una singularidad radical. Como el escritor que, una vez concluido el texto, lo relee extrañado, dubitativo sobre su autoría.

Estas ideas, Winnicott las desarrolla sobre la base de un espacio potencial, que no es ni interior del individuo, ni externo a él. Este espacio se crea a partir de la relación con el objeto transicional y el proceso al cual sirve, descrito anteriormente. En el caso del bebé y su madre, la confianza es el elemento afectivo que posibilita este proceso.[xxii] Pero también establece un paralelismo para la vida adulta: la relación del individuo con la cultura. Para él, la cultura es un acervo de la tradición heredada, un lugar dónde poner lo que se encuentra conforme las experiencias de la vida.[xxiii] El espacio transicional, en la vida adulta, es un escenario dónde resolver las dificultades respecto a la relación con la cultura, donde el sujeto se encuentra entre la herencia de la tradición y la búsqueda de originalidad.[xxiv] Si establecemos un paralelismo entre el espacio transicional y la novela tal como la propone Melich, se facilita comprender cómo la experiencia, tanto del autor como del lector consiste en un fenómeno donde se hace posible construir la realidad de manera activa o de implicarse en sus modos de existir de manera creativa.

Si consideramos la novela como espacio transicional, entonces leer y escribir se vuelve un juego, donde quizá retorna la fantasía infantil, pero sabemos que se trata de una ficción y aun así mirarnos en el espejo que construye. Así ocurre con Zama,[xxv] cuando don Diego se ha hospedado en una casa extraña, donde se encuentra asilado de los dueños y la servidumbre. Sabe que el dueño de la casa tiene una hija y va a espiar. Desde su lugar de observador, encuentra una mujer entrada en años con una peineta que sujeta su cabello. Del otro lado de la casa, puede observar una joven hermosa cuyos bucles la distinguen de la otra. Más adelante, después de haber sido espectador de un horrible suceso, duerme exhausto en su habitación. Entonces sueña que lo acaricia una mano de mujer. Despierta y sabe que es ella. Aunque temeroso de una decepción, decide encender el candil para mirarle el rostro. Se desmaya y al despertar susurra: “no es…” Ella responde “soy” y adivina la causa de su malestar: ella debería ser otra, más joven, con bucles. Después el relato continúa:

-Ah, si un hombre quiere… se puede ser la una y ser la otra. Él consigue ver a una mujer como es y como la desea.
¿Eso había hecho yo en los días anteriores? Recelaba de que me lo dijera. Recelaba de eso y de algo más. Y ella, continuando su pensamiento, dijo:
-Pero sólo si él ama a esa mujer. Porque si se aferra únicamente a la que ya no es, ama una fantasía peligrosa. De ella vendrían, un día, para él, la destemplanza, la desazón, tal vez, el horror.” (Di Benedetto, 2022: 217).[xxvi]

La atmósfera onírica del relato hace que las palabras de la mujer alcancen al lector presentándole las ambigüedades del deseo. Zama no sabe si la otra mujer, con quien quería encontrarse, realmente existe, él la inventó en su interlocutora o la están inventando juntos mientras sostienen esa conversación. El lector tampoco sabe hasta dónde ha llegado su fantasía en la invención de la historia leída. De este modo, los alcances del texto escrito alcanzan al lector, quien se encuentra bajo la misma confusión que el personaje: se experimenta en la ficción y accede a otra reflexión.

La vida frente al espejo de la ficción

Virginia Woolf escribe: “Si cerramos los ojos y pensamos en la novela en conjunto, se nos aparece como una visión de la vida en un espejo, aunque, naturalmente, con innumerables simplificaciones y deformaciones”.[xxvii] Entonces resulta que la ficción literaria propone un reflejo de la vida, pero la imagen de que devuelve sobre ésta no es idéntica. El encuentro con dicho esbozo ficcional suscita en los lectores “una serie de emociones antagónicas y opuestas”, en tanto “la vida entra en conflicto con algo que no es la vida”.[xxviii] Las deformaciones proporcionadas por el genio de los poetas no siguen un rumbo aleatorio, sino que producen un estado afectivo particular, caracterizado por la excitación que acompaña el exclamar: “¡Pero si esto es lo que siempre he sentido, sabido y deseado!”[xxix]

