El regreso de la acedia

Ensayo-crónica

Pablo Valentín

para-normal

Coincidimos. En un signo. En un gesto apenas delineado en el contagio de aquellos que fuimos tocados por el diablo.

Antes de su firma en el contrato, Mike Mignola previó que su obra, aunque terminada, carecía de eso que les diera identidad a ambos para sobresalir en aquel alfabeto de colores: el mundo de los cómics. Nada había en las viñetas que animara al pedazo de papel, que hiciera del dibujo un personaje capaz de trascender la línea y colocarse en la imaginación de quienes están al otro lado de la hoja. Mignola comprendió que para avivar a la creatura, necesitaba un sacrificio personal. De sangre. No le quedó de otra que vestir a la caricatura con el abrigo de su padre.

Sin embargo, cómo encontrarnos en el otro, re-conocernos en la fantasía, sin correr el riesgo de averiguar lo poco que existimos en la realidad.

Hellboy. Acaso el más subterráneo de los detectives paranormales (a pesar de la fama), representa en su figura los ideales de una cofradía dedicada a resguardar el valor de la nostalgia. Esa sensación de haber dejado de ser el mismo aunque la carne y la costumbre delaten lo contario.

Recuerdo al sujeto del puesto de revistas. Siempre creí que era de su agrado por ser el único infeliz que le compraba los cómics de Hellboy. Pude constatarlo el día que se murió (o, para ser preciso, el día que me enteré de su deceso), pues el nuevo cancerbero aseguró que no los trabajaba porque nadie los quería. Durante meses, el tipo siguió vivo para mí, sin embargo, tenía ya dos semanas sumergido en la ciudad de los espectros. Coincidió con que los sesos de Mignola al fin se habían decidido a asesinar a la creatura; no para liquidar al personaje sino para enviarlo a la peor de sus tareas. Como Dante y Fausto, al Rojo lo bajaron al averno, y aunque para muchos seguidores aquello no era más que un regreso a casa, para mí era la esperanza de encontrarme al “Trasgo” (el del puesto de revistas) entre las páginas de In hell.

Si bien es cierto, que la melancolía de su muerte me preocupaba más que la supervivencia precaria y noble del periodiquero, la saga que lo descendió a un infierno devastado por su mano era el argumento necesario. Mike Mignola nunca ha sido un padre comprensivo, y cuando se trata de Hellboy nunca ha escatimado el sufrimiento, porque sabe que el mejor de sus muchachos será capaz de superarlo. Por lo tanto, viéndolo transitar en el vacío, en ese afán de combatir el mal para librarse de sí mismo, había que convivir su soledad; pues mientras andaba en busca de otra esquina para surtirme de cuentitos, descubrí que en verdad quería encontrarme con mi amigo. Quien, a pesar de saquearme los bolsillos con los números pasados, siempre tuvo la fidelidad de nunca abandonarnos. Por ello, y aunque las páginas de In hell han sido crueles con un Hellboy demacrado por la ausencia de nuevos enemigos, reencontrarlo con aquellos que ganaron su justicia, me ha dado esa alegría que uno halla al topar una portada repetida o la foto de alguien conocido. Al fondo de la mía se notaba el localito y, fiel a su costumbre de andar en las esquinas, el “Trasgo” saliéndose de cuadro. En ese momento recordé la primera vez que me vendió un #1, me dijo -no cualquiera lo va a tener- y decía la verdad, pues el uno de mi saga es el único que termina con la viñeta de un puesto de revistas.

Desde su primera aparición, el demonio rojo dejó clara su identidad, que ni el cine, a diferencia de otros personajes de historieta, mutaría. Al lado de su abrigo café y eficaz para enfrentarse a todo tipo de problemas, la primera serie de cuatro números Seed of Destruction, injertó en la herida el cáncer que definiría a Hellboy como el único de los superhéroes que está en busca de su identidad. Luego de una breve introducción sobre su origen ambiguo, la trama se dibuja con la muerte del Profesor Broom, quien, a lo largo del trayecto del mejor investigador de anomalías, nos deja ver lo qué significa la falta de papá: el árido camino de la madurez. Impedido para disfrazarse de algo más que hombre, las facciones del demonio de Mignola evidencian que somos lo que hacemos.

