La transmisión traumática. ¿Quién exhala el soplo, quién habla la palabra entrecortada?

Miriam Grynberg Robinson

AL HIJO
No soy quien te engendró.
Son los muertos.
Son mi padre, su padre y sus mayores,
siento su multitud. Somos nosotros.
Y, entre nosotros, tú y los venideros
hijos que has de engendrar.
Soy esos otros,
también. La eternidad está en las cosas
del tiempo, que son formas presurosas.
Jorge Luis Borges

Este ensayo pretende reflexionar sobre lo que sucede en la subjetivización de las siguientes generaciones cuando la primera generación ha sido víctima de una traumatización extrema.

Las preguntas son:

  • ¿Qué sucede en la subjetivación cuando las generaciones anteriores no han podido hacer palabra de lo siniestro ?
  •  ¿Cuándo lo que queda es apenas un soplo, un gesto del trauma?
  • ¿Qué pasa con el hijo, inclusive con el nieto, que viven sin saberlo, como si la traumatización hubiera sido vivida por ellos?
  •  Entre las generaciones, ¿quién exhala el soplo, quien habla la palabra entrecortada?
  • ¿Es el sobreviviente (víctima o victimario), el hijo o el nieto?
  • ¿Cómo acompañar al sujeto cuando el secreto transgeneracional y la sombra del soplo se revela? Es decir, cuando lo siniestro hace su aparición.

El trabajo pretende bordear qué pasa en la relación sujeto-objeto en este tipo de transmisiones transgeneracionales. Se hará una reflexión teórica y se ejemplificará a través de un momento clínico donde el secreto invade la subjetividad, aparece lo unheimlich en transferencia a través de silencios, sensaciones, gestos y palabras entrecortadas. Además de problematizar cuando el prejuicio hace su aparición frente a lo siniestro. ¿ Es posible nombrar algo de lo terrorífico en el interjuego transferencial en donde ambos paciente-analista son invadidos por la aparición de lo íntimo, de lo inconciente?

El inconciente, en sí, es siempre trangeneracional ya que dice Lacan: echa raíces en los inconcientes de los padres; puesto que el inconciente del niño surge de dos hablanteseres. Así los otros habitarán lo inconciente en nosotros. El sujeto se sentirá habitado por lo extraño, lo extranjero. Se desconocerá a sí mismo, surgirá algún resto, algún soplo a través del silencio, del abismo, de la vacuidad de sí. ¿Entonces podrá surgir alguna posibilidad de escritura a partir de ese blanco, de ese vacío acompañado por otro? Ahí la transferencia aparecerá no como arqueología que concierne al archivo del pasado (que ni siquiera le corresponde al sujeto), sino como proceso químico, como lazo que permite jugar con sustancias peligrosas que provocan situaciones inéditas (Recalcati 2007).

Empezaré el trabajo con una disertación teórica de la complejidad de la subjetivación en este tipo de encuentro transgeneracional.

Subjetivación y Encuentro Transgeneracional.

En la segunda guerra los cuerpos fueron sometidos a convertirse en sombras, cuerpos invisibles o cuerpos supravisibles que finalmente convergen en el hueco, en el silencio (Didi- Huberman 2008 ).

La guerra transforma la relación con el cuerpo, el tiempo, el prójimo y el mundo interior. Causa traumatizaciones masivas debido al nivel de indefensión al que son expuestos los sujetos (son separados violentamente de objetos y seres queridos, quedando solos en un mundo extraño, privados de soporte social, afectivo y a veces ético) La traumatización es extrema, por lo que el trabajo elaborativo y su posible simbolización en una sola generación es difícil. Así, muchas veces esta imposiblilidad de acceder al proceso de duelo ante lo traumático hace que se delegue a la segunda incluso hasta la tercera generación, con la esperanza de que, al no ser la generación directamente afectada, tenga mayores posibilidades de llegar a nombrar e historizar aquello que ha quedado silenciado.

Para pensar en ello debemos reflexionar acerca de la transmisión de los fantasmas entre las generaciones y de responsabilizarnos de lo que ha sucedido con el ser humano a partir de estas herencias transmitidas de una generación a otra.

Es importante mencionar que no importa si el sujeto fue víctima o victimario, se ha descubierto que tanto víctimas como victimarios quedan traumatizados y se establecen transmisiones del trauma a las siguientes generaciones. Así como propone Nancy (2006) describiendo tanto la Suprarepresentación (que corresponde al Nazi, SS) y que la define como una representación aplastada, cerrada en sí misma, petrificada, dice que es donde no hay mirada más que de él a él mismo, es un ojo aplastado y vuelto contra sí como en una órbita vacía, es decir no hay mirada para el otro. Es una representación ahuecada. Tanto como lo es la No Representación que corresponde al Musulmán es decir al (prisionero judío, gitano, homosexual, etc. que se convierte en un muerto-vivo)que es dice Nancy el representante de sí mismo; expone su muerte en su vida extenuada. Esta presencia es tal porque no hay mirada es transparente. Es una representación también cerrada, vacía, ahuecada, sin mirada más allá de sí mismo. Es decir tanto en la Suprarepresentación que corresponde al victimario como en la No Representación que corresponde a la víctima se establece por diferentes motivos una representación vacía, cerrada, ahuecada, sin mirada más allá de sí mismo. Se ejerce una destrucción en ambos casos de la inscripción psíquica, así lo que se transmite a las siguientes generaciones es apenas un soplo, una palabra entrecortada, una representación en negativo, es decir trazas de memoria sin palabras con la esperanza que las generaciones que los precedan hagan algo mejor con el trauma. Dice Nancy lo que queda de la representación, es una inscripción, que es apenas un soplo y con ese apenas movimiento no debemos suspender la reflexión sobre lo innombrable y su transmisión. El soplo no es casi nada pero es capaz de mover mundos (Didi Huberman 2008).