Esta situación aparenta un recordar, pero delata su carácter ficcional con la enfatización de ese “siempre” que posterga el encuentro con su movimiento inicial hacia un más allá del recuerdo fáctico, trastoca la temporalidad del recuerdo y aporta el sentimiento de encontrarse con algo propio, proveniente de esa intimidad atemporal. Por cierto, por más que atribuyamos a una obra de nuestro interés el poder de conducirnos por estos senderos, para cada quien, sea lector o poeta, éstos se trazan en aras de una singularidad imprevista. Ese momento especial, donde la ficción cobra mayor realidad que la vida cotidiana, trae de vuelta algo que sabíamos sin saberlo. A partir de su hallazgo se reordena nuestra perspectiva no sólo de la novela, sino de la vida misma. El reflejo distorsionado envuelve entre sus pliegues contrahechos algo que no estaba ahí, pero que retorna “desde siempre” para actualizarse momentáneamente. Es evocado por el reordenamiento que precipita lo inédito y lo inserta en la seguridad de la presencia evanescente de la realidad que urdimos a despecho de nuestra ilusión objetiva. Entre la multiplicad de afectos que envuelven la experiencia con el texto literario sufrimos una transformación, pues es donde cabe la posibilidad de inventar. Así lo señala Didier Anzieu:

Ninguna obra literaria de valor se ha hecho sin esta pasión, más absoluta, más variada en sus niveles de regresión, más grave y más loca que la pasión superficial por el humor. Ya no es una pasión por reír. Es la pasión por inventar, con palabras, nuevos posibles, e incluso inventar, a través de ellas y únicamente de ellas, lo imposible (Anzieu, 2011: 382-383).[xxx]

El humor interviene como bisagra entre la vida y su reduplicación, hace irrumpir dicho elemento atemporal “desde siempre” que se encuentra vinculado a lo inconsciente. Es un imposible que, al insertarse en la línea temporal, modifica su linealidad misma. Recordar no es volver a una escena anterior ya constituida, el deseo la reinventa y así inventa lo imposible. Ficcionar es volver al pasado y al mismo tiempo dar lugar a lo inédito. Lo imposible que creamos con palabras es una recreación del pasado coloreada por la añoranza de lo que nunca fue. La ficción florece en este suelo incierto, y en este suelo nos apoyamos para contarnos la vida. Habitar el mundo prosaico se trata de la construcción de un escenario ficcional cuyo secreto reside en el desdoblamiento de la vida, donde tiene lugar la subversión de los límites que habitualmente nos imponemos para pensar sobre ella y, aún más, para vivirla.

A primera vista, parece difícil hacer conciliar la propuesta de encarar la existencia desde el vértigo con una ganancia de placer. Pero éste parece ser un paso infranqueable en el complejo proceso destinado a estimar la vida como digna de ser vivida. Si la ficción de la novela resulta ser un espejo desde dónde emergen reflejos inéditos, hace falta ubicar de dónde provienen. En este sentido, Liora Stavchansky mantiene la analogía freudiana entre niño-juego y poeta-creación literaria, para decir, con Agamben, que lo que ambos realizan es una profanación. El niño toma un objeto viejo y lo vuelve un juguete. Trastoca su función y con él crea un escenario donde miniaturiza lo grande de manera jocosa, humorística. Juega con lo sagrado y lo transforma en una experiencia lúdica que consiste en la construcción de una escena cuyo trasfondo es la muerte y se encuentra dispuesta para velar la ausencia de objeto.[xxxi] Stavchansky considera la relación entre el juego, lo sagrado y el ritual. Por un lado, el ritual orienta la temporalidad y eleva las cosas a lo sagrado, mientras que en el juego se profana lo sagrado y se hace de la sincronía del ritual una diacronía.[xxxii] Esta manera de pensar el juego puede relacionarse con lo dicho por Lacan a propósito de la Cosa freudiana.