Lo verifica la leyenda: Mike Mignola recuerda que su padre volvía de construir armarios, enfundado en esa piel que encargaba en el perchero, sólo para narrar los horrores de la cotidianidad como si acabara de sobrevivir a un apocalipsis. No es de sorprender que en el hijo de alguien que construía la ideal guarida para el monstruo, imperara la memoria en los trazos de su arte. Melancólico y feliz, Mignola le dio a la literatura de dibujos un patio nuevo para que convivan los fantasmas.

A los cómics llegamos a destiempo.

Recordar implica reinterpretar, alterar el pasado. Mientras la continuidad es aliada de un sinfín de personajes, el universo de Hellboy perdura en el olvido; carece de memoria, como un buen narrador a quien no le interesa la veracidad sino el poder de la mentira. Y, aunque no pocos personajes pelean su identidad (Wolverine, Hope Summers, Hyperion, etcétera), el Rojo es de esos que prefieren escribir sus propias líneas, rebelarse contra el tipo del lápiz y el papel. De esos que buscan la pequeña variación que se arraiga en el alma de los niños, que repiten en sus juegos lo que ven en las películas. El contagio es inminente. Eso que deja al escritor emancipado y lo convierte en relator.

Vivimos el momento.

Así como Mike Mignola ocupó la prosa de Wellman para hacer de Hellboy un vagabundo, Guillermo del Toro usó la actualidad del celuloide para llevar al niño del infierno a la 3ª dimensión y contribuir al sueño de ese otro buen parafrasista: el yo plural. Inspirándose en la figura de John el bardo (el detective de Wellman), retomó al trotamundos que transita por la vida enfrentando amenazas paranormales a cambio de refugio, comida y una historia que contar al final del día, nuevo sagnamen, poeta luchador.

Parece increíble, pero una de mis sonrisas más sinceras la tuve con un cómic de horror.

Lamentablemente era muy chico cuando a mi padre le nació el gusto por las estrellas del pancracio y sólo se llevaba a mi hermano a las funciones de la Arena Coliseo. Lamentablemente cuando a los puestos de revistas llegó Hellboy in Mexico, a papá ya no le interesaba ver a los tipos de mallas en el encordado. Por lo que me conformé con preguntarle a mi carnal si alguna vez había visto al Diablo; (aunque ya supiera que fue alrededor de los años 50, cuando aquél anduvo enfrentándose a la Momia Azteca y los científicos locos de nuestra serie B), aunque ya supiera que para mi hermano aquello sólo fue una ocasión para llenarse de dulces la barriga. Pues quien vivía las odiseas a distancia, el que se adueñaba de los cuentos ajenos, era yo.

De alguna forma siempre me ha gustado ponerle colores al vacío. Aunque triste, la travesía del Rojo en tierras nacionales vino a mi melancolía en el momento necesario. Por aquellos años, la ciudad se cobró la vida de uno de mis primos con quien hice casi todo lo primero. Desde la cerveza al primer jalón de marihuana o la primera vez que fingí ser mayor para meterme en la alcoba de un hotel; a lado suyo era fácil soportar las mutaciones de la adolescencia sin querer otra cosa que vivir. Parecíamos inseparables. Hasta que la única noche que no estuve con él, los cables de un trolebús decapitaron a sus sueños. Seguro no fue así (lo de la única noche), pero durante mucho me lo pareció, esa cesión de caminar a oscuras en la calle aunque las luces de navidad inundaran todo de brillo, una alegría a 100 voltios que pronto iba a pasar como no lo iban a hacer la duda y el cuello derrotado que, afortunadamente, me llevaron a meter de nuevo la cabeza en el hoyo de las historietas.