A la siguiente generación se le hereda el dolor sin tiempo. Dice Fedida (2003-2004) para que hijo o e nieto puedan entender algo de lo vivido del trauma del padre o del abuelo habrá que tocar el tiempo y el dolor. “Porque lo que se pierde entre las generaciones es  la ausencia así  los fantasmas se vuelven tan presentes en el mundo psíquico de la siguiente generación que no se les puede nombrar, nada más habitan el mundo del hijo invadiéndolo sin palabras, con sensaciones. La posibilidad de tocar el dolor humano será a través de la aparición de gestos, soplos, palabras entrecortadas de un duelo inconsolable. Es un duelo abierto, desgarrador que atraviesa silenciosamente las generaciones a través de marcas invisibles que transmiten gritos sin palabras, vínculos destruidos, confusiones como dice Didi – Huberman (2008).

Cuando una generación vive un acontecimiento traumático, se establecerán una serie de encadenamientos psíquicos que marcarán fronteras borrosas entre las generaciones, eslabonando una “cadena traumática transgeneracional” apoyada en lo que las generaciones anteriores no lograron darle ligadura y heredando a las siguientes la responsabilidad de darle sentido a lo traumático (Gomel 1997).

Cuando las fronteras quedan borrosas el yo queda invadido por la mirada invasiva de la primera generación y puede esta convertirse en una mirada totalitaria que no le permita al sujeto la construcción de su subjetividad. La frontera delimita dos espacios lo subjetivo y el espacio del otro. Cuando esto no sucede las siguientes generaciones quedan atrapadas en situaciones ominosas por no saber de donde vienen los sufrimientos, las sensaciones o los síntomas.

Dice Viñar (2005): “La experiencia acumulada al estudiar los procesos de transmisión transgeneracional nos permite asumir la evidencia de que la huella impresa por el terror atraviesa las generaciones y marca el futuro de la especie”.

Para entender el proceso de lo siniestro debemos comprender como juega lo siniestro en la subjetivación.

La Subjetivación y lo Siniestro

No debemos olvidar que la constitución del sujeto se inicia con el otro que es portador de todo ese lenguaje donde viene inscrita la historia social en la que uno nace. Freud lo denominara en el Proyecto (1895) como “El Complejo del Prójimo”, en donde el otro, el prójimo, es el primer objeto satisfactor, el primero hostil. El amor aparece a partir de la huella que deja el objeto satisfactor y será transcrito en la psique en representaciones que tendrán el sentido del conocido, el amigo, el socio, el protector. En cambio, el odio, será el terror frente a lo extraño y lo ajeno aparecerá a partir de la huella que deja el objeto hostil; esa parte de cada uno de nosotros que siente un perjuicio original en donde el objeto nos ha dañado en su ausencia, en su frustración y que para no caer en la indefensión, transformamos esa huella en representaciones que serán parte de nuestros prejuicios. Así el extraño, el hostil, el extranjero- los nombraremos de diferentes formas- depende de la subjetividad y la cultura en la que estemos inmersos. Tener a quien depositarle aquello ajeno que habita en cada uno de nosotros es indispensable para no sentir el terror que genera lo irrepresentable. Por eso para algunos ese objeto hostil, extraño, es depositado en el negro; para otros en el judío, el nazi, el jorobado, lo femenino, la locura, etc. Es esa parte desconocida de cada uno de nosotros que se proyecta en el otro, ella representa la parte peligrosa que nos persigue y que expulsamos afuera, colocándola en el otro. Encontrar un ser semejante a nosotros, pero a la vez diferente, nos genera el sentimiento de lo extraño, del caos, de lo incomprensible.

En el trabajo sobre “Lo ominoso” Freud (1919) dice: “Lo rechazado en el otro corresponde a algo propio no admitido como tal por el sujeto. Así lo conocido, íntimo (Heimlich), se transforma en lo desconocido y extraño (Unheimlich). En la inquietante extrañeza, lo que retorna es algo familiar desde siempre, devenido extraño por el proceso represivo. Así lo siniestro, el desconocido y extraño habitan dentro de cada uno de nosotros.

       En la obra freudiana, desde su temprano enunciado sobre el complejo del Prójimo

hasta la afirmación de que no hay psicología individual- toda psicología es social-, el otro aparece siempre como modelo rival, socio o adversario. Así como el entramado del problema de la complejidad de la frontera entre el sí mismo y el otro.