Música y sublimación

En su seminario sobre La ética del psicoanálisis, Lacan aborda el tema de la sublimación, la escritura y su dimensión social. En determinados contextos históricos se determinan códigos morales donde un objeto puede ser promovido al lugar de la Cosa, como en el caso del amor cortés.[xxxiii] La relación de objeto se articula por el significante y el sujeto se interesa por el objeto en la medida en que puede ser su propia imagen, pero ese objeto no es la Cosa, sino que ella está en el núcleo libidinal.[xxxiv] Es decir, se trata de un real inaprensible por medio de lo imaginario o lo simbólico. Uno de los puntos fundamentales de la teoría de Winnicott sobre el objeto transicional es que dicho objeto no es la madre y saberlo implica para el niño la inauguración del espacio transicional. Podemos considerar ese “no es” de Winnicott como un punto intermedio entre Lacan y Klein, en tanto éste critica la teoría kleiniana cuando afirma que el objeto primordial, relacionado con la fantasía, es el cuerpo mítico de la madre.[xxxv] Lacan se da a la tarea de despejar el cúmulo de fantasías que se ordenan alrededor de la Cosa en la teoría psicoanalítica para situar dicho núcleo libidinal en su relación con el deseo. Esto le permite quebrantar una perspectiva kantiana del psicoanálisis donde el deseo confluye con el bien del sujeto.[xxxvi] Algún tiempo antes, Lacan homologa la Cosa con el deseo. Señala que el deseo ha sido presentado como una experiencia original y opuesta al principio de realidad. Se trata de una búsqueda ciega, de tormento y contradicción. Con esto Lacan traza una distinción entre la teoría freudiana del principio de placer y la tradición filosófica que se ocuparía del tema, en tanto para Freud no es un error del hombre la caída en esta contradicción, una desviación en su camino hacia su propio bien, sino su condición estructural. El deseo se desarrolla en un discurso insensato diacrónico, pero a nivel sincrónico su función es la inscripción del sujeto.[xxxvii] Si bien para Winnicott el sujeto aparece cuando quien juega es sorprendido por su propia creación, por medio de la distinción entre el objeto parcial representado y lo que no es, la indicación de Stavchansky, donde el juego es representación en torno a la ausencia del objeto, puede leerse como la ausencia de objeto que pueda representar la Cosa. De este modo el sujeto, en el juego, por mediación del humor, hace del horror de lo irrepresentable algo lúdico. Lacan explora el contexto del amor cortés para señalar cómo, con la filosofía y la religión, la Cosa, esencialmente velada, padece del significante. El pensamiento y la moral se disponen para evitar, en la medida de lo posible, lo real de la Cosa que, por tanto, queda identificada al mal.[xxxviii] Jugar es hacer con el significante, actividad dispuesta en los linderos de lo real, donde la profanación consiste en hacer padecer del significante a la Cosa. Si es una actividad donde, en las palabras de Anzieu, el humor interviene para inventar lo imposible, podemos relacionarlo con lo que Lacan dice de la sublimación: “un objeto puede cumplir esa función que le permite no evitar la Cosa como significante, sino representarla, en tanto que ese objeto es creado”.[xxxix] El sujeto es en el desgarro del acto creativo.

El abordaje de Nietzsche sobre el arte en El nacimiento de la tragedia es susceptible de relacionarse con lo elaborado por Lacan, en la medida en que también constituye un modo de interrogar la moral y desemboca en una subversión de la misma. Además, propone también la presencia de un espejo en la creación poética. Nietzsche considera el espanto como el origen de la religión griega. Este pueblo, con su sensibilidad exacerbada para el sufrimiento, habría tenido que inventar a los dioses del Olimpo para poder vivir. El arte se pone al servicio de soportar la existencia y enaltecer la vida. Alude a una antigua saga, donde el rey Midas atrapa al sileno acompañante de Dionisos. Le pregunta qué es lo mejor y lo más preferible para el hombre y éste le responde: “lo mejor de todo es no haber nacido nunca y lo segundo mejor es morir pronto”. El Olimpo y sus dioses tienen la función de un espejo transfigurador de este mensaje, para los griegos lo peor habría sido morir pronto y lo segundo peor tener que morir alguna vez.[xl] Todo lo existente se vuelve divino, sin importar que sea bueno o malo.  Se trata de una perspectiva sobre la vida que no busca ignorar lo real y, si se propone velarlo, la belleza con la cual lo reviste conserva las trazas del horror. Dicho de otro modo, la concepción de la belleza como apolínea supone la participación de lo dionisiaco.