Cuando Hellboy vino a México, inevitablemente tendría que aliarse con un trío de luchadores a lo “Santo”, que combatían esperpentos para darle una paliza a los clichés. Seguramente no sabía que tanto al generoso Mike como al bizarro Richard Corben se les antojaría romperle el corazón, por medio del amor filial, ese amor filial que uno le tiene a los amigos y que a veces es más denso que la sangre. Quitarle al más querido de esa tercia (la única noche que no estuvo con él, esa maldita noche que va a todas las fiestas que terminan mal), ya preludiaba la muerte de otros amigos de la saga. En esa pequeña historieta aislada, que después explorarían más a fondo, HB tuvo que vivir la misma ausencia que yo en su lado de las hojas. Y aunque no fue un final feliz, ambos aprendimos que la muerte sólo es algo que sucede.

A quién le pertenecen las ideas. Ejercer la literatura, vivir de la poiesis sin las divisiones semánticas, es un oficio que se lleva desde chico. La cepa está en el alma. Pues, a los ojos infantiles, un puñetazo propinado en la faz del enemigo es un acto tan poético como el amor o el descubrimiento de un objeto, que a partir de verlo, siempre llevaremos con nosotros. A thing of beaty is a hurt for ever. A través de las páginas de Hellboy, los más de 20 años de existencia han extendido la pandemia, su universo, esa fiebre de lector emocionado por el ansia, la voluntad de contar las cosas a su forma, de maravillarse y querer incidir en la creación. Escribir es un acto de dejarse poco a poco, hasta que esa personalidad inútil que nos significa re-presente lo que debimos ser.

Mientras, por lo común y no por eso menos eficiente, sus congéneres biplanos, Batman, Spidey, entre otros, se han enrolado en aventuras cada vez más elaboradas que los sacan de sí mismos, las epopeyas de Hellboy se contentan con cazar a sus demonios en las sombras.

A menudo me imagino niño. A las 12 de la noche. Con un caramelo anclado en el silencio de mi boca y una camisa holgada para iniciar la travesura. Acababa de robarme uno de los cigarros de papá y planeaba convertirme en hombre con el fuego de un cerrillo, de no haberse interpuesto un cartel de circo. Fui. El programa era Pinocho, pero nadie me avisó que los demonios se escondían en las páginas que Duncan Fegredo relató para una de las primeras aventuras del pequeño Hellboy, cuando su par de cuernos todavía no le incomodaban e incluso era capaz de ponerse en manos de otra gente; como un libro prestado o una chamarra que heredamos para hacerla nuestra con un botón o una colilla olvidada en los bolsillos. Cuando leí The Midnght Circus, no pude más que sentir que yo lo había dibujado.

Mignola es un reportero del pasado. De la misma forma en cómo se llegó a pensar que Hellboy fue una idea de Del Toro, no fue Mike el único encargado de tejer la cosmogonía, el espacio y los villanos, sino la unión de un par de devociones. Junto a John Byrne y la oscuridad y el auspicio de la tercera guarnición de cómics norteamericanos, la edición de su primera miniserie exhumaría a otros que habían sellado el trato. La influencia de Lovecraft, Poe, Kirby, Chaucer y un sinfín de convidados al Sabbath de las palabras, demostraría a los escépticos que la literatura se construye por su cuenta, que al escribir sólo se rinde testimonio de algo que ocurrió. No obstante y a la hora de ejercer la arqueología de lo ficcional, el autor se va enterrando, ofrendado a sus creaturas que habrán de sobrevivirlo.

No se puede cazar demonios en silencio. El pacto exige pronunciarse. Construir un relato es construir un futuro que ha pasado. Narrar como si lleváramos a flor de piel todavía los rasguños. Nominarnos. Crecimos como cuentos de hadas. Con el fátum. Tocados por eso que habita en los rincones de la casa y en la mente; con aquél que combatimos y no logramos derrotar hasta llamarlo. El que habita dentro de nosotros. El que será cuando nos hagamos en recuerdo.