            Esta complejidad se establece mediante; el dilema del espejo, de los dobles, de las zonas indiscriminadas donde no se sabe si te veo o me veo, si te odio o me odio, puede convertirse en una alternativa sin salida, o en una paradoja insoluble (Viñar 2003)

            Aun dos variantes de la cuestión: ¿Quién soy yo y quién es el otro? Esta pregunta nos enfrenta a la dificultad de asumir la diferencia. Es este el juego complejo de alteridad en donde el otro, el diferente se volverá, por un lado, aquel que me cuestione, que me amenace por su posible invasión o que, por el contrario, me enriquezca y me nutra en su diferencia.

 Si no se logra asumir la diferencia se establece un discurso narcisista en donde el yo no tolera la decepción de “No ser el amo de su propia casa” (Freud 1916-17), entonces se resiste a reconocer la diferencia: sexual, generacional y de alteridad.

Una de las posibilidades de procesarla es dentro del proceso analítico.

Cuando lo siniestro se asoma en el análisis, aparece como un acontecimiento sorpresivo e inesperado. La cruda realidad desmantelante puede hacernos recurrir a juicios certeros, estáticos, sin movimiento es decir a pensamientos prejuiciosos a modo de defensa.

Para analizar esa situación trabajaré algo del prejuicio en la clínica analítica.

El prejuicio en la clínica psicoanalítica

En el desempeño de la labor psicoanalítica es indispensable que el analista, tanto en la relación transferencial como en su pensamiento, busque permanentemente tener conciencia de sus propios prejuicios, puesto que algunas veces aparece como defensa frente a la inquietante extrañeza, que hace su aparición ante el horror de su retorno, cara a cara con lo que no tiene nombre, con los soplos, silencios y actos que portan los fantasmas del mundo del otro. Por eso me pareció importante darle un espacio al prejuicio en éste escrito.

Como analistas, en cada aventura analítica debemos arriesgarnos a deconstruir nuestros propios prejuicios y permitirnos entrar en el espacio enigmático, dudoso, de cada uno, puesto que sólo así el paciente verá que es posible tomar el riesgo de debatirse y enfrentarse a sí mismo para llegar a tomar conciencia de los prejuicios que lo habitan y trabajar con ellos.

El prejuicio es inherente al ser humano, alcanza dimensiones y magnitudes diversas. Una gama de matices que van de los más inofensivos a los más graves y siniestros; desde la represión neurótica hasta las defensas psicóticas (Woscoboinik, 2000).

Dice Berenstein (1986) que se puede pensar con pensamientos, o se puede pensar con convicciones. Cuando se piensa con convicciones estamos hablando desde el prejuicio, es decir, con un pensamiento certero en el que no hay conflicto; un pensamiento que apunta a lo arcaico y donde no se acepta el pensamiento del otro. Estas dos formas de pensar coexisten en el sujeto y en la díada transferencial.

 María Moliner define el prejuicio como “idea preconcebida que desvía el juicio exacto”. Se trata de una idea, sentimiento u opinión, independiente del juicio racional, con el cual incluso puede coexistir.

El prejuicio tiene, por una parte, el beneficio de un archivo facilitador, pero por otra, puede constituirse en el origen de graves injusticias y de actitudes siniestras. Al ser generalizado y simplificador, facilita el deslizamiento a enfoques maniqueístas como negro-blanco, bueno-malo, genio-idiota. Y desde aquí, puede extenderse a los extremos siempre amenazantes del fanatismo, la xenofobia y el racismo, que silenciosamente pueden aparecer en nuestros consultorios si no tratamos de estar siempre pendientes de los prejuicios personales en los que cada uno se ha constituido como sujeto.

El prejuicio aparece en la mente tanto del paciente como del analista. Cada uno trae su propia escena del inconsciente, su constelación edípica, sus creencias culturales y familiares, así como nuestras propias experiencias vitales, nuestras ideologías, nuestra concepción de lo bueno-malo, mujer-hombre, etc.

Debemos tratar de no vivir en certezas, sino permitirnos la duda y el cuestionamiento constante de nuestro ser y quehacer psicoanalíticos.

Por eso, si el analista llegara a tener un caso en el que evaluara la imposibilidad de abstenerse de una condena moral de la conducta del paciente, no debe aceptar ese caso en análisis. Debe abstenerse de analizar.

En los sesenta, Aberastury decía que “jamás tomaría en análisis a un nazi”. Cada quien debe pensar con quién podría trabajar sin lastimar al ser humano que tiene enfrente o, de lo contrario, abstenerse de hacerlo.  ¿Quién podría -digamos- trabajar con un torturador? ¿Se puede analizar a alguien que tortura, sin volvernos su cómplice? Estas situaciones parecen tener respuestas claras. El problema surge cuando el paciente ya está en análisis y no se trata de aceptar o no el caso. Por ejemplo, cuando un paciente tiene “comportamientos nazis”, ¿se analizan o no? Y, en realidad, ¿qué se quiere decir con analizarlos?, ¿interpretarlos? Me parece que es preciso efectuar una intervención para mostrar al paciente sus desobjetalizaciones narcisistas, y que el analista es otro que existe. Aquí, dependiendo del discurso del paciente, podríandesprenderse los diferentes tipos de intervención: me ves como tu torturador o estás siendo mi torturador; eres mi socio o mi rival.