Podríamos considerar la relación que guarda el texto de Nietzsche con el humor. La creación de los dioses olímpicos es para soportar el dolor de la existencia; la misma finalidad que el humor. Si ahora traemos nuevamente a colación la lista que elabora Freud sobre los recursos del ser humano para evitar el sufrimiento, nos encontramos con que embriaguez, abandono de sí y éxtasis, no son para nada ajenos a la experiencia dionisiaca. Nietzsche se propone deconstruir por la vía del arte los fundamentos de la epistemología tradicional. Frente al concepto de verdad habría solamente interpretaciones; apariencia, “pero el concepto de apariencia depende a su vez de aquello que es lo verdaderamente importante para Nietzsche, es decir, la vida”.[xli] De acuerdo con Guervós, Nietzsche elabora una estética donde la apariencia, apolínea, surge de la estructura misma de la vida dionisíaca. Existe una relación complementaria entre ambas, por ello el arte resulta ser aquello que hace soportable la existencia. Si el arte se reduce a deleitarse en las formas bellas, entonces se trata sobre cómo representa y no lo representado. De esta manera, lo bello puede convivir coexistir con “ese fondo horrible y repulsivo de la existencia”.[xlii] El platonismo invertido supone alejarse del ente verdadero y vivir en la apariencia. Para Nietzsche, el verdadero conocimiento es una mentira poética. Ya no hay verdad, sino apariencias; y el arte, donde se puede incluir la ciencia, la religión y la filosofía, es la forma suprema de embellecerlas. Entonces la metafísica deja de ser contemplación de la verdad para transformarse en creación de ficciones[xliii] con la consciencia de estar creando una ilusión. De este modo, enmascarar el dolor universal con espléndidas imágenes deriva en una realidad trágica.[xliv] Ahora pensemos la propuesta sobre la escritura desde el vértigo y podríamos darle una connotación trágica. El humor participa de la disposición estética del sujeto a asumir una realidad trágica: la ganancia de placer que aporta el humor puede verse en la apreciación de lo bello.

Nietzsche, cuando escribe sobre lo dionisiaco, lo describe como un estado donde el artista tiene que renunciar a su subjetividad, salir de sí, para identificarse con el Uno primigenio. Se trata de un estado de alegría, dolor y contradicción. En la fiesta dionisiaca, la naturaleza solloza por su despedazamiento en individuos y la danza es su expresión simbólica corporal:[xlv] “En la suprema alegría resuena el grito de horror o el lamento anhelante por una pérdida insustituible.”[xlvi] Esta “metafísica del artista” encuentra apoyo en la interpretación que hace de la “metafísica de la voluntad” de Schopenhauer. La voluntad entendida como “cosa en sí” es una fuerza irracional que se manifiesta como voluntad de vivir.[xlvii] Para Nietzsche no habría creatividad como una manifestación de la individualidad, sino que ésta tiene lugar conforme el artista puede identificarse con el Uno primordial, es un mediador de las fuerzas elementales.[xlviii] Lacan explicita que la Cosa no ha de comprenderse como la voluntad en el sentido de Schopenhauer,[xlix] porque quiere destacar otro aspecto además de su oposición a la representación. Más bien, alude a un bien interdicto como fundamento de la moral[l] cuya prohibición remite al origen del yo. Se trata de la otredad que funda el pronunciar “yo” y el intento de colonizarla a decirle “tú”.[li] El humor necesariamente tiene lugar con el otro, ya sea cuando éste pronuncia un comentario mordaz y alcanza a quien lo escucha, o cuando quien escribe inventa un personaje y acentúa de manera humorística su manera de ser. En este caso, el efecto del humor alcanza tanto a quien lee como a quien escribe.[lii] La narración configura voces narrativas, personajes y situaciones a la manera de un juego que interpelan a quien entra en contacto con ella.