La historia de Hellboy se resume en la trama de alguien que se busca a sí mismo en las caras de los otros. Fiel a la tradición heroica del Beowulf, es un monstruo que combate a sus semejantes, porque sólo entre ellos podrían aniquilarse, comprenderse, reducirse a la identidad asimilada de un yo que al final se sabe solo, pues lo dio todo por el resto. Así como Frankenstein terminó por devorar a su progenitora, somos el fantasma de nuestros hechos, Mike Mignola comprendió que su individualidad sería escindida por su bestia, que la cicatriz supuraría cada vez que la trama exigiera su pluma. Por lo tanto, era indispensable hacerse de un abrigo para taparse las heridas.

La primera educación viene de las cosas que queremos.

Recuerdo, que al inicio de esta necedad de escribir, yo sólo quería dibujar. Constantemente le agradezco su sinceridad a cierta profesora de dibujo quien me aseguró que yo era un inepto para eso, pero que no era la única manera de contar.  Y aunque las imágenes ocupan todo el día mi memoria, descubro que jamás voy a romper el vínculo con ese sueño, esa voluntad de hacer las cosas a mi forma. Unívoca, la frase por excelencia de mi héroe, se ha convertido en una válvula de alivio siempre que debo decir lo sabía, sabía que esto iba a pasar, cuando los planes se me tuercen y hay que borronear, esperando que en el próximo boceto la cara nos quede mejor. Humano a lado nuestro, Hellboy termina sus aventuras invitándonos un trago o a compartir su infalible habano pensativo. Por qué no.

Me deshago de toda devoción a mi dios, de los cabellos, lo ojos, la nariz y la lengua… Así iniciaban las brujas del oeste de Europa uno de los ritos para librarse de la estupidez. Y, si bien es cierto, que cambiar a un dios por otro es tan inútil como comer por digerir: en el inicio de negar comienza el aprender. Los personajes reclaman su existencia. Ansioso por dejar su génesis de lado, HB hizo lo posible para que la ONU lo declarara socialmente humano. Sin embargo, el bien no hace gran literatura, tampoco ocupa las primeras planas en los periódicos. Si le creemos a Quirarte, el monstruo como el superhéroe comparten el rechazo de la sociedad, ajenos a la norma y dispuestos a quebrar la rutina para ofrecernos el fugaz esplendor de la sorpresa.

Sin embargo, incluso en la aceptación de la cotidianidad, el ajeno transita a la siniestra de la acera. Está descompuesto. Lejos con las hadas. A este respecto, fue Sir Arthur Conan Doyle uno de los principales defensores del lado B de la existencia, sin que precisamente escribiera sobre ello.

Hellboy fue traído a fuerza al mundo de la gente:

No nos dicen nada, ni siquiera al informarles que podría haber un grupo de nazis infiltrados por la zona. Simplemente nos ven como si un puñado de nazis fuese la última de sus preocupaciones.

Si eso fuese cierto, no estaríamos aquí.

Bien, esto es lo que creemos saber: Hitler envió a un grupo especial a Inglaterra. Yo digo que son un comando especial, pero hay tres integrantes de la Sociedad Británica de lo Paranormal que piensa que son más que eso. Creen que estos alemanes son un escuadrón fantasma… literalmente… En su opinión vinieron a practicar algún tipo de conjuro o algo por el estilo. Invocar monstruos, revivir a los muertos… Sí, ¿cómo no?

…de quienes hablo son:

Trevor Bruttenholm (por facilidad le decimos “Broom”), un sabihondo de los fenómenos paranormales.

Y la señorita Cythia Eden-Jones… la mejor médium de Inglaterra.

Y yo, el jefe de esta unidad de lunáticos, ni siquiera sabía que existiera la palabra “paranormal” hasta hace unas semanas.

En fin, llevamos dos días apostados… y hasta ahora: nada.

…la señorita Cynthia afirma que algo ocurrirá… sólo que no sabe qué es lo que ocurrirá.