Y un problema más: es importante reconocer cuando el prejuicio del analista deviene un obstáculo para entender el contenido del material inconsciente, situación que impacta tanto en la contratransferencia como en las posibilidades de su escucha. El analista debe estar listo para analizar y metabolizar la parte extraña de sí mismo que hace su aparición en el proceso psicoanalítico.

 Imaginemos a un analista judío que ha perdido familiares en los Lagers. Fácilmente podríamos anticipar el conflicto que enfrenta al tener un paciente en cuyo proceso de tratamiento aparece el secreto familiar y personal de que es nieto de un nazi. El impacto en el analista es tan fuerte que le obliga a preguntarse si podrá o no seguir trabajando con él. Pero ¿qué hacer si el paciente ya está en el proceso? Creo que lo más importante en ese momento es no entrar en las certezas sino, con la dificultad que ello conlleva, permitirnos la duda, la reflexión para cuestionarnos qué significa el calificativo “nieto de nazi”, qué está detrás de lo estereotipado del término. El nieto de nazi podría no ser el victimario y, por el contrario, ser la víctima de la historia, y sólo por llevar la marca transgeneracional lo estaríamos marcando con el prejuicio.

Es difícil, pero importante, recordar que la función analítica, como dice Leclaire, es “escuchar lo que no se dice. Es trabajar en el margen para reintegrar al consenso lo que tiende a ser expulsado” (Viñar, 2008). De esta manera, un enunciado en un paciente no basta para que el analista establezca una hipótesis de quién es aquél. Freud nos advierte que la posición analítica es colocarse en la escucha y transformar esos fuertes enunciados en preguntas a investigar con el paciente. Decir “nieto de nazi”, ¿qué significa en realidad para él? ¿Cómo está colocado frente a ese hecho en su historia? ¿De esa historia, qué tanto es del paciente en su historia personal o qué tanto son los otros habitando en él? Y no olvidarnos, fundamentalmente, de ¿por qué expresa tal secreto en ese momento histórico del proceso? ¿Qué significado tiene en el proceso transferencial? Cuando en mi propio consultorio me descubrí intentando dar respuesta a tales preguntas y enfrentando las dificultades de estas circunstancias, decidí elaborar una viñeta del proceso para poder compartir y pensar inquietudes y preguntas teórico-clínicas de estas experiencias analíticas.

Momento Clínico

Llega a mi consultorio una paciente debido a la enorme angustia que le produjo estar embarazada de un varón y por la aparición del pensamiento compulsivo de rechazo, maltrato y fantasías de matar al futuro bebé, me encuentro con una mujer de una belleza angelical: alta y espigada, cabello rubio, tez blanca, ojos claros, facciones delicadas; con una expresión suave, aunque su mirada era triste. Sin embargo, cuando comienza a hablar de su bebé, siento como si su mirada y su expresión se endurecieran, se transformaran y se llenaran de una rabia que la desbordaba, su gesto se convertía en un rostro siniestro. Durante las primeras sesiones estos cambios ominosos en su expresión me llevaban a tener sensaciones contratransferenciales de confusión, de ambigüedad. Aline -la paciente- hablaba de su pánico a lastimar o matar al futuro bebé, del impacto de sentirse así.

Aquí lo siniestro fue apareciendo tal cual puro, como un soplo silencioso sin palabras el único registro eran los gestos terroríficos de la paciente que producían sensaciones “extrañas e indescriptibles” confusas de la analista.

Recordemos que Huberman (2008) dice que el gesto es un grito silencioso, la sombra de otro tiempo que en el presente hace volver de lejos algo fantasmal, lo pasa al acto a través del gesto. Es decir algo ahí quiere sobrevivir a su propia desaparición dice

Huberman (2002).

El gesto da constancia de alguna pérdida, de duelos tan complejos que apenas dan cuenta a través del gesto. Son una memoria transmitida que de otro modo sería inaccesible. Los gestos son a la historia de los humanos lo que los fósiles son a la historia de la tierra ámbitos de reminiscencia (Huberman 2002). Dan cuenta de traumas vividos hasta por otras generaciones pero que en el fuero interno se anida un ápice (una pequeña sombra) a través del gesto que ya no escucha a nadie, pero que sigue moviéndose en sus propìos gestos supervivientes (Davoine 2006). Que responden a tiempos muertos que siguen viviendo en la memoria superviviente como fósiles, gritos silenciosos. Donde el tiempo y las palabras se encuentran “solidificadas” en el trauma”.

Desde la primera entrevista habíamos acordado que tendríamos cuatro sesiones para decidir si trabajaríamos juntas; en la cuarta sesión me dice: Me da terror que usted me rechace, ya está por terminar la sesión y no me ha dicho nada alrededor de si trabajaremos juntas o no.