Sería respecto a dicha metafísica del artista donde habría que trazar una diferencia entre Lacan y Nietzsche, pues el primero podría oponerle al segundo el mismo argumento que destinó a Melanie Klein; que el Uno primordial sería una manera mítica de representar la Cosa. De cualquier manera, ello no implica retirar el interés sobre la propuesta nietzscheana, sino problematizarla para hacer surgir de ella el componente pulsional del humor que seguimos buscando. Cuando Nietzsche dice que la naturaleza solloza por su repartición en seres múltiples y es una pérdida irreparable, su lugar perdura un tanto ambiguo. Podría ser que la naturaleza haya tenido un estado originario como unidad y luego se desgarrara o la naturaleza nace del desgarro mismo y es añoranza de una unidad desde siempre perdida. La primera remite a una idealización de un estadio primigenio natural enlazada con la tradición romántica, mientras que esta última es susceptible de relacionarse con lo que Lacan señala en el mismo seminario cuando vincula a Freud con Heidegger:

Es precisamente en ese campo (el de la Cosa) donde debe situarse lo que Freud nos presenta por otro lado como debiendo responder al hallazgo como tal, como debiendo ser el objeto wiedergefundene, reencontrado. Tal es para Freud la definición fundamental del objeto en su función directriz, cuya paradoja ya les mostré, pues ese objeto, él no nos dice que haya sido realmente perdido. El objeto es por su naturaleza, un objeto reencontrado. Que haya sido perdido es su consecuencia -pero retroactivamente. Y entonces, es rehallado sin que sepamos que ha sido perdido más que por estos nuevos hallazgos”. (Lacan, 2003: 147).[liii]

Música y excedente

El artista dionisiaco se identifica con el Uno primigenio y entonces reproduce su imagen. Este redoble de la naturaleza es la música, un “reflejo conceptual” sin imagen. Después, bajo la influencia apolínea, la música deviene “imagen onírica simbólica” asociada al placer.[liv] La identificación como reflejo conceptual sin imagen es una aproximación a lo real de la Cosa: el Uno primigenio sería la Cosa y su reflejo imposible. Pero resulta que el Uno primigenio no antecede al artista, es un objeto reencontrado mediante su identificación con él. El artista lo reencuentra en aquello que inventa. La música emerge desde el sonido sordo y el humor hace entrar en crisis el sentido de la muerte. Aquí reside el secreto del espejo transfigurador de los griegos: con ella confronta a quien se mira en él. Ahí se encuentra el umbral último desde donde se desdobla la vida y nace la belleza. Recordemos que, como por azares del destino, el ejemplo ofrecido por Freud sobre alguien que bromea de su situación adversa, es precisamente quien afronta su destino de ser ejecutado.[lv] El humor participa en la escena como espejo transfigurador: el sentenciado se mira en él, reflexiona, se burla de sí mismo, se consuela y sigue, para vivir el poco tiempo que le queda. Es una intervención respecto a uno mismo, soportar la existencia implica soportarse existiendo, deseante.

Si no hay objeto que pueda representar la Cosa, la escritura delimita su lugar conforme la elaboración del texto. Lo simbólico no puede abracarlo todo, hay un resto de real que constituye la Cosa como núcleo de libido inaccesible, inagotable. Si relacionamos este resto con la noción de gasto de Georges Bataille y lo llamamos excedente, entonces resulta necesaria su pérdida sin beneficio.[lvi] De este modo, la escritura deviene lujo: la dilapidación de libido de maneras cada vez más complejas, sin mayor objeto que el gasto mismo.[lvii] O, para decirlo con Nietzsche, la escritura participa de la estetización de la vida. Recuperemos otra vez la lista de Freud. Restan delirio y neurosis como opciones para evitar el sufrimiento. Si bien una y otra conllevan narrativas, ya sea por medio del fantasma o por la persecución, la escritura desde el vértigo o como lujo nos vacuna contra la locura total y rechaza el sufrimiento liso y llano de la conformidad neurótica por su falta de belleza. Quizá hace de esa diferencia su lugar en la economía libidinal en su apuesta por hacer algo con el excedente.


Referencias

[i] Freud, Sigmund, El creador literario y el fantaseo. Obras completas, IX, Amorrortu, 2007.

[ii] Ibidem, p. 129.

[iii] Ibidem, p. 128.