…pero le llamamos el incidente “Hellboy”. Y así lo conocemos desde entonces… Hemos tratado de revelar sus secretos, pero no hemos descubierto nada más que lo que supimos el primer día que lo vimos. Hace 35 años.

Ubicado en el contexto absurdo de las guerras de los hombres, y si bien al principio sus aventuras se centraron a combatir los espectros del fascismo, su personalidad ha evolucionado al grado de enseñarnos que el enemigo está dentro de nosotros.

Los tocados. Los idos. El otro. Diferenciarse por el lunar imperceptible de la fantasía, es uno de los ritos que mayor peligro representan para quienes tienen miedo a conocerse. Para formar parte del coven, no sólo hay que creer en el demonio, sino sentir los bordes del lunar, el quiste, la peca en el alma, que, como dice Lizalde, lejos de ensuciar a la belleza sólo la acrecienta. Iluminado como un cartel de giallo, el estilo que hizo de Hellboy una historieta de cortes neo-victorianos, nos transmite la nostalgia de ese tipo que desde su falaz 1944 ha transitado la 2ª dimensión para encajar en las sonrisas. ¿De qué otra forma podría uno subsistir cuando se sabe un alienado?

Somos los objetos que dejamos. La característica mano derecha de Hellboy, que no es más que la llave del infierno, trasciende más allá hasta ser otra de las pistas que su padre supérstite ha dejado para hilvanar su telaraña de sucesos. Como el abrigo que es el vínculo de la realidad que lo conjura, la mano derecha del apocalipsis es un recordatorio de su origen primitivo, salvaje; como la piel del hombre lobo, es la bestialidad del otro que se opone y delata su naturaleza elemental.

Los personajes en conflicto, aquellos que fueron señalados por el fátum, tienden a convertirse en el paciente cero, aunque su origen sea secundario. Ante eso ¿cuál es la relevancia de existir? Todo se provoca.

La llegada simple y sincera del demonio orilló a que su universo se expandiera. A pesar de sus más de veinte años en exhibición, Hellboy retiene la categoría underground, como uno de esos textos de los que todos hablan pero pocos han leído. Su poder radica en la leyenda.

Generar un personaje requiere sacrificio, una pasión capaz de regalarle el parásito de la emoción que se alimenta de nosotros, y evitar así que lo mejor de uno muera con su carne o sus debilidades.

What the faeries says and what the servants do. W. B. Yeats atina en afirmar que todos los artistas que han llevado hacia la vida exterior cierta porción de su vida divina (la inspiración, el espíritu, la substancia), no buscaron algo nuevo sino entender y copiar la inspiración pura de épocas anteriores. Por encima de sus oponentes, los cómics han superado incluso su onanismo, como una muestra de que la verdadera musa ha nacido con nosotros. Hellboy ha sido condecorado y humillado por el mundo que protege, sido un crío que se pierde y es asustado por fantasmas, un amigo que se sacrifica por el otro, un borracho más en la cantina, un amor perdido. Está, como nosotros, hecho de la misma materia de los sueños; sueños de niños pequeños (agregaría el capitán Haddock). Tiene ese elemento para el que la razón no es un antídoto sino un catalizador. Pues los “influenciados” se han convertido en “influyentes”. Actualmente los cómics son innovadores: el arte… copia su estilo. Las técnicas narrativas o poéticas han sido per-vertidas, para bien, para de una vez por todas darnos cuenta que estábamos enfermos de realidad.

Nos adueñamos de la cosa. Nada es verdad, todo está permitido. Las lecturas se quedan algo de nosotros. Si, de manera cómoda, creemos que identificarnos con un episodio en la ficción sólo es producto de la casualidad, eso no nos salva del desdoblamiento. De las facciones de la sombra en la que pensamos intuir una persona, un ser de la 2ª dimensión que nos persigue intentando abrirse paso en la portada, desde el piso.