Durante las sesiones, a mí me invadían emociones contradictorias debido a sus cambios radicales de gesto, de tono y de discurso. Veía a una mujer sufriendo desgarradoramente por su situación actual y, al mismo tiempo, era muy impactante ver cómo se transformaba su expresión, de triste y suave, a un gesto frío y siniestro cuando hablaba de cómo podría llegar a maltratar a su hijo. Me sentía presa de una parálisis interior. No entendía qué pasaba con ella, tenía una sensación constante de confusión. No sabía, efectivamente, qué decisión tomar. Ignoraba por qué ella no permitía mi entrada a su historia personal.

Le pregunto: ¿Usted frecuentemente es rechazada por los demás, o es usted quien tiene miedo de que su enojo destruya las relaciones con ellos, en este caso conmigo o con su bebé que está por nacer?

Empieza a llorar y responde: No lo sé. En realidad nunca me acerco a la gente, me da pánico que me rechacen. Esto que acabo de hacer no sé cómo pasó; nunca pregunto cómo estoy en la relación con el otro, no me atrevo.

Aquí se había atrevido. Le dije que me parecía importante que se hubiera permitido expresar su preocupación, ya que quizá detrás de su comentario estaba el miedo a que yo me volviera su maltratadora al dejarla en la incertidumbre por más sesiones, es decir, si le iba a permitir nacer o no como paciente mía, como quizás ella sentía pánico de no lograr permitirle a su bebé nacer. Lloró mucho aquel día.

Después de ese evento decidí que aunque no tenía claro qué pasaba con ella y qué pasaba conmigo, lo iría descubriendo durante el proceso. Lo que sí sabía es que sentía a una mujer profundamente desamparada y asustada, que clamaba ayuda desgarradoramente, por el miedo a que el desbordamiento de su propia rabia y agresión la llevara a maltratar y destruir a su hijo.

Lo que fue apareciendo al principio del tratamiento fue el rechazo a lo masculino y al padre como su representante, pero después de un tiempo trabajando juntas aparece que detrás del síntoma había un secreto familiar, una historia transgeneracional de convicciones racistas y prejuicios malignos que me deja perpleja. La paciente me platica lo maltratada que había sido por sus padres; me dice:

-Es que hablar de eso me duele mucho… Mis abuelos me cuentan que ellos veían que, desde que nací, mis papás no me querían. Ellos veían que yo no crecía, que me veía flaquita, que lloraba mucho y que cada vez que ellos llegaban, la abuela decía: “Esta niña tiene hambre, por eso llora”; me daba de comer y yo inmediatamente me tranquilizaba. Un día llegaron y pasó lo de siempre, pero esta vez ensucié mi pañal y la abuela me cambió y me vio toda ampollada, tenía las nalguitas todas agrietadas. Se impactó del estado en que me tenían, discutió con ellos. Mis padres dijeron: “La niña no nos importa, si se muere nos da igual”. La abuela entonces les dijo: “Déjenme llevarme a la niña”. Ellos me entregaron inmediatamente, diciendo que yo era insoportable. A partir de ese momento, en que la abuela dijo que tenía alrededor de diez meses, viví con ellos –los abuelos- hasta los siete años, momento en que mis padres dijeron que me querían de regreso en su casa, que yo era hija de ellos y no de los abuelos. Me tuve que regresar a mi casa, con mucho sufrimiento. Mis padres me rechazaron toda la vida.

 – ¿Usted tiene alguna hipótesis de por qué sus padres la rechazaron tan radicalmente?

Se hace un silencio sepulcral.

– Mi historia es muy difícil.

 Al bajar ella la mirada y volverme a ver, en una forma extraña, mi sensación volvió a ser como en las primeras sesiones: de confusión, ominosa. Después de un largo silencio, la paciente continúa:

– Mire, es que en mi casa hay una situación con los abuelos que no se habla nunca. Lo que pasa es que mis abuelos y mi padre son inmigrantes en Chile.

Cuando me dice esto, me invade una sensación helada, y pienso: Chile aceptó proteger a algunos nazis después de la guerra. Mi sensación, indescriptible, sólo me permite articular: -¿De dónde emigraron? 

Con dificultad me responde:

“De Alemania”, baja la mirada y me relata:

-Mi abuelo fue nazi. Mi padre lo rechazó siempre por eso y después de unos años de haber emigrado, él -el padre de la paciente- se enamoró de una latina. Los abuelos entraron en cólera: cómo se le ocurría enamorarse de alguien de la raza inferior. Él era un ario de la raza superior y debía emparejarse con alguien como él.

 El hijo no soportaba oírlos hablar así y continuó con la novia, que era una mujer de una fisonomía totalmente latina: baja de estatura, de cabello castaño oscuro, ojos negros, piel apiñonada. Después de un tiempo de una guerra entre el padre y los abuelos.

 Él se fue y se casó con aquella mujer.

Después de un tiempo de ese matrimonio, padre y abuelos se reconciliaron. A pesar de ello, los abuelos maltrataron a la nuera durante toda la vida: la insultaron por su aspecto físico, por su color de piel, por su origen; casi no hablaban con ella y la humillaban constantemente. El primer nieto heredó la fisonomía de la madre, y esto los abuelos no lo soportaron: maldicen al hijo por haberles hecho esa deshonra familiar y el maltrato se hace extensivo al nieto.