[iv] Freud, Sigmund, El humor. Obras completas, XXI, Amorrortu, 2009, p. 162.

[v] Ibidem, p. 159.

[vi] Ibidem, p. 159.

[vii] Mélich, Joan-Carles, La religión del ateo, Fragmenta Editorial, 2019, p. 49.

[viii] Ibidem, p. 35.

[ix] Ibidem, p. 51.

[x] Ibidem, p. 59.

[xi] Ibidem, p. 50-54.

[xii] Ibidem, p. 62.

[xiii] Freud, El creador literario y el fantaseo, p. 128.

[xiv] Ibidem, p. 133.

[xv] Winnicott, D.W., Realidad y juego, Gedisa, 2006, p. 94-100.

[xvi] Ibidem, p. 98.

[xvii] Ibidem, p. 22.

[xviii] Ibidem, p. 53.

[xix] Ibidem, p. 64.

[xx] Ibidem, p. 80.

[xxi] Ibidem, p. 75-76.

[xxii] Ibidem, p. 135.

[xxiii] Ibidem, p. 133.

[xxiv] Ibidem, p. 134.

[xxv] Di Benedetto, Antonio, Zama, Adriana Hidalgo, 2017, p. 214-220.

[xxvi] Ibidem, p. 217.

[xxvii] Woolf, Virginia, Una habitación propia, Austral, 2021, p.98.

[xxviii] Ibidem, p. 99.

[xxix] Ibidem, p. 100.

[xxx] Anzieu, Didier, El cuerpo de la obra. Ensayos psicoanalíticos sobre el trabajo creador, Siglo XXI, 2011, p. 382-383.

[xxxi] Stavchansky, Liora y Untoglich, Gisela, Infancias. Entre espectros y trastornos, Paradiso Editores, 2017, p. 154-165.

[xxxii] Ibidem, p. 164.

[xxxiii] Lacan, Jacques, El seminario VII. La ética del psicoanálisis, Paidós, 2003, p. 139.

[xxxiv] Ibidem, p. 138.

[xxxv] Ibidem, p. 131.

[xxxvi] Ibidem, p. 134.

[xxxvii] Lacan, Jacques, El seminario VI. El deseo y su interpretación. Centro de Investigaciones y Estudios Psicoanalíticos, Lacan textual v. 3.2. Inédito, p. 244-245.

[xxxviii] Lacan, El seminario VII. La ética del psicoanálisis, p.154.

[xxxix] Ibidem, pp. 148.

[xl] Nietzsche, Friedrich, El nacimiento de la tragedia o helenismo y pesimismo, Valdemar, 2012, p. 69.

[xli] De Santiago Guervós, Luis E, Arte y poder. Aproximación a la estética de Nietzsche, Trotta, 2004, p. 191.

[xlii] Ibidem, p. 191.

[xliii] Ibidem, p. 193.

[xliv] Ibidem, p. 197.

[xlv] Ibidem, p. 65-66.

[xlvi] Ibidem, p. 65.

[xlvii] De Santiago Guervós, p. 203.

[xlviii] Ibidem, p. 218.

[xlix] Lacan, op.cit., p.138.

[l] Ibidem, p. 88.

[li] Ibidem, p. 72.

[lii] Freud, El humor, p. 157.

[liii] Lacan, op. cit., p. 147.

[liv] Nietzsche, op.cit., p.78.

[lv] Freud, op. cit., 157.

[lvi] Bataille, Georges, La parte maldita y apuntes inéditos, La Cuarenta, 2007, p. 34

[lvii] Ibidem, p. 48


Bibliografía

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Carlos Fabián Gómez Navarrete

Es licenciado en Psicología (UDLA CDMX) y en Lengua y literaturas hispánicas (UNAM). Cursó la formación en psicoanálisis (CEPSIMAC) y es maestro y doctorante en Saberes sobre subjetividad y violencia (Colegio de Saberes). Miembro de la red de salud mental Reanudar y docente en Dimensión Psicoanalítica, se dedica a la práctica del psicoanálisis particular y en el Hospital Psiquiátrico Infantil. Entre sus temas de interés destacan: ficción, erotismo, locura y música.