In Absentia Luci Tenebrae Vincunt. Recuerdo haber tomado clases con una mujer que lleva casi un siglo de existencia, aunque ahora difícilmente pueda conectar con su sabiduría. No obstante, al principio me dejé deslumbrar por esa aura de saber que emana de las cosas viejas. Más tarde que temprano descubrí que su canosa pulcritud sólo era una ilusión. Tomaba un taller con ella, y a lo más que se aspiraba era a escribir sin otra vanidad que recibir su aprobación. Y si al principio mis textos le parecieron innovadores, originales y quién sabe que otros adjetivos mezquinos, pronto comenzó a quejarse de mi exceso de ficción. Requería, sobre todo, un compromiso mío con la sociedad y mi tiempo, o como ella lo llamó, lo esencial. No le importaba que yo fuese un muchacho citadino que creció con tiras cómicas y novelas de aventuras, capaz de conmoverse hasta las lágrimas con una película de ciencia ficción o celebrar cuando Hellboy dejó el Buró de Reserva y Defensa de lo Paranormal; esa organización que rara vez se dedica a preservar lo diferente si mejor puede aniquilarlo; de hecho, que esas cosas motivaran a mi mano le resultaba deplorable. Constantemente argumentaba que si uno tiene un descubrimiento personal y que sólo uno es capaz apreciarlo eso no valía para nada; que únicamente lo que está al alcance de todos, lo plural, era lo valioso. Anteponía las flores que crecen en el campo a las que salen del papel. No voy a negar que inicialmente busqué una causa que me hiciera entrar en sintonía, hasta que me di cuenta que bailaba al ritmo de un pandero tocado por el párkinson de mi propia estupidez. Que ante todo estaba siendo infiel a mis primeros pasos, a lo que deseo, que estaba perdiendo la identidad. Habrá sido en Wake the Devil (cuando a HB le ordenan asesinar a uno de sus mejores amigos si éste se salía de control), donde pude mirar clara la metáfora: uno no puede traicionar a sus iguales. Por supuesto: en ausencia de luz la oscuridad es imponente. Cómo iba a escribir sobre algo que no conocía o ni siquiera quería conocer, sobre algo que sólo siguiendo sus divinas enseñanzas iba a comprender. En alguna parte, un inglés escribió Where is the knowledge we have lost in information. Estas palabras siempre resuenan en mis sesos, pues si bien aprendí eso que la maestra llamaba lo esencial, jamás le faltó tanto a mis líneas, como en esos estériles esfuerzos que narré por agradar.

Cuando finalmente salí de la ceguera, Hellboy había seguido su camino y yo tenía demasiado por hacer. Pues de la casualidad a la causalidad sólo tiene que ocurrir un fenómeno común que se disloque para producir la anomalía. Algo tan fortuito como escoger la vieja gabardina en lugar del impermeable y salir un día de lluvia y no mojarnos porque somos el fantasma, la prótesis de una memoria que debíamos completar.

Varios han sido los lápices que urdieron a Hellboy como hoy lo conocemos. El chico de Mignola ha recaudado los enseres necesarios para irse del armario. Sin embargo, el Hellboy de mi mundo, el diablo rojo de mis días, es la infalible pistola cargada de amuletos para enfrentarse a las miradas, el rojo de la piel que nos divide a los que estamos listos para destacar aunque eso nos consuma; es el estornudo en el silencio que evidencia que aunque enfermos, resistimos. Que olvidar es imposible. Que nada hay tan cercano como el otro.

Cuando Mike Mignola pensaba en su demonio, quería encontrar el rostro de su padre. Al dios reinterpretado de la infancia. Armarlo de inocencia y alegría para resistir las decepciones, al fugaz, aunque constante retorno de la acedia.

¿Hacia dónde miran los demonios?

Aunque la constancia de sus aventuras le ha colocado las astas en la jeta, sólo para arrancárselas de nuevo, yo le sigo viendo un par de gafas en la frente. Pues lo siento tan humano como propio, cada vez que termina una misión y hay que sentarse a cenar la ausencia del profesor Broom, luego de luchar con uno mismo, mientras seguimos en busca de un abrigo de papel.