En ese clima nace la paciente. Al nacer totalmente aria, el rechazo recibido por los padres, por parte de los abuelos arios, es depositado en ella. Así, las víctimas de los abuelos se vuelven los torturadores de la paciente.

Al oír ese relato quedo perpleja, confundida, pienso que no quiero que esta historia se   repita, y al mismo tiempo me pregunto: ¿Podré tratar a la nieta de un nazi, siendo yo hija y nieta de sobrevivientes? Y por otro lado, tenía frente a mí a una mujer sufriendo, suplicando ayuda, con la que me había comprometido a trabajar. Tratarla me parecía imposible… pero ya la había aceptado en tratamiento. ¿Qué hacer?

Mientras yo pensaba todo esto, las ideas y los sentimientos se me confundían, eran ambiguos.

¿Verdad que usted es judía? -me pregunta.

Yo me quedo sin palabras. Hago un silencio, en donde trato de recuperarme.

Yo creo que usted es judía, por su apellido. Y, a decir verdad, yo siempre escojo a mis doctores de origen judío.

– ¿Por qué?

No sé, me siento en confianza con ellos, siento que son gente que sabe entender el dolor del otro y sabe ayudar a los demás.

La sesión había llegado a su término; yo había quedado agotada, confundida, por no poder poner en orden mis sentimientos.

Empecé a pensar el caso, a ver la dificultad que sería dejar a la paciente después de haber iniciado el tratamiento y, al mismo tiempo, lo difícil que sería continuarlo; la dificultad de poderme volver su victimizadora o su víctima.

Seguí con un debate interno hasta que pensé: mi paciente era la que había sido colocada como la víctima de su familia y buscaba desesperadamente ser ayudada para no repetir el hecho de ser la victimaria de su bebé, como había sucedido con ella. En ese bebé, que todavía no nacía, estaban ya depositados odios, violencia, destrucción; era una criatura inocente que iba a cargar la historia de tres generaciones llenas de odio.

Esta mujer quería parar la transmisión de esa destructividad en su familia. Esto me hizo pensar en ella de tal manera que sentíla posibilidad de continuar el tratamiento. Sabía que ambas íbamos a tener que trabajar profundamente en nuestro mundo interior.

Decidí seguir con el caso, y empezamos a trabajar todo lo que estaba depositado en ese bebé: la confusión de la madre, su intolerancia a la diferencia, cómo ella había aprendido que al diferente había que desaparecerlo, humillarlo, rechazarlo, torturarlo.          

La paciente me confesó su confusión entre lo bueno y lo malo en el mundo. Me platicó cómo el abuelo bajaba todas las tardes a un tipo de bunker que había construido en su casa, a tomar y llorar por la Alemania nazi. Y me hacía preguntas:

  – ¿El abuelo está mal o es mi papá el que está mal? Nunca he querido entender la historia política del abuelo y lo que hizo en la guerra. El me rescató pero sé que mató y lastimó a muchos, entre ellos a mi padre, a mi madre y a mi  hermano.

 – ¿Cómo entender esto sin enloquecer? –le dije.

  Lloró mucho y me dijo:

No sé que ven mis padres en mí, ¿a quién ven?

 – Quizá al abuelo -le contesté.

Nuevamente lloró mucho y continuó:

Mis padres siento que me odian, pero empiezo a entender que quizá, sí tiene usted razón, no me odian a mí sino lo que ven en mí, que es a él.

Trabajamos mucho acerca de cómo los padres no la podían ver a ella, y me decía:

  Me siento vacía de mí, quizá por eso no puedo decir que posición tengo en la vida. Mi vida es una confusión. ¿Soy la hija de mis abuelos, o soy su nieta? ¿Soy el padre de mi padre, o soy su hija? ¿Yo podré ver en mi hijo a él y no a todos ellos?

Análisis del caso

            En este segundo momento del tratamiento donde volví a sentir el terror de lo siniestro, lo que aparece ya no son puras sensaciones confusas, ni gestos terroríficos de parte de la paciente, ya no era solamente el soplo, la sombra del gesto fantasmal que nos remitía a otro tiempo como sucedió al principio del tratamiento.  Aquí ya tanto paciente como analista pudieron formular enunciados. En el caso de la analista se formuló la pregunta ¿Puedo tratar a la nieta de un nazi?  un enunciado prejuicioso, pero enunciado al fin, es decir fue posible organizar, darle sentido y ponerle palabras a esa sensación. Palabras que logran aparecer a partir de mi historia personal, transgeneracional y del mundo interior del analista. Al formular ¿Puedo tratar a la nieta de un nazí? En realidad estoy preguntando ¿Puede nacer esta mujer en mi consultorio? Cuando la pregunta inicial de la paciente era ¿Puedo dar a luz a mi bebé –varón? Dos formas de formular la misma escena cada quien desde su posición en la relación transferencial, desde su historia personal y su mundo interior. Así se permea en la relación analítica la escena del drama del mundo interior de la paciente.

El peligro que existe para el analista frente a una novedad totalmente inesperada terrorística es que, al ser la cruda realidad desmantelante de nuestras seguridades, podemos caer en la tentación de considerarlas obvias y tomar una actitud contratransferencial negativa que “disuelva o inmovilice el trabajo analítico” (Amati 2000). Esto es un momento riesgoso en el tratamiento puesto que lo que sucede frente a la aparición de lo siniestro, el elemento sorpresa descoloca al analista, lo saca de su función observadora y lo deja merced de intensas regresiones.

            En el caso relatado necesité movilizar mi mundo interior, tuve que romper mis certezas y enfrentar mis dudas, mi confusión.

Así, primero acepté no saber cómo resolver la situación, abandoné la omnipotencia de aferrarnos a las certezas que se presentan en nosotros cuando nos enfrentamos a tales desafíos terapéuticos. Me parece fundamental realizar todo este esfuerzo con el afán de recuperar lo antes posible la capacidad de pensar y de crítica, preservando así el sentido de nuestro trabajo, y continuar con una intensa elaboración por parte de la paciente y la analista. Para lograrlo, ambas tendríamos que vencer los pactos silenciosos y los aspectos indecibles de lo vivido, de lo transmitido, de sus desplazamientos, desfiguraciones y retranscripciones.

Esta pregunta parece esconder la dificultad de aceptar un paquete tan embrollado, como diría Bleger ( que va desde el gesto hasta el enunciado). Pero es justamente la aceptación de recibir el “paquete” lo que le permite a la paciente “utilizar” (como lo entiende Winnicott) al terapeuta judío (como víctima que sobrevive, como recipiente de su confusión), porque se trata de la sobrevivencia de su hijo, que parece representar al judío, la víctima “inocente”, como ella misma lo fue. La pregunta abre la posibilidad de que aparezca el secreto de la historia no dicha, escindida por parte de la paciente. No sólo el secreto que esconde una historia de víctima–victimario y de una indiferenciación generacional en donde no queda claro quién es quién ni qué lugar tiene cada uno en la cadena generacional, sino también de la transmisión del odio y la imposibilidad de la elaboración edípica, situaciones que no le permitían a Aline la renuncia a la omnipotencia y daba lugar, en cambio, a una intolerancia a la diferencia generacional, sexual y de alteridad.

Cuando hay secretos familiares pueden establecerse identificaciones alienantes en el proceso de transmisión transgeneracional (Faimberg 1993).

Considero que la paciente fue víctima de este tipo de identificación, puesto que los padres parecen expulsar en ella el intolerable odio que tienen por los abuelos y lo depositan en la hija, a quien odian y rechazan. Esta formulación corresponde a la fantasía inconsciente del no-yo de los padres, convertida en la identificación alienante de la hija, quien pasa a ser el no-yo, y definiéndose de ese modo, adquiere una identidad negativa. Vemos pues, un doble movimiento en esta trama intersubjetiva: expulsión de la historia traumática de los padres y apropiación por parte de la hija: al someterse a un poder ajeno, su yo queda escindido.

La paciente se habría identificado, entonces, en forma silenciosa e inconsciente, con la intrusión tiránica de la historia que concierne a sus padres. Queda llena de confusión, de ambigüedad, sin saber quién es quién. Ahora tiene miedo de repetir ella en su hijo ese estilo de relación narcisista, depositándole a él la parte de odio que no tolera en sí misma, con lo que el hijo se convierte en el no-yo de la madre.

El problema con lo masculino era en parte lo que la había llevado a tratamiento. Aline traía como primer enunciado lo masculino, que tenía condensado y escondido, la problemática que posteriormente fue desplegándose en diferentes enunciados frente a lo no tolerado, a lo extraño que tendría que ser rechazado, odiado.

Por eso creo que lo importante es el problema con la diferencia. La paciente tenía una historia transgeneracional donde no parecía haber cabida para asumir la diferencia. La alteridad sólo podía existir en la cadena generacional en tanto estuviera definida por el odio. Es tal su confusión, que no sabe a veces diferenciar entre lo bueno y lo malo.

En palabras de ella, recordemos cuando dice: ¿El abuelo está mal o es mi papá el que está mal? Nunca he querido entender la historia política del abuelo y lo que hizo en la guerra. El me rescató pero sé que mató y lastimó a muchos, entre ellos a mi padre, a mi madre y a mi  hermano.

Con esto podemos ver la complicada situación de la paciente. La confusión es tan severa que su rescatador, el abuelo, es a la vez el victimario de muchos. Su rescatador tiene una dimensión maligna, difícil de pensar para ella, puesto  que al identificarse con él, ella es también portadora tanto de la parte rescatadora como de esa parte maligna. Profunda confusión… enloquecedora. ¿De qué es portadora ella?

 A pesar de toda esta dificultad, una esperanza con esta paciente es que ella era la única de todo el grupo familiar que se había atrevido a pedir ayuda, a introducir una mirada externa a todo el conglomerado transgeneracional; deseaba desesperadamente no repetir la historia en su hijo. Aline buscaba un lugar donde poder parar y transformar la devastadora historia transgeneracional que traía a cuestas.

 El problema con lo masculino era en parte lo que la había llevado a tratamiento. Ella traía como primer enunciado lo masculino que tenía condensado y escondido, la problemática que fue desplegándose posteriormente en diferentes enunciados frente a lo no tolerado, a lo extraño que tendría que ser rechazado, odiado.

Lo importante era ir escuchando el discurso de la paciente, de donde eventualmente fuera emanando el problema de la diferencia: en el nazi-judío, mujer-varón, latino-europeo, hijo-padre, madre-hijo, malo-bueno,etc. Y así, trabajar con ella sobre la problemática de la diferencia desde las distintas formas que le diera en su discurso, intentando permitirle, una nueva historia en la cual los papeles no estuvieran apegados a rótulos externos, buscando un proceso elaborativo.

El núcleo fundamental a trabajar era el problema de lo extraño, desconocido dentro de ella misma. Junto con el problema de la diferencia puesto que lo terrorífico, apunta a la falta de límites entre el afuera y el adentro, vivo-muerto,bueno-malo, a la omnipotencia, al terror a la indefensión y  a la dificultad frente a la constitución subjetiva.

A modo de cierre.

Reyes Mate (2006) se pregunta a través de Walter Benjamin ¿Quién es el sujeto de la historia?  Dice que solo los sujetos sufrientes tendrán la posibilidad de encontrar el sentido de la historia.  Solo aquel que esté del lado del dolor podrá intentar trabajar ese duelo abierto, desgarrador que atraviesa silenciosamente las generaciones a través de marcas que se transmiten en gritos silenciosos, gestos, sensaciones y apenas con ese movimiento intentar nombrar algo de aquello, historizarlo. Es imprescindible tratar de representar el silencio que el Mal establece, intentar darle al dolor una ligadura que le permite al hombre tener la esperanza de no destruirse.

Una de las posibilidades de elaborar estos duelos frente a la traumatización extrema y su transmisión es a través del proceso analítico.

Es la presencia del analista, lo que le permite buscar al paciente las causas y sentidos que dejaron los soplos, la palabra entrecortada, los gestos que se van integrando y se van historizando en la historia del sujeto y su linaje.

Viñar (2008) nos advierte: “Debemos volver a la memoria, no para llegar al estremecimiento del terror, sino para mantener abierta la interrogación de la cuestión de quién es mi prójimo”.

            Por eso es importante remendar ese desgarro donde el prójimo pueda volver a tener el lugar imprescindible y único de seguir siendo humano. El rostro del otro debe ser espejo de encuentro y no de devastación.

Es fundamental estar alerta para salvar al sujeto de la deshumanización invasora, y responder a la ética de la responsabilidad con el otro humano. Es por eso que este trabajo pretende abrir la problemática acerca de qué pacientes estamos dispuestos a recibir y

continuar con ellos en su proceso.

Si bien Berenstein (2004) habla acerca de “hacer lugar a lo ajeno del otro” y Roustang (citado por Volnovich, 2003) crea la noción de la “pasión por la alteridad”, debemos preguntarnos si deseamos establecer un proceso analítico con toda alteridad. Considero que hay alteridades que resultan inadmisibles pero también hay alteridades que, pareciendo imposibles, pueden llegar a ser posibles si logramos mantener la escucha de la embrollada historia que podría estar detrás de un enunciado de identidad. Esto puede lograrse siempre y cuando el analista mantenga una profunda responsabilidad en reconocer sus prejuicios y  relativizarlos en pos de un pensamiento crítico.

El otro (analista) puede aparecer como extraño y así remitir al sujeto a aquello que viniendo de afuera, ésta en el mismo y le es extraño. Así el encuentro con lo íntimo es remitir al sujeto con lo más desconocido y a la vez extrañamente lo más familiar de cada quien;  solo es posible designarlo en el horror opaco de su retorno. Esto es lo que busca el proceso psicoanalítico intentar transformar en palabras algo de aquello que se repite en acto, un soplo, un gesto, una palabra entrecortada, una sensación. Freud llamó a eso lo siniestro, a la realidad humana que se asoma en transferencia y que sorprende a ambos miembros de la diada.

Es necesario que en el encuentro trasferencial tanto paciente como analista busquen exiliarse de sí mismos. Toleren la novedad, la incertidumbre. Rompan las certezas, transfromándolas en un pensamiento autónomo que permita un pensamiento crítico, creativo. Buscando la oportunidad que se genere movimiento en el soplo transmitido y que la palabra que se vaya asomando en el proceso sea soporte de un juego elaborativo y no de una coagulación repetitiva, siniestra que lleve a la destrucción del hombre con el hombre mismo.

Dar sentido al sufrimiento es transformar el terror en una voz vital.

La posibilidad de separación y subjetivización creativa.

“Dad palabra al dolor,

la verdad que no habla cuchichea…” Shakesperare

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Miriam Grynberg Robinson

Psicoanalista titular en funciones didácticas de la Sociedad Freudiana de la Ciudad de México (SFCM) Miembro del International Psychoanalytical Association (IPA) Maestría en Psicología por la Universidad Iberoamericana (UIA)